sábado, 18 de agosto de 2012



Yo comparo el amor a la fosa común,
en que todo es quemarse para encender la tierra.
Los hijos de los hombres son las únicas lámparas,
porque en esta carrera sin fin de las edades,
sólo vale el que sabe quemarse.

Gonzalo Rojas
                                                                   


1. NADA MÁS

   Al caballo no. Es más, antes de entrar a la casa le quitó el bozal, revisó cada una de las herraduras y le palmeó el lomo. Contra el alazán no tenía animosidad alguna. Al contrario, Mariano siempre mostró debilidad por los caballos, y éste, en particular, le provocaba un cariño especial. Tal vez lo licenció porque años atrás, cuando el Tinto era algo más que un potro robusto, el coronel le permitía montarlo y cabalgar hasta el río. Ahora, con los cascos resquebrajados y descuidado de crines, notaba que caballo y amo compartían rasgos en común, como el cuerpo vencido y la mirada apagada. En cambio a las nenas sí porque Mercedes se lo había exigido “Pero a  las tres juntas. Como si fueran una sola porquería”. Por eso cuando terminó con la más chica, dejó los cuerpos de  las dos hermanitas junto al de su madre para que las virgencitas del cielo las conservaran juntas.
   “Si alguna vez tenés que despachar a un cristiano -le había aconsejado el Choique- hacelo con luna llena para que las almitas de la misericordia te lo sepan recibir”.   
    En esa casa todo guardaba una paridad natural: el mate junto a la pava, las dos macetas sobre la mesada, los tres pares de calzado  y los angelitos gemelos de cerámica. La más chiquita ni siquiera se asustó. Se quedó agarradita a su muñeca de trapo y se dejó llevar. Él las acomodó sobre la cama. La madre en el medio, de costado una contra la otra. Después pateó el calentador a kerosene y derramó el contenido del bidón sobre los muebles.
   Era la segunda vez que Mariano usaba la nueve milímetros. Aunque lo más duro no fue dispararles, ya que estaba convencido de que era un acto de piedad el que estaba llevando a cabo. Lo más duro fue atravesar la empinada barda que lo separaba del pueblo y comenzar a padecer la imagen fija de esos ojos que ya estaban en los suyos.
  Anochecía y la amenaza de nieve se hacía palpable en el aire, en la sequedad flotante y fría que se alzaba desde la tierra. Cuando alcanzó la meseta se detuvo a observar. El caballo ya no estaba. Seguramente había escapado de las llamas y galopaba  hacia el río.
    “No le dejes nada a esa guacha, ni siquiera el matungo que le regaló mi viejo. Que sepa ese imbécil lo que es sufrir. Y, ¡ojo!, pegate la vuelta por las bardas. No sea cosa que alguien te vea saltar la tranquera. Y cuando entres a casa hacelo por el patio de atrás. Mandate por la cochera y subí hasta mi habitación. Pero hacé todo como te dije y que de esa perra no quede nada en pie”
    Cuando divisó el puente chico la nieve había emparejado las deformidades del terreno. Recién al cruzar el arco de Bienvenidos a San Agustín vio pasar a los bomberos y al coronel en la F 100. El viejo iba con el rostro pegado al parabrisas, tratando de ver más allá de lo que el temporal le negaba.
   Lo que sentía Mariano no era arrepentimiento ni tristeza. Se reconocía como un extraño en sí mismo, con el cuerpo helado pero con las manos calientes. Ágil pero sobrecargado por dentro. Tanto que había llegado a conocerlas, y ahora, un par de horas más tarde, no podía recordar las caras de ninguna de ellas. Era como si a medida que se distanciara de la casa la aridez de la geografía rural le hubiese socavado ese rincón de la memoria donde Laura y las nenas anidaban desde siempre. Los ojos sí, en especial los de la más chiquita: enormes, brillantes y negros, pero no el espanto que adopta un rostro cuando el final es inminente.

    “El olvido es el primer bálsamo con el que la culpa pretende engañar al crimen. Pero la culpa, si acomete la muerte, nunca deja de existir”
   Su maestra le había recomendado que no mirara al público y que no se apresurara cuando le tocara decir sus líneas. Así que Marianito memorizó al detalle aquella frase y se mostró atento al desarrollo de la obra. La seño Elvira lo había designado para que interpretara el papel de Ezequiel Maza, el canciller honorario de la revolución. A pesar del reclamo de la comisión de padres por la elección de “un inadaptado como ése para participar del acto del día de la independencia, la maestra hizo caso omiso a la protesta y siguió adelante con los preparativos.
   Mariano no sabía lo que era un canciller honorario. Por lo menos en el pueblo no había ninguno. Pero estudió el libreto y repitió sin errores la máxima que le habían anotado en el cuaderno. Con lo que no pudo cumplir fue con mantener fija la mirada sobre el Libertador y los edecanes porque él quería saber si ellas estaban allí, ya que el mal tiempo le hacía dudar respecto de la presencia de sus únicos afectos. Pero madre e hija  llegaron sobre la hora para verlo actuar. Entre “la culpa” y el “dejar de existir”, y entre la patilla del Libertador que se despegaba y la puerta del salón que se abría, las vio entrar. Cuando al fin Laura y la Neno encontraron asiento, el canciller honorario se retiraba de escena y los edecanes acompañaban al Libertador hasta su carruaje.  
   Detrás del cortinado la seño Elvira felicitó a Mariano, mientras el maestro González salía a escena para dar por concluido el acto del día de la fecha. Desde allí pudo ver a Laurita y a la Neno saludándolo desde el fondo del salón. Ahora, años después, revivía imágenes puntuales de aquella puesta: su escueto parlamento, la rugosidad almidonada del guardapolvo de la maestra y la milicada cuadrándose frente al pabellón nacional. Podía recordar sólo los ojos y el espanto, como también las máximas dedicadas al Libertador, pero no la plenitud de los rostros.

   “Si vos no lo hacés, porque sos capaz de tenerle lástima a esa guacha y a sus dos crías, el trabajo lo termina Sepúlveda. Y no te quepa duda que a ése le va a caer más que bien cumplir con lo que pido. Le gusta gozar de la carne tierna. Además, hace años que está esperando que yo me endeude con algo turbio para cobrármelo”.
   Mercedes sabía que ese gordo asqueroso le tenía ganas y que no le hubiese costado nada convencerlo. Durante el vals de su cumpleaños de quince, cuando a Sepúlveda lo habían ascendido a cabo primero, se dejó apretar de más por lo bajo. Sintió cómo se iba tensionando el miembro de su festejante y de qué manera aumentaba la presión contra su vientre. Era la primera vez que un hombre se le insinuaba de esa manera. A la quinceañera le agradó la sensación que estaba experimentando pero no así el provocador de la misma. La ascendente calentura corporal y el impulso por separar las piernas casi la podían, pero no ese petiso achanchado que empezaba a temblar. Cuando entendió que el uniformado estallaría placer, se apartó y cambió de pareja. Creyó que de allí en más, con el ofendido simulando un ajuste de calzado en el centro del salón, tamaña humillación la convertiría en la cabeza de serie de la lista de enemigos del cabo. Pero creyó mal. Desde esa noche, Sepúlveda se convirtió en su más devoto y enfermizo admirador. Se prestaba a toda clase de tareas que demandara el teniente coronel Díaz Galván. Con tal de estar cerca de Mercedes, de reconocer su perfume o escucharla cantar en su cuarto, era capaz de reparar o limpiar lo que fuera necesario.
  Por las noches, en los pañoles del batallón o en los talleres del regimiento, Julián Sepúlveda, únicamente con el objeto de mitigar el tormento que lo trastornaba, agotaba su potencial masculino de manera desenfrenada. Fantasear con la rubia adolescente abriéndose de piernas ante sus embistes, o recibiendo en la boca todo el ardor guardado en su sexo, lo debatía entre el éxtasis y la angustia. El entonces cabo primero vivía esparciendo sus viscosos humores en los espacios y en los horarios más inesperados. Tanto la estepa patagónica como las ancas hediondas de una chancha amarrada, tanto antes del toque de diana como después del almuerzo, el secreto admirador de la hija de su jefe apaciguaba con espasmódicos sacudones el dolor que le provocaba la imposibilidad de acceder al cuerpo deseado.
    Secreto y oscuro era el apasionamiento que callaba el suboficial por la muchacha. Tormento inconfesable el suyo. Obsesión negada reiteradamente en cada noche de alcohol que compartía en la barra de El Jote con sus camaradas. La masturbación compulsiva era el único método que conocía para recuperar el equilibrio anímico. Ni siquiera aquella madrugada del ‘78, cuando en el casino de suboficiales se ordenó acuartelar a la tropa porque la guerra con Chile parecía inevitable, dejó de dedicarle uno de sus más gloriosos homenajes a la hija del ya coronel retirado Díaz Galván.
   Sin duda que Sepúlveda cumpliría con el trabajo si ella se lo pedía. Desde que había sido comisionado al grupo de tareas Alfa Puma, era capaz de cumplir cualquier orden que se le impartiera sin importar la naturaleza de la misma. Para él, eso de no mezclar placer con trabajo era una fórmula absurda. Bien cuando hacía confesar a un detenido o bien cuando humillaba carnalmente a una zurdita descarriada, placer y trabajo comulgaban en el más preciado de sus principios. Claro que no le costaría nada sacar del medio a esa bastarda resentida. Antes hubiese sido peligroso. Pero ahora que ellos eran gobierno, quién se arriesgaría a denunciarlo. Más de una vez vio al maestro González entrar con la señorita Elvira a la casita del río. Suficiente motivo para incluir a esa perra en la lista del jefe de grupo. Por lo tanto, en lo que a él le cabía, ella también era un cadáver en potencia, una inadaptada que tenía los días contados.

   Por las dudas, Mariano se cuidó de no atravesar el pueblo por la calle principal. Con semejante nevada resultaría sospechoso ver a alguien caminando a esas horas. Fue por el bajo, costeando el río y procurando que los perros no lo advirtieran. Si bien la casa del coronel estaba ubicada al otro extremo de San Agustín, bordeando el río se acortaba camino.
   Entró por el patio de atrás, como ella le había recomendado. En la penumbra de la casa flotaba un leve aroma a frituras y se escuchaba el murmullo de una emisora radial. Conocía perfectamente el recorrido a seguir. A medida que se aproximaba a la habitación indicada, el olor a comida iba extinguiéndose en relación a la fragancia que provenía del único cuarto habitado. Sólo los ojos, las caras no. El gusto amargo del kerosene y la sensación resbaladiza de los dedos aferrándose a las cachas de la Browning “¿Y… lo hiciste?”.
  A ella le gustaba empezar por ahí, por alrededor y con toda la lengua afuera. La ropa empapada y el calzado embarrado en un rincón de la habitación. El cuerpo helado, las manos calientes. “¿Qué dijo cuando te vio llegar?...¿Y las nenas? Seguro que no lo podía creer ¿Le dijiste que yo te lo había ordenado, que se lo merecía por todo lo que me había hecho? ¿Se lo dijiste?”  Enormes, negros y brillantes los de la más chiquita. Bien a lo hembra, montada y abierta hasta la exageración. Siempre con la lengua afuera y jadeando, tirando la cabeza hacia atrás y hundiéndose contra ese cuerpo antes gélido y ahora templado “Decime lo que sentiste cuando la miraste a la cara” Apenas los ojos y un poco el cabello. No rubio como el de ella; moreno el de Laura y el de la más chiquita. Castaño clarísimo el de la mayor, como su padre.
   “La Choli no paraba de ladrar. Debía ser la primera vez que lo hacían, o una de las primeras, porque papi le tapaba la boca. Después, cuando Lauri se hizo señorita, mi viejo la agarraba con fuerza de los brazos y ella sola se mordía los labios para que nadie los escuchara. Mi mamá se había ido con un civil… Era proveedor del ejército… No mucho, dos o tres veces lo vi. La cosa es que después de aquella vez, de la primera digo, ¿no?, ella empezó a hablarme menos y a mirarme más. Y a mí, cuando me iba a dormir, era como que me picaba la panza y me daban ganas de llorar”.

  Cuando la Neno se presentó por primera vez a trabajar a lo de Díaz Galván apenas había cumplido los diecisiete “Jamás una Martínez Lagos hizo trabajo de servidumbre. Con la cantidad de chiruzas que andan holgazaneando por ahí, bien podrías traer alguna para hacer el trabajo sucio” Al principio la contrató doble turno. Después, cama adentro. El  teniente primero era parco pero respetuoso con la Neno. Nunca la maltrató. Las cosas fueron dándose de a poco. La chica era joven y bien proporcionada físicamente, no como su mujer: flaca, de boca pequeña y con el cabello recogido.
   Cuando la Señora viajaba a Buenos Aires para visitar a su padre y contarle de los progresos de su embarazo, la Neno se movía con mayor libertad por la casa. De manera que los hechos acontecieron con naturalidad. Como la Señora se ausentaba cada vez con mayor frecuencia, el teniente le concedía algunas atribuciones a la muchacha. Dejaba que durmiera hasta media mañana, que usara el baño grande y que se sentara a la mesa con él cuando estaba de franco.   
   La Neno le dijo que sí a su amiga, que no se preocupara, que podía dejarle el bebé  todo el tiempo que fuera necesario porque su hija ya caminaba y tomaba solita la mamadera.
 “Lauri es buenísima. Juega con cualquier porquería y no se la siente en todo el día. Aprovechá la oportunidad  y no te preocupes por el Marianito que yo te lo voy a cuidar como si fuera mío”.    
   Amancay y la Neno habían parido casi en la misma fecha y compartido desde entonces las pocas buenas que una vida monótona parecía disponer para ellas. Lo que no pudo comprender fue por qué abandonó al bebé. Una vez, cuando los chicos ya estaban en séptimo grado y el varoncito había sido elegido para participar del acto del día de la independencia “Lo hubiera visto -le contó al Choique-, concilier ordinario o algo así dijo la maestra. Con galera y vestido de señor. La Lauri no se lo quiso perder por nada del mundo. Pobrecita, con fiebre y todo la llevé ese día”
    La portera de la escuela le contó a la Neno que una amiga de su prima, que vive en la capital provincial, había visto a la madre de Marianito entrar al hospital regional “Bueno, le pareció que era ella. Así…toda vestida como de enfermera o de mucama. A lo mejor trabaja en la cocina. Viste que Amancay se daba maña con esos quehaceres. Dijo que le pareció que era ella… No sé… Preguntáselo a mi prima cuando venga”.
   A la Señora no le gustaba nada que después de lo que había pasado, o de lo que la gente decía que había pasado, la Neno volviera a instalarse bajo su propio techo con esas criaturas de vaya a saber quién.
    “Si parecen dos animalitos cuando juegan con tierra. Mirá la guachita ésa cómo se le sube encima al otro y le tira del pelo. No te digo. Dos animalitos”
  A la Señora se le quemaba de odio el corazón cuando veía a la nena de la chiruza jugar con Merceditas. O cuando su marido las llevaba a pasear “junto al animalito ése” a la casa del río. Más que una sospecha era una certeza que debía ser ahogada en el orgullo.
   Justamente, por el orgullo herido de la Señora habían pasado la vergüenza, la mentira y la humillación. Las náuseas de la Neno antes de servirle el desayuno. La inusual gentileza de su marido para con la muchacha. Las miradas furtivas de las otras, de las que contaminaban con habladurías su círculo íntimo. Para colmo, ese vientre que iba creciendo a la par del suyo y que la Neno paseaba por todos los rincones de la casa le fue tajeando el alma durante nueve meses. Sólo cuando el coronel Martínez Lagos, a pedido de su hija, se autocomisionó durante una semana para atender asuntos confidenciales en San Agustín, logró que la chiruza y su cría desalojaran la casa. Así que  la Neno regresó con los chicos a lo del Choique, ya que el comando regional congració al mayor con un año de campaña antártica.
   El Choique había sido como un padre para ella. Se alegró de recibirla nuevamente en su chacra y de oficiar como tutor de los chicos. Pero transcurridos los doce meses de rigor y atenuadas las aguas del escándalo familiar, el castigado teniente regresó a San Agustín con grado de capitán. Una vez asumidas sus funciones de jefatura en el batallón, lo primero que hizo en cuanto al reordenamiento de su vida extra cuartelaria fue acondicionar la casa del río para establecer lo que para él sería el casco de su haras y para la chusma su segundo hogar.
   Merceditas extrañaba a los chicos, sobre todo a la nena. Con Laura tenía un vínculo muy particular, algo que no se fundaba únicamente en la interpretación de sus diálogos ni en ciertos rasgos físicos que compartían. Había algo que las alarmaba por igual cuando alguna de ellas fijaba la mirada en los ojos de la otra.
 Aquella vez que el abuelo vino de visita y se encerró con su papi en el despacho, las nenas estaban haciendo pastelitos de barro en el patio y  pudieron escuchar  cada uno de los insultos que el coronel descargaba contra su subordinado. Ese mismo día, cuando el abuelo terminó con la levantada en peso y abrazó a  su hija,  se llevaron a la Neno y a los chicos. No los volvió a ver hasta que comenzaron el primer grado en la escuela del pueblo.
   Claro que Mechita, como empezó a nombrarla su abuelo, los extrañaba. Sobre todo a la nena. Por las noches se levantaba de la cama y corría hacia el baño para buscarse en el espejo. Allí contemplaba sus ojos, sólo los ojos, no el continente del rostro, no el cabello. Entonces, como iluminándose, la veía aparecer a Laurita con el cabello trenzado. Podía sentir su respiración, percibir el aroma de su piel, la vibración de su cuerpo:“Alma de mi alma, que no sabe de dolor, dime dónde duerme, dónde duerme el niño Dios”.  La cancioncita de cuna que les cantaba la Neno era un aire tibio que las envolvía. Ellas, acurrucadas contra el pecho de su protectora, entrecerraban los párpados y se dejaban ganar lentamente por el sueño.
  Mechita la extrañaba con dolor a Laura. Sin embargo, la tenía ahí, representada en el reflejo de sus ojos, que eran los mismos que la interrogaban desde el rectángulo vidriado.
“¿Qué hacés a oscuras?...Nada de andar preguntando a estas horas. Andá a dormir que es tarde. Así, bien tapadita…Olvidate de esa gente… No sé cuándo... No me acuerdo de ninguna. Mañana le decís a papá que te cante algo” 

  Terminaron por atrás, empujándose uno contra el otro y desacelerando a un ritmo que los cuerpos ya tenían incorporado desde aquella vez en el río. Se dejaron abatir por la fatiga y permanecieron en silencio, sabiendo que el viejo se demoraría en regresar. La nevada había sido constante y, seguramente, los caminos estarían imposibles. La mezcla de olores amargos y las llamas azuladas que despedían los juguetes de plástico no se desvanecían aún en la memoria de Mariano. Por lo menos cuando se detuvo a mirar desde lo alto, todavía no nevaba y el fuego ya devoraba la casa.
  Garrafa, el jefe de la unidad de bomberos de San Agustín, le había contado a Mariano que la grasa humana también podía funcionar como combustible. El día que se quemó la capilla, él y sus asistentes vieron cómo estalló el cuerpo del Padre Javier, cómo le “burbujearon las carnes antes de  reventar”.  Tal vez fue escaso el margen de tiempo que transcurrió desde que destapó el bidón hasta que se largó la nevada y, quién sabe, la intensidad del fuego no fue suficiente como para convertir todo en cenizas.
  “Era increíble -decía Garrafa devolviéndole el mate- “¡Paf, paf, paf! Por todos lados le iba explotando el cuerpo al padrecito. Nada más que el cuellito blanco le quedó. Tanto cuerpo chamuscado y el cuellito impecable. Para mí, un milagro”.
   ¿Quién sospecharía de él?. Más que a la propia vida. Ni siquiera el perfil de los rostros. Los ojos sí. No, tampoco los ojos: la mirada que guardaban antes de que él… Los primeros tres fósforos no encendieron ¿Era una señal? El cuarto sí. Le pareció que la más chiquita movía los deditos y que abría un poco la boca, a pesar de la humareda y del fuerte olor a pintura quemada.
  Tenía frío. Notó que el charco barroso que se estaba formando bajo la ropa arrinconada tenía forma de corazón amarronado. Mercedes reposaba agitada a su lado, relamiéndose por el sabor a hombre que conservaba en la boca y que pretendía buscar por segunda vez. Mariano, más que necesitar calor, quería desaparecer bajo las frazadas. Las manos calientes, el cuerpo helado. No salir por nada del mundo de ahí abajo. Como cuando eran chicos, y Laura, espantada por un trueno o por el quejido de algún animal nocturno, saltaba a su cama y le rogaba que la cubriera por completo con el acolchado de lana.
  “Es que empiezo a escuchar cosas. No sé. Te digo que en el baño vive alguien y me habla con voz rara. Dale, dejá que me quede hasta que se haga de día. Pero no le digas nada a la mami porque se enoja. No entiende y me dice que lo de la otra chica que me habla es mentira, que aunque tengamos doce años ya somos grandes y que vos ni siquiera deberías estar compartiendo la pieza conmigo”.
   La Neno no festejaba en absoluto el precoz desarrollo físico de su hija. Temía que la llamativa generosidad de sus crecientes formas y las compulsivas incursiones nocturnas a la cama del varoncito desembocaran en un episodio no deseado por ella. Por su parte, el chico nunca le perdonó a la Neno que al día siguiente y sin explicación alguna lo expulsara de su propio cuarto y lo mudara al galponcito del fondo.
   Aquella madrugada de octubre, la Neno se había despertado antes de hora a causa del sacudón de postigos que provocaba el viento. Afuera todavía estaba oscuro y quiso ver si los chicos tenían las ventanas cerradas. Pero no tanto los descubiertos pechos de su hija, quien dormía profundamente, fue lo que la decidió a ponerle fin al asunto, sino el prominente relieve que ocupaba la entrepierna del muchachito. Eso fue lo que la  aterrorizó. Seguramente ya habían hecho lo que nunca debió suceder. Laura, medio dormida y entreviendo en  penumbras que era su madre la que la llevaba a la cama grande, se dejó conducir con la mansedumbre que caracteriza el sueño infantil. Lo único que le importaba en ese momento era que la dejaran retomar el devenir de imágenes que se veía interrumpido por el tropiezo de su propio andar, por la voz de la Neno que le reprochaba algo. Cuando por fin se derrumbó sobre la blandura de la cama, reconoció que estaba en la habitación de su madre.
  “Porque a lo mejor no pasó nada. O sí pasó y yo me estoy engañando como una estúpida…¿Y él, con semejante…? ¿Vos qué crees? ¿Habrá pasado algo? No me animé a preguntarle porque ella se levantó al día siguiente como si nada. El Marianito igual. Tomaron la leche y se prepararon como siempre para ir a la escuela. A lo mejor son cosas mías y los estoy culpando por nada. A ella la hice faltar ese día. Le dije que tenía que acompañarme al médico. Pero después no me animé a preguntarle nada. Por las dudas limpié el galponcito y le pasé todas sus cosas. Claro que me dio lástima, si todavía sigue siendo un chico ¡Pobre, ahí solito a la noche!... Me da una pena verlo así”.

    No entendía por qué ese recuerdo surgía y se reconstruía desde la forma acorazonada del charco. Dejando de lado la nevada, era una noche calma y ningún postigo golpeaba contra las paredes. Además, nadie irrumpía en la habitación para despojarlo de su compañera.
   A través de la ventana observaba de manera borrosa la caída de los copos y se preguntaba si ya las criaturas estarían descansando junto a las almitas guardianas del cielo. ¿Cómo subirían? ¿Las tres tomadas de la mano o primero la madre y después las hijas? ¿Bajaría un ángel para guiarlas o se formaría la cascada de luz prometida que las elevaría hasta el camposanto? ¿Le estarían agradecidas por el favor o tal vez hubiesen preferido a un desconocido como verdugo, alguien que no las hubiese querido, un insensible que ni siquiera les dejara una vela encendida a los pies del santito? Por el contrario, él, durante la semana previa al crimen, fue dejando todas las noches una vela encendida por cada una de las inocentes. No en la capilla de San Agustín, allí levantaría sospechas, sino en la pequeña ermita que tenía alzado el Gauchito Gil junto a la curva del río Huancúl. En total fueron veintiún pequeños cirios los ofrecidos al santito: dos para las nenas y uno para la madre. Durante siete noches rezó y cumplió con la ceremonia luminosa, y durante siete amaneceres anudó la misma cantidad de cintas rojo punzó y corroboró que sólo el cebo fundido de sus ofrendas reposara a los pies de la estatuilla.
   “¿Escuchás lo que te digo? Para qué te vas a lamentar si igual se las iban a llevar bien lejos, como si estuvieran muertas para siempre. Mejor así. Les hiciste un favor a las tres. Salvo mi viejo, nadie las va a echar de menos ¿O vos también vas a extrañarlas? ¿Ya te olvidaste lo que hizo? Acordate cómo te usaron con la Neno. Hacé memoria de la vez que te convencí de ir a la casita del río para espiar cómo gozaba esa guacha y cómo mi viejo le prometía el mundo mientras ella se lo montaba como una puta reventada… ¿Dolor? Dolor es el que arrastré yo durante todos estos años. Ni siquiera cuando me mandaron a estudiar a Buenos Aires pude evitarlo… Ya sé que vos también. Era horrible ese galpón. Parecías un perro abandonado. Así estamos mejor, como nos hubiésemos merecido estar siempre… No, no te vayas. Aguantá un poco más y dejame a mí solita. No me toques pero no dejes de mirarme hasta que termine. Nada más que los ojos; ni la cara ni el cuerpo, solamente los ojos hasta que acabe. Como si quisieras verte a vos mismo mientras estás dentro de mí. Dejate llevar y entrá hasta el fondo. Quedate ahí y seguí mirándome a los ojos que te vas a ver. Así, nada más que a los ojos. Haceme caso”.