miércoles, 19 de septiembre de 2012



 6. PEQUEñO MUNDO


   Arde la piel y duele mucho lo profundo que rompe y vuelve a romper el empuje desbocado de un macho en celo. Aplastante la presión de su mano contra mi boca porque los dientes cortan y el gusto de la sangre ensucia el olfato. Lame los ojos, las lágrimas, el cuello. Empuja más y muerde los brazos, los hombros. Sé que ella  nos debió haber visto esa noche porque la Choli  ladraba y él seguía y la puerta entreabierta y la perrita de pronto callaba. La mami no me tendría que haber dejado en esta casa. No, no pensé para nada en la vergüenza o en eso del pecado, o en lo que diría Mercedes si nos hubiese sorprendido en ese momento. Pensaba en Mariano y en mi mami, en que a ella le pasó lo mismo con el mismo hombre y que tampoco pudo hacer nada en su momento. Yo sabía que ella también intuía que esto iba a pasarle cuando llegó a la casa, como también sabía que a mí me ocurriría algún día. Eso lo supe de chica, desde el día en que el viejo nos llevó por  primera vez a la escuela y me besó en la boca al despedirse. Apenas la punta de mis dedos asomaban de su mano que envolvía la mía. Ése día lo miré a los ojos y sentí la misma punzada en el pecho que luego me provocaban los de ella cuando nos echaron de la casa, o cuando se reflejaban en los vidrios de la ventanas. Sabía que el futuro estaba trazado de esa manera y que sólo era cuestión de tiempo, como lo es también lo que queda de esta tarde mientras acomodo por última vez la casa y le pido a Dios por las nenas, por sus almitas inocentes, no por mí. Pero en especial pido por él, por lo que va a hacer y por la pena que va a tener que soportar de aquí en más.
   Después de unos días, empezó a pedirme que no trabajara tanto, que la casa era muy grande para limpiarla en un sólo día. Que lo acompañara a ver la tele y le cebara unos mates.
   “Vení a upa del Tata, como cuando eras chiquita y te gustaba que te hiciera el caballito. Así con papi. Tiernita y buena. Ahora que sos casi una señorita tenés que aprender a querer al papi como él te quiere a vos. Venga acá. Venga más cerquita ¿Por qué temblás?..¿.Qué, estás llorando? ¿Qué te crees, que te voy a lastimar? No cierres ¡No! No aprietes. Blanda, bien blandita. Separalas… Mirá que si te ponés arisca me vas a hacer enojar”
   Aunque la mami me lo había prohibido, esa misma noche, cuando ella se fue al pueblo para encontrarse con el viejo, me fuí al galponcito del fondo, me metí en la cama con Mariano y me escondí debajo de las frazadas. Desde la noche en que la mami lo mudó al fondo que no lo hacía. Me impresionó un poco la forma de su cuerpo; más duro, más grande, con otro olor. Él no dijo nada. Nada más me abrazó y yo me largué a llorar.
   “La Mecha dice que el viejo se te anda haciendo el novio. Que va a hacer con vos lo mismo que hizo con la Neno. Que es macana que les va a poner  todo en la ciudá para que vayan a vivir juntas y que vos estudies. Que más nada te quiere para tenerte con él y hacerse el macho todas las veces que quiera. Yo no le creo porque de seguro es mentira. La Mecha es celosa y mala con las mujeres….No, conmigo no, pero con las mujeres sí. Además dice otras cosas…¿Nunca le preguntaste a la Neno quién era tu viejo?...¿Y qué te dijo?... Es envidiosa la Mecha. Eso es. Pero no llores más. Ya te vas a poder ir de ahí y yo te voy a dar todo lo que necesites. No llores más…No me voy a enojar….Claro que te voy a seguir queriendo como siempre. Pero ahora no llores más”
    La primera vez que vomité fue un sábado antes del desayuno. El viejo me tenía desnuda y boca abajo sobre la cama de Mercedes. El estúpido decía que era por la cantidad de aceite que le ponía a la comida. Que de noche no es bueno comer frituras. Que limpiara todo y que me pasara a su cama. Que allí iba a estar mejor. Pero al ratito, cuando me tenía encima de él, volvió a ocurrir. A pesar del cachetazo y del revolcón contra el ropero, viví ese momento como una pequeña venganza. Hediondo y bien salpicado lo dejé. Después lloraba por haberme golpeado tan fuerte y me pedía perdón de rodillas. Que no me preocupara, que él se iba a encargar de dejar todo en orden. No se dio cuenta de la situación hasta que después de unas semanas notó que mi panza estaba más hinchada de lo normal. Me preguntó si estaba embarazada. Le dije que sí, que estaba de casi tres meses “No sé dónde te habrás cargado ese polvo, pero que ni se te ocurra abortar ¿Está claro? Hay que hacerse cargo de las propias pendejadas”
    Al día siguiente la mami se fue del pueblo y no regresó nunca más. Me quedé sola en la casa del río esperándola, pero no volvió. El lunes no salí. Tenía miedo. Mariano me contó que el viejo estaba como loco porque no sé que había pasado con uno de los maestros del colegio. No sabía cómo iba a reaccionar. Así que pasé la semana entera esperando que mi mami regresara. Por las noches me quedaba con Mariano, pero él casi no me hablaba. Apenas me miraba. Se iba derecho para el galponcito. Hasta que un día llegó el viejo en uno de los camiones del regimiento con el gordo Sepúlveda. Andaban los dos vestidos de combate y con la ropa sucia de barro “Tu madre está bien. Se fue a la capital, al departamento que yo les había prometido. Dijo que vos ya sabías lo que tenías que hacer. Que ella se merecía una vida mejor. Que lo único que no te iba a perdonar era que le hubieses mentido bajo su propio techo y con quien casi era tu hermano. Pero no importa si fue Mariano u otro. Yo sí te perdono y te voy a cuidar porque sos una pendejita caprichosa y necesitás de alguien que te marque el camino. Si querés quedarte acá, mejor. Sería prudente que por un tiempo la gente no te vea entrar a la casa del barrio militar. La chusma siempre anda diciendo boludeces cuando a una chica como vos le pasan esas cosas”
       Ahora abriga la piel y goza mucho lo profundo del cuerpo cuando el que entra es amado porque también ama. La boca se abre deseosa porque quiere recibir el alma que la otra boca le trae en el beso. Él quiere explicarme que aquella vez en el río, con Mercedes, no le importó. Fue sólo cuerpo contra cuerpo. Cae su lágrima sobre mi pecho y el breve estallido de la gota hace que sus ojos ardan en lo azabache de su mirada. No importa que Cristinita esté durmiendo en la cucheta de al lado. No se va a despertar. Apenas la cabellerita castaño clarísima asoma sobre la almohada. Ella sueña a salvo de la crudeza del mundo y yo sueño el mundo que debería haber sido nuestro desde siempre. Lo siento como la encarnadura que le falta a mi alma porque sé que será eterna la sensación. Toda mía a pesar de lo que no puedo dejar de ver. Esto que derrama dentro de mí es luz. Pura luz de su sangre. Veo su sonrisa y sus ojos enormes, redondísimos y negros, muy negros y nuestros. Pero es tan poco lo que va a vivir y tanto lo que va a pesar sobre su corazón si llegara a saberlo… Tan injusta es la muerte que viene como el destino que acosa a los que viven con culpa. Mío es el momento y nuestro el mundo que late, pequeño, en mí y en él.


5. UNIVERSO MENOR
                                                                                  
      Alto Valle, 25 de octubre de 1979
Querido compañero y amigo Anibal:
                                                             Ya sé que no debería comenzar esta carta pidiendo disculpas, pero no pude escribirte antes porque el impacto del rencuentro con Elvira, con mis viejos y con el país fue demasiado fuerte. En la casa quinta de Las Heras (la que nos prestó por un tiempo el vasco Aranguren cuando volví a la Argentina) me sentaba todas las noches con la intención de contarte cómo había sido mi regreso. Pero no había caso. La angustia, la alegría, la tristeza, el miedo que todavía perdura, todo junto me mareaba y no salía una palabra. Pero, bueno, finalmente la cabeza y el corazón parece que quieren ordenarse y me dejan acomodar alguna que otra línea en esta carta. Ahora, lo que jamás podría expresarte con palabras es la emoción que sentí al ver y abrazar a mi hijo. Para que lo vayas conociendo te mando unas fotos. Fijate bien en la copia más grande. Sobre el hombro derecho de Elvira aparecen unas casitas blancas con techo acanalado azul, tipo plan de viviendas. Bueno, la segunda, la que tiene un 3cv estacionado en la puerta es la nuestra. Se la alquilamos a los padres de Breckner, un ex compañero del colegio de San Agustín. Un gauchazo el tipo. Antes de que pasara lo que pasó, insistía para que fuéramos a conocer Alto Valle, a pasar un fin de semana a su casa paterna. Y, la verdad, nunca le dí bola ¡Mirá ahora cómo viene a darse vuelta la cosa, ¿no?! Qué flor de compañero resultó. No tuvo ningún problema en ayudarnos. Ni siquiera me preguntó cómo se me había ocurrido volver a la Patagonia después de lo que había pasado. Lo mismo el hermano de Breckner. Me dio trabajo en la carpintería que tiene en sociedad con su padre. Con eso y con las clases de apoyo particulares que damos en casa, nos vamos acomodando.
   En Buenos Aires no podía quedarme y en Las Heras tampoco. Me estaba volviendo paranoico. La sirenas de los patrulleros, los ecos de los disparos nocturnos, los autos que merodeaban a paso de hombre con las luces apagadas. Y en el campo, el silencio intenso, el aislamiento. Hasta el cielo estrellado me provocaba pánico cuando no había luna y los perros ladraban como desaforados. Vivía encerrado y pendiente de quien tocara a la puerta. La cosa seguía jodida y cada día que pasaba comprometía más a mis viejos. La opción de volver a dar clases era un suicidio. Elvira me contó que al mes siguiente de que me levantaran llegó al colegio una resolución del Consejo Provincial de Educación donde se exponían los motivos por los cuales se me había iniciado sumario y, además, sancionado por abandono de cargo sin causa justificada. La idea no era radicarnos en Alto Valle, pero como era el período de vacaciones de invierno me tiré el lance para ver si encontraba a Breckner en casa de sus viejos y pedirle algún dato de laburo. No se lo anuncié por carta ni le mandé aviso previo. Cualquier localidad de la zona que quedara al sur del río Colorado era buena para empezar. Y hasta ahora, Alto Valle parece estar brindándonos ése refugio que tanto necesitábamos. Los dos queríamos regresara a la Patagonia pero sin meternos en la boca del lobo. Nada de radicarnos en capitales provinciales, desde ya. Por eso acordamos quedarnos de éste lado del río Neuquén, donde no hay regimientos ni batallones cerca y donde las cosas parecen ser un poco más tranquilas. Así que agarramos el Citröen, un equipaje mínimo y rumbeamos para el sur sin avisarle a NADIE. Pero, ¡Ojo!, no fuimos por la ruta 5, por Santa Rosa. Cruzamos La Pampa por el sur de la provincia de Buenos Aires, por donde no transita casi nadie. Allí las rutas están semidestruidas. Algunas son de tierra y los puestos de control policial son menos estrictos. Eso sí, tardamos treinta y dos horas en llegar. El auto venía muy cargado y además nos quedamos dos veces varados por problemas mecánicos. Con todo, tenés que ver lo bien que se la bancó el autito.
   Lo que sí te confieso estar considerando cada vez con mayor interés es en la posibilidad de mandarme hasta San Agustín. Solo, desde ya. Allí hay gente a la que aprecio mucho y a la que necesito volver a ver. El cura Javier, por ejemplo. Elvira me contó que la ayudó mucho cuando me levantaron. Y más todavía cuando accedió volver a Buenos Aires con el bebé. Ella no quería saber nada con irse del pueblo sin saber a dónde me habían llevado. Pero el tipo la aconsejó bien y se preocupó de que llegara sana y salva a casa de sus viejos.
   Lo de Carlitos Espeche fue un golpe durísimo para nosotros y fue también el primer gancho que tiraron los tipos para ir chupando en serie a todos los demás. Elvira podía ser la próxima y no había porqué exponerse a tanto. Por eso, tengo que ir y agradecerle al cura como corresponde. Nobleza obliga.
   Así que ya me ves, Aníbal, otra vez refugiándome en el culo del mundo y volviendo a empezar con más años encima, con una parte del alma medio muerta pero con el espíritu renovado por este hijo que tengo y por la posibilidad de reconstruir el mundo. Al menos el que puedo levantar con la esperanza de saber que el futuro siempre tiene algo bueno para dar. Y San Agustín, después de todo, fue una buena parte de nuestra historia, de la mía con Elvira. Allí nos conocimos y fundamos nuestro pequeño universo con este sol inmenso que tengo a mi lado, paradito en la cuna y tironeando de la cortina. Parece que le gustan los trencitos azules y rojos que están pintados en la tela.
   En la próxima te cuento cómo entré al país y lo que me pasó en Rosario con un farmacéutico que decía conocerme de algún lado. Eso sí, no sé cuándo recibirás esas líneas porque voy a enviártelas por la misma vía que te remito ésta. Todavía no me animo a usar el correo postal. Es por Elvira y el nene. Y por mis viejos también. Tengo miedo de que pinchen la correspondencia.
  Ya vendrán tiempos mejores y vos también podrás compartir lo que se viene con nosotros.  Estoy seguro de ello.
                                                                Va un abrazo grande.  Lucho.

      Según Lucio González (h), la segunda carta ya estaba dañada cuando Degot se la entregó, ordenadas cronológicamente junto a otras tres. A esa segunda correspondencia le faltaba la primera mitad de la primera página y el párrafo final de la última.
    Por lo que pude apreciar, más desde mi lugar de investigadora legal que de posible querellante en la causa, la carta daba la impresión de haber sido sesgada intencionalmente y no por una manipulación descuidada de algún lector ocasional. Si así hubiese sucedido, las otras tres páginas deberían exhibir un corte similar.
    Cuando le pregunté a González (h) si sabía a qué se debía ello, contestó que él, por su parte, le hizo idéntica pregunta a Degot y que éste no supo precisar a partir de qué hecho fortuito aconteció la mutilación de esas páginas, pero que sí estaba seguro de que el escrito había sido fechado en marzo de mil novecientos ochenta, debido a que González, precisamente en uno de los pasajes faltantes del texto, hacía referencia a que ya había transcurrido un año de su regreso a la Patagonia.  Aunque cabe dejar en claro que Degot recibió la carta en el aeropuerto de Barajas, tres meses después de haberla redactado su amigo.

   (…) muy cansado. De alguna manera me pone contento que San Agustín esté más concurrido, como con más vida por la cantidad de gente que circula por las calles. Pero por otro lado me provoca tristeza saber que esta parte del mundo va a quedar en poco tiempo más bajo el agua.
   El campamento de la empresa constructora está apenas a tres kilómetros del pueblo, lo que permite que el personal de franco mantenga un ida y vuelta constante entre un punto y otro. Pero lo que más me sorprende es ver a la mayoría de los agustinenses seguir trabajando la tierra, levantar cercas, reparar galpones y desarrollar sus actividades como si no fuese a pasar nada. Incluso la municipalidad continúa con tareas de extensión de alumbrado público y mejoramiento de calles. Es más, son pocos los que emigraron hacia tierras más altas o que tienen pensado hacerlo en el futuro cercano. Es como si lo que se viene fuera a ocurrir en otro plano de realidad, en otro territorio distante. Tal vez por eso, por la sensación de extrañeza que me provocó la breve visita a San Agustín, es que comencé a trazar las primeras páginas de lo que parece ser una novela que apunta a llamarse Universo menor o Fauna terca. No sé con cuál de los títulos quedarme. Quién hubiera dicho, ¿no?, que un ex investigador de biogenética terminara entusiasmándose con un relato de ficción. Aunque no estoy seguro de que sea ficción lo que estoy haciendo. La cosa es que en el viaje de vuelta registré un par de frases y desde ahí fue cobrando forma lo que escribía. Veremos cómo sigue.                             
  A San Agustín llegué de noche. Me hizo el favor un camionero amigo del padre de Breckner. Tenés que ver la cara que puso el cura Javier cuando me vio. Yo no le había avisado a nadie de mi visita. Bastante imprudente era ya el haber regresado a la región. No dijo una palabra. Se quedó mirándome con resignación, como si en vez de recibirme estuviese despidiéndome para siempre. Y muy lentamente, como si yo fuese algo frágil, me abrazó y me hizo pasar. Me preguntó si alguien me había visto entrar al pueblo. Como tuve la precaución de bajar en el puente y tomar por la picada del río, entré por el patio trasero de la capilla. Apenas ladraron un par de perros, pero nada más. Nadie me vio.
   Después de las preguntas de rigor y de ponerlo al tanto sobre Elvira, el nene y mi exilio, le agradecí lo mucho que había hecho por mi vida y por la de mi mujer. Le debía y me debía esta visita. Más allá de los riesgos que corría, sentí que no podía continuar como si nada hubiese ocurrido. Por lo menos tenía que volver a San Agustín y cumplir como correspondía con quien se había jugado por nosotros. Qué paradoja, ¿no? Un ateo agradeciéndole a un servidor de Dios y resguardándose en un templo católico.
    Me quedé toda la noche escuchando el relato del cura. Por momentos me parecía que en vez de tres años hubiesen pasado treinta. Demasiadas malas noticias para contártelas en una carta. No digo que me haya hecho bien volver al pueblo, pero si te digo que lo necesitaba. Había cosas que cuando las repasaba durante mi exilio no alcanzaba a cerrarlas. Y había gente conocida que, según el relato del cura, había cambiado para mal.
  Una de las historias que más me conmovió fue la de un muchacho que tuve de alumno en la primaria. Mariano Fulque se llama. Nunca supe bien si era hermano o hermanastro de Laura Cides, esa chica de la que alguna vez te hablé en Madrid cuando me pediste el nombre del milico que estaba a cargo del regimiento local. Mariano era un pibe buenazo, tímido, de muy pocas palabras. Jamás peleaba ni discutía. Eso sí, nunca pudo hacer amigos y creo que tampoco se esforzó mucho para lograrlo. De chico vivió por un tiempo junto a Laura y su madre en la casa del milico que ya sabés. Después la Señora (porque así la llamaban todos en el pueblo: la Señora) les dio una patada en el culo a los tres y los hecho a la calle. El marido no era jefe de unidad por entonces, pero era un oficial de peso y contaba con un fuerte padrinazgo por parte de su suegro. Además de esa casa, el tipo tenía una cabañita junto al río, la que les prestó a los recién desalojados para que se arreglaran por un tiempo. Y, sí, ello confirmó las sospechas que todo San Agustín tenía respecto de la paternidad de la nena. O de ambas criaturas. ¡Ojo!, cuando yo llegué por primera vez al pueblo los nenes tenían alrededor de ocho años y ya vivían en la casita del río. El tipo había colocado a la Neno, la madre de los chicos, en la municipalidad, y cada tanto se aparecía por la escuela para preguntar cómo andaba Mercedes, su hija legítima. Era el único militar que se apersonaba en la escuela periódicamente para hacer un seguimiento de su hija. Lo acostumbrado era que se ocuparan las madres de esa tarea. El tipo solía caer un par de minutos antes de la salida al recreo. Intercambiaba con las maestras dos o tres palabras y después, como si nadie lo advirtiera, buscaba a Laurita para darle golosinas o algunas monedas para que se comprara algo en el quiosco. La verdad, se preocupaba más por ella que por su propia hija. Pero mejor vuelvo al relato del cura.
   A los pocos días de mi secuestro apareció colgada del mástil de la plaza la perrita del milico. Cuando el placero municipal la bajó, notaron que presentaba un disparo en el ojo izquierdo. Estaba eviscerada y le habían atado un cartelito de cartón al cogote “Mi duenio es un biejo pajero”. De allí en más, el padre Javier me puso al tanto de una serie de hechos extraños que comenzaron a suceder en el pueblo. Para empezar, a Mariano no se lo volvió a ver por la capilla. Y cuando el cura iba a la chacra del paisano donde vivía el muchacho, éste lo evitaba. Si bien nadie sospechaba ni acusaba a Mariano de la muerte de la perra, él pensaba que alguna relación tenía con esa crueldad. “Intuición -me decía el cura- Los ojos lo venden”
   Esa misma semana el río comenzó a vaciarse sin explicación alguna. Tal vez el fenómeno tuviera que ver con la construcción de la represa o con el efecto de la sequía. Nadie supo explicar la verdadera causa. Durante varios días la municipalidad y el ejército recurrieron a camiones cisterna para transportar agua desde río Blanco. Pero lo asombroso remite a lo que aconteció en el lecho del Huancúl. San Agustín llevaba cuatro días de sequedad absoluta cuando el jefe de bomberos vino a buscar al cura para que viera lo que había descubierto a unos pocos kilómetros río arriba. Adheridas al lecho, como solidificados al fondo de piedra y arena, había tres yelmos abollados, una espada con el pomo labrado en hierro, un cáliz y varios doblones de oro. Excepto las monedas, el resto del hallazgo estaba carcomido por el óxido. El cura jura y perjura que ni siquiera tironeando entre los dos juntos pudieron despegar los objetos que estaban adheridos al suelo. Fue así que decidieron cubrirlos con arena y ramas para que no se creara algún tipo de fiebre del oro en el pueblo. Lo más prudente era volver más tarde con alguien de confianza para tramitar alguna intervención del museo provincial. Pero la cosa no terminaba ahí. Mientras duró la sequía, unos paisanos le contaron al cura que durante la noche se alzaba sobre los metales una bruma espesa y dorada que terminaba encandilando a quien se acercara demasiado. A lo mejor por pánico, o para contrarrestar algún daño espiritual posible, fue que se levantaron varias ermitas junto al camino que bordea ese tramo del río. Pude verlas cuando pasé al día siguiente con el cura rumbo a la casa de Laura. Había una dedicada a la Difunta Correa, otra a San Sebastián, otra a la Virgen de Luján y una al Gauchito Gil.
   El tema es que una semana después de estos hechos llovió muchísimo. Y no sólo el río se fue de madre, sino que la inundación terminó con la evacuación de la parte más baja del pueblo y con la muerte de varios animales. Por lo demás, vos ya sabés como es de inquisidora la creencia popular en este contexto. Unos dicen que el desastre sucedió porque se veneró una figura pagana en el lugar del hallazgo de los cacharros españoles (por lo de la ermita del Gauchito Gil). Otros dicen que es por un daño que alguien le hizo a San Agustín.
   En referencia a este punto en particular fue que me contó el cura sobre las habladurías de la gente respecto de la mala fama que le habían hecho a Laura. Que la chica no sólo curaba el empacho y el mal de ojo, sino que también hacía daños por encargo. Que las entrañas que quemaba después de leerlas no eran de cordero, sino de animales que habían sido adoptados como mascotas. Por eso en el pueblo comenzaron a sospechar de Mariano. Como que algo tenía que ver con la muerte de la perrita y de los encargos que Laura solía hacerle. Pero, bueno, poca bola le doy a esas supercherías. Así que le pedí al cura que nos detuviésemos un ratito en la casa de esta chica. Total, nos quedaba a medio camino de la chacra donde improvisaríamos un asado junto a algunos compañeros que todavía quedaban en San Agustín.
  Como el cura no quiso aceptarme los angelitos de cerámica (¿Te acordás los que compré en Madrid?), porque dijo que podían traerle problemas, resolví obsequiárselos a Laura. Por ahí le daban suerte. El cura me informó que la chica tenía una nena de año y medio, y que estaba en fecha para tener su segundo hijo. Todos sabían quién era el padre de la criatura pero nadie lo revelaba en voz alta. Ni siquiera el cura pudo lograr que ella misma lo blanqueara en la intimidad de la confesión.
   “Una vez entró esa chica al confesionario. Estaba realmente angustiada debido a  su embarazo. Más allá de lo terrible que el pecado de incesto conlleva, yo buscaba su confesión como canal de desahogo para ella misma, por toda la miseria espiritual que estaba atravesando. Pero no quiso hablar del tema. Lo único que dijo fue que ella no merecía ningún perdón. Pero que él  si necesitaba ser perdonado por lo que estaba por hacer”
  Me costó bajar de la camioneta y acercarme a la casa de Laura. Me costó porque sé muy bien quién es el dueño de esa propiedad, de los frutales y de los caballos. Cuando estuve apaleado y hundido en el infierno, una de las voces que me pareció reconocer entre tanta oscuridad y entre (…)

    Al contrario de lo ocurrido con la segunda carta, la número tres estaba intacta y fechada en tiempo y forma: Alto Valle, 20 de junio de 1980. En ella no había alusión a temas vinculados con la causa que se me pedía investigar. Es decir, a terceras personas que pudiesen aportar algún indicio de relación con el hecho de la desaparición de Lucio González.  En la carta, González explicaba los motivos por los cuales no pudo repetir la visita a San Agustín, debido a cuestiones laborales y familiares por un lado, y malas condiciones climáticas por el otro. En ese escrito le comunicaba a Degot que su compromiso con la escritura de la novela acaparaba toda su atención por entonces. Es por ello que le adjuntaba un capítulo de la obra, con el fin de acceder a una devolución crítica.
    Con el objeto de cumplir con la clasificación que se me requería para el oficio, rotulé la carta como Epístola de temática trivial. Valía como documento de desglose cronológico y como texto de fe de última locación de Lucio González, pero no como documento revelador para la causa. En consecuencia, archivé la carta número tres como documentación complementaria y di lugar a la  número cuatro.
   En ella sí, fechada el 2 de febrero de 1981, surgen elementos que deben considerarse determinantes para canalizar la investigación. Allí observará usted que los pasajes relatados por González durante su última visita a San Agustín dejan ver, sin riesgo de advertencia por parte del mismo, una atmósfera de amenaza inminente que conlleva al desenlace por todos temido. De manera que le sugiero detenerse con especial atención en los párrafos encorchetados por quien suscribe, con el objeto de que su indagatoria se focalice en aquellos aspectos que aluden a lo tratado en la reunión del 24 de marzo pmo. pdo..

   (…) ni nadie de San Agustín. La decisión de quedarme un par de días más fue enteramente mía. Por eso estas líneas te las escribo desde la chacra de Choique y te las  hago llegar con uno de los confiables del padre Javier. Él ya sabe a quién tiene que ver en Castelar y cómo es el asunto con el auxiliar de Aerolíneas.
   Elvira no quería saber nada con San Agustín. Para qué volver, si durante la última visita había cumplido con todos, me decía. Ella le sigue teniendo miedo a ese pueblo. Cree que lo que me pasó una vez puede repetirse.
   Hace unos días supe de una mujer que estuvo ausente del pueblo varios años  (es amiga y comadre de la madre de Laura)  y que parece tener algunos datos sobre la suerte corrida por Carlitos Espeche. Amancay Sambueza se llama y trabaja en el hospital regional de la capital provincial. No es que a Carlitos lo hubiesen llevado al hospital en algún momento de su desaparición. Es a ella, junto a tres auxiliares más de cocina, que la designaron para que se hiciera cargo cada quince días del economato del centro de detención que tenía el ejército en la cabecera departamental (…)  Laura había tenido otra nena. Hermosa y de enormes ojos negros. A pesar de que éstos resultaban desproporcionados, esa particularidad magnificaba la belleza de su expresión y hacía imposible dejar de mirarla. Era como si esa niñita tuviese un poder hipnótico sobre quien la observara. Eso sí, Macarena, que tendría algo más de un año, no se parecía en nada a su hermana Cristina. Ésta andaría ya por los tres años de edad, de cabello castaño y ojos claros. Era más bien apática y recelosa de su madre.
  Lo que me interesaba sobremanera era conocer su relación con Amancay. Necesitaba saber si esa mujer se encontraba todavía en San Agustín y cómo podría hacer para contactarme con ella (…) Sólo tres o cuatro veces tuvo que preparar las viandas. Venían los unimog, cargaban las bateas y la llevaban a un lugar que ella no podía reconocer, porque además de mantener las lonas bajas de la caja del camión, la encapuchaban media hora antes de llegar a destino. Descendían en una especie de hangar ciego, sin ventanas y medio oscuro. La última vez que le tocó ir (…) “uno de los castigados me hizo acordar al maestro Carlos. Pero no sé bien… Estaba mal rapado, descalzo y con ropa que parecía usada. Además tenía un ojo muy lastimado, hablaba poco y miraba siempre para el suelo. A lo mejor era él, sí, pero no sé bien. Capaz que sí. Yo me fui hace tanto del pueblo que se me confunden las caras, ¿vió? Pero capaz que sí, que era él” (…)  Díaz Galván,  De la Hoz, Walter, Fontana y Sepúlveda. Seguramente irán apareciendo más nombres a medida que avance la investigación. Ya que hablé con Amancay, sería bueno poder encontrarme con Neno. A ella la traté más en San Agustín y, obviamente, es mucho lo que podría decirme sobre el personaje que me interesa, ya que la relación que mantenían entre ambos nunca terminó.
   A pesar de lo abominable de este triángulo incestuoso, esta pareja de amantes mantenía una continuidad erótica semipresencial. Ellos eran tristes victimas gozosas de una perversidad amada y deseada por ambos. Lástima que no les bastaba a uno con el otro. Tenían que devorarse y devorar a los de su entorno, así como lo hace el universo con ciertas estrellas. Devoran lo que se les aproxima, y lo más dramático es que nunca se sabe si dejan de ser porque se pierden de vista o porque realmente existe una dimensión que los reduce a otra forma. O a lo mejor demasiado terrible para sostenerse frente a nuestros ojos, como el amor que se desborda cuando la humanidad del cuerpo es pobre para contenerlo (…)

4. PADRES NUESTROS

    A Mariano le maravillaba el fuego. Sentía que el poder de atracción que ejercían las llamas le pertenecía sólo a él. Por eso cada vez que las labores diarias requerían del encendido de un fuego accedía gustoso a la tarea. Para él no había pereza a la hora de trabajar con el hacha o de cargar leña. Sentarse junto a una fogata, recibir el calor en el cuerpo y dejarse abstraer por el ondular de las llamas, era un ritual que lo transportaba a una dimensión reconstituyente del espíritu. Definitivamente, Mariano era una persona antes de las llamas y otra al acontecer de las cenizas. Nunca justificó los fuegos inútiles ni a quienes los provocaban por simple pasatiempo o para luego abandonarlos. Tal como ocurría, por ejemplo, con los obreros viales, quienes hacían lo propio junto al camión municipal para luego cruzar a la banquina opuesta y completar su trabajo en la calzada. O como la gente del pueblo, que para la fiesta de San Juan quemaba kilos y kilos de ramas para tostar papas o incinerar algún que otro muñeco. Eso no era honrar al fuego. Eso era desperdiciar madera y ofender a la naturaleza. Por consiguiente él, para la misma fecha, prefería acompañar al Choique a la celebración mapuche de año nuevo. Allí la atmósfera que se respiraba era compatible con las vibraciones que lo conmovían. Ver los cuerpos iluminados de quienes protagonizaban la ceremonia; danzantes apenas cubiertos por atuendos rituales y debatiéndose rítmicamente bajo la noche más larga del año, lo volvían creyente de toda aquella fuerza sobrenatural que escapaba a los ojos o al propio entendimiento. En esas ocasiones se convencía de que el fuego era verdadera energía purificadora. Si no cómo explicar lo imperturbable de esas almas semidesnudas, danzando apenas cubiertas por un manto de guanaco ante el desplome de una nevada o bajo la nocturnidad más gélida del equinoccio de junio. O del estéril ataque del humo ante decenas de pares de ojos que no dejaban de buscar un punto en común en lo más profundo de las brasas. Mariano sabía que el fuego tramaba un lenguaje común con algunos pocos mortales y presentía que una parte de su espiritualidad se correspondía con ese código.
   Para la cena de nochebuena, el padre Javier le encargó cuatro chivos al Choique.
    “Sé que usted lo pasará con el muchacho y con las dos mujeres. Pero le ruego que acepte la invitación. Este año ha sido muy triste. ¿Cuánta violencia y cuánta injusticia, verdad?... Por eso mismo sería muy bueno compartir comunitariamente la noche del veinticuatro y reconfortarnos mutuamente. Dígale a Neno y a Laurita que se acerquen. Vamos a ser varios en la mesa. Doy por descontado que a Mariano no hará falta insistirle. Tratándose de disponer los asadores, quién más para echarle mano al asunto. Y a propósito, recuérdele al muchacho que tenga listo el pedido para mañana que yo mismo lo pasaré a buscar”
   El Choique le había enseñado que a los chanchos sí, que apoyar la punta del cuchillo en el cogote y hundirlo en una única maniobra era la forma correcta de sacrificarlos “No sufren nada, ¿ves? No chillan y la carne queda tiernita”  Con los chivos era distinto. Si bien el animal presentía que algo malo iba a sucederle, no ofrecía tanta resistencia como el chancho.  Desde el momento en que el Choique se acercaba al pie del cerro y señalaba a los condenados del día, un clima de inquietud se desataba en el rebaño. Los chivos dejaban de pastar, alzaban la cabeza y correteaban inquietos de un lado a otro. Lo llamativo era que una vez atrapados dejaban de balar y de resistirse, no como los chanchos que dificultaban la captura, tiraban a morder y no dejaban de sacudirse hasta el puntazo final. Los chivitos no. Ellos Parecían comprender la inutilidad de la resistencia. Para colmo, apenas una fracción de segundo antes de ser pasados a cuchillo, buscaban una muestra de conmiseración en los ojos de su verdugo. Y eso, según el saber popular, era señal de mal augurio. A veces temblaban. A veces intentaban liberar sus patas del amarre. Y otras veces ofrecían confiadamente el flanco por donde hundir el cuchillo. Por eso Mariano prefería dominarlos desde atrás, como montándolos por el lomo para no tener que exponerse a supersticiones absurdas.  
     La serenidad en el trato diario que caracterizaba al padre Javier no se condecía con la forma de comportarse tras el volante del Rastrojero. No Ingresó a la chacra del Choique por el camino enripiado, por la ruta vieja, como le llamaban los viejos pobladores a esa huella medio deformada que comunicaba la zona rural con el pueblo. Lo hizo atravesando el descampado que daba a la parte trasera de la casa. Junto con él y compartiendo la cabina se veía sobresaltar a sus dos acompañantes. Aunque el terreno se mostraba parejo, el tipo de suelo era inadecuado para el tránsito vehicular. Más aún si quien lo conducía no guardaba el mínimo recaudo por el bienestar mecánico o por los excesos de velocidad.
   Cuando el vehículo detuvo la marcha, la polvareda que avanzó sobre los recién llegados impidió reconocer a los compañeros del padre Javier. Finalmente, y una vez que polvo y máquina se distanciaron, Mariano advirtió que además del cura y de Fabián Lorenzo, uno de los porteros del colegio secundario de San Agustín, también  bajaba de la camioneta el profesor González.
  De Lorenzo no le extrañó porque su familia era de la zona y solían cada tanto participar de los asados parroquiales. Pero del profesor González sí porque para esa fecha, después de clausurado el ciclo lectivo, él y Elvira acostumbraban pasar las fiestas junto a los suyos en Buenos Aires. En realidad eran varios los docentes de la región que retornaban a sus lugares de origen para luego retomar sus cargos en febrero. De manera que le resultaba extraño asociar la presencia de su ex maestro con el período de vacaciones, con la navidad, con jornadas calurosas y polvorientas, y sobre todo con una mañana radiante. Era como si las diferentes temporadas del año determinaran quiénes debían intervenir socialmente en San Agustín.
    En el rescate de la memoria infantil de Mariano, la cual no le dificultaba evocar desde sus dieciocho años, perduraba la imagen de un Lucio González desprolijo y barbado, casi oculto bajo varias capas de abrigo. Un perfil que se condecía más al de un minero que al de un educador. Mariano recreaba el porte de su maestro como una desgastada instantánea visual. Siempre enmarcada en un contexto climático desapacible y monocromo. El cielo condenadamente plomizo, frío, lluvioso o bajo amenaza de nieve, con un San Agustín cruzado por calles embarradas. Parecía otro hombre el que ahora veía avanzar hacia él sin el guardapolvo blanco, ya despojado de la barba que lo acompañó durante años y con una sombra de leve tristeza que se le notaba en los extremos de la sonrisa. Mucho lo sorprendió el descubrirse más alto y más ancho que su maestro. No como aquella vez que lo advirtió enorme y desafiante al interponerse ante el coronel Díaz Galván para protegerlo, mientras él se escudaba tras sus espaldas para no mirar ni escuchar al padre de la alumna ofendida. De ese día recordaba la aspereza del abrigo del maestro contra sus mejillas y el olor a leña que despedían sus ropas. No fue iniciativa suya el manoseo –que nunca ocurrió-  en las partes de la niña. Ella quería “mostrársela” y lo invitaba a meter la mano. Sí es cierto que fue hasta el baño de nenas a buscar la pelota y  que se asustó cuando ella se bajó los pantalones y la bombacha. Y no miente cuando reconoce que lo invadió el pánico al ver a la maestra de tercero irrumpir por una de las puertas laterales. Sí le dolió que lo tomaran de las patillas, que lo expusieran a la vista de los chicos que en ese momento disfrutaban del recreo y que lo llevaran a los tirones hasta la Dirección. Sí le dolió que de allí en más lo tildaran de inadaptado. Aunque luego ella le contara a su padre que había sido mentira que la había tocado y que la maestra de tercero había inventado todo porque quería que expulsaran a Mariano. No le importó que la acusadora fuera esposa de un teniente primero y la cosa tuviera una salida castrense. Recordaba muy bien ese episodio de su infancia, pero más recordaba a quien se expuso para protegerlo. Nunca nadie había interferido a favor de él. Ni siquiera la Neno ante los cintazos de la Señora o del coronel. En cambio, ese hombre de barba y con olor a leña sí lo había hecho y estaba seguro de que no dudaría en repetirlo si las circunstancias lo llevaran a ello nuevamente.
   El sauce que coronaba el patio trasero de la chacra ostentaba una copa de dimensiones asombrosas. De un lado y bajo la sombra, el cura había estacionado el Rastrojero. Del otro y próximo a la casa estaban dispuestas sobre un mesón de tablones las cuatro reses evisceradas y limpias para el adobe, más una damajuana de vino y media horma de queso de cabra.
    “¡Qué increíble lo que creciste en…¿ año, año y medio? ¿Tanto tiempo pasó desde que nos vimos por última vez? ¿Fue en el aniversario del pueblo o en la feria de invierno?”
   A Mariano no dejaba de sorprenderlo la diferencia de contextura física que lo aventajaba respecto de Lucio González. De todos modos, apenas se inclinó para corresponderle el abrazo. Más por temor a creer que el hombre se avergonzaría que por falta de afecto. Reacción que se repetía cada vez que el muchacho se encontraba con un viejo conocido del Choique o con algún vecino que no trataba desde el otoño. En esas ocasiones y al devolver el saludo, Mariano les notaba en la mirada una pequeña luz de amargura, un acuse de inevitable ancianidad que los viejos disimulaban con abrazos y con una contenida euforia por el rencuentro. Y él no quería herir a su maestro arrojándole de golpe varios años encima. Así estaba bien. Un abrazo breve, un par de palmadas en la espalda y a otra cosa. Le resultaba incómodo pensar que un encuentro de ese tipo podía afectar el ánimo de una persona que ya lucía el cabello encanecido. Pero al maestro nada de ello llegó a afectarlo. Y si en verdad se sintió intimidado, el efecto fue consumiéndose en sí mismo a medida que los comensales sucumbían al vino patero, a la conversación y al pan horneado con queso.

    Un buen asador sabía mantener el cuero tostado y en su punto justo; apenas crocante al bocado. Por debajo, como si esa capa crujiente protegiera el manjar de Nochebuena, abundaba la carne en su mejor espesor:, tierna y jugosa al paladar.
   Durante las tres horas que duró la cocción de los chivos, Mariano y el Choique, con un cucharón de palo arrayán cada uno, fueron regando metódicamente la cena con una mezcla de salmuera y hierbas de la zona. Poco duraron las porciones en el plato y mucho las alabanzas para los cocineros, como también lo fueron para el padre Javier y para Garrafa, quien aportó la batería de fuegos artificiales que se activaron a medianoche frente al portón de la capilla. Aunque para Mariano, buena y completa hubiese sido la fiesta si Laura hubiese estado allí compartiendo la mesa con él y brindando a medianoche. Por eso él no quiso ir con los demás a presenciar el encendido de bengalas y cañitas voladoras. Prefirió quedarse al rescoldo de los asadores, sentado junto al braserío que aún permanecía activo, chirriando ante cada gota de grasa que se descolgaba lentamente desde la negrura húmeda de los hierros calientes.
  Desde allí, desde el patio trasero de la capilla y resguardado por una sobremesa abandonada, Mariano podía apreciar las luces que ascendían para luego estallar en un abanico de chispas plateadas y doradas. De fondo, y luego del silencio expectante del encendido de la pólvora, se escuchaba la algarabía de los niños y el aplauso de los mayores ante cada estruendo. Sólo la Neno intentó regresar a la mesa por una botella de sidra, pero se detuvo al notar el abatimiento del muchacho junto a los asadores. Lo observó con el mismo gesto de tristeza que tuvo para con él cuando debió mudarlo al galponcito de la casa. En esa oportunidad hizo lo que creyó mejor para su hija y para los tres. Y ahora también creía que había hecho lo que correspondía. Quién era ella para distanciar a Laura de quien reclamaba su afecto paterno y podía darle lo que quisiera. Pronto, un par de meses más y San Agustín quedaría en la historia. En la capital tendrían la oportunidad de comenzar a purificar sus vidas y de construir un nuevo mundo. Pero Mariano ya no era el de hace cinco años atrás. Por eso le devolvió a la Neno una mirada mucho más penetrante y sostenida que la que tuvo para con ella cuando fue desplazado de la casa. Sin palabras, sólo a través del lenguaje corporal, como lo hacían entre ellos cuando la discordia se interponía, le dio a entender cuánto más la odiaba a partir de ahora y cuánto rencor comenzaba a arder en él. La Neno entendía el enfado que experimentaba Mariano pero también tenía en claro que las cosas se habían dado así y que era mejor obrar a favor del destino. Cómo no comprender que el muchacho se pusiera de pie de esa manera. Que pateara una y otra vez las brasas y que avanzara hacia ella sólo para hundirle a mayor profundidad la mirada. Sólo para escupir a sus pies y alejarse por la calle que daba al río. Cómo no comprenderlo si él también fue su chiquito, su bebé de pecho. Cómo no sentir pena si ella fue todo para él. Fue su madre y su padre, su “mami Neno para siempre”. Cómo no perdonarlo en una noche como ésta si para eso se celebra la navidad, para agradecer lo que se tiene, para compartir amor con los que se quiere y para perdonar. Incluso a quienes desnudos, con las manos juntas y al pie de una cama, imploran pasar una navidad con su hija para rogar su perdón, para abrazarla mucho y besarla toda. Besarla siempre, a solas en la casa, mientras los reflejos de las bengalas la iluminan de cuerpo entero y nadie los molesta.



  
  










miércoles, 12 de septiembre de 2012


3. AMAZONAS (I)

     El volumen I de El Arte de la equitación estaba abierto en la página 42 y apoyado sobre la mesa ratona, junto a un cuaderno y un mate recién cebado.
    (…) No basta el rigor de la práctica o la buena destreza física para que jinete y caballo coordinen sus movimientos con precisión. Entre el despliegue muscular del equino y el acompañamiento corporal de quien lo monta, existe un lenguaje unívoco, una lectura de la naturaleza que sólo un espíritu sensible puede interpretar y llevar a la práctica con eficacia. El estado de comunión entre las partes: llámese jinete o amazona quien hace las veces de dominador de este arte, debe florecer del mismo espíritu bipartito de quienes componen tan excelsa pareja hípica.
   Mercedes se detuvo en determinados detalles que componían la fotografía que acompañaba al texto. Pero ni las botas lustrosas ni la chaqueta de terciopelo de quien montaba podían compararse con la perfección anatómica que desplegaba el caballo en el salto. En ese desafío conjunto a la fuerza de gravedad, los glúteos del jinete evitaban tomar contacto con la montura, posición que suponía una doble suspensión del hombre en este caso: una sobre el lomo del animal y otra sobre la valla olímpica. Para Mercedes sobraban los detalles de imagen o los fundamentos teóricos que exponía el autor para transmitir lo que estaba sintiendo ése jinete al momento de ser fotografiado.
   La vez que su padre le dijo que se tuviera confianza y que intentara idéntica destreza con el Tinto, creyó que ese brevísimo estado de ingravidez, el que contenía el punto más alto del salto, perduraría por siempre. Que el potro mantendría sus patas extendidas hasta que ella se lo pidiera. Deseaba que el vértigo y el ardor que punzaban su vientre no la abandonaran nunca. La falta de sustento que consigo le brindaba el salto, más la sensual conmoción que le provocaba el cuerpo del animal lanzado entre sus piernas, volvería a abordarla poco tiempo después en su debut sexual con Mariano.
   Le bastaba recorrer con las yemas de los dedos los bordes de la fotografía para que la piel comenzara a erizársele en las piernas y cobrar temperatura. Así dejó que el extremo redondeado del brazo del sillón calzara justo en la parte más necesitada de su cuerpo. Se inclinó hasta apoyar las manos en la mesita y ayudó a que el ritmo de su excitación marcara un vaivén sostenido contra el extremo del apoyabrazos. La propia imagen que le ofrecía el espejo de la sala la sorprendió al principio. No se reconoció al verse tan expuesta a una ceremonia corporal que, hasta ahora, siempre había sucedido sin testigos y en la intimidad de su mundo femenino.  Le gustó lo que veía reflejado de sí misma y se entregó aún más al placer que le brindaba la dureza del sillón. Quería sentirse “bien yegua”, como escuchó una vez que le pedía su padre a quien prefiere no nombrar, cuando la tenía boca abajo en la cama y solo con el corpiño puesto. Mercedes se buscó otra vez en el recuadro enmarcado del espejo y volvió a extrañarse, pero esta vez con pavor. No se identificaba con el rostro que permanecía inmóvil frente a sus ojos en relación a la sacudida que asumía el resto de su cuerpo. La abertura de su boca sí, las mejillas acaloradas sí, el arco de las cejas forzando una leve arruga en la frente sí, el cabello lacio y rubio sí, pero los ojos no. Los ojos no claros y de mirada fija contra los suyos, no asumiendo una actitud hostil o de reproche, sino interrogándola por algo que ella misma temía definir como culpa o desamparo. Apartó la vista del espejo y se puso de pie, casi avergonzada, casi arrepentida de haberse dejado llevar por sus instintos frente a ella misma, frente a la que seguía clavándole la mirada a pesar de haberse retirado del espejo.
   Todavía agitada, todavía sonrosada en el cuello y en la cara, todavía húmeda por lo bajo, cerró el libro, subió hasta su cuarto y se refugió entre los almohadones de la cama. Bien sabía Mercedes desde cuándo esos ojos venían irrumpiendo en su vida. Recordaba aquella ventosa noche en la que su madre la condenó a la soledad de la casa. La imagen de la Señora aplicándole doble vuelta de llave a la puerta principal, y ella, sin dejar de llorar, derrumbándose contra la pared y abrazada a la muñeca pepona que Laurita había dejado caer cuando la echaron, fue uno de los gestos maternos que más aborreció en su vida. Sin embargo, a pesar del desprecio y del rencor que sentía ahora por Laura, Mercedes aún conservaba la muñeca. No recordaba cuándo se había desprendido uno de los botones azules que la Neno le había cosido, uno a cada lado de la nariz, a su juguete de trapo. Por lo demás, la pepona estaba intacta, clavada de una de sus  manos contra la pared y debajo del poster de los Bee Gees.
    La noche que la Choli se puso a ladrar como una loca y ella se acercó a la habitación de su padre para apartarla con el pie y ordenarle a media voz que cerrara el hocico  (para escuchar primero y entreabrir la puerta después, para intentar reconocer ese chasquido que provenía del golpeteo de los sexos y ver la mano de su padre apagando los…¿gritos o gemidos?...del cuerpo que acompasaba el empuje desde abajo),  la pepona ya ocupaba un lugar entre sus objetos más preciados.

   “Observalo a Mariano cómo se deja llevar, cómo mantiene derechita la espalda y se hace liviano en el trote. El Tinto será todo lo potro que quieras pero es un señor purasangre. Si vos te hacés amiga del animal, si dejás que tu cuerpo vaya a favor del trote, todo va a resultar más fácil y natural. Mirá qué bien lo talonea para que apure la vuelta por detrás del álamo. Así, ¿ves? ¡Mucho Marianito, mucho! Dale una vuelta al molino para que se recupere. Hacelo pasar por el bebedero y después traelo para que Mercedes pruebe otra vez”
   Pero a ella, con sus diecisiete años bien asumidos y en plena efervescencia hormonal, ya no le interesaba montar por su cuenta. Prefería y esperaba con ansias que la clase de equitación terminara lo antes posible para que su padre la compensara con una hora de cabalgata libre. Entonces bastaba una palmada en las ancas del Tinto y el “Dale, subí” para que Mariano montara detrás de ella y tomara las riendas por debajo de sus brazos. Recién allí, apretada contra el cuerpo del muchacho, podía sentir lo que su padre le pedía y todavía más; el temblor intenso del lomo del caballo y la contención masculina en derredor.
   Mercedes gozaba de las vibraciones que consigo traía la experiencia de la libertad. Gozaba de la aceleración que le imprimía Mariano al Tinto cuando pasaban entre las alamedas o cuando descendían la última colina para llegar al río. Gozaba al apoyar su espalda contra el torso desnudo de su compañero. Hasta el maridaje de sudores que entrecruzaban caballo y hombre la complacía, como también el impacto del sol cordillerano en la piel, el viento tibio y la fragancia a frutas que despedían los campos ribereños.  La hora de cabalgata libre la elevaba espiritualmente sobre toda convención material que pudiese arrojarle el mundo. Nada era más etéreo que su cuerpo en esos días de equitación. Mercedes cerraba los ojos y jugaba a desencarnar de sí misma. A medida que lo hacía, el paisaje ganaba en imágenes como un mapa vivo que iba ampliándose conforme su alma se elevaba sobre la cabalgadura. Así veía cómo el trío que conformaba junto a Mariano y el Tinto se iba transformando en un puntito canela que se desplazaba lentamente junto a un hilo de agua azulado. Más atrás quedaba la casa sometida a un efecto de zoom ampliatorio. En seguida la verdosa cuadrícula rural, el camino sinuoso hacia el oeste, las bardas, el puente, San Agustín y luego el marco cordillerano reduciéndose de manera vertiginosa con ella todavía allí, desplazándose microscópicamente sobre la corteza terrestre. Pero al mismo tiempo percibiéndose como testigo de sí misma, como evadida de su cuerpo, como espiándose desde la infinitud  de un silencio absoluto, el que sólo se dejaba revelar por el latido calmo de un corazón apenas vivo. Entonces, lentamente, abría los ojos y volvía a descubrirse felizmente mortal, montada sobre un alazán que resoplaba acalorado y a punto de ser amarrado a la sombra de un sauce que mojaba las puntas de sus ramas en las aguas del río Huancúl.

   Hace unos meses, durante una clase de historia, el profe González les habló sobre las amazonas: una comunidad de mujeres que habitaba en una isla de algún mar lejano y que manejaba con total destreza tanto armas como caballos. Mercedes no recordaba si era un dato histórico fehaciente o si se trataba de un relato mitológico, pero le entusiasmaba saber que en algún tiempo y en algún lugar existió una organización político-social exclusivamente femenina y con pleno poder de decisión respecto de sus actos. Pero también recuerda que a raíz del tema abordado y del inesperado debate áulico que surgió del mismo en relación al rol de la mujer en la lucha de clases, el profesor trajo a colación las figuras de Eva Perón y Dolores Ibárruri, La Pasionaria. Por supuesto que al finalizar la jornada el episodio no demoró en trascender el ámbito institucional y enmarañarse hasta la exageración en cada uno de los hogares de San Agustín. De allí que el profesor Lucio González fuera citado al día siguiente por el consejo directivo del colegio e interpelado conjuntamente por el rector, por el intendente de San Agustín y por una reducida pero enervada comisión de padres, entre los cuales se encontraba el coronel Díaz Galván.
   Bajo ningún punto de vista se le iba a permitir a un docente de San Agustín que ilustrara “ni siquiera mediante relatos orales, episodios que aludieran a la desnudez humana o a costumbres reñidas con los principios cristianos, éticos y morales que este dignificante proceso de reorganización nacional estaba empeñado en recuperar y fortalecer para bien de la juventud. Y mucho menos hacer mención de cierta mujerzuela que contaminó ideológicamente a más de una generación y que humilló los valores más sagrados de la patria. Creo que hemos sido más que claros y explícitos respecto de lo que debe hacer usted de aquí en más en este colegio. Y si no lo sabe, nosotros, y cuando digo nosotros me refiero a la autoridad civico-militar que representa la voz de esta comunidad, nos encargaremos de tomar las medidas que creamos convenientes para que deponga esa actitud”.
   En 1972, cuando se inauguró el colegio secundario Conrado Villegas, gran parte de la planta funcional docente de la escuela primaria local tomó horas cátedra en la nueva institución. Ello se debía a la falta de graduados en educación media que se registraba en el pueblo. De allí que profesoras y profesores del Distrito VI, como De Paoli, Breckner, Cervantes y Medina, se interesaran por la buena nueva y decidieran viajar desde otras localidades para dictar clases de matemática, inglés, castellano y educación física, respectivamente. Por lo tanto, Mercedes, junto a la cohorte que ingresó ese año, pudo mantener una cierta continuidad pedagógica y afectiva  con sus maestros del primario. Claro que de allí en más la relación entre alumnado y docentes adquirió una mayor formalidad respecto de la que estaban acostumbradas ambas partes. Para empezar ya no había señoritas o maestros, había profesoras y profesores, como tampoco un único titular para cada división. Ahora el total de asignaturas se repartía entre tres, cuatro o cinco profesores en el mejor de los casos, como ocurría en 1º “C”, donde el profesor González dictaba Botánica, Historia y Geografía, lo que significaba mantener con él un contacto casi diario. El resto del equipo estaba compuesto por docentes viajeros, y su contacto social se circunscribía exclusivamente al dictado de clases. 
  Por otra parte, los docentes forasteros preferían desplazarse desde sus lugares de residencia para cumplir con sus obligaciones profesionales, que establecer residencia en San Agustín. Cervantes y Medina lo hacían desde San Carlos, y Brekner, como liquidaba sus doce horas en una sola jornada, lo hacía desde Valle Andino. Obviamente, a medida que los cursos promocionaban, la complejidad de la planta funcional iba acentuándose. Tal es así que cinco años después de su inauguración, el colegio contaba con un plantel de veintidós docentes de cátedra, sin contar al equipo directivo, al personal administrativo-pedagógico, ni a los cuatro auxiliares de servicio. Finalmente, diciembre del’76 sería un año inolvidable para los agustinenses, ya que celebrarían la primera promoción de Bachilleres del pueblo.

  Cuando Laura terminó segundo año y le dijo a la Neno que abandonaba los estudios, Mariano creyó que su plan de vida comenzaba a tomar dimensión de realidad. Era cuestión de tiempo, nada más. En un par de años podrían emanciparse de la tutela de la Neno. Pero  la Neno enfureció cuando Laura le hizo saber su decisión. Juró por vivos y muertos que si era preciso se encargaría ella misma de llevarla hasta el colegio. De hecho, durante unos días se encargó de acompañarla y corroborar que su hija ingresara al establecimiento. Pero en la municipalidad, donde la Neno había sido contratada gracias a los buenos oficios del coronel Díaz Galván, le advirtieron que no tolerarían una llegada tarde más de su parte. De todos modos, esos pocos días que duró la celosa custodia materna, Laura se las arregló para atravesar el pasillo interno del colegio, cruzar el patio a la carrera, rodear los baños y ganar la calle por la parte posterior de la sala de calderas. Visto lo inútil del esfuerzo, la Neno se dio por vencida y tuvo que aceptar la errónea decisión de su hija como un fracaso propio. Sabía que la única forma de progresar y escaparle a la rutina degradante de ese pueblo era obteniendo un título. Una vez logrado ese objetivo sería más fácil llegar a ser alguien en la vida. Desde ya que si ella se lo pedía el coronel podría hacer arreglos para que ambas se radicasen en la capital provincial. Allí Laurita tendría posibilidades de estudiar para maestra en el instituto San Martín. O si se animaba, hasta de ingresar a la universidad. Seguramente Amancay, si aún continuaba prestando servicios en el hospital regional, le conseguiría un puesto de mucama o de cocinera. ¿Acaso su amiga no le debía el favor de su vida?  ¿Acaso ella no le cuidó todos estos años al Marianito y lo hizo casi un hombre de ley?
  La Neno confiaba en el coronel porque sabía que la sangre no era muda ni sorda. Era imposible que ese hombre no sintiera debilidad afectiva por Laurita. Ya lo notaba ella cómo miraba a la chica cada vez que se cruzaban en las calles del pueblo. Cómo se preocupaba el coronel por lo que hacía y por lo que pensaba hacer con su vida. Hasta recordaba la fecha de su cumpleaños y el día que perdió su primer diente de leche: 9 de abril de 1965. Él mismo le dejó un billete de cien bajo la almohadita de su cama y un atadito de figuritas Cenicienta. Ya se encargaría ella de persuadirlo para llevar adelante su plan. Tenía con qué hacerlo, porque a pesar de sus treinta y cuatro años ninguna de las mujeres de los camaradas del coronel lucía un cuerpo tan bien moldeado y firme como el suyo. Desde luego que sabía que el coronel visitaba clandestinamente a las esposas de sus subordinados cuando estos salían en comisión. Pero no le importaba porque él siempre volvía a su lado. Ninguna, y de eso también estaba segura, le daba lo que ella sí con total consentimiento. Como nadie le hacía desear la Neno esa parte de su cuerpo. Lo hacía sufrir de ganas, pero al final alzaba sus partes y accedía a su ruego como una diosa que concede la mayor de las gracias a su más ferviente devoto. Estaba segura de que ninguna de sus ocasionales rivales se daba vuelta de esa manera ni se soltaba el cabello hasta la cintura para ofrecerse como ella lo hacía. Claro que sabía que él iba a acceder si se lo pedía. Laurita era su hija y le debía ese favor. No había margen para la duda. Esa parte de la debilidad masculina era la batalla que mejor le cabía al triunfo de una mujer. Y ella gozaba de ese poder.
    Primero no quiso saber nada con volver a “ese colegio”. Estaba harta del sucio chusmerío que practicaban sus compañeras en referencia a ella y a su madre. Además, no le gustaba estudiar porque le enseñaban cosas que encontraba cada vez más estúpidas. Prefería trabajar limpiando casas, como lo hacían otras chicas de su edad, o en el taller de tejido de la municipalidad. Pero a ese colegio no volvería nunca más.
    “Ya viste qué fácil me escapo. Así que no insistas…¿Y por qué a Mariano no le dijiste nada cuando terminó la primaria y se fue a trabajar a la chacra del Choique?…¿Y qué tiene que ver que sea varón? Yo soy mujer y…Sí, sí que soy mujer y puedo hacer las mismas cosas que él. ¿No me decís siempre que si me lo propongo soy capaz de llevarme el mundo por delante?… ¿Y entonces?... Dejame decidir por mí misma lo que quiero hacer con mi vida”
   Dieciséis días de lluvias constantes y caminos anegados obligaron a Laura a permanecer encerrada. La casita del río no estaba tan retirada del pueblo, pero cuando el cielo se descargaba de esa manera el camino se tornaba intransitable y las distancias parecían agigantarse. De manera que la mayor parte del tiempo Laura la pasaba a solas y sometida al aburrimiento más extremo que podía esperarse en una situación climática como esa. Su madre regresaba del trabajo al atardecer, pero como estaban peleadas no le hablaba más que para resolver algún asunto doméstico. Y a Mariano no tenía casi ganas de verlo porque a la larga salía a relucir el tema de su deserción escolar y de lo que podrían planificar juntos si ella se decidiera. Así que el muchacho, después de cenar junto a dos mujeres que apenas probaban bocado y contestaban monosílabos, optaba por reunir un atado de leña y recluirse en el galponcito del fondo.
   Quizás el tedio, la lluvia persistente o la insistencia de la Neno hicieron que Laura desistiera de su negativa y la llevaron a aceptar una negociación intermedia. Su madre había estado hablando con el coronel toda la noche, y él, gustoso, aceptaba ayudarlas. Seguro que Mercedes no tendría objeción en que la chica se instalara en su casa los días de semana para hacer limpieza. De última, durante su primera infancia habían compartido un mismo espacio de juego y convivencia. Vale decir que a su hija no le resultaría ajeno ese espacio de trabajo. Y aunque ninguna de las partes hizo referencia al pasado, sería como una compensación encubierta por aquella traumática expulsión que la marginó socialmente. De esa forma todos quedaban en paz y alguno que otro hasta salvaba antiguas culpas.
   El arreglo determinaba que Laura se instalaría de lunes a viernes en la casa del coronel. Sólo tareas domésticas, nada más. Así lo haría hasta el año entrante. Luego, ambas mujeres se mudarían a la capital provincial y la chica retomaría sus estudios. Como el mes de mayo ya estaba avanzado, el año calendario a cumplir no sería tal y “cuando te quieras acordar ya vas a estar mudándote”. Ambas partes daban por hecho que los contactos del coronel tramitarían con éxito un traslado de la Neno a la administración central. Quedaba claro que la distancia no era impedimento para que él fuera a visitarla cuando quisiera. De paso, la hipotética mudanza le quitaba presión a la situación que tanto él como ellas venían padeciendo desde aquella noche ventosa en San Agustín.

   “Eso te pasa por no haber seguido estudiando –le dijo Mercedes a Mariano en tono de burla- . Pero si ahora viniera una, aunque sea pendeja la amazona, te daría vuelta a vos y a tres como vos porque eran más valientes que los hombres. El profe González dijo que se cortaban una teta para poder disparar mejor el arco ¿Vos te animarías? ¿Serías tan macho como ellas?...Nada que ver. Por eso sólo no lo levantaron en peso. Además no dijo teta, dijo seno… No, no fue por eso. Dicen que fue porque se andaba juntando con el cura Javier y con otros profes que son jodidos ideológicamente…Quiere decir que tienen ideas políticas peligrosas. Que cuando sale de San Agustín con la seño Elvira es para contactarse con un obispo y para después hacerles la cabeza a los alumnos. Lo escuché cuando mi papá hablaba con Fontana y con Sepúlveda....Mi viejo se borró de todo eso porque ya está casi retirado…¿Por qué te crees que se pasa todo el día en el campo y leyendo sobre caballos? Ahora tiene tiempo y quiere dedicarse a lo que le gusta. Dice que quiere adiestrarte para que no pierdas más tiempo en lo del Choique y para que en el futuro seas el capataz de la cabaña que va a fundar su socio…¿Para qué va a comprar aquí si esto va a quedar inundado cuando terminen la represa?…¿Y qué se yo? Cambiarán el pueblo de lugar y los trasladarán a todos… Sí, nada más que a los caballos se quiere dedicar. No quiere saber nada más del ejército ni de política ni de nada…Porque parece que el profe tiene un amigo preso y quiere saber dónde lo metieron. Piensa que los curas pueden averiguar algo. Pero mi viejo no sabe nada de gente presa y dice que no le importa, que ése ya no es su problema, que por algo lo habrán detenido al amigo del profe. Y te digo la verdad, a mí tampoco me importa. Mejor que un día se inunde todo y el mundo se olvide de San Agustín. Y que desaparezcan los que me hicieron sufrir. Principalmente esa guacha que vos sabés y que no me crees lo que hace. Pero ya te lo voy a probar para que te despabiles de una vez por todas. Ya lo vas a ver vos mismo… ¿No te das cuenta cómo se las ingenió para instalarse en mi casa y ganarse a mi viejo entregándose como una reventada?...¿No era que iba a trabajar en mi casa unos meses y después se mudaba con la madre? Ya pasó bastante tiempo y… No me pienso callar porque es verdad lo que digo. Si hasta se las rebuscó para que mi viejo se deshiciera de la Neno ¿Cómo crees que se acomodó la madre de esa puta en la capital?...¿Qué, ahora la Neno es tu mamá?...Está bien, no te digo nada más. Solito te vas a dar la cara contra…Es cuestión de tiempo. Todo llega y de la verdad nadie se escapa. Pero, bueno, no quiero hablar más de esta porquería. Ahora decime, dale, ¿te animarías, sí o no?...Eso, lo de las amazonas: amputarte lo que más duele para pelear mejor ¿Te animarías?...¿Y algo más peligroso?...No sé, como hacerle daño a una persona que querés...Sí, eso, mucho más que golpear o torturar…Matar…Quitarle la vida a un ser humano ¿Matarías a alguien?. ..¿Y si yo te lo pidiera porque peligra mi vida o porque me hicieran sufrir mucho, mucho, mucho, lo harías? Mirame a los ojos. Fijo mirame y decime la verdad ¿Lo harías por mí?... ¿Viste que sos débil?
   
  
  

  

domingo, 2 de septiembre de 2012




Capítulo 2.  HORIZONTE INMACULADO

   Aníbal Degot había regresado a la Argentina después de tres décadas de ausencia. A pesar de estar próximo a cumplir setenta años, mantenía un estado físico envidiable y una mirada juvenil, chispeante y atenta a los movimientos del entorno. No aceptó que nos encontráramos en mi departamento. Prefirió hacerlo en un café de la Avenida de Mayo. Argumentó que “para hablar del tema” necesitaba del bullicio, del animado desorden que provocaba el ir y venir de la gente, y del cruce de otras voces para entrar en confianza y revelar lo que yo necesitaba saber.
  “Con tu viejo fuimos compañeros de facultad, amigos no. Tampoco llegamos a serlo cuando nos tocó compartir el mismo proyecto de investigación en el CONICET. Eso fue a mediados de los sesenta, cuando nos habíamos inclinado por la ciencia genética. Por entonces compartíamos la tutoría de un director de investigación en común y eso hacía que confraternizáramos a diario. Pero amigos, lo que se dice amigos, no lo fuimos en ese momento. Recién hacia finales del ’78, en Madrid, mantuvimos una franca relación de amistad. Lo que pasa es que el exilio transforma a las personas. Algunos cambian para bien y otros para mal. En ese sentido, para Gonzalito y para mí fue positivo el destierro”
   Degot era el único referente que podía aportarme datos confiables respecto de lo que había acontecido con mi padre durante el tiempo que vivió en la Patagonia. Si bien por intermedio de mi familia pude ordenar la historia de vida de mi padre, aún quedaba en el vacío más apagado ese capítulo que callaba los años transcurridos por él en San Agustín. De poco me sirvieron los viajes que realicé al sur del país para dar con documentación o personas que aportaran información válida.
   En el ’83, cuando se produjo el llenado de la represa hidroeléctrica del valle del  río Huancul, San Agustín desapareció bajo las aguas y fue refundado a veinte kilómetros de lo que fuera su casco urbano original. Mi casa natal, el hospital donde atendieron de urgencia a mi madre y el aula de la escuela donde se conocieron mis viejos, había perdido presencia física bajo las aguas de un lago artificial. Ni siquiera tuve acceso a palpar los desechos materiales de lo que constituyó la memoria histórica de mis padres. Todo ese pequeño mundo fundacional que acompañó mis primeros años sucumbía bajo un firmamento líquido, donde la única fauna viva era la que sobrevolaba en coloridos cardúmenes los techos ahogados de las antiguas construcciones.
   Alto San Agustín fue el nombre con el que las flamantes autoridades democráticas bautizaron al pueblo. De allí en más, los antiguos agustinenses abandonaron la idea de radicarse en el nuevo emplazamiento y partieron hacia otros destinos regionales. De todos modos, el flujo migratorio interno conformó un nuevo núcleo urbano. De allí que los intentos por entablar contacto con gente que hubiese conocido a mi padre fueron nulos. En consecuencia, Degot representaba la única fuente viva que podía recrear la suerte corrida por mi padre en la Patagonia de los años ’70.
  Cartas, fotografías, telegramas de fin de año, amigos o compañeros que incrementaban periódicamente la gran colonia de exiliados argentinos en España fueron aportándole a Degot un nutrido capital informativo que bien me permitía de ahora en más comenzar a iluminar el último tramo de mi búsqueda.
     “Le decíamos Gonzalito porque aparentaba menos edad de la que en verdad tenía. Otros preferían llamarlo Lucho, como tu mamá. Era un muchacho buenazo tu viejo, un tipo simpático, discreto, muy inteligente y con una capacidad de trabajo inagotable. Bueno, como te venía diciendo, el tema es que nos  reencontramos en Madrid, en una tasca cercana a la iglesia de San Lorenzo. Como tu viejo en ese momento entraba al local y yo salía, nos atropellamos en la puerta. Y allí fue donde se le cayó uno de los tres angelitos de cerámica que acababa de comprar…Exactamente, los otros dos son los que expusieron junto al cuellito blando del cura en esa especie de capillita paralela a la iglesia de San Agustín…Prohiben exhibición de imágenes paganas, decía el recorte del diario local que me había enviado Raquel, la mujer de Carlitos Espeche; otro compañero que también se había radicado en la Patagonia. En un primer momento tu viejo se lamentó porque le habían dicho que debía conservar las tres estatuillas si quería que la suerte lo acompañara. No era un tipo supersticioso, pero le dio mala espina perder en ese momento el angelito. Después, al rato de contarnos nuestras penurias y tomarnos unas copas, le quitó importancia al hecho. Lo que me extrañó fue que estuviera planeando volver al país. Que si todo marchaba como hasta ahora, para fin de año o para comienzos del setenta y nueve se pegaba la vuelta. Estaba convencido de que la junta militar comenzaría a desmoronarse de un momento a otro. Además, venir a enterarse a los cuarenta años que tenía un hijo lo desesperaba”
  “Fijate vos  -me decía tu viejo juntando las palmas de las manos, como si rezara-, mientras yo miraba aquí, en Madrid, como un pelotudo la final Argentina-Holanda, mi hijo nacía en el culo del mundo…Lo supe porque Elvira apareció hace un par de semanas atrás por la casa de mi vieja con Luchito…Sí, Lucio, como yo…No, ella tampoco sabía que yo había zafado. Fue una alegría tremenda para mis viejos saber que tenían un nieto”.
  Esperaron que tu viejo viajara a la capital provincial para levantarlo…Sí, seguramente Fontana, junto a otro milico que ahora no recuerdo el nombre, tuvo mucho que ver en el operativo. Tu papá había viajado junto a un grupo de compañeros para retirar materiales escolares: útiles, ejemplares de Simulcop, manuales, etc. Es que Elvira, tu vieja, todavía no tenía confirmado el embarazo. Por eso cuando a tu viejo lo largaron más muerto que vivo en Bahía Blanca no sabía que iba a ser padre. Tomá en cuenta que en esos años eran muy pocos los que tenían teléfono en San Agustín. Además, como venía la mano, gracias que pudo salir del país…No, nunca se supo quién intervino. Lo que puedo asegurarte es que en esa época había que estar en la trampa para intervenir por la vida de alguien. En definitiva, cuando tu viejo supo que Elvira estaba viva y que él había sido padre, se puso como loco y empezó a especular con la idea de volver a San Agustín”

    Tal vez si mi padre estuviese ahora compartiendo este café conmigo, tendría mucho en común con Anibal Degot; setentón pero vigoroso, firme en su presencia pero algo tembloroso al alzar el pocillo o al repasarse la cabellera canosa. Mientras lo escuchaba pude recrear la imagen de una franja de sol entibiando mi mano, la que intentaba aferrarse al barandal de una camita de patas altas. Luego, la silueta recortada de un hombre que me alzaba. El trencito azul y rojo que se arrugaba cuando él apartaba las cortinas, previo al golpe frontal de la luz de la mañana.
    Late la memoria de una imagen familiar fugaz que duda entre lo real y la configuración de esa misma realidad, la que, por cierto, resulta ser más creíble que lo verdaderamente acontecido. Y en seguida mi cuerpo suspendido en el aire, envuelto en una frazada y acunado por los brazos de un hombre que me alejaba de la ventana para llevarme al pecho de mi madre.
  “En el ‘66 Onganía ordenó limpiar las universidades de todo material ideológicamente peligroso. Así fue que nos recagaron bien a palos esa noche. Así como te lo digo. Nos reventaron. Nos dejaron sin nada; sin proyecto de investigación, sin cargos docentes y, lo peor, con la amargura de sentir que allí no se acababa nada, sino que era el comienzo de la aniquilación de una época y de toda una generación que pudo construir muchísimo. Y, bueno, por un tiempo la mayoría de los muchachos se arreglaron dando clases en colegios secundarios o buscando la forma de continuar con la tarea científica en el exterior. En ese sentido tuve mucha suerte, ya que al año siguiente gané una beca en un centro de investigación en Pittsburg. En cambio tu viejo largó todo a la mierda. No quiso saber nada más con la genética ni mucho menos con Buenos Aires. Desempolvó el título de maestro que había obtenido en el Mariano Acosta y se fue a la Patagonia…Espeche le calentó la cabeza con San Agustín. Le contó de la tranquilidad del pueblo, de la imponencia del volcán nevado, de los bosques, de la magia de la estepa, del río que se metía serpenteando por el pueblo y qué se yo que tantas maravillas más. Lo que no le dijo fue que se calefaccionaban a leña y a kerosene. Que en invierno nevaba de puta madre. Que en primavera arrasaba un viento animal y que ese pueblo era apenas el cuerpo urbano de un regimiento de infantería. Pero tu viejo estaba decidido a todo y no había caso de hacerlo desistir. Estaba sencillamente harto y quiso comenzar una nueva vida, fundar un mundo propio. Como si fuese tan fácil dejar de ser uno mismo para renacer en otro y abrirse a un horizonte inmaculado”.
   Con Degot quedamos en volver a reunirnos el fin de semana en una casa quinta que un primo suyo tenía en las afueras de Buenos Aires. El motivo era celebrar un rencuentro con familiares y amigos. Me sorprendió que fuera tan directo en su invitación. Si bien es cierto que en el exilio cultivó una sólida amistad con mi padre, a mí acababa de conocerme. No sabía nada de mi trabajo, de mi círculo de amistades, ni mucho menos de mis preferencias ideológicas o si tenía algún contacto político que lo comprometiera. Menos aún se preocupó por corroborar mi identidad, si yo realmente era el hijo de Lucio González o si era un oportunista que pretendía recabar algún tipo de información. Pero acepté y le aseguré que estaría atento a su llamado.

   Algunos de los pasajes relatados por Degot coincidían con los datos que me habían brindado unos pocos ex compañeros del centro de investigación que integraba mi padre. Pero otros me abrían a la fascinación de quien tiene la oportunidad de ser testigo de la historia de vida de su propio progenitor. Y más aún ante el relato de episodios desconocidos por mí con anterioridad. Pero a pesar de la riqueza de la fuente informativa que representaba Anibal Degot, las preguntas iban develando nuevos interrogantes, los que hasta ahora no daban respuestas. ¿Por qué mi madre viaja a Buenos Aires, me deja con mis abuelos y regresa a la Patagonia? ¿En qué circunstancias desaparece mi padre por segunda vez? ¿Quién es el que le dice que vuelva a San Agustín porque tiene información que confiarle?¿Qué tiene que ver el crimen de una mujer y sus hijas con mi historia familiar? ¿Para qué el envío de una nota anónima, junto a un viejo recorte periodístico policial?: “Por fabor, no deje que estas almas inosentes sufran en la oscuridá”
   Mi primer viaje a Alto San Agustín lo hice en enero de 2001. Ese verano resultó inusitadamente tórrido y seco, lo que provocó que el lago acusara el nivel más bajo de su historia.
    “Si te animás te llevo con la lancha a recorrer el viejo San Agustín desde arriba -me dijo el recepcionista del Manantiales: una hostería ubicada junto a  la rotonda de acceso al nuevo pueblo- , cuando el lago está bajo y no hay viento pueden verse en el fondo las casas que estaban ubicadas en la parte más alta del pueblo. Pero ahora es una cosa de locos. Hay tan poca agua que parece que fueras volando sobre los techos. Los barrios, las calles, la escuela, todo se puede ver. Parece magia y, la verdad…da un poco de impresión porque es como faltarle el respeto a un muerto, ¿no?”
  Desde las ventanas del segundo piso del Manantiales podía contemplar la prolija forma de damero que mostraba la nueva arquitectura urbana. Y como la hostería estaba construida sobre una de las tres colinas que bordeaban la entrada a Alto San Agustín, podía apreciar las calles asfaltadas, un boulevard central generosamente arbolado y unas pocas edificaciones de dos o tres pisos, las cuales supuse corresponderían a la municipalidad, al colegio salesiano y al hospital local. Más allá del límite poblacional se extendía una amplia zona de chacras que iba desgranándose en lotes a medio sembrar, hasta marcar el inicio de la chatura esteparia. Y sin demasiado esfuerzo, después del manto verdoso que ofrecían las plantaciones frutales y de la monotonía desértica, podía distinguirse la línea azul del lago. Un paisaje que ofrecía tantos contrastes que no me resultó absurdo compararlo con los exabruptos que guardaba la propia historia patagónica, como también con la accidentada memoria que cruzaba mi pasado y que yo buscaba ordenar a partir del lenguaje que esta geografía ocultaba.
  “Pensar que antes de la represa esto estaba todo al revés  -me decía Marcial, el recepcionista de la hostería al volante de su F 100-. Vos sabías que estabas llegando a San Agustín porque empezabas a ver alamedas bien enfiladas, chacras en plena producción, animales pastoreando, acequias, paisanos de a caballo. Ahora parece que vas a un cementerio. Solamente chimangos y jotes revoloteando al pedo. Por ahí alguna liebre saltando entre las matas pero no más que eso…No, de los vecinos de entonces no te puedo decir mucho porque nosotros vivíamos en una casita que estaba apartada del pueblo, a unos quince kilómetros río abajo…A San Agustín iba cada tanto con mi viejo a hacer las compras. O cuando había algún acontecimiento importante....Tampoco te puedo decir mucho porque hice la primaria en la escuela rural de Cañada Pehuén. Después mi viejo quiso que siguiera estudiando. Y como tenía a mis tíos en la capital, me mandaron con ellos para que hiciera el secundario…Sí, claro, hice el comercial, después el servicio militar y ahí nomás me pegué la vuelta…Y… había muerto mi viejo. Mis hermanas estaban casadas y la chacrita en decadencia. Así que la aguanté unos años como criancero y trabajando frutas finas, hasta que el gobierno pagó la indemnización por el asunto de la represa. Con esa plata, más la que junté por la venta del tractor y otros cositas más, compré el terrenito y construí la hostería…En el ochenta y nueve la inauguré. Justo el mismo día que mostraban por la tele la caída de ese paredón de Alemania, yo terminaba de colgar el cartel luminoso sobre la ruta. Y es así nomás. Lo que por un lado del mundo se cae, algo se levanta por el otro”
   A los pocos minutos de nuestra partida, el Alto, como llamaban los nuevos agustinenses a su pueblo, podía verse por el parabrisas trasero de la camioneta. Aunque de tierra y ripio, la ruta vieja se mantenía en buen estado. Cada tanto, Marcial me pedía que controlara si el trailer y la lancha venían bien.
   “Es que con la polvareda que levanta la chata no ves un carajo. Una vez llevé a unos gringos a pescar al lago y cuando llegamos estaba el trailer vacío. Se ve que en algún sacudón la lancha se soltó y agarró para cualquier lado. Cuando retomé el camino para buscarla me encontré a menos de un kilómetro con un paisano enfurecido y puteándome de arriba abajo. Era de no creer. La lancha estaba enterita sobre la banquina pero con un caballo muerto en las butacas traseras. Los gringos se cagaban de risa y se  sacaban fotos con el caballo. Tendrías que haber visto a ese pobre viejo cómo gritaba y cómo aullaban los perros que lo acompañaban. Los corría a los gringos con el rebenque en la mano y los maldecía. Pero lo peor vino después en la comisaría. Daños y perjuicios graves contra ganado, decía la carátula de la denuncia que tramitó el paisano. Para colmo, cuando el tipo fue a decirle al comisario que le habían atropellado el caballo con una lancha, los milicos casi lo echan a patadas en el culo….Tuve que vender la rural Falcón que tenía para comprarle otro animal y calmarle un poco los ánimos”

    Era cierto lo que le había contado Espeche a mi padre en aquella carta. El volcán de nieves eternas era imponente. Las laderas boscosas que lo rodeaban descendían entre suaves ondulaciones hasta sobrepasar el casco urbano. En su conjunto, la magnificencia del paisaje transmitía una sensación de armonía que hacía imposible imaginar que por estas latitudes pudiese reinar un clima impiadoso.  Costaba creer que el fuego, la muerte y el crimen hubiesen dejado su marca en este territorio. La sensación de paz que me invadía era absoluta. A pesar del entorno estepario que rodeaba al lago, el espíritu de la belleza se encarnaba en la interpretación del mensaje que emanaba la naturaleza, no en la particularidad visual de lo que podía apreciarse.
   Marcha atrás y en una sola maniobra, Marcial introdujo el trailer al lago para desenganchar y bajar la lancha. Sin pedirle permiso me ubiqué en la butaca del acompañante y no pude evitar mirar los asientos traseros, donde había caído muerto el caballo. En la guantera del tablero de mandos había un folleto turístico promocionando un tour por la ciudad sumergida. Pero me abstuve de mirar las fotografías subacuáticas de lo que había sido mi pueblo natal. Quería enfrentar sin atenuantes el primer impacto emocional de los restos hundidos de San Agustín. En consecuencia, me entregué a la navegación lacustre como si fuese un turista más de los que acuden a los servicios de pesca que brinda Manantiales.
   A pesar de que el lago se encontraba totalmente planchado, sin vientos de superficie, Marcial tenía que hablarme junto al oído cada vez que me dirigía la palabra, ya que el ruido del motor apagaba las voces.
    “¿Ves esa boya amarilla que tenemos por delante, a unos cincuenta metros de la orilla? Bueno, marca el lugar donde se encuentra el mástil del regimiento ¿Y ves más allá  la anaranjada, la que está hacia la derecha? Esa indica el otro mástil, el de la escuelita. Qué suerte la tuya; caerte de visita con semejante bajante....Sí, seguro. Vas a poder ver lo que nadie pudo hasta ahora”
  La navegación consistió más en hacer un recorrido paralelo a la costa que internarse hacia aguas profundas. La supuesta despreocupación que yo había adoptado al iniciar la jornada cambió abruptamente a un estado de ansiedad indisimulable cuando Marcial me señaló las boyas. Me inquietaba saber que navegábamos sobre el camino de acceso al pueblo y ver que los boyados se multiplicaban. Más aún cuando viró hacia la derecha y apagó el motor para que la deriva de la lancha nos acercara a la boya anaranjada.  Nada hasta entonces me había resultado tan elocuente para representar la inutilidad del tiempo como el silencio que dominaba la escena. El sol ardía en su mediodía. La ausencia de rasgo civilizatorio en derredor exageraba la inmovilidad del paisaje. Nada de nubes en este continente de cielo patagónico. Nada de fauna o presencia humana en las proximidades. Casi podía experimentar la pureza del mundo y el gozoso drama del silencio al sentir el reflujo sanguíneo que me recorría por dentro. Era la justificada razón del ser que vibraba en las cosas de la naturaleza. Y era también la energía de la existencia anunciándose en el pálido murmullo del encierro orgánico. Una energía que, paradójicamente, podía traducirse en cada uno de los elementos que componían este cuadro natural, desde el fondo recortado de la cordillera hasta la pequeña embarcación que nos mantenía a flote.
   Marcial amarró la lancha a la boya y acondicionó un rudimentario visor que me permitiría observar  bajo el agua. El artefacto consistía en una especie de cajón alargado con fondo de vidrio. De esa manera, al hundirlo, podía contemplarse la ciudad sumergida sin tener que recurrir al equipo de buceo.
   “Pero antes pasate la correa por los hombros. No sea cosa que se te escape el aparato y se me vaya para abajo…No, así no. Tenés que meter la cabeza bien adentro del cajón, sino el reflejo del sol te encandila”.
   Los primeros segundos de observación fueron de extrañamiento. Ver a pocos centímetros de la superficie el follaje de un álamo vivo, al mismo tiempo que un cardumen de truchas atravesaba sus ramas, me espantó. Estuve a punto de apartarme del visor pero temía pasar por cobarde. Busqué entonces la base del álamo y de a poco fue apareciendo un segundo árbol más pequeño, la cerca perimetral, el patio escolar, los dos cuerpos del edificio con sus techos de zinc y las estructuras de hierro de los juegos infantiles. A pocos metros de la escuela se emplazaba el colegio secundario Conrado Villegas. Marcial me avisó que navegaría a máquina lenta para que yo pudiera “recorrer el barrio”. Era asombroso comprobar cómo se iban adaptando los sentidos al nuevo campo visual  y cómo ganaba en definición el paisaje que se mostraba desde lo profundo.
   A medida que el pánico inicial perdía intensidad, la ansiedad por ver cada vez más me superaba. Anduvimos dos cuadras más, doblamos a la derecha y cruzamos el puente, después la canchita de fútbol, un par de camiones con las puertas abiertas, el salón comunitario, el cuartel de bomberos y, por último, la plaza de armas del regimiento. Más allá comenzaba a enturbiarse la visión porque el fondo del lago ganaba en profundidad. Fue en ese momento que recordé una de las ilustraciones que Doré había trazado para la Divina commedia. Se trataba de una edición italiana que mi abuelo atesoraba y que insistía en leerme cada vez que podía. Por supuesto que ese tedioso momento lo atenuaba interesándome más por los dibujos que por la letra en sí. En esa lámina se lo veía al Dante sentado en una  barca encallada y a Virgilio, en tierra, señalando junto a las almas perdidas el rumbo que ningún mortal sensato desearía visitar jamás.
   Yo no tenía un guía espiritual o una Beatrice, ni mucho menos esperaba llegar al paraíso para encontrarla. Pero por alguna razón aquel dibujo y esta extraña imagen del cadáver de San Agustín bajo las aguas venían a confundirse en un esfuerzo personal por entender el sentido último de la búsqueda. Mejor dicho, de cualquier búsqueda que nos propusiésemos. Dante lo hacía por el afán de reencontrarse con quien abrigaba en el alma la esencia viva de su existencia, motivo por el cual él debía justificar un largo padecimiento terrenal y solitario. Por lo menos hasta que la materia liberara al espíritu y así poder  ascender hasta su amada. Pero en mi caso, ¿cuál era el fin último de mi búsqueda? Más que dar con una fecha, un lugar y el nombre de algún responsable, ¿cuál era mi obsesión personal?. En el caso de mi madre, la revelación aconteció en forma directa porque mis abuelos dieron con la verdad mediante las primeras actuaciones sumarias que se llevaron a cabo después del ‘83. Pero en el caso de mi padre, su no existencia física configuraba en mi imaginario un sentido de verdad y realidad que se debatía entre miles de especulaciones ¿Por eso la búsqueda? ¿O por eso la voluntad de encaminar un trayecto que, quizá, se circunscriba sólo a eso, a permanecer en movimiento?
   El dedo índice de Virgilio apunta hacia el horizonte, hacia un cielo regodeado de nubes negras, de clima amenazante y pronóstico desesperanzador. Mientras tanto, Dante aguarda sentado en la popa de la barca con expresión grave, como quien se deja llevar bajo entrega voluntaria pero tardíamente arrepentido de la decisión tomada. Una elocuente imagen sobre el arrebato de la duda que atormenta a un desesperado.
   Cuando ya no hubo más por ver, mi guía emprendió el regreso. Las boyas perdían volumen a medida que nos alejábamos del pueblo hundido y mi estado de ánimo comenzaba a caer en una aguda depresión. Por fuera, en su expresión más acabada de esplendor natural, el mundo brillaba y se lucía inalcanzable. Por dentro, el vértigo de la angustia iba demoliendo la poca resistencia que mi entereza anímica podía sostener en ese momento. Sobre la superficie de ese mundo, otro, volvían a desarraigarme del universo que por derecho me había pertenecido y que también por derecho me pertenecía aún. Ya no habitado, ya no vivo en este instante, pero sí latente en el impulso energético que me motivaba a existir en este tiempo.
   “Te dije que valía la pena, ¿viste?. Un poco impresionante pero espectacular. Ayudó mucho el bajo nivel que tiene el lago por estos días…No, nunca leí un libro entero. Ni siquiera en la escuela. Únicamente el diario y las revistas que compra la Nati, mi mujer. No sé lo que es La Comedia divina... Si a vos te sirvió leerlo hacés bien en acordarte. En cambio mi abuelo, que nunca pudo ir a la escuela, siempre se lamentaba por no haber aprendido a leer. Decía que los que tuvieron esa suerte corrían con ventaja porque podían ver más allá de lo que los ojos le mostraban. Y mirá que uno tiene mucho para ver , ¿no? Como vos, que leíste a ese italiano y ahora podés comparar lo que escribió con esta experiencia. Qué bueno que puedas aprovechar tanta sabiduría para comprender mejor las cosas. Eso sí que es bueno”