martes, 30 de octubre de 2012



9. SABER QUEMARSE

     No podría hallarle una explicación al repentino interés que esa mujer mostró por mí cuando Anibal Degot nos presentó en la quinta. Más aún cuando al día siguiente  llamó para citarme en Marceau, un bar de Palermo. Un local discreto en su fachada pero con interiores lujosamente decorados. A pesar de lucir detrás de la barra una foto mural del mimo francés, el local no contaba con ninguna otra referencia del gran Marcel.
   - No me llames así. Mercedes me cae mal. Es nombre de vieja. Prefiero Mechi. El apellido dejémoslo para otro día. Me decía Anibal que naciste en la Patagonia. ¿Viste?, por algo dicen que soy media bruja. Ya intuía que teníamos cosas en común. Así que mejor hablame de vos. Contame de tu vida - 
   Poco me costó recrear la impactante belleza que hubiese ostentado Mechi durante su juventud. Curvilíneamente delgada, rubia, ojiverdosa, de movimientos medidos y de mirada penetrante. Durante nuestro encuentro en Marceau, sus ojos se tornaban brillantes y húmedos cada vez que tomaba la palabra. Pero cuando era su turno de escuchar, entrecerraba los párpados y se recostaba sobre el sillón del reservado. Parecía adoptar una pose de fiera contenida, de animal herido que espera un error de su adversario para abalanzarse. Me incomodaba su actitud. En realidad lo que más me perturbaba era la manera en que sus ojos se posaban sobre los míos. Me costaba sostenerle la mirada y, al mismo tiempo, desviar mi atención de su boca y de sus piernas bronceadas. Ninguna de las partes de su cuerpo revelaba esas odiosas marcas que las mujeres maduras se obsesionan por ocultar. Al contrario, su piel era un territorio exquisitamente moldeado sobre la curvatura más perfecta que una mujer podía lucir en la cumbre de su sexualidad.  No podría precisar la edad de esta mujer que ahora descruzaba sus piernas para acariciárselas lentamente; desde el tobillo a la rodilla y de la rodilla al tobillo, una y otra vez., sin quitar sus ojos de los míos.  Desde luego que me llevaba una notable ventaja en cuanto a experiencia de vida. Pero con el transcurso de la conversación ese detalle dejó de ser un elemento de presión y pasó a ser motivo de atracción por excelencia.
   Mechi había nacido en un pueblo de la Patagonia, pero sólo residió unos pocos años allí. No tenía prácticamente familiares cercanos con los cuales relacionarse. A su madre no la trataba desde hacía “Un siglo. Una guacha mi vieja. Nos abandonó a mi papá y a mí por un viajante de mala muerte…Sí, tuve una media hermana y dos sobrinitas que murieron en un incendio…No. Fue hace mucho. No te lamentes porque ya pasó”   
    De su padre sólo mencionó que criaba caballos. Él también había muerto “Unos días después de lo que le pasó a mi hermana ¡Bah!, a mi hermanastra. Un infarto. Yo justo había regresado a Buenos Aires para retomar la carrera de arquitectura. Y, bueno, a los veintiuno logré que un abogado, el que después fue mi marido, me hiciera beneficiaria absoluta de las propiedades de mi viejo. Y al poco tiempo me casé… Un inútil...Una mala experiencia que duró poco. Como su familia tenía un campo en Pergamino, se dedicó más a las vacas que a mí. Bueno, basta. No hay mucho más para decir ¿Y vos estás en pareja? Hablame de tu corazoncito que eso me interesa. Te vi tan triste en la quinta cuando Anibal te dio ese sobre. Pero dale, contame, ¿qué es lo que te preocupa tanto para tenerte tan apagado?”
   Cuando le di a conocer los motivos por los cuales me había puesto en contacto con Degot, y que de allí derivaba mi presencia en la quinta, Mechi dejó de comportarse como la hembra felina que se venía insinuando. Recompuso su postura. Se acomodó en el sillón del reservado y adoptó una mirada inexpresiva pero sumamente atenta al relato que iba ofreciéndole. La degradación de la mujer fatal que hasta hace unos segundos se alzaba desde la penumbra del bar la transformó de manera notable, hasta recluirla en otra mucho más recatada e inofensiva.
  En cuanto a mí, el cambio que operaba en ella fue devolviéndome la tranquilidad y el control que mi ego requería para sortear con dignidad la situación de apremio a la que estaba siendo sometido. Sin duda que algunos de los nexos que me ligaban circunstancialmente a Degot la habían perturbado ¿Pero qué aspecto de mi relato hubiese podido conmover a esa mujer que apenas me conocía y cuyo círculo de amistades estaba años luz del universo que hubiese podido contener la historia de vida de mi padre?. Algo en esa mujer, en su mirada ahora esquiva, me decía que su mundo interior reservaba un interrogante que podría aproximarse a lo que yo buscaba. El ser íntima de Degot y haber compartido ese mediodía junto a personas allegadas a quien fuera amigo de mi padre, la hacía portadora de un interés especial. A lo mejor ella también vivió en carne propia las consecuencias que supo padecer su generación durante la dictadura militar. Indudablemente, había algo en el archivo personal de Mechi que la perturbaba, y esa era una buena señal para mí.
               - ¿Cómo lo conocí a Anibal?  Un ex socio de mi ex marido nos presentó... Mauricio, mi ex, se prendió con la exportación de artículos de cuero a España y, bueno, entre esos cruces de gente que se da por ahí, terminamos cenando junto a otras tres parejas en su casa de Madrid. De allí en más, cada viaje que hacíamos con Mauricio a Europa lo aprovechábamos para reencontrarnos. Anibal sufría mucho el desarraigo. Pero no sé si hizo bien en volver. Hay cosas del pasado que no se recuperan y que es imposible reemplazar -
            - Creí que él se dedicaba a la docencia. Bueno, con mi viejo estudiaron juntos y, hasta donde sé, una vez radicado en España, Anibal dictó alguna que otra cátedra en la Complutense  ¿Nunca te habló de sus compañeros del CONICET? –
           - Esto que te cuento de nuestra relación con Anibal fue a mediados de los ochenta. El mundo cambia y la gente también ¿Vos acaso sos el que eras a los veinticinco, o a los veinte, o a los doce?
           - Yo sí. Nunca necesité cambiar ¿Y vos cómo eras a mi edad? 
           - Nunca tuve tu edad. Pasé de los veintiuno a ser esta mujer…¿madura debo decirte?, que soy ahora –
                 - ¿Y a qué se debe ese límite de “a los veintiuno”? ¿Sucedió algo en particular?–
          - … -
          - ¿ Alguna historia dura? –
          - Digamos que algo así. Es más complejo de lo que suponés. Seguí contándome de vos, dale–
         - No, nada. Estoy interesado en ese límite: los veintiuno. Me gustaría saber los motivos del trauma que te marcó semejante frontera ¿Tenía nombre y apellido? –
         -¿Qué cosa?
          -  ¡El trauma! ¿Cómo se llamaba? ¿Fue un novio, un amante, una relación prohibida? O a lo mejor tiene que ver con la época. Fines de los setenta, principios de los ochenta…-
          -  Dejalo ahí que vas a terminar diciendo pavadas ¿No sabés que el pasado de una mujer es imposible de invadir. Y menos por un hombre. Creí que eras más discreto e inteligente para manejar a alguien de mi calibre –
          - Diculpame la inocencia, pero no soy yo quien está manejando al otro en esta circunstancia tan…particular –
          - Bueno, ahora sí me está resultando interesante la conversación. El hecho de que se plantee en esta circunstancia tan particular un supuesto clima de…(¿te gusta si cambio manejo por seducción?...Estás de acuerdo…Mejor entonces) Digo, el hecho de que una circunstancia tan particular se interprete como estrategia de seducción por la parte que le toca a la mujer, es típico de la lectura monolítica que ensayan los hombres en situaciones como éstas -
          - Mechi,  ¿por qué no te dejás de joder y me decís por qué estás haciendo todo esto? –

   Ni en un hotel ni en mi departamento. Quiso que fuéramos a su casa, a un coqueto piso con vista al jardín Botánico. Me pidió que por favor no encendiera las luces de la habitación y que la disculpara un momento, que iba a buscar algo y que volvía en seguida. Regresó portando una bandeja con media docena de velas rojas. Las colocó en el suelo, rodeando la cama, y me ordenó que guardara silencio. “Obedeceme  y te prometo que no te vas a olvidar de esta noche”
  Mechí volvía a transformarse en esa mujer fatal que se revelara en el bar y que ahora se pronunciaba acechante tras unos ojos increíblemente luminosos. Luego se despojó del vestido y me pidió que la apoyara de espaldas contra la pared. Que le hiciera lo que tuviera ganas pero sobretodo que la hiciera desear. Obedecí disponiendo de todo lo que mis manos y mi boca sabían cuando una mujer se entregaba de esa manera. Mojé mis dedos en ella y supe de su íntimo sabor, del aroma que cubría las partes más delicadas de su cuerpo, al tiempo que ella buscaba entre mis piernas lo que decía ser suyo, hasta que acabara cuándo, cómo y dónde me lo ordenara.
  Nos besamos con desesperación y brutalidad hasta que pasamos a la cama.
   “Vos no. Yo te saco la ropa y después te quedás así, desnudo y bien alzado, mirando lo que voy a hacerte. Vos de espaldas y sin tocarme, y yo de pie sin quitarme la bombacha. La bombacha me la vas a arrancar cuando yo te lo pida, cuando ya no des más. Pero ahora mirame a los ojos. No dejes de mirarme. Así mirame. Siempre así ”

    Sobre la vereda del Botánico una mujer regañaba a su hijo. El chico tenía una pelota amarilla bajo el brazo y  no prestaba atención a lo que su madre le decía. Prefería observar lo que ocurría sobre la rama de uno de los árboles que se asomaba por sobre el enrejado. Sin duda se trataba de una disputa entre gorriones. Finalmente y ofuscada por la indiferencia de la criatura, la mujer optó por tomarlo del brazo y llevárselo a la fuerza. Pero el chico nunca quitó la mirada de la copa del árbol. Incluso mantuvo los ojos puestos en el follaje mientras cruzaban la calle y se perdían de mi ángulo de visión.
  La facilidad con la que nuestra atención se dispersa cuando somos niños es algo asombroso. Y más aún cuando el centro de interés es captado por un fenómeno natural inesperado. O como lo fue en mi caso cuando tenía seis años y tuve que presenciar cómo una camioneta arrollaba a mi perro Toni, a escasos centímetros de donde me encontraba jugando. No recuerdo el tirón de cabellos que dice haberme aplicado mi abuela para regresarme a la vereda, ni la violenta discusión de mi abuelo con quien conducía el vehículo asesino. Recuerdo con claridad las vísceras de Toni desparramadas sobre el asfalto, el delta de sangre que desagotaba en la alcantarilla y la mueca casi risueña del cadáver de mi perro con la lengua retorcida. Era mi primera experiencia con una muerte violenta y nada de lo que rodeaba ese entorno forma parte de mi memoria. Sólo la imagen física de la muerte y el morboso recuerdo de haber experimentado algo inexplicable.
    “¿Qué mirás con tanto interés? –  Preguntó Mechi mientras corría el cortinado del ventanal – Mejor lo cierro porque entra mucha luz. Me molesta el sol por las mañanas…¿Qué pasa? ¿Qué te quedaste pensando?... Conmigo está todo bien. No tenés que inventar nada para disculparte. Si querés podemos vernos otro día, o nunca más. Como prefieras. Yo la pasé muy bien y no me molestaría repetir. Pero no tomes esto que te digo como una presión. Odio los compromisos. Ya conocés mi casa, tenés mi número de celular y sabés que los lunes a la tardecita acostumbro parar en Marceau. Así de simple es esto. Ni la más perra de las pendejas que conocés puede hacértela tan fácil -
    Calculé por el cabello húmedo de Mechi y por el aroma a café que provenía de la cocina que mi estado de meditación frente al ventanal me había abstraído un tiempo considerable de la realidad. Ella insistió en que le contara qué era lo que observaba en la calle con tanto interés. Pero sin premeditación ni explicación dejé de lado la anécdota del chico con la pelota y le hablé, como si fuese eso lo que estaba meditando, sobre mi última visita a San Agustín.
   Al avanzar mi relato presentí un estado de fastidio en Mechi. Hasta me dio la impresión de que adoptaba una falsa actitud de indiferencia mientras servía el desayuno y terminaba de vestirse en la cocina. A pesar de ello aboné la recreación de aquellas imágenes abundando en exageraciones. Incluso inventé sectores del pueblo que no existían, lo que la descolocó y la llevó a interrumpir mi relato.
     “…Bueno, para mí era una iglesia perfectamente conservada  -le dije alzando el tono de voz- La cruz del campanario rozaba la superficie del lago y hasta pude tocarla. Fue realmente impresionante estar allí…¿Y vos cómo sabés eso? Quien te lo haya dicho está equivocado. Hasta donde averigüé, nunca hubo un incendio en San Agustín… Si me podés dar el nombre de esa persona estarías haciéndome un favor. Podría ser un contacto importantísimo para mí…No hay dato menor en este tipo de investigación. Todo suma y va llevándote a nuevas hipótesis. ¿Quién es esa persona que conocés?”

     Todos ocultamos fracasos o daños injustos en nuestra historia. Tibios rescoldos de lo que alguna vez supo quemar recuerdos ingratos del pasado. Pero ningún sufrimiento antiguo acaba por apagarse del todo. Si así fuera, ello precipitaría nuestro instinto de vida.  Todos sabemos quemar lo que duele, lo que ya no se soporta cuando el alma llora algún tormento y la vida nos ciega la palabra que podría sanarnos. Por eso, en algún punto de su ser, los ojos de Mechi querían decirme que existía algo grave en su corazón, alguna derrota que aún se mantenía tibia y en cierta manera la estaba quemando a perpetuidad. Pero también era evidente que guardaba algo que la inhibía de revelarme eso que la apremiaba y que yo necesitaba escuchar.
   El detalle de la iglesia que improvisé en el relato y el descrédito hacia la fuente que aportaba Mechi sobre el incendio en San Agustín desataron una grave discusión entre nosotros; discusión que ella acaparó de manera exacerbada. Me atemorizó la impronta que se apoderó de su impaciencia y la violenta reacción para con las tazas que se encontraban sobre la mesa. Los insultos hacia mi persona y hacia la memoria de mi padre me desconcertaron. Estuve a punto de estallar, ya que esta mujer no dejaba de gritar, de arrojar objetos contra el suelo, de basurearme y de despotricar contra su familia. Lloraba presa del descontrol emocional y entrecruzaba frases incoherentes.  
    “- ¡Pendejo caprichoso! ¡Guacha de mierda! Que siga ladrando nomás que la voy a reventar como lo hice con esa puta. Y vos, más vale que te vayas. ¿Dónde estabas cuando los vi aquella noche? ¡Andate y no vuelvas a pisar esta casa!... No, no, perdoname mi amor. Mejor quedate y perdoname para siempre. Pero primero tapá el espejo ¿La ves? ¿Ves cómo aparece con las dos chiquitas?  No quiero verlas más. A ninguna de las tres. Apagá la luz y no las mires. No las mires porque si no no se van. Se quedan ahí, al pie de la cama y me espían. Abrazame ¿Sabías que yo una vez te vi de chiquito y me diste lástima? Ahora no me das lástima, me das ternura. Olvidate de las barbaridades que dije. Quiero que te quedes y que me des como me diste anoche. Mi viejo no va a venir, no te preocupes…Dale, vamos a la cama. No me sueltes y quedate conmigo. Ahora cerrá la puerta y arrimá una silla al placard. Buscá en el compartimiento de arriba…Ahí, del lado izquierdo, detrás de esa caja de ropa…Eso es. Bajala con cuidado que tiene un bracito medio suelto. Viste qué linda es. Yo le renuevo todas las semanas las bolitas de naftalina. Tienen olor a frutilla ¿Sentís? Lo hago para que esté siempre limpia y perfumada. Es la única que me quiere y que me escucha ¿Vos tenés una: una como ésta?...Claro, seguro que no porque es única. Lástima que todavía no le puedo coser el ojo que le falta porque no encuentro el botoncito justo ¿Vos crees que le dolerá vivir así, mirando de un solo lado?”
  
  
  

 
 


10. FAUNA TERCA

     Ambos hombres están separados por un magnífico ejemplar de alazán. El hombre mayor parece estar dándole indicaciones al más joven, el que no deja de cepillar al caballo mientras lo escucha. El hombre mayor usa el cabello corto y viste ropa de combate. Sin dejar de hablar, señala una ondulación de terreno que se alza del otro lado del río. El joven observa y asiente con un movimiento de cabeza. De repente, una chica de cabellos claros irrumpe por detrás del hombre mayor y de un salto se le sube a horcajadas por la espalda. El hombre gira inútilmente con el afán de librarse del sobrepeso que lo pone en evidencia frente a un grupo de peones que está avanzando en los preparativos de un asado. El joven abandona su tarea y observa a la pareja. El hombre mayor se exaspera. Ella ríe a carcajadas. El muchacho deja el cepillo en un balde y acaricia las crines del caballo. La chica, con agilidad felina, vuelve a tierra, besa en la mejilla al hombre mayor y monta sobre el animal. 
  Desde la ventana de la casa que está próxima a la escena, otra joven, no rubia, con una niña en brazos y otra a su lado, también los observa y ríe. Por un instante, una vez que el muchacho ha montado por detrás de la rubia y el hombre mayor no logra apaciguar su enojo, ambas mujeres cruzan miradas e inmediatamente dejan de sonreír. Una se recuesta sobre el cuerpo de su compañero de monta. La otra no abandona su punto de atención. El hombre mayor empuja a la amazona hacia adelante y vuelve a señalar el mismo punto geográfico que había marcado al principio. El jinete toma las riendas por debajo de los brazos de su compañera. La otra no abandona su punto de atención. El hombre mayor vuelve a empujar con menos cortesía a quien lo desobedece y a señalar con énfasis la colina. Una vuelve a mirar hacia la ventana. La otra, a pesar de que la niña más grande le reclama que a ella también la cargue en brazos, no abandona su punto de atención. El hombre palmea violentamente las ancas del caballo y voltea hacia la casa. La otra no abandona su punto de atención hasta que el alazán corta camino por la alameda y se pierde tras la curva del río que ocultan los sauces.
   El hombre, molesto por la ridícula escena que le ha tocado protagonizar, se dirige con dureza a los peones que están rodeando con brasas una serie de cuatro asadores. Junto a éstos y bajo la sombra de una tupida parra, hay una mesa de tablones dispuesta para veinte comensales y un cartel que lo cruza por lo alto: Feliz cumpleaños Mechi.  La otra se aleja de la ventana para acostar a la niña que se ha quedado dormida y para atender a la mayor. Luego se dirige al baño para refrescarse. Siente un leve vahído. Se moja la cara varias veces y amarra su cabello con una cinta. No se mira en el espejo. No ahora que pudo leer eso que vio en los ojos de la otra. No ahora que los peones han dejado unas vísceras de cordero sobre la mesada. Ni el espejo ni el triperío gelatinoso quiere ver.
   El sonido de un vehículo que se aproxima a la casa la devuelve a la ventana. Es un jeep con tres soldados. Reconoce al gordo Sepúlveda, quien se aproxima a los asadores y habla con el hombre mayor. Discuten. No, no discuten. El hombre se enfadada por haber sido importunado un domingo y en el día del cumpleaños de su hija. Ella alcanza a escuchar un nombre: Montana o Fontana, y nota que el gordo cede ante la reprimenda del hombre mayor, el que cambiando bruscamente de humor le señala con orgullo los caballos que tiene en el corral. Pero ninguno de los tres admira la tropilla porque el aroma y el delgado humo de la carne asada desvían su interés. Por eso el hombre los despacha y el vehículo retoma la huella que los condujo hasta el frente de la casa.
   Ella observa el cielo. Una tímida acumulación de nubes pomposas va cubriendo parcialmente el sol. Son pequeñas pero “de pancita negra”, como le decía su madre. Señal de que esta noche va a llover. Aunque recién haya comenzado febrero, los caprichos del clima cordillerano pueden  transformar el mejor de los veranos en el peor de los otoños. A ella no le gusta la lluvia. La nieve sí. Hasta le parece más bondadosa la vida cuando el blanco predomina sobre San Agustín. Pero la lluvia no. Los recuerdos más tristes de su vida están asociados con el mal tiempo, con el barro y con la incomodidad que trae consigo el agua. Todo se altera cuando el clima es adverso. Cuando el cielo se cubre y el período de precipitaciones se instala sobre la región, cada hogar de San Agustín tiene que mantener encendidas las luces en pleno día. Los animales, la mayoría de los que pueden verse en las chacras y en las calles, sufren el frío de la mojadura sin un reparo decente. Igual que los conscriptos que montan guardia en pleno descampado, apenas protegidos por un casco y un capote. Ella recuerda a uno en particular; a un soldadito de baja estatura y de cabellos negros y gruesos. Pertenecía a una camada de conscriptos norteños. Lo habían comisionado para que le llevara un par de bolsas de cemento al coronel Díaz Galván. A pie y al hombro, el muchacho cargó una primero y otra después, desde el batallón hasta la casa del superior. En el transcurso del recorrido comenzó a llover, y al llegar, el coronel le ordenó que esperara en la puerta porque tenía los borceguíes muy embarrados como para entrar a su casa. Ella, desde la cocina, pudo ver cómo el soldadito mantenía su posición con el cemento al hombro y bajo el aguacero. Así por alrededor de veinte minutos. Hasta que el coronel le llevó una carretilla y le dijo que pasara la bolsa para el patio del fondo.
   Sin que ella lo hubiese visto venir, el hombre había ingresado a la casa y preguntado por la niña más grande “No, a vos no. A Cristinita la vengo a buscar…Dale, vení que vamos hasta lo de Zaldúa, que nos prometió un par de cajones de fruta”.
    Le daba escalofríos ver cómo la manito de Cristina se hacía invisible dentro del puño del hombre mayor. Cómo la subía a la camioneta y cómo la ubicaba en el asiento del acompañante. Ella sabía lo que era estar ahí y en el mismo lugar que tuvo que ocupar hacía… ¿Cuánto…doce, quince años atrás? El plano de lo real se repetía pero recreando desde distinto ángulo una historia ya sufrida por ella. Ahora revivía ese mismo episodio pero desde un punto de vista testigo, como una espectadora que presencia desde el reverso la escena previa de un final cantado.
  Volvían los vahídos y las imágenes tortuosas. Confusos los pantallazos de rostros familiares que aparecían y desaparecían, de frases truncas, de gemidos de gozo y de asfixia. Un disparo. No, dos y el olor rancio a kerosene quemado. Volver a mojarse la cara y no mirar ahí, ahí contra la pared del baño y  sobre la mesada. Ya lo vio y ya lo leyó en ese cruce turbio que mantuvo con la otra. Mejor alzar a la niña que se ha despertado y que la observa de pie, tomada de la baranda de la cuna. No llora Macarena, la de los ojos de luz. Negros brillantes. Redondísimos e intensos. “Azabache”, le había dicho el maestro González cuando la fue a visitar. Parecidos a los de los angelitos españoles que le quiso regalar. Pero a ella le cayeron mal las estatuillas. Le impresionaron esos ojos de cerámica tan exageradamente abiertos.
    “Parece que me estuvieran vigilando. Me dan cosa, no sé. Yo se lo agradezco mucho, maestro, pero por qué no se los regala al padre Javier. A mi me puede comprometer, ¿vio? Usted ya sabe”
      Cada vez que su mirada se cruzaba con la de su hijita, lo veía a Mariano y recordaba cada momento de esa única noche en la que ella fue suya. La noche en que su piel se sintió abrigada y que supo lo que era temblar por amor. Volvió a esa boca que se abría deseosa porque recibía el alma que la otra le daba en el beso. Repitió con sus dedos el trazo de una lengua que la midió desde el borde más sensible de su piel hasta la hondura más abierta de su corazón. Caía una lágrima sobre su pecho y el breve estallido de la gota hacía que sus ojos relumbraran  en el azabache de su mirada.
  Los ojos de la niña eran el alma que él había encarnado en su sangre para siempre. Pero él no debía saberlo. No por lo menos ahora. Si lo supiera, ¿cómo reaccionaría el hombre? ¿Cómo escapar de lo que el viejo hubiese entendido como una traición y como una falta de lealtad por parte de ambos? Mejor callar lo que aún no puede decirse y esperar a que el destino envíe alguna señal. Cerrar la puerta del baño y mandar a uno de los muchachos a que retire los desechos que han quedado sobre la mesada. Mejor no ver lo que aún no se debe.
  Arriba el cielo parece agonizar sobre el mediodía del paisaje. Mala señal este inoportuno regodeo de nubes. Para colmo, los que debieran estar aquí se están demorando más de  lo previsto. Entonces ella vuelve a la ventana con la niña en brazos y deja que sus ojos se fijen en las colinas que se alzan del otro lado del río. Allí, sobre el filo más suave de la elevación, un caballo se ha detenido a pastar. Sólo se muestra el alazán con su montura, mordisqueando las pocas raíces de un suelo magro y virgen.
   Alarmado por una presencia que no logra ver pero que intuye, el animal deja de comer y alza la cabeza. Mira hacia este lado, hacia la ventana de la casa. Como si la mujer o la niña le estuviesen por decir algo que él debería saber, a pesar de la distancia y de la soledad que los emparenta. Pero no es nada.  Todo está tranquilo. El caballo vuelve a lo suyo y aquí no ha pasado nada. Nada más cierto que la duda que hace temblar a quien cree ver lo que ya sabe.
 
  
 






miércoles, 24 de octubre de 2012



7. ALFA PUMA

   “¿Otra vez con lo mismo, Sepúlveda?... Y qué carajo me importa que a usted le haya tocado guardia justo hoy. ¿Por qué no le dice al mayor Fontana que tome la decisión? ¿Viene un domingo hasta la chacra para joderme con eso? ¿No ve que tengo a mi gente preparando el asado?…Sí, me enteré que ese resucitado anduvo por aquí la semana pasada… ¿Ah, no se fue?...No diga pavadas, si ese tipo no agarró nunca ni una gomera…El cura tampoco…Sí, a mi también me tiene las pelotas por el piso. Él, el obispo y  toda la mariconada que anda metiéndose en lo que no debería. Pero de ahí a que otra vez pretenda...Entonces dígale a Fontana que pida órdenes y que ejecute según instrucciones...Retiro activo significa que ya no tengo participación directa en asuntos castrenses ¿Me entendió?...Bueno, si el comando no lo emite por escrito sabrá por qué lo hace…Entonces que Fontana ponga los huevos donde los tiene que poner y que actúe con el criterio que un oficial de su grado tiene que tener. Ahora, si la cosa no da para más y hay que resolver como usted ya sabe, le aconsejo que la comisión se cumpla de inmediato. Ya se le dio aviso una vez y parece que no escarmentó. Entonces proceda como se ha hecho hasta ahora con casos de este tipo ¿Comprendido? Ya que está aquí, Sepúlveda, dígame qué le parece el pingo. Estoy por llevarlo a correr a La Plata. A éste y a la yegüita me los trota Mariano…Sí, buen cuidador. Si hasta hizo que a Mecha le gustaran los caballos…Sí, flor de gauchito el pibe. Laburador, obediente y discreto, como debe ser. Vaya nomás y después me cuenta cómo terminó el asunto”

   Elciro Justo Valdez había asistido hasta el tercer grado de la escuelita de Agua Terai, en su Chaco natal. Sólo hasta tercero porque para su padre era imprescindible contar a la brevedad con ayuda laboral en la familia. Que un hijo terminara sus estudios primarios era un lujo que ellos no podían darse. Y tener a favor un par de manos más para trabajar el campo de los Álvarez era una ayuda que no tenía precio para la economía familiar.
   “Hace bien, Valdez  - le decía su patrón- ¿Para qué lo va a seguir mandando a la escuela si a este no le va a dar la cabeza para terminar la primaria? Ya sabe leer, escribir y hacer cuentas. Ahí nomás. Suficiente para él y para usted. Además, tarde o temprano va a terminar trabajando en éste o en otro campo. Es así nomás. Aquí si no se mete la mano en el algodón no se llega a nada. Hizo bien Valdez, pero vayamos de a poco. Déjelo que empiece estibando bultos chicos y el mes que viene lo pone a trabajar con las plantas”
   Para Elciro y sus hermanos, viajar una vez por mes hasta Roque Sáenz Peña constituía su más deseado y enriquecedor pasaje hacia el mundo de la opulencia y de la enormidad. Por eso cuando el patrón del algodonal donde Elciro trabajaba le dijo que de acuerdo al número de sorteo le había tocado Tierra, sintió que el repiqueteo del corazón le anunciaba buenas nuevas.
   “Quiere decir que vas a hacer la colimba en el ejército. Si te tocaba entre cero y doscientos te salvabas. Pero con el trescientos diez vas de cabeza. Fijate acá, en la tercera columna…¿Tu documento no termina en 020? Y bueno, mirá al lado: sorteo 310. Eso quiere decir que a todos los que tienen esa terminación en el DNI les toca ese mismo número. Es decir que estás adentro”
   Ramón José Valdez, el padre de Elciro, no pudo hacer el servicio militar por culpa de la vinchuca. El mal de Chagas lo había dejado huérfano de padre a los dieciséis años. Y como hijo mayor que era, tuvo que hacerse cargo de su madre y de cinco hermanos más. “Único sostén de familia” cataloga la ley esa situación particular; condición suficiente para quedar exceptuado de cumplir con la patria. Pero Ramón siempre recordaría esa instancia de su vida como una frustración y una mala jugada del destino. El servicio militar había sido la salvación para muchos como él que parecían estar condenados a cosechar algodón de por vida. De hecho, en el ’56, a su hermano Miguel le había tocado infantería de marina. Ramón todavía se emociona cuando recuerda la primera vez que lo vio llegar a Miguelito vestido de gala. Era verano cuando tuvo su primera licencia. El sol parecía descargar todo su caldo hirviente contra el campo y sobre las espaldas de la  peonada que metía mano en la plantación. Pero a él, con esa gorra blanca de escudo dorado al frente, parecía no afectarle en absoluto la hostilidad del clima. Hasta guantes blancos lucía y un cinturón con hebilla luestrosa que reflejaba la luz solar cada vez que su pie derecho avanzaba. Por las noches, y con más razón aún, Miguelito volvía a vestir el uniforme para variarse frente a las mujeres del pueblo y ganar favores sin demasiado esfuerzo.
   El impacto que causaba el infante ante el público femenino, más el hecho de dar testimonio verbal de su paso por Buenos Aires, lo convirtieron en el ejemplar amoroso más deseado del lugar. Después de esa licencia, sólo una vez regresó Miguel a Agua Terai. Volvió al año siguiente para comunicarle a su familia que se había enganchado como marinero de segunda y que la Armada lo destinaban a la base de Río Grande, en Tierra del Fuego. Ese día, Ramón comprendió que su hermano había tocado el cielo con las manos. Un cielo que, al menos para él, le sería inalcanzable. Por eso se alegró cuando supo que a Elciro se le presentaba la misma oportunidad que había tenido su hermano. No le importaba el arma que le tocara. Ejército, Marina o Aeronáutica daba lo mismo. Era la oportunidad única de ser alguien, de construir un futuro seguro y a salvo de la miseria, de la sequía y del hambre. Su hijo estaba salvado y eso era lo único que importaba.
   Nueve meses después del sorteo, el mismo Ramón acompañó a Elciro hasta Roque Sáenz Peña. Allí el ejército había dispuesto cinco camiones para transportar a los recién incorporados hasta la ciudad de Resistencia. Pero poco fue lo que pudieron apreciar de su capital los flamantes conscriptos porque el convoy llegó de noche y sólo los dejaron descender unos minutos para ir al baño. Luego cruzaron hasta Corrientes, donde los esperaba un contingente de reclutas más numeroso que el chaqueño. El tramo final del recorrido lo sufrieron bajo un clima de hostilidad absoluta por parte de la comitiva que los custodiaba. La reducida guardia que portaba cada una de las unidades les prohibía formular preguntas referidas a su destino. Finalmente, en Rosario, les comunicaron que abordarían un tren hasta Buenos Aires. Eso era todo lo que deberían saber por ahora.
   Elciro nunca supo cómo era Plaza de Mayo, viajar en subterráneo o recorrer la calle Florida, ya que a su llegada a la capital argentina una nueva columna de transporte lo condujo a las afueras de la gran ciudad. El descender en la terminal ferroviaria de Retiro, abordar otra vez los camiones del ejército y arribar al predio militar de Campo de Mayo fue una congestión masiva de gente, gritos, órdenes y empujones que lo desorientaron. Él, como el resto de sus compañeros litoraleños, ya no se animaba a formular preguntas. Ni siquiera a mirar a los ojos a ninguno de los suboficiales que los custodiaban.
  Negro ignorante, cabecita negra o tagarna eran algunos de los insultos que recibían los reclutas cuando no entendían una orden o cuando se demoraban en algunas de las maniobras que se les indicaba. Por eso Elciro se sintió aliviado cuando llegó la noche y les ordenaron dirigirse a la cuadra para higienizarse y dormir. Creía que lo peor ya había pasado. Después de tres días de viaje, maltratos físicos, vacunación, matrícula militar, rapadura a cero y un pan con mortadela como única cena, pensó que nada de lo que viniera después sería peor. Su padre le había asegurado que el servicio militar era lo mejor que podía pasarle a su edad. Estaba tranquilo y confiado. Su padre sabía por qué se lo decía. Había que tener paciencia. Eso era todo.
   Luego de cuarenta días de riguroso adiestramiento y orden cerrado, y sin conocer más allá de los límites de Campo de Mayo, a la compañía de Elciro le concedieron franco el fin de semana. Como el lunes partirían a su destino definitivo, el ejército los congraciaba con un par de días de diversión y descanso; oportunidad que el conscripto Valdez aprovechó para aceptar la invitación de dos compañeros porteños que lo llevarían a él y a su par de Corrientes a conocer buenas mujeres.
    “Mirá, Chaco, esto queda en Casanova ¿Sabés dónde es?... No importa, total vamos con Manija que es de ahí y conoce bien el puterío de la zona. Dame una luca vos y otra el correntino y quedamos hechos…Es que hay una entradita que garpar y unos copetines por adelantado para las minitas del cabarute…¿Cuánto tenés?...Tá bien. Dame lo que tengas. Entre compañeros no nos vamos a andar garcando”
   Un par de días más tarde, mientras estaban formados en la plaza de armas a la espera de instrucciones para conocer su destino, Elciro sentía que el olor rancio de la mujer que había compartido con el correntino se le pegaba en lo profundo del olfato. En realidad no podía atribuírselo a la humedad que había despedido ese cuerpo femenino o a la falta de higiene de la ropa de cama. Ni siquiera a los ocasionales roces de piel que cruzaba con su compañero cuando gozaban de la misma mujer. El olor que despedía el ambiente en su conjunto era lo que lo fastidiaba y lo ponía de mal humor. El mismo olor que meses después sentiría en la caja cubierta del unimog cuando sus superiores arrojaron el cuerpo, aún con vida, de ese hombre que el suboficial Sepúlveda le ordeno vigilar mientras iba por el otro, por el que había quedado junto al río Huancúl. La misma hediondez densa y pesada, agria y añeja lo agredía y lo descolocaba frente a la realidad. Esa inquietante presencia inmaterial lo hacía sentir detestable por dentro y por fuera, como contaminado de un mal que prescindía del mundo para atacarlo sólo a él.
   En la Patagonia también estaba su tío Miguel, el suboficial principal Valdez, al que sólo conocía por fotografías y por referencia de su padre. Tenía conocimiento de que su tío había despachado las últimas cartas desde Ushuaia. Seguramente, ahora que él también tenía como destino una unidad militar de la Patagonia, y más precisamente el Batallón de Ingenieros de San Agustín, podría encontrarse con él. Total, ese territorio no podía ser tan grande como para que no pudieran cruzarse en un abrazo durante algún fin de semana. 
   Una vez, cuando estaba en segundo grado, la señorita Carmen lo mandó a buscar tizas al aula de séptimo. Allí pudo ver un mapa de la república Argentina colgado del pizarrón. Aquella representación cartográfica no le daba la impresión de que su país fuera muy grande, pero sí que sus provincias estaban bendecidas por bellos colores. Le agradó saber que no toda la tierra argentina era marrón. Que había partes amarillas y verdes, y que los ríos eran celestes. No como el que pasaba cerca de su pueblo, que era oscuro y barroso.
   Años más tarde, cuando tendría unos doce o trece, Elciro acompañó al patrón a buscar kerosene a una estación de servicio. Sobre la pared de la oficina del encargado volvió a ver un mapa de Argentina. En esa oportunidad le pidió al patrón que le mostrara dónde quedaba la Patagonia.
   “Es todo esto. Desde este río hasta aquí abajo, hasta donde dice Tierra del Fuego. Mucho desierto y poca gente. Yo estuve una vez en Chubut. Hacía un viento y un frío de la puta madre. Tuve que ir a Trelew, a una fábrica textil. El tipo quería comprar algodón porque no sé que negocio de exportación tenía en yunta con el gobierno. Por suerte no hubo arreglo y no tuve que repetir el viaje  ¿Quién puede vivir en ese lugar tan frío y triste? Pero se ve que a tu tío le gustó porque no volvió más ¿Vos pensás  visitarlo alguna vez?”
   Elciro nunca pudo acostumbrarse al frío patagónico, tampoco al viento, al barro y a las larguísimas noches de invierno. En cambio a la nieve sí. Sobre todo cuando el cielo se emparejaba de un gris plomizo y la nevada comenzaba a desprenderse como aletargada. Le fascinaba seguir con la vista el revoloteo lento de los copos, hasta que terminaban posándose sobre las ramas de los cedros o sobre los techos de las casas. Pero por otro lado detestaba lo que acontecía después, cuando el paisaje blanco comenzaba a derretirse y el barro enturbiaba toda relación con la naturaleza. Además de incomodarlo, ese panorama lo deprimía. Hasta se volvía más frío el aire cuando la nieve recuperaba su estado líquido. Para colmo en las madrugadas de guardia, el barro hecho hielo en sus borceguíes le sobrecargaba el calzado y lo hacía torpe cuando debía recorrer extensos trayectos por el descampado del Batallón.

   Esa noche maldecida por la lluvia, antes de internarse en el bosque junto al reducido grupo de hombres que conformaban la patrulla de ataque, el mayor Fontana le ordenó al soldado clase ’61, Elciro Justo Valdéz, que se mantuviera alerta junto al camión. Que no emitiera el más mínimo sonido y que no provocara lumbre alguna “Ni linternas ni cigarrillos encendidos”. Que si la lluvia no lo dejaba ver con claridad, que se protegiera debajo de cualquiera de los pinos que estaban junto al camino. Pero que de ninguna manera se alejara más de diez pasos del vehículo “Mire que Sepúlveda y Carranza vienen conmigo. Así que, le encargo la custodia del unimog ¿Comprendido? Quítele el seguro al Fal y abra bien los ojos”
  Al soldado clase ’61 le fue difícil calcular el tiempo que transcurrió desde que escuchó los disparos hasta que, por fin, vio regresar a la patrulla del mayor Fontana por el bosque que daba al faldeo del río. Esos minutos le resultaron eternos. Excepto el golpeteo de la lluvia contra el casco y el capote, nada a su alrededor emitía el más fino sonido. El soldado Valdez buscaba una referencia entre las sombras: un reflejo, un haz de luz que le permitiera dar rumbo al temor que comenzaba a superarlo. Entonces quiso guarecerse debajo del enramado más próximo. Por un lado, para soportar mejor la lluvia, y por otro, para ocultarse del mundo, o al menos del temor que ya empezaba a dificultarle la respiración.
   El soldado Valdez no llegó a apoyar su espalda contra el tronco del árbol para sentirse más seguro. El sobrerrelieve de una raíz, o de una rama a medio enterrar, o el borde de una piedra semioculta, hizo que su cuerpo diera de frene contra la dureza de un suelo que comenzaba a volverse inconsistente por efecto de la lluvia. Como consecuencia de la caída, el conscripto Valdez perdió el casco, el fusil y el Seiko que le facilitara en tres pagos al cabo Seguel. Seguramente sus pertenencias no estarían muy lejos, debido a que las condiciones actuales del terreno eran pésimas para que cualquier objeto pudiese desplazarse. A lo mejor el casco podría haberse alejado un poco más, pero no el resto de sus cosas. De manera que habría que buscar con más atención en los próximos dos o tres metros a la redonda. De última, el reloj vaya y pase: podía regresar por la mañana y buscarlo con más detenimiento ¿Pero el FAL? ¿Cómo podría no encontrarlo y presentarse así, desarmado frente a su mayor?
   A medida que se arrastraba y palpaba el terreno, el soldado Valdez contaminaba pánico con desesperación. Frotaba una vez la mano derecha y otra la izquierda sobre el suelo barroso. Avanzaba hasta dar de cabeza contra otro árbol, pero no encontraba nada, sólo ramas y pequeños charcos. Entonces volvía sobre sus pasos y ensayaba mentalmente la excusa que le brindaría al mayor cuando éste advirtiera que el centinela que dejó de retén había perdido propiedad del ejército. Y sobre todo el Fal ¿O él no sabía que el fusil era la novia del soldado, y que antes de abandonar o perder el arma era preferible dar la vida?  Pero el conscripto clase 61’ acababa de tocar algo con su mano izquierda. Algo que no era una rama ni una piedra. Era su fusil. Chequeó el mecanismo y controló que el cargador no se hubiese desprendido. Afortunadamente, el peine con los veinte cartuchos estaba correctamente encastrado. El alma le volvía al cuerpo y el pecho se le expandía aliviado. La calma llegaba como una bendición. Eso lo ayudó a ponerse de pie y a recuperar el sentido de orientación. Por último, cuando retomó el camino hacia el unimog, recuperó el casco. Todo estaba bien ahora. No había nada por qué preocuparse; ni la lluvia, ni la mojadura, ni esos disparos que había escuchado. A lo mejor era uno de los chacareros espantando comadrejas a escopetazos. Lo importante era reposicionarse como centinela al pie del camión y estar atento a la llegada de la patrulla.
    “¿Qué está haciendo, negro tagarna del carajo? ¿Le está apuntando a su mayor? Baje el arma y entre a la caja del camión que ya viene el suboficial y usted tiene que custodiar lo que se le va a comisionar ¿Qué mierda hizo con el Fal, lo revolcó por el barro? Mírese cómo está todo chorreado y sucio ¿Qué tiene en esa cara de mono: sangre? ¿Qué mierda se anduvo metiendo en la nariz que sangra tanto? ¿Se da cuenta que no sirve ni para retén usted? Ahora se me sube al camión y me cumple las órdenes que le manden sus superiores. Obedece sin preguntar nada y sin comentar con sus camaradas lo que pase con esta comisión ¿Comprendido? Y mañana, después de formación, me viene a ver y se presenta bajo arresto por amenazar a un oficial, por inútil y por negro mugriento”

    Cuando la patrulla de ataque arrojó el cuerpo sobre la caja cerrada del unimog, Elciro no pudo evitar relacionar ese sacudón con el que hacían las bolsas de papa que él estibaba sobre la F100 de su patrón. Seco y grave el ruido, como algo que retumbaba por última vez. Sólo cuando dejaron la huella que bordeaba el bosque y salieron a la ruta, Elciro pudo ver por un instante, gracias al cartel luminoso del parador El Jote, que el hombre que yacía a sus pies estaba tanto o más embarrado que él. La luz que alcanzó a filtrarse por unos pocos segundos entre las ataduras de lona del unimog le permitió determinar que se trataba de una persona que rondaría los cuarenta años.
   “Estaba muy estropeado, sí, por las lastimaduras y el barro, pero no parecía un hombre mayor. Tenía como cara de joven pero con arrugas en la frente. Le salía mucha sangre por el agujero que tenía en el cuello y respiraba como los sapos, ¿vio?. Como ese ruido a catarro que a uno le da cuando toma fresco al sereno. Cuando íbamos por la ruta no, pero cuando tuvimos que cruzar el campo la cabeza se le sacudía para un lado y para el otro, y más sangre le salía todavía por el cuello y por la boca. Yo iba sentado del lado izquierdo y el cabo del derecho. Al rato levanté los pies para que no se me mancharan los borcegos…Claro que tenía miedo. Y el cabo también tenía. Temblando estaba el cabo Seguel. Él seguía apuntándole a la cabeza con la pistola pero no lo miraba. A mí tampoco me miraba. Y todavía falta el otro, decía, falta el otro. Le pregunté por qué seguíamos de largo por la ruta y no entrábamos al pueblo para regresar al batallón o al hospital. Con la mano que tenía libre sacó un par de palas de abajo de las bancas laterales y dijo algo sobre unos bidones de gasoil y la capilla. Es que hablaba muy bajito el cabo. El piso del unimog se encharcaba cada vez más y la sangre se iba toda para atrás, ya tocaba el borde de la caja, como que estaba a punto de caer para afuera, para la ruta. Y ahí pasó algo peor todavía. El hombre levantó un poco la mano y hasta me pareció que abría los ojos. Y ahí nomás dejó de hacer ruidos con la boca y quedó así; duro, con la mano levantada y como mirándolo al cabo, que ahora sí lloraba. Se hacía el que no agachando la cabeza, como que le revisaba los bolsillos al hombre. Pero lloraba. Y yo también lloré porque el cabo me dio una fotito que había encontrado en el bolsillo de la campera del hombre. Era la foto de un nenito chiquito con una mujer. Recién allí el cabo guardó la pistola y yo me corrí para la punta del camión, para mirar para afuera, a ver si por lo menos el cielo amagaba a limpiarse.




8. AMAZONAS  II
 
   Desde el ventanal del departamento que la Señora tenía en el barrio de Palermo, Mercedes podía apreciar el Jardín Botánico y el incesante ir y venir de gente bien que transitaba esa selecta zona de la ciudad de Buenos Aires. No era que le desagradara la vista que disfrutaba desde el cuarto piso, pero se sentía ajena a la ciudad, al estilo de vida que su madre quería imponerle y al círculo social que frecuentaba su familia materna. Todo lo que proviniera de sus parientes porteños le resultaba aburrido y artificial. Incluso la carrera de arquitectura la había desilusionado. Para ella, el Buenos Aires que frecuentaban los Martínez Lagos era un desfile incesante de personajes patéticos que se desvivían por sobreactuar. Por lo tanto, este impostado devenir de exquisiteces sociales la llevó a caer en el desprecio de cada una de las maravillas que sus abuelos y su madre disponían para agasajarla. Definitivamente, Mercedes comenzaba a aceptar su cotidiano estado de aburrimiento y su creciente hartazgo por Buenos Aires.
  Luego de la separación de sus padres, Mercedes viajaba a Buenos Aires dos veces por año para compartir los recesos escolares con su madre. Aprovechaba la ocasión para comprar ropa, ir al cine, conocer y compartir salidas con el grupo de amigos de su prima Candelaria. O bien, en enero, pasar unas semanas en el chalet que sus abuelos tenían en Pinamar. Pero esas visitas temporales no se comparaban a esta residencia permanente que Mercedes llevaba desde su egreso como bachiller. Los porteños le resultaban hostiles, fanfarrones e hipócritas. Y sus parientes y allegados más cercanos se destacaban por destilar toneladas de soberbia y estupidez. Para colmo, por obvias cuestiones de seguridad y bajo estricta directiva del general de brigada (RE) Belisario Martínez Lagos, su madre no le permitía invitar compañeros de facultad a su departamento o salir a bailar con desconocidos. Es decir que sus espacios más holgados de esparcimiento se remitían al circuito social que frecuentaba su parentela materna y, por supuesto, a la parcialidad joven que podía encontrarse en ese ambiente.
  Como Mecha sabía cabalgar, era habitual que los amigos de su madre la invitaran a sus respectivas estancias para que ella diera cátedra de equitación a sus pares adolescentes. Pero la intención de su madre no era precisamente ésa, el esparcimiento por sí mismo. La Señora consideraba que su hija ya estaba en edad de despertar el interés a más de un candidato. Y qué mejor que mostrar las habilidades ecuestres de la muchacha frente a lo más selecto de la sociedad rural argentina.
    En ocasión de pasar un fin de semana campestre en La Marita, la estancia que su tío Enrique tenía próxima a Pergamino, el hijo del coronel Echegoyen le pidió a Mecha si podía mostrarle cómo debía regular el envión del caballo antes de sortear una valla olímpica. Mecha le dijo que sí, que montara, que ella le iba a enseñar cómo hacerlo “No, así no. Mejor bajate y sentate adelante mío que yo te muestro…Sí, sos alto pero no importa. Yo te muestro igual cómo se hace”
    No era la primera vez que Mauricio Echegoyen trataba a Mercedes. Durante el último verano se habían cruzado varias veces en las matinee bailables de Pinamar, ya que ambas familias, como ocurría también con las de otros camaradas del abuelo Belisario, habían adquirido condominios en la misma localidad balnearia.
   Ahora, compartiendo una misma montura y teniendo por delante casi quinientas hectáreas fértiles de llanura para recorrer, Mercedes buscaba que el cuerpo de su compañero se sumara al ritmo que la cabalgata demandaba. Pero la tarea exigía más esfuerzo de lo que ella preveía.  Mauricio no sólo la superaba en altura, sino que su espalda era mucho más ancha de lo que parecía a primera vista. No obstante la diferencia física, más lo torpe que resultaba su compañero de monta para esta destreza, Mercedes confiaba en que, a la larga, Mauricio sería seducido naturalmente por el redoble que marcaban los cascos del animal. Por eso decidió aminorar el galope, para comprobar si así la práctica rendía mejores frutos.
   Apenas sosteniendo un trote ligero y sin que ambos se dirigieran la palabra desde que partieran del corral, Mauricio fue recostándose paulatinamente contra el pecho y el vientre de Mercedes. Aproximación que ella consintió y que acentuó con sus pechos. Ahora ambos ondulaban suavemente sobre el lomo del alazán; livianos en el avance y apenas apoyándose en la montura. Mercedes sentía que no estaba mal ceder al deseo, al mismo tiempo que las manos del muchacho hacían contacto con sus muslos para deslizarse hacia la juntura, hacia donde la podían. Dejó que sus piernas se separaran aún más para que él pudiera tocarla como pretendía. Ninguno de los dos se atrevió a pedirle nada al otro, ni a ponerle freno a las caricias. Los dedos de Mauricio llegaban hasta el límite, hasta ahí, hasta donde el cuerpo de una mujer se muestra frágil e impredecible. Mercedes dejó que las riendas quedaran libres y que el caballo continuara avanzando hacia el arroyo que cruzaba el monte de eucaliptos. Rodeó con sus brazos a Mauricio y dejó que una de sus manos se deslizara hasta donde el deseo comenzaba a descontrolarla.
   Esta vez otro hombre, esbelto y de gestos más refinados que Mariano, volvía a bajarla del caballo, a desnudarla y a besarla como su primera vez junto al río Huancúl (No quería) Otra boca contra la suya (No debía dejarse) Otro hombre revelándose con su sexo en alto para entrarle tantas veces como sea necesario (mirame a los ojos no dejes de mirarme así tan redondos quedate adentro y mirame siempre mirame) Tan desbocado como él pero tan diferente y ficticio como podría ser todo hombre que se sabe arrasado por la memoria del primero, del que no sólo observa, sino que también ve lo que hasta ella es capaz de negar para sí misma. Otro hombre que quizás en este mismo instante, muy lejos y montando otro caballo junto a otro río más claro y caudaloso, sigue estando también dentro suyo. Este hombre en otro que sí sabía, y sabe, elevarla sobre el mundo sin tocarla, para luego sentirla entregar un secreto que no late en este pero que resplandece en el cielo oscuro de una mirada que comienza a buscar  una luz herida en la memoria.

-          ¡Vos estás loca, Mecha! –le dijo la Señora tomándola de un brazo-  ¿Abandonar Buenos Aires, la facultad, tu familia, los amigos, todo el confort que tenés aquí para volver a ese pueblo de perdedores y sin futuro? Estás loca, muy loca ¿Qué vas a hacer en…en…Mirá, ni siquiera puedo pronunciar el nombre…¿Me querés decir qué vas a hacer allá? ¿Estudiar? No, porque no tenés dónde ¿Trabajar? De qué, si ninguno de esos salvajes sabe qué significa esa palabra ¿Con quién te vas a relacionar? Ni sueñes con que te vas a ir de acá. No te lo pienso permitir. Mirá, y ruego que esto que voy a decir me lo perdone tu abuelo, pero ahora que está por desatarse la guerra, ojalá los chilenos nos ganen y se queden con toda la Patagonia-
-          ¿Mamá, Por qué no sos sincera y decís la verdad? -
-          La única verdad es la que acabás de escuchar ¿A qué chica de tu edad se le puede ocurrir cambiar todo lo que vos tenés: un piso en Palermo, amistades cultas y educadas, una carrera universitaria, un pretendiente de clase y de excelente familia como lo es Mauricio, por un pueblo insignificante en la Patagonia?
-          Ése no es ningún pretendiente ni…
-          ¿Cómo que no si ya se lo anunció a sus padres y a tu abuelo?
-     Y a mí qué me importa. No pienso verlo nunca más a ese concheto de jopito al aire. Por qué no decís la verdad, dale. Decí por qué no querés que vuelva a San Agustín… Sí, San Agustín, dije ¿Por qué no decís que es por él, por…
-          Ni se te ocurra mencionarlo en esta casa, ¿me oíste? Ni siquiera una vez.
-          Sí, lo digo, ¿y qué ¡ Roberto Díaz Galván!, el mismo que te…
    Más le dolió el cachetazo que le había dado aquella vez Ángeles, una compañera del secundario a la que Mercedes había tratado de “india puta”, que el que ahora había recibido de su madre.
     La Señora era una mujer de gestos sumamente medidos y delicados. Además de tener manos delgadas y pequeñas, no tenía por costumbre agredir físicamente a los suyos. De manera que el daño fue más sufrido por la Señora, quien se sentía profundamente avergonzada y dolida, que por su hija.
 En el fondo, Mercedes estaba complacida por la forma en que culminó el episodio. La agresión de su madre le serviría de excusa para abandonarla y regresar a San Agustín. La Señora, dominada por un espasmódico llanto que intentaba ocultar, le rogaba que la perdonara, que la entendiera, que sólo quería lo mejor para ella, que estaba arrepentida y que le concedería lo que quisiera si no la abandonaba.
   - “Roberto Díaz Galván. No te lo olvides nunca porque yo llevo su apellido. Roberto Díaz Galván, mi padre y el padre de ELLA, y parece que el de su hija también…Ah, ¿no sabías que iba a ser abuelo?...Bueno, enterate porque es así ¿Querés que te cuente lo que vos ya sabés y bien que te hacés la boluda?...Sí, a mi madre y a quién sea le hablo así. La culpa es tuya porque no te ocupaste nunca de nada: ni de él ni de mí. De un día para el otro te subiste al auto de ese otro  tarado y me abandonaste. Estuve un año sin tener noticias tuyas ¡Un año entero! ¿Cómo te crees que viví ese tiempo en casa, en la escuela, en la plaza con las otras nenas? Sola, siempre sola. Acompañada únicamente por lo que me refregaba el espejo cada noche y por esa carita que me miraba con tristeza…¿Qué te voy a andar explicando? Ahora es tarde ¿Querés que te cuente la vez que ladraba la Choli? ¿O preferís que te cuente de la otra, cuando papá ya se la había montado varias veces y la cosa les salía cada vez mejor? No, mejor te cuento cómo es escuchar al propio padre gozando como un animal con la que podría llegar a ser mi hermana. Todas las cosas que le decía a esa guacha escuchaba ¡Todas! Por suerte Mariano siempre estuvo cerca. Si no, no sé qué hubiese sido capaz de hacer. Cuando el viejo la trajo de nuevo a vivir a casa, esa misma noche los espié por la ventana de la pieza. Él creía que yo estaba con las chicas en el club, pero no, yo estaba ahí y vi todo. La primera vez que se lo conté a Mariano no me creyó. Decía que era porque yo le tenía celos a ella. Por eso lo fui a buscar, para que comprobara cómo lo engañaba Laura cuando decía que al único que quería era a él, a Mariano, y que el coronel la trataba bien. Ahí los pude ver a los dos, y a la Choli echada junto a la puerta. “¡Perra de mierda!”, fue lo único que dijo Mariano y se fue. En la cocina, al lado de la heladera estaba el Fal que papá decía que había que tener listo por seguridad. Te juro que lo cargué, lo llevé hasta la puerta de la pieza y les apunté sin que jamás se dieran cuenta…¿Viste que no me conocés? Sos tan poca madre que no sabés de lo que sería capaz tu hija. No creo tener coraje como para llegar a eso, pero sí estoy segura de que la maldad, a la larga o a la corta, se paga. Todo llega y vos lo deberías saber mejor que yo ¿O no sos una mujer madura? ¿Vos acaso no nos cobraste lo que pasó esa vez? Sí, a mí también me lo cobraste y yo te lo voy a cobrar ahora a vos. Tal cual lo voy a hacer con ellos algún día. Creeme que motivos no me faltan…¡Terminá de hacerte la sufrida de una vez! Dejá de llorar que se te arruga la cara y parecés más vieja de lo que ya sos… Dale que me tenés que llevar hasta la terminal de ómnibus. Quiero ver si consigo pasaje para mañana…¿Y? Dale, movete que ya está por llegar el tonto de Mauricio y no quiero tener que darle ninguna explicación. Levantate y mirate en el espejo. Una vieja parecés. Y encima amargada.-