miércoles, 19 de septiembre de 2012


4. PADRES NUESTROS

    A Mariano le maravillaba el fuego. Sentía que el poder de atracción que ejercían las llamas le pertenecía sólo a él. Por eso cada vez que las labores diarias requerían del encendido de un fuego accedía gustoso a la tarea. Para él no había pereza a la hora de trabajar con el hacha o de cargar leña. Sentarse junto a una fogata, recibir el calor en el cuerpo y dejarse abstraer por el ondular de las llamas, era un ritual que lo transportaba a una dimensión reconstituyente del espíritu. Definitivamente, Mariano era una persona antes de las llamas y otra al acontecer de las cenizas. Nunca justificó los fuegos inútiles ni a quienes los provocaban por simple pasatiempo o para luego abandonarlos. Tal como ocurría, por ejemplo, con los obreros viales, quienes hacían lo propio junto al camión municipal para luego cruzar a la banquina opuesta y completar su trabajo en la calzada. O como la gente del pueblo, que para la fiesta de San Juan quemaba kilos y kilos de ramas para tostar papas o incinerar algún que otro muñeco. Eso no era honrar al fuego. Eso era desperdiciar madera y ofender a la naturaleza. Por consiguiente él, para la misma fecha, prefería acompañar al Choique a la celebración mapuche de año nuevo. Allí la atmósfera que se respiraba era compatible con las vibraciones que lo conmovían. Ver los cuerpos iluminados de quienes protagonizaban la ceremonia; danzantes apenas cubiertos por atuendos rituales y debatiéndose rítmicamente bajo la noche más larga del año, lo volvían creyente de toda aquella fuerza sobrenatural que escapaba a los ojos o al propio entendimiento. En esas ocasiones se convencía de que el fuego era verdadera energía purificadora. Si no cómo explicar lo imperturbable de esas almas semidesnudas, danzando apenas cubiertas por un manto de guanaco ante el desplome de una nevada o bajo la nocturnidad más gélida del equinoccio de junio. O del estéril ataque del humo ante decenas de pares de ojos que no dejaban de buscar un punto en común en lo más profundo de las brasas. Mariano sabía que el fuego tramaba un lenguaje común con algunos pocos mortales y presentía que una parte de su espiritualidad se correspondía con ese código.
   Para la cena de nochebuena, el padre Javier le encargó cuatro chivos al Choique.
    “Sé que usted lo pasará con el muchacho y con las dos mujeres. Pero le ruego que acepte la invitación. Este año ha sido muy triste. ¿Cuánta violencia y cuánta injusticia, verdad?... Por eso mismo sería muy bueno compartir comunitariamente la noche del veinticuatro y reconfortarnos mutuamente. Dígale a Neno y a Laurita que se acerquen. Vamos a ser varios en la mesa. Doy por descontado que a Mariano no hará falta insistirle. Tratándose de disponer los asadores, quién más para echarle mano al asunto. Y a propósito, recuérdele al muchacho que tenga listo el pedido para mañana que yo mismo lo pasaré a buscar”
   El Choique le había enseñado que a los chanchos sí, que apoyar la punta del cuchillo en el cogote y hundirlo en una única maniobra era la forma correcta de sacrificarlos “No sufren nada, ¿ves? No chillan y la carne queda tiernita”  Con los chivos era distinto. Si bien el animal presentía que algo malo iba a sucederle, no ofrecía tanta resistencia como el chancho.  Desde el momento en que el Choique se acercaba al pie del cerro y señalaba a los condenados del día, un clima de inquietud se desataba en el rebaño. Los chivos dejaban de pastar, alzaban la cabeza y correteaban inquietos de un lado a otro. Lo llamativo era que una vez atrapados dejaban de balar y de resistirse, no como los chanchos que dificultaban la captura, tiraban a morder y no dejaban de sacudirse hasta el puntazo final. Los chivitos no. Ellos Parecían comprender la inutilidad de la resistencia. Para colmo, apenas una fracción de segundo antes de ser pasados a cuchillo, buscaban una muestra de conmiseración en los ojos de su verdugo. Y eso, según el saber popular, era señal de mal augurio. A veces temblaban. A veces intentaban liberar sus patas del amarre. Y otras veces ofrecían confiadamente el flanco por donde hundir el cuchillo. Por eso Mariano prefería dominarlos desde atrás, como montándolos por el lomo para no tener que exponerse a supersticiones absurdas.  
     La serenidad en el trato diario que caracterizaba al padre Javier no se condecía con la forma de comportarse tras el volante del Rastrojero. No Ingresó a la chacra del Choique por el camino enripiado, por la ruta vieja, como le llamaban los viejos pobladores a esa huella medio deformada que comunicaba la zona rural con el pueblo. Lo hizo atravesando el descampado que daba a la parte trasera de la casa. Junto con él y compartiendo la cabina se veía sobresaltar a sus dos acompañantes. Aunque el terreno se mostraba parejo, el tipo de suelo era inadecuado para el tránsito vehicular. Más aún si quien lo conducía no guardaba el mínimo recaudo por el bienestar mecánico o por los excesos de velocidad.
   Cuando el vehículo detuvo la marcha, la polvareda que avanzó sobre los recién llegados impidió reconocer a los compañeros del padre Javier. Finalmente, y una vez que polvo y máquina se distanciaron, Mariano advirtió que además del cura y de Fabián Lorenzo, uno de los porteros del colegio secundario de San Agustín, también  bajaba de la camioneta el profesor González.
  De Lorenzo no le extrañó porque su familia era de la zona y solían cada tanto participar de los asados parroquiales. Pero del profesor González sí porque para esa fecha, después de clausurado el ciclo lectivo, él y Elvira acostumbraban pasar las fiestas junto a los suyos en Buenos Aires. En realidad eran varios los docentes de la región que retornaban a sus lugares de origen para luego retomar sus cargos en febrero. De manera que le resultaba extraño asociar la presencia de su ex maestro con el período de vacaciones, con la navidad, con jornadas calurosas y polvorientas, y sobre todo con una mañana radiante. Era como si las diferentes temporadas del año determinaran quiénes debían intervenir socialmente en San Agustín.
    En el rescate de la memoria infantil de Mariano, la cual no le dificultaba evocar desde sus dieciocho años, perduraba la imagen de un Lucio González desprolijo y barbado, casi oculto bajo varias capas de abrigo. Un perfil que se condecía más al de un minero que al de un educador. Mariano recreaba el porte de su maestro como una desgastada instantánea visual. Siempre enmarcada en un contexto climático desapacible y monocromo. El cielo condenadamente plomizo, frío, lluvioso o bajo amenaza de nieve, con un San Agustín cruzado por calles embarradas. Parecía otro hombre el que ahora veía avanzar hacia él sin el guardapolvo blanco, ya despojado de la barba que lo acompañó durante años y con una sombra de leve tristeza que se le notaba en los extremos de la sonrisa. Mucho lo sorprendió el descubrirse más alto y más ancho que su maestro. No como aquella vez que lo advirtió enorme y desafiante al interponerse ante el coronel Díaz Galván para protegerlo, mientras él se escudaba tras sus espaldas para no mirar ni escuchar al padre de la alumna ofendida. De ese día recordaba la aspereza del abrigo del maestro contra sus mejillas y el olor a leña que despedían sus ropas. No fue iniciativa suya el manoseo –que nunca ocurrió-  en las partes de la niña. Ella quería “mostrársela” y lo invitaba a meter la mano. Sí es cierto que fue hasta el baño de nenas a buscar la pelota y  que se asustó cuando ella se bajó los pantalones y la bombacha. Y no miente cuando reconoce que lo invadió el pánico al ver a la maestra de tercero irrumpir por una de las puertas laterales. Sí le dolió que lo tomaran de las patillas, que lo expusieran a la vista de los chicos que en ese momento disfrutaban del recreo y que lo llevaran a los tirones hasta la Dirección. Sí le dolió que de allí en más lo tildaran de inadaptado. Aunque luego ella le contara a su padre que había sido mentira que la había tocado y que la maestra de tercero había inventado todo porque quería que expulsaran a Mariano. No le importó que la acusadora fuera esposa de un teniente primero y la cosa tuviera una salida castrense. Recordaba muy bien ese episodio de su infancia, pero más recordaba a quien se expuso para protegerlo. Nunca nadie había interferido a favor de él. Ni siquiera la Neno ante los cintazos de la Señora o del coronel. En cambio, ese hombre de barba y con olor a leña sí lo había hecho y estaba seguro de que no dudaría en repetirlo si las circunstancias lo llevaran a ello nuevamente.
   El sauce que coronaba el patio trasero de la chacra ostentaba una copa de dimensiones asombrosas. De un lado y bajo la sombra, el cura había estacionado el Rastrojero. Del otro y próximo a la casa estaban dispuestas sobre un mesón de tablones las cuatro reses evisceradas y limpias para el adobe, más una damajuana de vino y media horma de queso de cabra.
    “¡Qué increíble lo que creciste en…¿ año, año y medio? ¿Tanto tiempo pasó desde que nos vimos por última vez? ¿Fue en el aniversario del pueblo o en la feria de invierno?”
   A Mariano no dejaba de sorprenderlo la diferencia de contextura física que lo aventajaba respecto de Lucio González. De todos modos, apenas se inclinó para corresponderle el abrazo. Más por temor a creer que el hombre se avergonzaría que por falta de afecto. Reacción que se repetía cada vez que el muchacho se encontraba con un viejo conocido del Choique o con algún vecino que no trataba desde el otoño. En esas ocasiones y al devolver el saludo, Mariano les notaba en la mirada una pequeña luz de amargura, un acuse de inevitable ancianidad que los viejos disimulaban con abrazos y con una contenida euforia por el rencuentro. Y él no quería herir a su maestro arrojándole de golpe varios años encima. Así estaba bien. Un abrazo breve, un par de palmadas en la espalda y a otra cosa. Le resultaba incómodo pensar que un encuentro de ese tipo podía afectar el ánimo de una persona que ya lucía el cabello encanecido. Pero al maestro nada de ello llegó a afectarlo. Y si en verdad se sintió intimidado, el efecto fue consumiéndose en sí mismo a medida que los comensales sucumbían al vino patero, a la conversación y al pan horneado con queso.

    Un buen asador sabía mantener el cuero tostado y en su punto justo; apenas crocante al bocado. Por debajo, como si esa capa crujiente protegiera el manjar de Nochebuena, abundaba la carne en su mejor espesor:, tierna y jugosa al paladar.
   Durante las tres horas que duró la cocción de los chivos, Mariano y el Choique, con un cucharón de palo arrayán cada uno, fueron regando metódicamente la cena con una mezcla de salmuera y hierbas de la zona. Poco duraron las porciones en el plato y mucho las alabanzas para los cocineros, como también lo fueron para el padre Javier y para Garrafa, quien aportó la batería de fuegos artificiales que se activaron a medianoche frente al portón de la capilla. Aunque para Mariano, buena y completa hubiese sido la fiesta si Laura hubiese estado allí compartiendo la mesa con él y brindando a medianoche. Por eso él no quiso ir con los demás a presenciar el encendido de bengalas y cañitas voladoras. Prefirió quedarse al rescoldo de los asadores, sentado junto al braserío que aún permanecía activo, chirriando ante cada gota de grasa que se descolgaba lentamente desde la negrura húmeda de los hierros calientes.
  Desde allí, desde el patio trasero de la capilla y resguardado por una sobremesa abandonada, Mariano podía apreciar las luces que ascendían para luego estallar en un abanico de chispas plateadas y doradas. De fondo, y luego del silencio expectante del encendido de la pólvora, se escuchaba la algarabía de los niños y el aplauso de los mayores ante cada estruendo. Sólo la Neno intentó regresar a la mesa por una botella de sidra, pero se detuvo al notar el abatimiento del muchacho junto a los asadores. Lo observó con el mismo gesto de tristeza que tuvo para con él cuando debió mudarlo al galponcito de la casa. En esa oportunidad hizo lo que creyó mejor para su hija y para los tres. Y ahora también creía que había hecho lo que correspondía. Quién era ella para distanciar a Laura de quien reclamaba su afecto paterno y podía darle lo que quisiera. Pronto, un par de meses más y San Agustín quedaría en la historia. En la capital tendrían la oportunidad de comenzar a purificar sus vidas y de construir un nuevo mundo. Pero Mariano ya no era el de hace cinco años atrás. Por eso le devolvió a la Neno una mirada mucho más penetrante y sostenida que la que tuvo para con ella cuando fue desplazado de la casa. Sin palabras, sólo a través del lenguaje corporal, como lo hacían entre ellos cuando la discordia se interponía, le dio a entender cuánto más la odiaba a partir de ahora y cuánto rencor comenzaba a arder en él. La Neno entendía el enfado que experimentaba Mariano pero también tenía en claro que las cosas se habían dado así y que era mejor obrar a favor del destino. Cómo no comprender que el muchacho se pusiera de pie de esa manera. Que pateara una y otra vez las brasas y que avanzara hacia ella sólo para hundirle a mayor profundidad la mirada. Sólo para escupir a sus pies y alejarse por la calle que daba al río. Cómo no comprenderlo si él también fue su chiquito, su bebé de pecho. Cómo no sentir pena si ella fue todo para él. Fue su madre y su padre, su “mami Neno para siempre”. Cómo no perdonarlo en una noche como ésta si para eso se celebra la navidad, para agradecer lo que se tiene, para compartir amor con los que se quiere y para perdonar. Incluso a quienes desnudos, con las manos juntas y al pie de una cama, imploran pasar una navidad con su hija para rogar su perdón, para abrazarla mucho y besarla toda. Besarla siempre, a solas en la casa, mientras los reflejos de las bengalas la iluminan de cuerpo entero y nadie los molesta.



  
  










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