miércoles, 24 de octubre de 2012


7. ALFA PUMA

   “¿Otra vez con lo mismo, Sepúlveda?... Y qué carajo me importa que a usted le haya tocado guardia justo hoy. ¿Por qué no le dice al mayor Fontana que tome la decisión? ¿Viene un domingo hasta la chacra para joderme con eso? ¿No ve que tengo a mi gente preparando el asado?…Sí, me enteré que ese resucitado anduvo por aquí la semana pasada… ¿Ah, no se fue?...No diga pavadas, si ese tipo no agarró nunca ni una gomera…El cura tampoco…Sí, a mi también me tiene las pelotas por el piso. Él, el obispo y  toda la mariconada que anda metiéndose en lo que no debería. Pero de ahí a que otra vez pretenda...Entonces dígale a Fontana que pida órdenes y que ejecute según instrucciones...Retiro activo significa que ya no tengo participación directa en asuntos castrenses ¿Me entendió?...Bueno, si el comando no lo emite por escrito sabrá por qué lo hace…Entonces que Fontana ponga los huevos donde los tiene que poner y que actúe con el criterio que un oficial de su grado tiene que tener. Ahora, si la cosa no da para más y hay que resolver como usted ya sabe, le aconsejo que la comisión se cumpla de inmediato. Ya se le dio aviso una vez y parece que no escarmentó. Entonces proceda como se ha hecho hasta ahora con casos de este tipo ¿Comprendido? Ya que está aquí, Sepúlveda, dígame qué le parece el pingo. Estoy por llevarlo a correr a La Plata. A éste y a la yegüita me los trota Mariano…Sí, buen cuidador. Si hasta hizo que a Mecha le gustaran los caballos…Sí, flor de gauchito el pibe. Laburador, obediente y discreto, como debe ser. Vaya nomás y después me cuenta cómo terminó el asunto”

   Elciro Justo Valdez había asistido hasta el tercer grado de la escuelita de Agua Terai, en su Chaco natal. Sólo hasta tercero porque para su padre era imprescindible contar a la brevedad con ayuda laboral en la familia. Que un hijo terminara sus estudios primarios era un lujo que ellos no podían darse. Y tener a favor un par de manos más para trabajar el campo de los Álvarez era una ayuda que no tenía precio para la economía familiar.
   “Hace bien, Valdez  - le decía su patrón- ¿Para qué lo va a seguir mandando a la escuela si a este no le va a dar la cabeza para terminar la primaria? Ya sabe leer, escribir y hacer cuentas. Ahí nomás. Suficiente para él y para usted. Además, tarde o temprano va a terminar trabajando en éste o en otro campo. Es así nomás. Aquí si no se mete la mano en el algodón no se llega a nada. Hizo bien Valdez, pero vayamos de a poco. Déjelo que empiece estibando bultos chicos y el mes que viene lo pone a trabajar con las plantas”
   Para Elciro y sus hermanos, viajar una vez por mes hasta Roque Sáenz Peña constituía su más deseado y enriquecedor pasaje hacia el mundo de la opulencia y de la enormidad. Por eso cuando el patrón del algodonal donde Elciro trabajaba le dijo que de acuerdo al número de sorteo le había tocado Tierra, sintió que el repiqueteo del corazón le anunciaba buenas nuevas.
   “Quiere decir que vas a hacer la colimba en el ejército. Si te tocaba entre cero y doscientos te salvabas. Pero con el trescientos diez vas de cabeza. Fijate acá, en la tercera columna…¿Tu documento no termina en 020? Y bueno, mirá al lado: sorteo 310. Eso quiere decir que a todos los que tienen esa terminación en el DNI les toca ese mismo número. Es decir que estás adentro”
   Ramón José Valdez, el padre de Elciro, no pudo hacer el servicio militar por culpa de la vinchuca. El mal de Chagas lo había dejado huérfano de padre a los dieciséis años. Y como hijo mayor que era, tuvo que hacerse cargo de su madre y de cinco hermanos más. “Único sostén de familia” cataloga la ley esa situación particular; condición suficiente para quedar exceptuado de cumplir con la patria. Pero Ramón siempre recordaría esa instancia de su vida como una frustración y una mala jugada del destino. El servicio militar había sido la salvación para muchos como él que parecían estar condenados a cosechar algodón de por vida. De hecho, en el ’56, a su hermano Miguel le había tocado infantería de marina. Ramón todavía se emociona cuando recuerda la primera vez que lo vio llegar a Miguelito vestido de gala. Era verano cuando tuvo su primera licencia. El sol parecía descargar todo su caldo hirviente contra el campo y sobre las espaldas de la  peonada que metía mano en la plantación. Pero a él, con esa gorra blanca de escudo dorado al frente, parecía no afectarle en absoluto la hostilidad del clima. Hasta guantes blancos lucía y un cinturón con hebilla luestrosa que reflejaba la luz solar cada vez que su pie derecho avanzaba. Por las noches, y con más razón aún, Miguelito volvía a vestir el uniforme para variarse frente a las mujeres del pueblo y ganar favores sin demasiado esfuerzo.
   El impacto que causaba el infante ante el público femenino, más el hecho de dar testimonio verbal de su paso por Buenos Aires, lo convirtieron en el ejemplar amoroso más deseado del lugar. Después de esa licencia, sólo una vez regresó Miguel a Agua Terai. Volvió al año siguiente para comunicarle a su familia que se había enganchado como marinero de segunda y que la Armada lo destinaban a la base de Río Grande, en Tierra del Fuego. Ese día, Ramón comprendió que su hermano había tocado el cielo con las manos. Un cielo que, al menos para él, le sería inalcanzable. Por eso se alegró cuando supo que a Elciro se le presentaba la misma oportunidad que había tenido su hermano. No le importaba el arma que le tocara. Ejército, Marina o Aeronáutica daba lo mismo. Era la oportunidad única de ser alguien, de construir un futuro seguro y a salvo de la miseria, de la sequía y del hambre. Su hijo estaba salvado y eso era lo único que importaba.
   Nueve meses después del sorteo, el mismo Ramón acompañó a Elciro hasta Roque Sáenz Peña. Allí el ejército había dispuesto cinco camiones para transportar a los recién incorporados hasta la ciudad de Resistencia. Pero poco fue lo que pudieron apreciar de su capital los flamantes conscriptos porque el convoy llegó de noche y sólo los dejaron descender unos minutos para ir al baño. Luego cruzaron hasta Corrientes, donde los esperaba un contingente de reclutas más numeroso que el chaqueño. El tramo final del recorrido lo sufrieron bajo un clima de hostilidad absoluta por parte de la comitiva que los custodiaba. La reducida guardia que portaba cada una de las unidades les prohibía formular preguntas referidas a su destino. Finalmente, en Rosario, les comunicaron que abordarían un tren hasta Buenos Aires. Eso era todo lo que deberían saber por ahora.
   Elciro nunca supo cómo era Plaza de Mayo, viajar en subterráneo o recorrer la calle Florida, ya que a su llegada a la capital argentina una nueva columna de transporte lo condujo a las afueras de la gran ciudad. El descender en la terminal ferroviaria de Retiro, abordar otra vez los camiones del ejército y arribar al predio militar de Campo de Mayo fue una congestión masiva de gente, gritos, órdenes y empujones que lo desorientaron. Él, como el resto de sus compañeros litoraleños, ya no se animaba a formular preguntas. Ni siquiera a mirar a los ojos a ninguno de los suboficiales que los custodiaban.
  Negro ignorante, cabecita negra o tagarna eran algunos de los insultos que recibían los reclutas cuando no entendían una orden o cuando se demoraban en algunas de las maniobras que se les indicaba. Por eso Elciro se sintió aliviado cuando llegó la noche y les ordenaron dirigirse a la cuadra para higienizarse y dormir. Creía que lo peor ya había pasado. Después de tres días de viaje, maltratos físicos, vacunación, matrícula militar, rapadura a cero y un pan con mortadela como única cena, pensó que nada de lo que viniera después sería peor. Su padre le había asegurado que el servicio militar era lo mejor que podía pasarle a su edad. Estaba tranquilo y confiado. Su padre sabía por qué se lo decía. Había que tener paciencia. Eso era todo.
   Luego de cuarenta días de riguroso adiestramiento y orden cerrado, y sin conocer más allá de los límites de Campo de Mayo, a la compañía de Elciro le concedieron franco el fin de semana. Como el lunes partirían a su destino definitivo, el ejército los congraciaba con un par de días de diversión y descanso; oportunidad que el conscripto Valdez aprovechó para aceptar la invitación de dos compañeros porteños que lo llevarían a él y a su par de Corrientes a conocer buenas mujeres.
    “Mirá, Chaco, esto queda en Casanova ¿Sabés dónde es?... No importa, total vamos con Manija que es de ahí y conoce bien el puterío de la zona. Dame una luca vos y otra el correntino y quedamos hechos…Es que hay una entradita que garpar y unos copetines por adelantado para las minitas del cabarute…¿Cuánto tenés?...Tá bien. Dame lo que tengas. Entre compañeros no nos vamos a andar garcando”
   Un par de días más tarde, mientras estaban formados en la plaza de armas a la espera de instrucciones para conocer su destino, Elciro sentía que el olor rancio de la mujer que había compartido con el correntino se le pegaba en lo profundo del olfato. En realidad no podía atribuírselo a la humedad que había despedido ese cuerpo femenino o a la falta de higiene de la ropa de cama. Ni siquiera a los ocasionales roces de piel que cruzaba con su compañero cuando gozaban de la misma mujer. El olor que despedía el ambiente en su conjunto era lo que lo fastidiaba y lo ponía de mal humor. El mismo olor que meses después sentiría en la caja cubierta del unimog cuando sus superiores arrojaron el cuerpo, aún con vida, de ese hombre que el suboficial Sepúlveda le ordeno vigilar mientras iba por el otro, por el que había quedado junto al río Huancúl. La misma hediondez densa y pesada, agria y añeja lo agredía y lo descolocaba frente a la realidad. Esa inquietante presencia inmaterial lo hacía sentir detestable por dentro y por fuera, como contaminado de un mal que prescindía del mundo para atacarlo sólo a él.
   En la Patagonia también estaba su tío Miguel, el suboficial principal Valdez, al que sólo conocía por fotografías y por referencia de su padre. Tenía conocimiento de que su tío había despachado las últimas cartas desde Ushuaia. Seguramente, ahora que él también tenía como destino una unidad militar de la Patagonia, y más precisamente el Batallón de Ingenieros de San Agustín, podría encontrarse con él. Total, ese territorio no podía ser tan grande como para que no pudieran cruzarse en un abrazo durante algún fin de semana. 
   Una vez, cuando estaba en segundo grado, la señorita Carmen lo mandó a buscar tizas al aula de séptimo. Allí pudo ver un mapa de la república Argentina colgado del pizarrón. Aquella representación cartográfica no le daba la impresión de que su país fuera muy grande, pero sí que sus provincias estaban bendecidas por bellos colores. Le agradó saber que no toda la tierra argentina era marrón. Que había partes amarillas y verdes, y que los ríos eran celestes. No como el que pasaba cerca de su pueblo, que era oscuro y barroso.
   Años más tarde, cuando tendría unos doce o trece, Elciro acompañó al patrón a buscar kerosene a una estación de servicio. Sobre la pared de la oficina del encargado volvió a ver un mapa de Argentina. En esa oportunidad le pidió al patrón que le mostrara dónde quedaba la Patagonia.
   “Es todo esto. Desde este río hasta aquí abajo, hasta donde dice Tierra del Fuego. Mucho desierto y poca gente. Yo estuve una vez en Chubut. Hacía un viento y un frío de la puta madre. Tuve que ir a Trelew, a una fábrica textil. El tipo quería comprar algodón porque no sé que negocio de exportación tenía en yunta con el gobierno. Por suerte no hubo arreglo y no tuve que repetir el viaje  ¿Quién puede vivir en ese lugar tan frío y triste? Pero se ve que a tu tío le gustó porque no volvió más ¿Vos pensás  visitarlo alguna vez?”
   Elciro nunca pudo acostumbrarse al frío patagónico, tampoco al viento, al barro y a las larguísimas noches de invierno. En cambio a la nieve sí. Sobre todo cuando el cielo se emparejaba de un gris plomizo y la nevada comenzaba a desprenderse como aletargada. Le fascinaba seguir con la vista el revoloteo lento de los copos, hasta que terminaban posándose sobre las ramas de los cedros o sobre los techos de las casas. Pero por otro lado detestaba lo que acontecía después, cuando el paisaje blanco comenzaba a derretirse y el barro enturbiaba toda relación con la naturaleza. Además de incomodarlo, ese panorama lo deprimía. Hasta se volvía más frío el aire cuando la nieve recuperaba su estado líquido. Para colmo en las madrugadas de guardia, el barro hecho hielo en sus borceguíes le sobrecargaba el calzado y lo hacía torpe cuando debía recorrer extensos trayectos por el descampado del Batallón.

   Esa noche maldecida por la lluvia, antes de internarse en el bosque junto al reducido grupo de hombres que conformaban la patrulla de ataque, el mayor Fontana le ordenó al soldado clase ’61, Elciro Justo Valdéz, que se mantuviera alerta junto al camión. Que no emitiera el más mínimo sonido y que no provocara lumbre alguna “Ni linternas ni cigarrillos encendidos”. Que si la lluvia no lo dejaba ver con claridad, que se protegiera debajo de cualquiera de los pinos que estaban junto al camino. Pero que de ninguna manera se alejara más de diez pasos del vehículo “Mire que Sepúlveda y Carranza vienen conmigo. Así que, le encargo la custodia del unimog ¿Comprendido? Quítele el seguro al Fal y abra bien los ojos”
  Al soldado clase ’61 le fue difícil calcular el tiempo que transcurrió desde que escuchó los disparos hasta que, por fin, vio regresar a la patrulla del mayor Fontana por el bosque que daba al faldeo del río. Esos minutos le resultaron eternos. Excepto el golpeteo de la lluvia contra el casco y el capote, nada a su alrededor emitía el más fino sonido. El soldado Valdez buscaba una referencia entre las sombras: un reflejo, un haz de luz que le permitiera dar rumbo al temor que comenzaba a superarlo. Entonces quiso guarecerse debajo del enramado más próximo. Por un lado, para soportar mejor la lluvia, y por otro, para ocultarse del mundo, o al menos del temor que ya empezaba a dificultarle la respiración.
   El soldado Valdez no llegó a apoyar su espalda contra el tronco del árbol para sentirse más seguro. El sobrerrelieve de una raíz, o de una rama a medio enterrar, o el borde de una piedra semioculta, hizo que su cuerpo diera de frene contra la dureza de un suelo que comenzaba a volverse inconsistente por efecto de la lluvia. Como consecuencia de la caída, el conscripto Valdez perdió el casco, el fusil y el Seiko que le facilitara en tres pagos al cabo Seguel. Seguramente sus pertenencias no estarían muy lejos, debido a que las condiciones actuales del terreno eran pésimas para que cualquier objeto pudiese desplazarse. A lo mejor el casco podría haberse alejado un poco más, pero no el resto de sus cosas. De manera que habría que buscar con más atención en los próximos dos o tres metros a la redonda. De última, el reloj vaya y pase: podía regresar por la mañana y buscarlo con más detenimiento ¿Pero el FAL? ¿Cómo podría no encontrarlo y presentarse así, desarmado frente a su mayor?
   A medida que se arrastraba y palpaba el terreno, el soldado Valdez contaminaba pánico con desesperación. Frotaba una vez la mano derecha y otra la izquierda sobre el suelo barroso. Avanzaba hasta dar de cabeza contra otro árbol, pero no encontraba nada, sólo ramas y pequeños charcos. Entonces volvía sobre sus pasos y ensayaba mentalmente la excusa que le brindaría al mayor cuando éste advirtiera que el centinela que dejó de retén había perdido propiedad del ejército. Y sobre todo el Fal ¿O él no sabía que el fusil era la novia del soldado, y que antes de abandonar o perder el arma era preferible dar la vida?  Pero el conscripto clase 61’ acababa de tocar algo con su mano izquierda. Algo que no era una rama ni una piedra. Era su fusil. Chequeó el mecanismo y controló que el cargador no se hubiese desprendido. Afortunadamente, el peine con los veinte cartuchos estaba correctamente encastrado. El alma le volvía al cuerpo y el pecho se le expandía aliviado. La calma llegaba como una bendición. Eso lo ayudó a ponerse de pie y a recuperar el sentido de orientación. Por último, cuando retomó el camino hacia el unimog, recuperó el casco. Todo estaba bien ahora. No había nada por qué preocuparse; ni la lluvia, ni la mojadura, ni esos disparos que había escuchado. A lo mejor era uno de los chacareros espantando comadrejas a escopetazos. Lo importante era reposicionarse como centinela al pie del camión y estar atento a la llegada de la patrulla.
    “¿Qué está haciendo, negro tagarna del carajo? ¿Le está apuntando a su mayor? Baje el arma y entre a la caja del camión que ya viene el suboficial y usted tiene que custodiar lo que se le va a comisionar ¿Qué mierda hizo con el Fal, lo revolcó por el barro? Mírese cómo está todo chorreado y sucio ¿Qué tiene en esa cara de mono: sangre? ¿Qué mierda se anduvo metiendo en la nariz que sangra tanto? ¿Se da cuenta que no sirve ni para retén usted? Ahora se me sube al camión y me cumple las órdenes que le manden sus superiores. Obedece sin preguntar nada y sin comentar con sus camaradas lo que pase con esta comisión ¿Comprendido? Y mañana, después de formación, me viene a ver y se presenta bajo arresto por amenazar a un oficial, por inútil y por negro mugriento”

    Cuando la patrulla de ataque arrojó el cuerpo sobre la caja cerrada del unimog, Elciro no pudo evitar relacionar ese sacudón con el que hacían las bolsas de papa que él estibaba sobre la F100 de su patrón. Seco y grave el ruido, como algo que retumbaba por última vez. Sólo cuando dejaron la huella que bordeaba el bosque y salieron a la ruta, Elciro pudo ver por un instante, gracias al cartel luminoso del parador El Jote, que el hombre que yacía a sus pies estaba tanto o más embarrado que él. La luz que alcanzó a filtrarse por unos pocos segundos entre las ataduras de lona del unimog le permitió determinar que se trataba de una persona que rondaría los cuarenta años.
   “Estaba muy estropeado, sí, por las lastimaduras y el barro, pero no parecía un hombre mayor. Tenía como cara de joven pero con arrugas en la frente. Le salía mucha sangre por el agujero que tenía en el cuello y respiraba como los sapos, ¿vio?. Como ese ruido a catarro que a uno le da cuando toma fresco al sereno. Cuando íbamos por la ruta no, pero cuando tuvimos que cruzar el campo la cabeza se le sacudía para un lado y para el otro, y más sangre le salía todavía por el cuello y por la boca. Yo iba sentado del lado izquierdo y el cabo del derecho. Al rato levanté los pies para que no se me mancharan los borcegos…Claro que tenía miedo. Y el cabo también tenía. Temblando estaba el cabo Seguel. Él seguía apuntándole a la cabeza con la pistola pero no lo miraba. A mí tampoco me miraba. Y todavía falta el otro, decía, falta el otro. Le pregunté por qué seguíamos de largo por la ruta y no entrábamos al pueblo para regresar al batallón o al hospital. Con la mano que tenía libre sacó un par de palas de abajo de las bancas laterales y dijo algo sobre unos bidones de gasoil y la capilla. Es que hablaba muy bajito el cabo. El piso del unimog se encharcaba cada vez más y la sangre se iba toda para atrás, ya tocaba el borde de la caja, como que estaba a punto de caer para afuera, para la ruta. Y ahí pasó algo peor todavía. El hombre levantó un poco la mano y hasta me pareció que abría los ojos. Y ahí nomás dejó de hacer ruidos con la boca y quedó así; duro, con la mano levantada y como mirándolo al cabo, que ahora sí lloraba. Se hacía el que no agachando la cabeza, como que le revisaba los bolsillos al hombre. Pero lloraba. Y yo también lloré porque el cabo me dio una fotito que había encontrado en el bolsillo de la campera del hombre. Era la foto de un nenito chiquito con una mujer. Recién allí el cabo guardó la pistola y yo me corrí para la punta del camión, para mirar para afuera, a ver si por lo menos el cielo amagaba a limpiarse.




8. AMAZONAS  II
 
   Desde el ventanal del departamento que la Señora tenía en el barrio de Palermo, Mercedes podía apreciar el Jardín Botánico y el incesante ir y venir de gente bien que transitaba esa selecta zona de la ciudad de Buenos Aires. No era que le desagradara la vista que disfrutaba desde el cuarto piso, pero se sentía ajena a la ciudad, al estilo de vida que su madre quería imponerle y al círculo social que frecuentaba su familia materna. Todo lo que proviniera de sus parientes porteños le resultaba aburrido y artificial. Incluso la carrera de arquitectura la había desilusionado. Para ella, el Buenos Aires que frecuentaban los Martínez Lagos era un desfile incesante de personajes patéticos que se desvivían por sobreactuar. Por lo tanto, este impostado devenir de exquisiteces sociales la llevó a caer en el desprecio de cada una de las maravillas que sus abuelos y su madre disponían para agasajarla. Definitivamente, Mercedes comenzaba a aceptar su cotidiano estado de aburrimiento y su creciente hartazgo por Buenos Aires.
  Luego de la separación de sus padres, Mercedes viajaba a Buenos Aires dos veces por año para compartir los recesos escolares con su madre. Aprovechaba la ocasión para comprar ropa, ir al cine, conocer y compartir salidas con el grupo de amigos de su prima Candelaria. O bien, en enero, pasar unas semanas en el chalet que sus abuelos tenían en Pinamar. Pero esas visitas temporales no se comparaban a esta residencia permanente que Mercedes llevaba desde su egreso como bachiller. Los porteños le resultaban hostiles, fanfarrones e hipócritas. Y sus parientes y allegados más cercanos se destacaban por destilar toneladas de soberbia y estupidez. Para colmo, por obvias cuestiones de seguridad y bajo estricta directiva del general de brigada (RE) Belisario Martínez Lagos, su madre no le permitía invitar compañeros de facultad a su departamento o salir a bailar con desconocidos. Es decir que sus espacios más holgados de esparcimiento se remitían al circuito social que frecuentaba su parentela materna y, por supuesto, a la parcialidad joven que podía encontrarse en ese ambiente.
  Como Mecha sabía cabalgar, era habitual que los amigos de su madre la invitaran a sus respectivas estancias para que ella diera cátedra de equitación a sus pares adolescentes. Pero la intención de su madre no era precisamente ésa, el esparcimiento por sí mismo. La Señora consideraba que su hija ya estaba en edad de despertar el interés a más de un candidato. Y qué mejor que mostrar las habilidades ecuestres de la muchacha frente a lo más selecto de la sociedad rural argentina.
    En ocasión de pasar un fin de semana campestre en La Marita, la estancia que su tío Enrique tenía próxima a Pergamino, el hijo del coronel Echegoyen le pidió a Mecha si podía mostrarle cómo debía regular el envión del caballo antes de sortear una valla olímpica. Mecha le dijo que sí, que montara, que ella le iba a enseñar cómo hacerlo “No, así no. Mejor bajate y sentate adelante mío que yo te muestro…Sí, sos alto pero no importa. Yo te muestro igual cómo se hace”
    No era la primera vez que Mauricio Echegoyen trataba a Mercedes. Durante el último verano se habían cruzado varias veces en las matinee bailables de Pinamar, ya que ambas familias, como ocurría también con las de otros camaradas del abuelo Belisario, habían adquirido condominios en la misma localidad balnearia.
   Ahora, compartiendo una misma montura y teniendo por delante casi quinientas hectáreas fértiles de llanura para recorrer, Mercedes buscaba que el cuerpo de su compañero se sumara al ritmo que la cabalgata demandaba. Pero la tarea exigía más esfuerzo de lo que ella preveía.  Mauricio no sólo la superaba en altura, sino que su espalda era mucho más ancha de lo que parecía a primera vista. No obstante la diferencia física, más lo torpe que resultaba su compañero de monta para esta destreza, Mercedes confiaba en que, a la larga, Mauricio sería seducido naturalmente por el redoble que marcaban los cascos del animal. Por eso decidió aminorar el galope, para comprobar si así la práctica rendía mejores frutos.
   Apenas sosteniendo un trote ligero y sin que ambos se dirigieran la palabra desde que partieran del corral, Mauricio fue recostándose paulatinamente contra el pecho y el vientre de Mercedes. Aproximación que ella consintió y que acentuó con sus pechos. Ahora ambos ondulaban suavemente sobre el lomo del alazán; livianos en el avance y apenas apoyándose en la montura. Mercedes sentía que no estaba mal ceder al deseo, al mismo tiempo que las manos del muchacho hacían contacto con sus muslos para deslizarse hacia la juntura, hacia donde la podían. Dejó que sus piernas se separaran aún más para que él pudiera tocarla como pretendía. Ninguno de los dos se atrevió a pedirle nada al otro, ni a ponerle freno a las caricias. Los dedos de Mauricio llegaban hasta el límite, hasta ahí, hasta donde el cuerpo de una mujer se muestra frágil e impredecible. Mercedes dejó que las riendas quedaran libres y que el caballo continuara avanzando hacia el arroyo que cruzaba el monte de eucaliptos. Rodeó con sus brazos a Mauricio y dejó que una de sus manos se deslizara hasta donde el deseo comenzaba a descontrolarla.
   Esta vez otro hombre, esbelto y de gestos más refinados que Mariano, volvía a bajarla del caballo, a desnudarla y a besarla como su primera vez junto al río Huancúl (No quería) Otra boca contra la suya (No debía dejarse) Otro hombre revelándose con su sexo en alto para entrarle tantas veces como sea necesario (mirame a los ojos no dejes de mirarme así tan redondos quedate adentro y mirame siempre mirame) Tan desbocado como él pero tan diferente y ficticio como podría ser todo hombre que se sabe arrasado por la memoria del primero, del que no sólo observa, sino que también ve lo que hasta ella es capaz de negar para sí misma. Otro hombre que quizás en este mismo instante, muy lejos y montando otro caballo junto a otro río más claro y caudaloso, sigue estando también dentro suyo. Este hombre en otro que sí sabía, y sabe, elevarla sobre el mundo sin tocarla, para luego sentirla entregar un secreto que no late en este pero que resplandece en el cielo oscuro de una mirada que comienza a buscar  una luz herida en la memoria.

-          ¡Vos estás loca, Mecha! –le dijo la Señora tomándola de un brazo-  ¿Abandonar Buenos Aires, la facultad, tu familia, los amigos, todo el confort que tenés aquí para volver a ese pueblo de perdedores y sin futuro? Estás loca, muy loca ¿Qué vas a hacer en…en…Mirá, ni siquiera puedo pronunciar el nombre…¿Me querés decir qué vas a hacer allá? ¿Estudiar? No, porque no tenés dónde ¿Trabajar? De qué, si ninguno de esos salvajes sabe qué significa esa palabra ¿Con quién te vas a relacionar? Ni sueñes con que te vas a ir de acá. No te lo pienso permitir. Mirá, y ruego que esto que voy a decir me lo perdone tu abuelo, pero ahora que está por desatarse la guerra, ojalá los chilenos nos ganen y se queden con toda la Patagonia-
-          ¿Mamá, Por qué no sos sincera y decís la verdad? -
-          La única verdad es la que acabás de escuchar ¿A qué chica de tu edad se le puede ocurrir cambiar todo lo que vos tenés: un piso en Palermo, amistades cultas y educadas, una carrera universitaria, un pretendiente de clase y de excelente familia como lo es Mauricio, por un pueblo insignificante en la Patagonia?
-          Ése no es ningún pretendiente ni…
-          ¿Cómo que no si ya se lo anunció a sus padres y a tu abuelo?
-     Y a mí qué me importa. No pienso verlo nunca más a ese concheto de jopito al aire. Por qué no decís la verdad, dale. Decí por qué no querés que vuelva a San Agustín… Sí, San Agustín, dije ¿Por qué no decís que es por él, por…
-          Ni se te ocurra mencionarlo en esta casa, ¿me oíste? Ni siquiera una vez.
-          Sí, lo digo, ¿y qué ¡ Roberto Díaz Galván!, el mismo que te…
    Más le dolió el cachetazo que le había dado aquella vez Ángeles, una compañera del secundario a la que Mercedes había tratado de “india puta”, que el que ahora había recibido de su madre.
     La Señora era una mujer de gestos sumamente medidos y delicados. Además de tener manos delgadas y pequeñas, no tenía por costumbre agredir físicamente a los suyos. De manera que el daño fue más sufrido por la Señora, quien se sentía profundamente avergonzada y dolida, que por su hija.
 En el fondo, Mercedes estaba complacida por la forma en que culminó el episodio. La agresión de su madre le serviría de excusa para abandonarla y regresar a San Agustín. La Señora, dominada por un espasmódico llanto que intentaba ocultar, le rogaba que la perdonara, que la entendiera, que sólo quería lo mejor para ella, que estaba arrepentida y que le concedería lo que quisiera si no la abandonaba.
   - “Roberto Díaz Galván. No te lo olvides nunca porque yo llevo su apellido. Roberto Díaz Galván, mi padre y el padre de ELLA, y parece que el de su hija también…Ah, ¿no sabías que iba a ser abuelo?...Bueno, enterate porque es así ¿Querés que te cuente lo que vos ya sabés y bien que te hacés la boluda?...Sí, a mi madre y a quién sea le hablo así. La culpa es tuya porque no te ocupaste nunca de nada: ni de él ni de mí. De un día para el otro te subiste al auto de ese otro  tarado y me abandonaste. Estuve un año sin tener noticias tuyas ¡Un año entero! ¿Cómo te crees que viví ese tiempo en casa, en la escuela, en la plaza con las otras nenas? Sola, siempre sola. Acompañada únicamente por lo que me refregaba el espejo cada noche y por esa carita que me miraba con tristeza…¿Qué te voy a andar explicando? Ahora es tarde ¿Querés que te cuente la vez que ladraba la Choli? ¿O preferís que te cuente de la otra, cuando papá ya se la había montado varias veces y la cosa les salía cada vez mejor? No, mejor te cuento cómo es escuchar al propio padre gozando como un animal con la que podría llegar a ser mi hermana. Todas las cosas que le decía a esa guacha escuchaba ¡Todas! Por suerte Mariano siempre estuvo cerca. Si no, no sé qué hubiese sido capaz de hacer. Cuando el viejo la trajo de nuevo a vivir a casa, esa misma noche los espié por la ventana de la pieza. Él creía que yo estaba con las chicas en el club, pero no, yo estaba ahí y vi todo. La primera vez que se lo conté a Mariano no me creyó. Decía que era porque yo le tenía celos a ella. Por eso lo fui a buscar, para que comprobara cómo lo engañaba Laura cuando decía que al único que quería era a él, a Mariano, y que el coronel la trataba bien. Ahí los pude ver a los dos, y a la Choli echada junto a la puerta. “¡Perra de mierda!”, fue lo único que dijo Mariano y se fue. En la cocina, al lado de la heladera estaba el Fal que papá decía que había que tener listo por seguridad. Te juro que lo cargué, lo llevé hasta la puerta de la pieza y les apunté sin que jamás se dieran cuenta…¿Viste que no me conocés? Sos tan poca madre que no sabés de lo que sería capaz tu hija. No creo tener coraje como para llegar a eso, pero sí estoy segura de que la maldad, a la larga o a la corta, se paga. Todo llega y vos lo deberías saber mejor que yo ¿O no sos una mujer madura? ¿Vos acaso no nos cobraste lo que pasó esa vez? Sí, a mí también me lo cobraste y yo te lo voy a cobrar ahora a vos. Tal cual lo voy a hacer con ellos algún día. Creeme que motivos no me faltan…¡Terminá de hacerte la sufrida de una vez! Dejá de llorar que se te arruga la cara y parecés más vieja de lo que ya sos… Dale que me tenés que llevar hasta la terminal de ómnibus. Quiero ver si consigo pasaje para mañana…¿Y? Dale, movete que ya está por llegar el tonto de Mauricio y no quiero tener que darle ninguna explicación. Levantate y mirate en el espejo. Una vieja parecés. Y encima amargada.-

  
 
 
  





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