7. ALFA PUMA
“¿Otra vez con lo mismo, Sepúlveda?... Y qué carajo me importa que a
usted le haya tocado guardia justo hoy. ¿Por qué no le dice al mayor Fontana
que tome la decisión? ¿Viene un domingo hasta la chacra para joderme con eso?
¿No ve que tengo a mi gente preparando el asado?…Sí, me enteré que ese
resucitado anduvo por aquí la semana pasada… ¿Ah, no se fue?...No diga pavadas,
si ese tipo no agarró nunca ni una gomera…El cura tampoco…Sí, a mi también me
tiene las pelotas por el piso. Él, el obispo y
toda la mariconada que anda metiéndose en lo que no debería. Pero de ahí
a que otra vez pretenda...Entonces dígale a Fontana que pida órdenes y que
ejecute según instrucciones...Retiro activo significa que ya no tengo
participación directa en asuntos castrenses ¿Me entendió?...Bueno, si el
comando no lo emite por escrito sabrá por qué lo hace…Entonces que Fontana
ponga los huevos donde los tiene que poner y que actúe con el criterio que un
oficial de su grado tiene que tener. Ahora, si la cosa no da para más y hay que
resolver como usted ya sabe, le aconsejo que la comisión se cumpla de
inmediato. Ya se le dio aviso una vez y parece que no escarmentó. Entonces
proceda como se ha hecho hasta ahora con casos de este tipo ¿Comprendido? Ya
que está aquí, Sepúlveda, dígame qué le parece el pingo. Estoy por llevarlo a
correr a La Plata. A
éste y a la yegüita me los trota Mariano…Sí, buen cuidador. Si hasta hizo que a
Mecha le gustaran los caballos…Sí, flor de gauchito el pibe. Laburador,
obediente y discreto, como debe ser. Vaya nomás y después me cuenta cómo
terminó el asunto”
Elciro Justo Valdez había asistido hasta el tercer grado de la escuelita
de Agua Terai, en su Chaco natal. Sólo hasta tercero porque para su padre era
imprescindible contar a la brevedad con ayuda laboral en la familia. Que un
hijo terminara sus estudios primarios era un lujo que ellos no podían darse. Y
tener a favor un par de manos más para trabajar el campo de los Álvarez era una
ayuda que no tenía precio para la economía familiar.
“Hace bien, Valdez - le decía su
patrón- ¿Para qué lo va a seguir mandando a la escuela si a este no le va a dar
la cabeza para terminar la primaria? Ya sabe leer, escribir y hacer cuentas.
Ahí nomás. Suficiente para él y para usted. Además, tarde o temprano va a
terminar trabajando en éste o en otro campo. Es así nomás. Aquí si no se mete
la mano en el algodón no se llega a nada. Hizo bien Valdez, pero vayamos de a
poco. Déjelo que empiece estibando bultos chicos y el mes que viene lo pone a
trabajar con las plantas”
Para Elciro y sus hermanos, viajar una vez por mes hasta Roque Sáenz
Peña constituía su más deseado y enriquecedor pasaje hacia el mundo de la
opulencia y de la enormidad. Por eso cuando el patrón del algodonal donde
Elciro trabajaba le dijo que de acuerdo al número de sorteo le había tocado
Tierra, sintió que el repiqueteo del corazón le anunciaba buenas nuevas.
“Quiere decir que vas a hacer la colimba en el ejército. Si te tocaba
entre cero y doscientos te salvabas. Pero con el trescientos diez vas de
cabeza. Fijate acá, en la tercera columna…¿Tu documento no termina en 020? Y
bueno, mirá al lado: sorteo 310. Eso quiere decir que a todos los que tienen
esa terminación en el DNI les toca ese mismo número. Es decir que estás
adentro”
Ramón José Valdez, el padre de Elciro, no pudo hacer el servicio militar
por culpa de la vinchuca. El mal de Chagas lo había dejado huérfano de padre a
los dieciséis años. Y como hijo mayor que era, tuvo que hacerse cargo de su
madre y de cinco hermanos más. “Único sostén de familia” cataloga la ley esa
situación particular; condición suficiente para quedar exceptuado de cumplir
con la patria. Pero Ramón siempre recordaría esa instancia de su vida como una
frustración y una mala jugada del destino. El servicio militar había sido la
salvación para muchos como él que parecían estar condenados a cosechar algodón
de por vida. De hecho, en el ’56, a su hermano Miguel le había tocado
infantería de marina. Ramón todavía se emociona cuando recuerda la primera vez
que lo vio llegar a Miguelito vestido de gala. Era verano cuando tuvo su
primera licencia. El sol parecía descargar todo su caldo hirviente contra el
campo y sobre las espaldas de la peonada
que metía mano en la plantación. Pero a él, con esa gorra blanca de escudo
dorado al frente, parecía no afectarle en absoluto la hostilidad del clima.
Hasta guantes blancos lucía y un cinturón con hebilla luestrosa que reflejaba
la luz solar cada vez que su pie derecho avanzaba. Por las noches, y con más
razón aún, Miguelito volvía a vestir el uniforme para variarse frente a las
mujeres del pueblo y ganar favores sin demasiado esfuerzo.
El impacto que causaba el infante ante el público femenino, más el hecho
de dar testimonio verbal de su paso por Buenos Aires, lo convirtieron en el
ejemplar amoroso más deseado del lugar. Después de esa licencia, sólo una vez
regresó Miguel a Agua Terai. Volvió al año siguiente para comunicarle a su
familia que se había enganchado como marinero de segunda y que la Armada lo destinaban a la
base de Río Grande, en Tierra del Fuego. Ese día, Ramón comprendió que su
hermano había tocado el cielo con las manos. Un cielo que, al menos para él, le
sería inalcanzable. Por eso se alegró cuando supo que a Elciro se le presentaba
la misma oportunidad que había tenido su hermano. No le importaba el arma que
le tocara. Ejército, Marina o Aeronáutica daba lo mismo. Era la oportunidad
única de ser alguien, de construir un futuro seguro y a salvo de la miseria, de
la sequía y del hambre. Su hijo estaba salvado y eso era lo único que
importaba.
Nueve meses después del sorteo, el mismo Ramón acompañó a Elciro hasta
Roque Sáenz Peña. Allí el ejército había dispuesto cinco camiones para
transportar a los recién incorporados hasta la ciudad de Resistencia. Pero poco
fue lo que pudieron apreciar de su capital los flamantes conscriptos porque el
convoy llegó de noche y sólo los dejaron descender unos minutos para ir al
baño. Luego cruzaron hasta Corrientes, donde los esperaba un contingente de
reclutas más numeroso que el chaqueño. El tramo final del recorrido lo
sufrieron bajo un clima de hostilidad absoluta por parte de la comitiva que los
custodiaba. La reducida guardia que portaba cada una de las unidades les
prohibía formular preguntas referidas a su destino. Finalmente, en Rosario, les
comunicaron que abordarían un tren hasta Buenos Aires. Eso era todo lo que
deberían saber por ahora.
Elciro nunca supo cómo era Plaza de Mayo, viajar en subterráneo o
recorrer la calle Florida, ya que a su llegada a la capital argentina una nueva
columna de transporte lo condujo a las afueras de la gran ciudad. El descender
en la terminal ferroviaria de Retiro, abordar otra vez los camiones del
ejército y arribar al predio militar de Campo de Mayo fue una congestión masiva
de gente, gritos, órdenes y empujones que lo desorientaron. Él, como el resto
de sus compañeros litoraleños, ya no se animaba a formular preguntas. Ni
siquiera a mirar a los ojos a ninguno de los suboficiales que los custodiaban.
Negro ignorante, cabecita negra o tagarna eran algunos de los insultos
que recibían los reclutas cuando no entendían una orden o cuando se demoraban
en algunas de las maniobras que se les indicaba. Por eso Elciro se sintió
aliviado cuando llegó la noche y les ordenaron dirigirse a la cuadra para
higienizarse y dormir. Creía que lo peor ya había pasado. Después de tres días
de viaje, maltratos físicos, vacunación, matrícula militar, rapadura a cero y
un pan con mortadela como única cena, pensó que nada de lo que viniera después
sería peor. Su padre le había asegurado que el servicio militar era lo mejor
que podía pasarle a su edad. Estaba tranquilo y confiado. Su padre sabía por qué
se lo decía. Había que tener paciencia. Eso era todo.
Luego de cuarenta días de riguroso adiestramiento y orden cerrado, y sin
conocer más allá de los límites de Campo de Mayo, a la compañía de Elciro le
concedieron franco el fin de semana. Como el lunes partirían a su destino
definitivo, el ejército los congraciaba con un par de días de diversión y
descanso; oportunidad que el conscripto Valdez aprovechó para aceptar la
invitación de dos compañeros porteños que lo llevarían a él y a su par de
Corrientes a conocer buenas mujeres.
“Mirá, Chaco, esto queda en Casanova ¿Sabés dónde es?... No importa,
total vamos con Manija que es de ahí y conoce bien el puterío de la zona. Dame
una luca vos y otra el correntino y quedamos hechos…Es que hay una entradita
que garpar y unos copetines por adelantado para las minitas del cabarute…¿Cuánto
tenés?...Tá bien. Dame lo que tengas. Entre compañeros no nos vamos a andar
garcando”
Un par de días más tarde, mientras estaban formados en la plaza de armas
a la espera de instrucciones para conocer su destino, Elciro sentía que el olor
rancio de la mujer que había compartido con el correntino se le pegaba en lo
profundo del olfato. En realidad no podía atribuírselo a la humedad que había
despedido ese cuerpo femenino o a la falta de higiene de la ropa de cama. Ni
siquiera a los ocasionales roces de piel que cruzaba con su compañero cuando
gozaban de la misma mujer. El olor que despedía el ambiente en su conjunto era
lo que lo fastidiaba y lo ponía de mal humor. El mismo olor que meses después
sentiría en la caja cubierta del unimog cuando sus superiores arrojaron el
cuerpo, aún con vida, de ese hombre que el suboficial Sepúlveda le ordeno
vigilar mientras iba por el otro, por el que había quedado junto al río
Huancúl. La misma hediondez densa y pesada, agria y añeja lo agredía y lo
descolocaba frente a la realidad. Esa inquietante presencia inmaterial lo hacía
sentir detestable por dentro y por fuera, como contaminado de un mal que prescindía
del mundo para atacarlo sólo a él.
En la Patagonia
también estaba su tío Miguel, el suboficial principal Valdez, al que sólo
conocía por fotografías y por referencia de su padre. Tenía conocimiento de que
su tío había despachado las últimas cartas desde Ushuaia. Seguramente, ahora
que él también tenía como destino una unidad militar de la Patagonia , y más
precisamente el Batallón de Ingenieros de San Agustín, podría encontrarse con
él. Total, ese territorio no podía ser tan grande como para que no pudieran
cruzarse en un abrazo durante algún fin de semana.
Una vez, cuando estaba en segundo grado, la señorita Carmen lo mandó a
buscar tizas al aula de séptimo. Allí pudo ver un mapa de la república
Argentina colgado del pizarrón. Aquella representación cartográfica no le daba
la impresión de que su país fuera muy grande, pero sí que sus provincias
estaban bendecidas por bellos colores. Le agradó saber que no toda la tierra
argentina era marrón. Que había partes amarillas y verdes, y que los ríos eran
celestes. No como el que pasaba cerca de su pueblo, que era oscuro y barroso.
Años más tarde, cuando tendría unos doce o trece, Elciro acompañó al
patrón a buscar kerosene a una estación de servicio. Sobre la pared de la
oficina del encargado volvió a ver un mapa de Argentina. En esa oportunidad le
pidió al patrón que le mostrara dónde quedaba la Patagonia.
“Es todo esto. Desde este río hasta aquí abajo, hasta donde dice Tierra
del Fuego. Mucho desierto y poca gente. Yo estuve una vez en Chubut. Hacía un
viento y un frío de la puta madre. Tuve que ir a Trelew, a una fábrica textil.
El tipo quería comprar algodón porque no sé que negocio de exportación tenía en
yunta con el gobierno. Por suerte no hubo arreglo y no tuve que repetir el
viaje ¿Quién puede vivir en ese lugar
tan frío y triste? Pero se ve que a tu tío le gustó porque no volvió más ¿Vos
pensás visitarlo alguna vez?”
Elciro nunca pudo acostumbrarse al frío patagónico, tampoco al viento,
al barro y a las larguísimas noches de invierno. En cambio a la nieve sí. Sobre
todo cuando el cielo se emparejaba de un gris plomizo y la nevada comenzaba a
desprenderse como aletargada. Le fascinaba seguir con la vista el revoloteo
lento de los copos, hasta que terminaban posándose sobre las ramas de los
cedros o sobre los techos de las casas. Pero por otro lado detestaba lo que
acontecía después, cuando el paisaje blanco comenzaba a derretirse y el barro
enturbiaba toda relación con la naturaleza. Además de incomodarlo, ese panorama
lo deprimía. Hasta se volvía más frío el aire cuando la nieve recuperaba su
estado líquido. Para colmo en las madrugadas de guardia, el barro hecho hielo
en sus borceguíes le sobrecargaba el calzado y lo hacía torpe cuando debía
recorrer extensos trayectos por el descampado del Batallón.
Esa noche maldecida por la lluvia, antes de internarse en el bosque
junto al reducido grupo de hombres que conformaban la patrulla de ataque, el
mayor Fontana le ordenó al soldado clase ’61, Elciro Justo Valdéz, que se
mantuviera alerta junto al camión. Que no emitiera el más mínimo sonido y que
no provocara lumbre alguna “Ni linternas ni cigarrillos encendidos”. Que si la
lluvia no lo dejaba ver con claridad, que se protegiera debajo de cualquiera de
los pinos que estaban junto al camino. Pero que de ninguna manera se alejara
más de diez pasos del vehículo “Mire que Sepúlveda y Carranza vienen conmigo.
Así que, le encargo la custodia del unimog ¿Comprendido? Quítele el seguro al
Fal y abra bien los ojos”
Al soldado clase ’61 le fue difícil calcular el tiempo que transcurrió
desde que escuchó los disparos hasta que, por fin, vio regresar a la patrulla
del mayor Fontana por el bosque que daba al faldeo del río. Esos minutos le
resultaron eternos. Excepto el golpeteo de la lluvia contra el casco y el
capote, nada a su alrededor emitía el más fino sonido. El soldado Valdez
buscaba una referencia entre las sombras: un reflejo, un haz de luz que le
permitiera dar rumbo al temor que comenzaba a superarlo. Entonces quiso
guarecerse debajo del enramado más próximo. Por un lado, para soportar mejor la
lluvia, y por otro, para ocultarse del mundo, o al menos del temor que ya
empezaba a dificultarle la respiración.
El soldado Valdez no llegó a apoyar su espalda contra el tronco del
árbol para sentirse más seguro. El sobrerrelieve de una raíz, o de una rama a
medio enterrar, o el borde de una piedra semioculta, hizo que su cuerpo diera
de frene contra la dureza de un suelo que comenzaba a volverse inconsistente
por efecto de la lluvia. Como consecuencia de la caída, el conscripto Valdez
perdió el casco, el fusil y el Seiko que le facilitara en tres pagos al cabo
Seguel. Seguramente sus pertenencias no estarían muy lejos, debido a que las
condiciones actuales del terreno eran pésimas para que cualquier objeto pudiese
desplazarse. A lo mejor el casco podría haberse alejado un poco más, pero no el
resto de sus cosas. De manera que habría que buscar con más atención en los
próximos dos o tres metros a la redonda. De última, el reloj vaya y pase: podía
regresar por la mañana y buscarlo con más detenimiento ¿Pero el FAL? ¿Cómo
podría no encontrarlo y presentarse así, desarmado frente a su mayor?
A medida que se arrastraba y palpaba el terreno, el soldado Valdez contaminaba
pánico con desesperación. Frotaba una vez la mano derecha y otra la izquierda
sobre el suelo barroso. Avanzaba hasta dar de cabeza contra otro árbol, pero no
encontraba nada, sólo ramas y pequeños charcos. Entonces volvía sobre sus pasos
y ensayaba mentalmente la excusa que le brindaría al mayor cuando éste
advirtiera que el centinela que dejó de retén había perdido propiedad del
ejército. Y sobre todo el Fal ¿O él no sabía que el fusil era la novia del
soldado, y que antes de abandonar o perder el arma era preferible dar la vida? Pero el conscripto clase 61’ acababa de tocar algo con
su mano izquierda. Algo que no era una rama ni una piedra. Era su fusil.
Chequeó el mecanismo y controló que el cargador no se hubiese desprendido.
Afortunadamente, el peine con los veinte cartuchos estaba correctamente
encastrado. El alma le volvía al cuerpo y el pecho se le expandía aliviado. La
calma llegaba como una bendición. Eso lo ayudó a ponerse de pie y a recuperar
el sentido de orientación. Por último, cuando retomó el camino hacia el unimog,
recuperó el casco. Todo estaba bien ahora. No había nada por qué preocuparse;
ni la lluvia, ni la mojadura, ni esos disparos que había escuchado. A lo mejor
era uno de los chacareros espantando comadrejas a escopetazos. Lo importante
era reposicionarse como centinela al pie del camión y estar atento a la llegada
de la patrulla.
“¿Qué está haciendo, negro tagarna del carajo? ¿Le está apuntando a su
mayor? Baje el arma y entre a la caja del camión que ya viene el suboficial y
usted tiene que custodiar lo que se le va a comisionar ¿Qué mierda hizo con el
Fal, lo revolcó por el barro? Mírese cómo está todo chorreado y sucio ¿Qué
tiene en esa cara de mono: sangre? ¿Qué mierda se anduvo metiendo en la nariz
que sangra tanto? ¿Se da cuenta que no sirve ni para retén usted? Ahora se me
sube al camión y me cumple las órdenes que le manden sus superiores. Obedece
sin preguntar nada y sin comentar con sus camaradas lo que pase con esta
comisión ¿Comprendido? Y mañana, después de formación, me viene a ver y se
presenta bajo arresto por amenazar a un oficial, por inútil y por negro
mugriento”
Cuando la patrulla de ataque arrojó el cuerpo sobre la caja cerrada del
unimog, Elciro no pudo evitar relacionar ese sacudón con el que hacían las
bolsas de papa que él estibaba sobre la
F 100 de su patrón. Seco y grave el ruido, como algo que
retumbaba por última vez. Sólo cuando dejaron la huella que bordeaba el bosque
y salieron a la ruta, Elciro pudo ver por un instante, gracias al cartel
luminoso del parador El Jote, que el hombre que yacía a sus pies estaba tanto o
más embarrado que él. La luz que alcanzó a filtrarse por unos pocos segundos
entre las ataduras de lona del unimog le permitió determinar que se trataba de
una persona que rondaría los cuarenta años.
“Estaba muy estropeado, sí, por las lastimaduras y el barro, pero no
parecía un hombre mayor. Tenía como cara de joven pero con arrugas en la
frente. Le salía mucha sangre por el agujero que tenía en el cuello y respiraba
como los sapos, ¿vio?. Como ese ruido a catarro que a uno le da cuando toma
fresco al sereno. Cuando íbamos por la ruta no, pero cuando tuvimos que cruzar
el campo la cabeza se le sacudía para un lado y para el otro, y más sangre le
salía todavía por el cuello y por la boca. Yo iba sentado del lado izquierdo y
el cabo del derecho. Al rato levanté los pies para que no se me mancharan los
borcegos…Claro que tenía miedo. Y el cabo también tenía. Temblando estaba el
cabo Seguel. Él seguía apuntándole a la cabeza con la pistola pero no lo
miraba. A mí tampoco me miraba. Y todavía falta el otro, decía, falta el otro.
Le pregunté por qué seguíamos de largo por la ruta y no entrábamos al pueblo
para regresar al batallón o al hospital. Con la mano que tenía libre sacó un
par de palas de abajo de las bancas laterales y dijo algo sobre unos bidones de
gasoil y la capilla. Es que hablaba muy bajito el cabo. El piso del unimog se
encharcaba cada vez más y la sangre se iba toda para atrás, ya tocaba el borde
de la caja, como que estaba a punto de caer para afuera, para la ruta. Y ahí
pasó algo peor todavía. El hombre levantó un poco la mano y hasta me pareció
que abría los ojos. Y ahí nomás dejó de hacer ruidos con la boca y quedó así;
duro, con la mano levantada y como mirándolo al cabo, que ahora sí lloraba. Se
hacía el que no agachando la cabeza, como que le revisaba los bolsillos al
hombre. Pero lloraba. Y yo también lloré porque el cabo me dio una fotito que
había encontrado en el bolsillo de la campera del hombre. Era la foto de un
nenito chiquito con una mujer. Recién allí el cabo guardó la pistola y yo me
corrí para la punta del camión, para mirar para afuera, a ver si por lo menos
el cielo amagaba a limpiarse.
8. AMAZONAS II
Desde el ventanal del departamento que la Señora tenía en el barrio
de Palermo, Mercedes podía apreciar el Jardín Botánico y el incesante ir y
venir de gente bien que transitaba
esa selecta zona de la ciudad de Buenos Aires. No era que le desagradara la
vista que disfrutaba desde el cuarto piso, pero se sentía ajena a la ciudad, al
estilo de vida que su madre quería imponerle y al círculo social que
frecuentaba su familia materna. Todo lo que proviniera de sus parientes
porteños le resultaba aburrido y artificial. Incluso la carrera de arquitectura
la había desilusionado. Para ella, el Buenos Aires que frecuentaban los
Martínez Lagos era un desfile incesante de personajes patéticos que se
desvivían por sobreactuar. Por lo tanto, este impostado devenir de exquisiteces
sociales la llevó a caer en el desprecio de cada una de las maravillas que sus
abuelos y su madre disponían para agasajarla. Definitivamente, Mercedes
comenzaba a aceptar su cotidiano estado de aburrimiento y su creciente hartazgo
por Buenos Aires.
Luego de la separación de sus padres, Mercedes viajaba a Buenos Aires
dos veces por año para compartir los recesos escolares con su madre.
Aprovechaba la ocasión para comprar ropa, ir al cine, conocer y compartir
salidas con el grupo de amigos de su prima Candelaria. O bien, en enero, pasar
unas semanas en el chalet que sus abuelos tenían en Pinamar. Pero esas visitas
temporales no se comparaban a esta residencia permanente que Mercedes llevaba
desde su egreso como bachiller. Los porteños le resultaban hostiles,
fanfarrones e hipócritas. Y sus parientes y allegados más cercanos se
destacaban por destilar toneladas de soberbia y estupidez. Para colmo, por
obvias cuestiones de seguridad y bajo estricta directiva del general de brigada
(RE) Belisario Martínez Lagos, su madre no le permitía invitar compañeros de
facultad a su departamento o salir a bailar con desconocidos. Es decir que sus
espacios más holgados de esparcimiento se remitían al circuito social que
frecuentaba su parentela materna y, por supuesto, a la parcialidad joven que
podía encontrarse en ese ambiente.
Como Mecha sabía cabalgar, era habitual que los amigos de su madre la
invitaran a sus respectivas estancias para que ella diera cátedra de equitación
a sus pares adolescentes. Pero la intención de su madre no era precisamente
ésa, el esparcimiento por sí mismo. La Señora consideraba que su hija ya estaba en edad
de despertar el interés a más de un candidato. Y qué mejor que mostrar las
habilidades ecuestres de la muchacha frente a lo más selecto de la sociedad rural
argentina.
En ocasión de pasar un fin de semana campestre en La Marita , la estancia que su
tío Enrique tenía próxima a Pergamino, el hijo del coronel Echegoyen le pidió a
Mecha si podía mostrarle cómo debía regular el envión del caballo antes de
sortear una valla olímpica. Mecha le dijo que sí, que montara, que ella le iba
a enseñar cómo hacerlo “No, así no. Mejor bajate y sentate adelante mío que yo
te muestro…Sí, sos alto pero no importa. Yo te muestro igual cómo se hace”
No era la primera vez que Mauricio Echegoyen trataba a Mercedes. Durante
el último verano se habían cruzado varias veces en las matinee bailables de Pinamar, ya que ambas familias, como ocurría
también con las de otros camaradas del abuelo Belisario, habían adquirido
condominios en la misma localidad balnearia.
Ahora, compartiendo una misma montura y teniendo por delante casi
quinientas hectáreas fértiles de llanura para recorrer, Mercedes buscaba que el
cuerpo de su compañero se sumara al ritmo que la cabalgata demandaba. Pero la
tarea exigía más esfuerzo de lo que ella preveía. Mauricio no sólo la superaba en altura, sino
que su espalda era mucho más ancha de lo que parecía a primera vista. No
obstante la diferencia física, más lo torpe que resultaba su compañero de monta
para esta destreza, Mercedes confiaba en que, a la larga, Mauricio sería
seducido naturalmente por el redoble que marcaban los cascos del animal. Por
eso decidió aminorar el galope, para comprobar si así la práctica rendía
mejores frutos.
Apenas sosteniendo un trote ligero y sin que ambos se dirigieran la palabra
desde que partieran del corral, Mauricio fue recostándose paulatinamente contra
el pecho y el vientre de Mercedes. Aproximación que ella consintió y que
acentuó con sus pechos. Ahora ambos ondulaban suavemente sobre el lomo del
alazán; livianos en el avance y apenas apoyándose en la montura. Mercedes sentía
que no estaba mal ceder al deseo, al mismo tiempo que las manos del muchacho
hacían contacto con sus muslos para deslizarse hacia la juntura, hacia donde la
podían. Dejó que sus piernas se separaran aún más para que él pudiera tocarla
como pretendía. Ninguno de los dos se atrevió a pedirle nada al otro, ni a
ponerle freno a las caricias. Los dedos de Mauricio llegaban hasta el límite,
hasta ahí, hasta donde el cuerpo de una mujer se muestra frágil e impredecible.
Mercedes dejó que las riendas quedaran libres y que el caballo continuara
avanzando hacia el arroyo que cruzaba el monte de eucaliptos. Rodeó con sus
brazos a Mauricio y dejó que una de sus manos se deslizara hasta donde el deseo
comenzaba a descontrolarla.
Esta vez otro hombre, esbelto y de gestos más refinados que Mariano,
volvía a bajarla del caballo, a desnudarla y a besarla como su primera vez
junto al río Huancúl (No quería) Otra boca contra la suya (No debía dejarse)
Otro hombre revelándose con su sexo en alto para entrarle tantas veces como sea
necesario (mirame a los ojos no dejes de mirarme así tan redondos quedate
adentro y mirame siempre mirame) Tan desbocado como él pero tan diferente y
ficticio como podría ser todo hombre que se sabe arrasado por la memoria del
primero, del que no sólo observa, sino que también ve lo que hasta ella es
capaz de negar para sí misma. Otro hombre que quizás en este mismo instante,
muy lejos y montando otro caballo junto a otro río más claro y caudaloso, sigue
estando también dentro suyo. Este hombre en otro que sí sabía, y sabe, elevarla
sobre el mundo sin tocarla, para luego sentirla entregar un secreto que no late
en este pero que resplandece en el cielo oscuro de una mirada que comienza a
buscar una luz herida en la memoria.
-
¡Vos
estás loca, Mecha! –le dijo la
Señora tomándola de un brazo-
¿Abandonar Buenos Aires, la facultad, tu familia, los amigos, todo el
confort que tenés aquí para volver a ese pueblo de perdedores y sin futuro?
Estás loca, muy loca ¿Qué vas a hacer en…en…Mirá, ni siquiera puedo pronunciar
el nombre…¿Me querés decir qué vas a hacer allá? ¿Estudiar? No, porque no tenés
dónde ¿Trabajar? De qué, si ninguno de esos salvajes sabe qué significa esa
palabra ¿Con quién te vas a relacionar? Ni sueñes con que te vas a ir de acá.
No te lo pienso permitir. Mirá, y ruego que esto que voy a decir me lo perdone
tu abuelo, pero ahora que está por desatarse la guerra, ojalá los chilenos nos
ganen y se queden con toda la
Patagonia-
-
¿Mamá,
Por qué no sos sincera y decís la verdad? -
-
La
única verdad es la que acabás de escuchar ¿A qué chica de tu edad se le puede
ocurrir cambiar todo lo que vos tenés: un piso en Palermo, amistades cultas y
educadas, una carrera universitaria, un pretendiente de clase y de excelente
familia como lo es Mauricio, por un pueblo insignificante en la Patagonia ?
-
Ése
no es ningún pretendiente ni…
-
¿Cómo
que no si ya se lo anunció a sus padres y a tu abuelo?
- Y a mí qué me importa. No pienso verlo
nunca más a ese concheto de jopito al aire. Por qué no decís la verdad, dale.
Decí por qué no querés que vuelva a San Agustín… Sí, San Agustín, dije ¿Por qué
no decís que es por él, por…
-
Ni
se te ocurra mencionarlo en esta casa, ¿me oíste? Ni siquiera una vez.
-
Sí,
lo digo, ¿y qué ¡ Roberto Díaz Galván!, el mismo que te…
Más le dolió el cachetazo que le había dado aquella vez Ángeles, una
compañera del secundario a la que Mercedes había tratado de “india puta”, que
el que ahora había recibido de su madre.
En el fondo, Mercedes estaba complacida por la
forma en que culminó el episodio. La agresión de su madre le serviría de excusa
para abandonarla y regresar a San Agustín. La Señora , dominada por un espasmódico llanto que
intentaba ocultar, le rogaba que la perdonara, que la entendiera, que sólo
quería lo mejor para ella, que estaba arrepentida y que le concedería lo que
quisiera si no la abandonaba.
- “Roberto Díaz Galván. No te lo olvides nunca porque yo llevo su
apellido. Roberto Díaz Galván, mi padre y el padre de ELLA, y parece que el de
su hija también…Ah, ¿no sabías que iba a ser abuelo?...Bueno, enterate porque
es así ¿Querés que te cuente lo que vos ya sabés y bien que te hacés la
boluda?...Sí, a mi madre y a quién sea le hablo así. La culpa es tuya porque no
te ocupaste nunca de nada: ni de él ni de mí. De un día para el otro te subiste
al auto de ese otro tarado y me
abandonaste. Estuve un año sin tener noticias tuyas ¡Un año entero! ¿Cómo te
crees que viví ese tiempo en casa, en la escuela, en la plaza con las otras
nenas? Sola, siempre sola. Acompañada únicamente por lo que me refregaba el
espejo cada noche y por esa carita que me miraba con tristeza…¿Qué te voy a
andar explicando? Ahora es tarde ¿Querés que te cuente la vez que ladraba la Choli ? ¿O preferís que te
cuente de la otra, cuando papá ya se la había montado varias veces y la cosa
les salía cada vez mejor? No, mejor te cuento cómo es escuchar al propio padre
gozando como un animal con la que podría llegar a ser mi hermana. Todas las
cosas que le decía a esa guacha escuchaba ¡Todas! Por suerte Mariano siempre
estuvo cerca. Si no, no sé qué hubiese sido capaz de hacer. Cuando el viejo la
trajo de nuevo a vivir a casa, esa misma noche los espié por la ventana de la pieza.
Él creía que yo estaba con las chicas en el club, pero no, yo estaba ahí y vi
todo. La primera vez que se lo conté a Mariano no me creyó. Decía que era
porque yo le tenía celos a ella. Por eso lo fui a buscar, para que comprobara
cómo lo engañaba Laura cuando decía que al único que quería era a él, a
Mariano, y que el coronel la trataba bien. Ahí los pude ver a los dos, y a la Choli echada junto a la
puerta. “¡Perra de mierda!”, fue lo único que dijo Mariano y se fue. En la
cocina, al lado de la heladera estaba el Fal que papá decía que había que tener
listo por seguridad. Te juro que lo cargué, lo llevé hasta la puerta de la
pieza y les apunté sin que jamás se dieran cuenta…¿Viste que no me conocés? Sos
tan poca madre que no sabés de lo que sería capaz tu hija. No creo tener coraje
como para llegar a eso, pero sí estoy segura de que la maldad, a la larga o a
la corta, se paga. Todo llega y vos lo deberías saber mejor que yo ¿O no sos
una mujer madura? ¿Vos acaso no nos cobraste lo que pasó esa vez? Sí, a mí
también me lo cobraste y yo te lo voy a cobrar ahora a vos. Tal cual lo voy a
hacer con ellos algún día. Creeme que motivos no me faltan…¡Terminá de hacerte
la sufrida de una vez! Dejá de llorar que se te arruga la cara y parecés más
vieja de lo que ya sos… Dale que me tenés que llevar hasta la terminal de
ómnibus. Quiero ver si consigo pasaje para mañana…¿Y? Dale, movete que ya está
por llegar el tonto de Mauricio y no quiero tener que darle ninguna
explicación. Levantate y mirate en el espejo. Una vieja parecés. Y encima
amargada.-
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