domingo, 25 de noviembre de 2012


    Con la publicación virtual de los capítulos 20-24, queda "colgada" en su totalidad la novela Fauna terca. Si bien la forma de publicar por entregas -blog mediante-  puede resultar un tanto caótica para la/el lectora/r promedio, en este caso me atrevería a decir que la propuesta es acorde al espíritu de la novela misma. ¿De qué otra manera las múltiples voces que construyen este relato pueden hablar de la violencia, del crimen, de la tortura, del abuso de poder, de violaciones, de terrorismo de estado, de una de las dictaduras más terribles de Latinoamérica, como lo fue la que le toco vivir a Argentina entre 1976-1983, si no es a través de una atmósfera narrativa caótica? De manera que abro el juego para quienes quieran atreverse a enderezar entuertos. Les doy la bienvenida a todas y a todos.

                          R. C   Neuquén, Patagonia Argentina, 2012 

20. PRONÓSTICO RESERVADO

    Ambas versiones fueron de por sí contradictorias. Hidrosur declaró que la suspensión de la obra se debió a expresas órdenes del consejo de seguridad de las fuerzas armadas. Por otro lado, ninguno de los comandos militares reconoce haber impartido esa orden durante el conflicto con Gran Bretaña. Más allá de la controversia suscitada, y a pocos días de iniciadas las hostilidades, el personal contratado por la represa fue suspendido hasta nueva orden. Sólo una reducida guardia cívico-militar permaneció en la base, a fin de resguardar equipo pesado y realizar tareas de mantenimiento. De manera que la suspensión de la mega-obra, más el fundado rumor de un inminente ataque aéreo sobre el regimiento de ingenieros de montaña de San Agustín, fue motivo suficiente para precipitar una migración masiva en el valle del río Huancúl; migración que, por cierto y de acuerdo a lo planificado, no debería haber sucedido hasta finales de 1982.
   En buena medida, el empuje económico que había surgido en San Agustín durante los últimos años se dio gracias a la instalación de la villa obrera de Hidrosur. La radicación de casi dos mil nuevas familias en el ejido urbano multiplicó las cifras demográficas que hacían de esta localidad una población de rasgo vegetativo. El afincamiento de los nuevos agustinenses incrementó una demanda de consumo que era imposible satisfacer por parte del mercado ya establecido. Por lo tanto, no resultó  extraño que de un día para otro se habilitaran diversos locales comerciales en los barrios linderos a la villa obrera. Pero esa entusiasta dinámica que supo imprimir el renovado movimiento comercial quedó reducida al mínimo para los primeros días de mayo.
  El hundimiento del crucero Gral. Belgrano a manos de un submarino inglés aportó la cuota de convencimiento que les faltaba a unos pocos para decidirse a ser parte de la oleada migratoria que se había desatado a pocas semanas de iniciada la guerra. La idea de seguir habitando un pueblo que tenía como centro de atención a una unidad militar, la cual se encontraba en zona fronteriza y, para colmo, se destacaba como blanco seguro para el bombardeo aéreo, ya no era garantía para ningún proyecto de vida. Es por ello que la evacuación anticipada de San Agustín fue imprimiéndole al paisaje urbano una imagen inusitada de desolación y silencio.
    Lo que hasta entonces había sido reconocida como la plaza más colorida de la provincia, hoy era el emplazamiento ideal para las baterías antiaéreas. El barrio Progreso, el conglomerado habitacional más importante de San Agustín y el que mayor población infantil albergaba, fue el primero en exponer en sus patios traseros las cuerdas libres de ropa, ensordecer las emisoras radiales y borrar de sus calles el despreocupado deambular de vecinos y vehículos. Con el transcurrir de los días y a raíz del contagio social que infundía el pánico, una situación similar fue repitiéndose de barrio en barrio hasta reducir los datos demográficos a un cuarto del total registrado antes de la guerra. De ese mínimo total, seiscientos efectivos pertenecían a las filas del ejército y el resto se distribuía entre  empleados de instituciones públicas y vecinos, que de ningún modo se resignaban a abandonar su pueblo natal.
    La evacuación anticipada de San Agustín se tornó caótica. El flujo vehicular de quienes abandonaban el pueblo se cruzaba inevitablemente con las columnas de camiones, jeeps y piezas de artillería que ingresaban con destino al regimiento. Todo ello, además, entorpecido por las malas condiciones climáticas que castigaron a toda la región durante aquellos días. Las infaltables lluvias de abril, las que en mayo comenzaron a pronunciarse en forma de nieve, alteraron los ánimos de civiles y militares. Unos por las demoras que el mal tiempo les causaba al momento de cargar sus pertenencias en los camiones de alquiler. Y otros por las complicaciones que este desplazamiento improvisado les traía a nivel de seguridad. Ni las autoridades municipales ni  las militares previeron un plan de acción para un emergente de este tipo. A la urgencia circunstancial de ordenar la salida y la entrada vehicular al pueblo se sumaron otros imprevistos, como el prematuro vaciado del stock de combustible que poseía la estación de servicio El Jote y el lógico faltante de elementos básicos de consumo que dejaba el cierre de comercios por detrás.
    Los efectos colaterales de una guerra no librada en territorio continental marcaban su presencia a través del desprolijo vaciado de un pueblo apremiado por el temor y la falta de información. Las huellas dejadas por los camiones de mudanza en las barrosas calles laterales era la herida más elocuente de lo que la desesperación causaba en los agustinenses. Profundos surcos, pisados y ensanchados una y otra vez, anegados por la lluvia y vueltos a abrir por el peso de los vehículos, dibujaban un fluir de arterias sucias que se tramaban hacia el corazón de San Agustín. A veces una olla a medio enterrar en el barro, un espejo partido o una silla posada sobre sus cuatro patas, daban muestras de las pérdidas que causaba el trabajoso andar por ese territorio urbano. Era como si el clima y la tierra fueran el primer foco de resistencia que se abatía contra quienes dejaban atrás esa parte del mundo.

      Durante más de un mes, Mariano se mantuvo recluido en su casa de alquiler. Apenas se dejaba ver cuando debía ir por provisiones. De paso, el ida y vuelta hasta el centro del pueblo le ayudaba a recuperar la movilidad en las partes lesionadas del cuerpo. Esas pocas salidas le bastaron para comprobar el despoblamiento de San Agustín y para ponerse al tanto de los inconvenientes que esa nueva realidad le deparaba a quienes habían decidido permanecer allí. Una realidad que era perversamente aprovechada por los pocos comercios que abrían sus puertas. Principalmente el sobreprecio de los productos comestibles era una constante que devastaba la economía familiar, como también la demora en la reposición de mercadería. Pero por otro lado, y sobretodo en la repartición pública, había quedado un buen faltante de puestos por cubrir, lo que abría un campo de oferta laboral no frecuente en este rubro.
   Para mediados de mayo, el último sueldo cobrado por Mariano se estaba agotando y las perspectivas de procurarse una salida laboral en lo inmediato eran prácticamente inexistentes. Para colmo el clima continuaba siendo pésimo y el estado de ánimo, el suyo y el de los pocos con los que pudo tratar por aquellos días, comenzaba a transformar el mal humor en intolerancia y la impaciencia en agresión. Es por ello que decidió retornar al terreno que más conocía, a la zona rural, donde, seguramente, algún viejo chacarero estaría necesitado de un par de brazos jóvenes.
   A pesar del cruel otoño que castigaba a toda la Patagonia, en las chacras se aproximaba la época de recolectar podos, de abastecer de leña los hogares y de preparar el ganado porcino para la confección de chacinados; tareas que Mariano dominaba desde niño y que bien podrían ayudarlo a superar el invierno. Si contaba con esa suerte, conseguir algo más remunerativo en primavera sería mucho más sencillo.
   Cuando llegó a la chacra de don Pancho, uno de los guitarreros que musicalizó la despedida del Choique, vio que desde la casa salía su hijo Lito a recibirlo. Lo hizo pasar y dejó que se descalzara para poner a secar los borceguíes junto al hogar a leña.
   “Como cuatro o cinco veces fui a tu casa para avisarte que había llegado un telegrama para vos. Y a la semana siguiente llegó otro. Lo mismo: otra vez a buscarte, aguantándome a cara pelada la lluvia y el barro. Y de a pie, porque con la bici no se puede andar en medio de tanto charquerío. Y nada, che. Así que volví a la oficina y le dije al jefe que lo acomodara en las casillas de poste restante. Con los telegramas nunca se sabe el riesgo que uno puede correr. Y como vos nunca recibís nada…Debe ser algo importante para que te envíen de golpe dos…Los despacharon en Buenos Aires…En el correo no hay laburo, Marianito. Con la desbandada de gente que hubo no nos hacen falta empleados. Pero dónde sí puede haber una salida es en el hospital…Qué se yo. Con esto de la guerra deben estar tomando sus precauciones…¿Por qué no lo vas a ver a Miguel Peralta que es el encargado de personal?…Será para camillero, mantenimiento, chofer, algo de eso. Yo que vos agarro viaje. Pero antes permitime un consejo. Recortate el pelo y afeitate. Mirá que el Director del hospital es un milico, y si vas así como estás ahora te mandan para atrás”

  Como camillero no tenía mucho trabajo, pero como ordenanza sí, ya que debía mantener los pasillos, las salas de estar y los baños del edificio en permanente estado de higiene. Peralta no tuvo objeciones en incorporar a Mariano a la planta funcional hospitalaria, aunque lo hizo con la condición de que aceptara cubrir ambas funciones “Y fundamentalmente con el tema de la limpieza. Si el Director llega a ver un papelito o una manchita en el piso nos cuelga a los dos juntos. Así que, mucho cuidado. Si hacés las cosas bien no vas a tener problemas con nadie”. Y de hecho no los tuvo. En virtud del déficit poblacional que sufría San Agustín, el hospital quedaba grande para la escasa demanda de salud que requería el pueblo. Salvo una urgente intervención de apendicitis y un parto que derivó en cesárea, durante los primeros días de trabajo no hubo situaciones de mayor cuidado. De manera que su vida sucumbía en una nueva rutina de por sí tediosa. Cumplir las ocho horas de jornada laboral. Volver a su casa. Ir cada tanto a visitar a alguna pupila del Jote. Dormir. Retomar al día siguiente al hospital. Otra vez a casa. Cenar sobras de la noche anterior. Dormir con frío y, sobre todo, no dejarse ver en proximidades del correo y de la comisaría.

  El mes de junio exacerbó los ánimos. El mal tiempo parecía haberse aliado con el carácter más impiadoso de la naturaleza. Cuando no nevaba, lloviznaba. Siempre húmeda la ropa. El calzado mojado. Siempre frío el aire. Siempre agua en las calles, en las veredas y filtrándose por las goteras del techo de su casa. Charcos sobre barro y sobre asfalto. Charcos que se laminaban en hielo cuando por las noches despejaba y la helada metalizaba hasta el flameo de la bandera de la plaza. Junto con ello, el bloqueo por acumulación de nieve en los caminos impedía el normal suministro de leña, combustible y víveres. El malestar en la población civil era generalizado y no menos preocupante entre el personal del regimiento. Mariano advertía un disimulado nerviosismo en el tono de voz y en los gestos de cada militar que cruzaba dentro o fuera del hospital. A pesar de que el único contacto con una emisora radial o televisiva lo tenía en el comedor del hospital, deducía por los comentarios que escuchaba que la guerra no marchaba del todo bien y que una derrota era inminente.
    Peralta le dijo que no había problema. Que si no era pretencioso podía pasar la noche en la sala de máquinas. Ahí había un catre que en los buenos tiempos se usaba más como nidito de amor que como depósito de mantenimiento. Esa noche la nevada era intensa y Mariano no había podido conseguir leña y kerosene para calefaccionar su casa. Así que el ofrecimiento de Peralta fue más que oportuno. La sala donde pasaría la noche era cuatro veces más amplia que ese cajoncito de ladrillos donde vivía. Además la temperatura ambiente era templada y el colchón del catre era más confortable que el suyo. Salvo el ruido del encendido automático de las calderas y la falta de ventanas, no encontró ninguna otra objeción a su dormitorio de emergencia. 
   Cuando desplegó la frazada que estaba arrollada debajo del colchón, las revistas pornográficas cayeron al suelo. Hot baby se llamaba la primera. Mostraba en la portada a una chica rubia montando un caballo. Con una mano ofrecía uno de sus pechos y con la otra se introducía una banana en la boca. La segunda se llamaba Pussy & Hass y dejaba ver a una exuberante mujer negra, también desnuda, sentada a horcajadas sobre una silla y disimulando su sexo tras una botella de champagne.
   La excitación de Mariano fue inmediata. A medida que pasaba las páginas y descubría a esas mujeres entregando sus cuerpos a uno, dos y tres hombres a la vez, su miembro se enervaba a más no poder. Después de una rápida ojeada descartó a la morena y se quedó con la amazona rubia. Los dos montando desnudos; él tomando las riendas y ella dejándose sacudir al ritmo del galope, mientras se entregaba volcando la cabeza hacia atrás. Entrecerraba los párpados y le daba la lengua para que se la chupara. Mariano soltaba las riendas y le recorría los pechos con las yemas de los dedos. Bajaba hasta donde ella rogaba que la tocaran. Gemía la yegua sobre el caballo. Le pedía más. Que no se detuviera ahora. Que no acabara todavía. Llevaba al extremo de su abertura las piernas y se dejaba tomar de las caderas para que los embistes fueran más profundos. Quería que él la levantara para hundirla de un solo golpe contra la enorme dureza de su masculinidad. Pero Mecha sabía cómo moverse para que el goce los embriagara por igual. Por eso se recostaba sobre el cogote del animal, para que él entrara y saliera cuantas veces quisiera. La rubia se daba vuelta y venía ahora de frente, abriéndose más y rodeándolo con las piernas para clavarle el azabache de su mirada en la suya. A Mariano lo enloquecía ese manto negrísimo de cabello que ondeaba en el aire y que iba y venía de la espalda a los hombros y de los hombros a la espalda. Lo trastornaba de placer la boca de Laura en la suya. La lengua lo recorría y le recordaba cuando estuvo allí, esa única vez que el corazón de ambos ardió en una mágica muerte del mundo para renacer en otro. Pero el Tinto aceleraba y él no quería eso. Quería que retomara al trote manso. Tiraba de las riendas con ellas rindiéndose en la convulsión de un orgasmo conjunto que él quería demorar hoy más que nunca. No todavía. Que aflojara el alazán de una vez por todas. Necesitaba tenerla a Laura toda la noche así, abrazada y mordiéndole los labios. Corría la bestia maldita y Mecha se reía enganchando sus pies por la espalda de Mariano. La mano no le obedecía. Apretaba su carne y era más veloz que el caballo. Entonces la página dieciocho se convirtió en un arrugue de papel viscoso que se desprendía de la revista. A la mano no le importa nada que él quisiera estar un rato más con ellas. Morado y venoso estaba el miembro que se dejaba frotar salvajemente. Es terca la memoria y tirano el deseo. Y llega el ahogo breve de lo que ya es imposible contener. Castiga la mano y se deshacen las imágenes que hasta hace unos segundos corporizaban el umbral del éxtasis. Ya no hay presencia viva de ellas. No hay cabalgadura que valga. Sólo la edición rota de Hot baby, la frazada salpicada y el ronroneo agitado de su respiración y del encendido automático de la caldera.

  No le hizo nada bien ese arranque masturbatorio. Es cierto, se sentía más aliviado pero dañado en sus sentidos. Tenía calor, mucho. Tenía sed, mucha. La confusión de imágenes que aún se revolvía en su memoria y el gusto a insatisfacción que le rondaba el paladar lo fastidiaban. Algo iba a reventar muy pronto dentro suyo. Lo percibía en la sangre y en el ritmo amenazante de su respiración. Algo tenía que aplastar para recuperar la calma. Algo tenía que romper, que destruir, que aniquilar. Una silla contra la mesa, un puño contra los dientes, un palo contra un cráneo, una botella contra la boca. Algo había que destrozar, y pronto.
   Calculó que a esa hora de la madrugada no andaría ni un alma por los pasillos del hospital. Necesitaba beber. La sed lo apremiaba más que el hambre. Seguramente, el único médico de guardia y el administrativo de turno estarían durmiendo. Por lo tanto, podría llegar hasta las alacenas de la despensa sin dificultad y servirse lo que deseara. Algo líquido y frío tenía que pasarle por la garganta para apagar lo que estaba viniéndose.
   Desierto y a media luz el primer pasillo. Nadie en el segundo, en el que hacía ángulo con el ala sur del hospital. Al fondo y sobre mano derecha, el comedor. Apenas una lámpara de veinticinco iluminando detrás del mostrador. Allí las tres alacenas, una sobre otra, y al costado la heladera industrial. La gaseosa de lima limón estaba bien. Con una cuchara hizo saltar la tapita y bebió media botella de un solo trago. Bajaba la temperatura del cuerpo, como también el nivel de excitación que cargaba en la sangre. Hasta la memoria inmediata desgranaba la secuencia de sexo compartido que Hot baby había desatado en él. Pero a pesar del sosiego que consigo había traído la bebida fría, todavía vibraba algo oscuro e incómodo en su vientre. Sabía que no era buena esa sensación y que en algún momento pediría revelarse de una manera nada grata. Se preguntó si el Choique estaría descifrando lo que escondía en su corazón. Lo atemorizó la idea de creer en un guía espiritual celador y persecutorio. Mejor dejar en orden la despensa y volver a la cama. Mejor desprenderse de todo pensamiento perturbador. Mejor dormir. Y si se puede, dormir sin dar lugar a sueño alguno. Como si lo único que importara fuese vaciar la mente de miradas inquisidoras y preguntas molestas. Lo conveniente era desandar el pasillo del ala sur, retomar hacia la izquierda, volver por el segundo y detenerse a mitad de camino, porque el brusco frenado de una camioneta militar junto al acceso de esa misma ala hacía que la semioscuridad que pacificaba al edificio fuera avasallada por las luces del vehículo.
   Estaba abierta la puerta de hemoterapia. Pudo ocultarse allí antes de que los cinco hombres del ejército (uno al frente, otro más atrás y los otros dos transportando en la camilla a un herido) ingresaran por el acceso lateral. A pesar de la nevada que se abatía a esas horas sobre San Agustín, la potencia de los focos de la camioneta superaba la densidad de los copos y alumbraba el interior del edificio. Mariano dejó levemente abierta la puerta para saber a qué se debía ese arrebato de emergencia. Otra vez lo atacaba el calor, la sed, el apuro respiratorio, la comezón en el vientre y la exasperación que volvía a latirle en cada músculo del cuerpo.
   El que iba al frente abrió las puertas para que el segundo hombre y los camilleros pasaran con el herido. Dedujo que la emergencia era seria porque ninguno de ellos llevaba abrigos térmicos. “Deben haber salido a las corridas”. Únicamente el que venía inconsciente estaba envuelto en frazadas. El quinteto se detuvo junto a uno de los calefactores del pasillo y apoyó al transportado en el suelo. La camilla era la típica de campaña; la que consistía en una lona verde oliva, con dos pasamanos entubados a los costados.
-          “¡Guardia! -gritó el primero, al que sólo podía verle la espalda-  ¡Médico de guardia, conmigo! ¡Traigo un herido!…A ver, usted y usted, a buscar ayuda ¡Carrera mar!”-
  Mariano no necesitaba verlo de frente para identificar al que daba las órdenes. Conocía ese carrasposo tono de voz. Era el mismo que impostaba para alentarlo a él cuando debía debatirse en doma con algún arisco azulejo o con un cimarrón de mala monta. Y también era el mismo tono con el que le ordenaba a ella (porque él lo espió esa noche de navidad) ponerse boca abajo y levantar las caderas. Entonces la sed y el calor regresaron a su cuerpo. Le hacía falta algo contundente. Algo como para partir una pierna o punzar un ojo. Algo tenía que amputar, que abrir por el medio para que drenara el flujo agrio que le subía a la boca. Empezó a arderle el vientre cuando vio que el médico y los dos conscriptos lo dejaban al viejo custodiando al herido. Podía escuchar el bombeo del torrente sanguíneo que le taponaba oídos. Más allá taconeaban los pasos pesados por el pasillo. Un gemido débil del herido y el traqueteo aparatoso del motor diesel de la camioneta. El viejo Llevaba la nueve milímetros en la cartuchera (Ahora se va a dar vuelta y va mirar para este lado). Todavía no, cuando se le termine el pasillo. Ahora sí da la vuelta (¿Por qué se detiene y empuña la pistola?). Mira hacia la puerta de hemoterapia y avanza. Mide cada paso, aprieta los labios y observa. Desconfía de todo lo que no está en su lugar, y esa puerta debería estar cerrada como las demás. Únicamente mueve las piernas para acortar la distancia que lo separa de Hemoterapia. Los brazos y las manos firmes, desenfundando la Browning, apuntando hacia donde él está oculto. Los ojos pequeños. La boca, la mandíbula, las aletas de la nariz, las arrugas de la frente, todo conformando una amenaza rígida que avanzaba hacia la delgada abertura. El viejo se le venía y su cuerpo no era suyo. No le obedecía. ¿Temblaba de ira o de miedo? ¿Lo esperaba inmóvil y a oscuras para hacer más efectivo el ataque, o no movía un dedo porque la parálisis intuía que ésa era la mejor forma de pasar desapercibido?
   Se dio cuenta por el rechinar de las rueditas de la camilla, la misma que él conducía a diario por el hospital, que la comitiva militar regresaba a buscar al herido. El médico de guardia y el administrativo acompañaban a los tres soldados que tiraban de la camilla. Casi a punto de empujar la puerta, el viejo enfundó el arma cuando los escuchó venir. Mariano no se había percatado de que se había formado un charco de sangre junto al herido. Fue el médico de guardia el que quitó la frazada y recogió el brazo desprendido del hombro; el que había rodado y caído sobre la misma sangre que hasta hacía poco pertenecía al mutilado. Menos el médico, que guardó el brazo en una heladerita portátil, el resto de los hombres se encargó de trasladar al herido a la camilla rodante.
  Pálido el rostro cuando lo vio pasar a centímetros de hemoterapia. Sin duda que una vez que instalaran al herido en el quirófano, alguien vendría a retirar unidades de sangre para transfusión. Tenía que salir de allí ahora mismo, ya que el administrativo estaría llamando al equipo de cirugía para intervenir cuanto antes. Pero el viejo no se había sumado al pelotón de emergencia. Desconfiaba de las puertas semi abiertas. Olfateaba el engaño. Era “fauna ladina”, le había dicho una vez el Choique. Desenfundaba nuevamente y apoyaba la mano sobre la puerta. Los ojos en los suyos y el corazón en la boca. Revuelto el estómago y el calor, la sed. Algo había que hacer. No importaba el contraluz que dibujaba la camioneta. Mariano conocía de sobra la aridez del rostro del viejo. De más estuvo la patada contra la puerta, como también apuntarle a la cara como si fuera un delincuente. Algo contundente. Partir una pierna, punzar un ojo, o morder la mano que le daba de comer.
   “Vos no aprendés más. Me hacés acordar a tu vieja. Otra terca que terminó igual que vos pero más lejos…No me pongas esa cara de boludo cagado en las patas que no sabe de lo que le hablo ¿Te das cuenta que vos no deberías haber estado aquí y haber visto lo que viste? Con la cagada que te mandaste casi me fundís el negocio. Y ahora te me aparecés acá, espiándome para mandarme al frente ¿Si te pongo un plomo entre los ojos quién me va a decir algo? No hay caso. No aprendés más cómo es esto. Ni el bailongo que te comiste con Somuncura sirvió para acomodarte…”
    De pronto se encendieron las luces del edificio. Portazos de vehículos que estacionaban junto a la camioneta del regimiento y corridas que hacían eco en el ala norte. Daba por hecho que en cuestión de segundos alguna de las enfermeras irrumpiría en la sala. Entonces el brazo se flexionaba. La nueve milímetros volvía a la cartuchera y algo había que hacer con esa mirada desafiante que le pedía ser destruida. Un palo o un cuchillo servirían igual.
    “Rajá de acá. Tomatelás y desaparecé antes de que me arrepienta. Seguís siendo el mismo suertudo de siempre”

   No importaba lo profunda y helada que estuviera la nieve. Mariano quería alejarse cuanto antes del hospital. A pesar del revuelto de bronca que le hervía en el estómago, estaba lo suficientemente lúcido como para entender que su vida había estado a punto de terminar en una sala hospitalaria. La boca del cañón del arma a centímetros de su frente y a un ligero toque de gatillo. Daba por hecho que su vida, por lo menos la breve e infame transcurrida hasta entonces, había llegado al límite de lo soportable. Era como si hubiese muerto en ese disparo que no fue, pero también como si hubiese sobrevivido a un ajusticiamiento que no merecía. Algo debía hacer. De alguna manera tenía que apagar el fuego que otros habían encendido en su corazón, para luego abandonarlo a su suerte y aplaudir a la distancia las ruinas que, a la larga, lo sepultarían de por vida.
   En San Agustín aún continuaba vigente el decreto que imponía oscuridad urbana absoluta durante horario nocturno. Por eso a Mariano le costaba doblemente atravesar las calles que lo separaban de su casa. El colchón acartonado de nieve continuaba engrosándose debido al mal tiempo. Sus piernas se hundían hasta debajo de las rodillas y debía trabajar paso por paso para progresar en su cometido. Primero se espantó al escuchar ese bulto deforme que se le aproximó resoplando a sus espaldas. Sólo cuando reconoció por el ladrido a Lonco, el perro adoptivo de la comisaría, volvió los puños a los bolsillos del abrigo y continuó la marcha sin prestarle atención al animal. Peludo, zarco y tonto el perro. “Grandote al pedo. No sé cómo lo aguanta Somuncura” El medio mastín lo seguía como si debiera protegerlo de algún enemigo oculto. Un ojo marrón y uno celeste. Saltaba como conejo para avanzar sobre la nieve. Cada vez que Mariano se detenía, Lonco también hacía una pausa, alzaba las orejas y se quedaba mirándolo “Perro infeliz y mugriento. Alcahuete de los milicos” Algo tenía que hacer. Un palo contra el hocico. Un alambre metido en la garganta. La hoja del puñal en el pecho, hasta el toque del mango. También un lazo en el cogote y a colgarlo como una vaca, con la lengua flameándole a un costado. Faltaba poco. Tres cuadras más y echarse a dormir. Antes, un par de tragos de ginebra, o dos, o media petaca “Que me siga el estúpido este. Que me importa si está cagado de hambre y de frío. Yo también estoy así y no digo nada” 
  Tuvo que escarbar en la nieve que tapaba al ladrillo para tomar la llave. El perro entró primero y se subió a la cama. Se ovilló sobre el colchón y se lamió las patas. No hacía falta encender las luces. El temblor en las piernas. La boca de Laura contra la suya y otro hombre que no era el viejo haciéndola gozar. Las cachas de la Browning eran nacaradas. Se le resbalaba un poco cuando le encargaron lo del Plata. En cambio al viejo no. No se le patinaba nada la empuñadura. El estúpido se lamía las bolas y le baboseaba la colcha. Le chapoteaba la entrepierna cuando se repasaba la lengua una y otra vez. Ese chasquido, pero más líquido y fragante, también se lo regaló ella cuando la tuvo aquella única vez. El mismo cuchillo que tantas veces usó para trozar cerdos y chivos. Nunca hubo mundo feliz. Hubo un amor que creyó correspondido y una compañera de sexo que le permitía ahogar lo que se insinuaba como una falsa dicha. Después, trajinar una vida tan esteparia como la pampa que se desplegaba más allá del río Huancúl. ¿Por qué dijo “terco como su madre”? Así lo hizo siempre, montar por el lomo al animal elegido, apretarle el hocico y pasar en medialuna el filo. Bien profundo el corte. Porque una cosa era amarrar a la Choli en la driza del mástil e izarla, y otra tener que hacerlo con éste animal que era mucho más pesado. Esperó que el moribundo dejara de respirar. Sacó la frazada manchada de barro y sangre y la puso afuera, tapando al perro. Con el frío, la carne muerta no despide olor. Mañana lo llevaría y lo pondría ahí, donde los demás pudieran verlo.
   Ya no había sed ni temblor. Le latían las manos y el cuerpo empalidecía de frío. Nada que lamentar ni nadie por quien llorar. Acostarse vestido y abrigarse con el poncho de pelo de guanaco que heredara del Choique. La ginebra y una pérdida que se le agigantaba en algún lado del alma. Calientes las manos. Frío el cuerpo. Nunca hubo mundo feliz y ella era el único amor que penaba sola en el último planeta que flotaba en la sangre triste de su corazón. Algo tenía que hacer por Laura y por la condena de su alma que ya no tenía vuelta atrás. Pedía un gesto de entrega que la dignificara y que a él lo reconciliara con su espíritu. No tenía porqué lamentarse ni creer ahora en la muerte física de quien se amaba. Ese pensamiento era para los que no tenían fe y para quienes se conformaban con la vulgaridad de la carne. Por esa razón, Mariano estaba convencido de no pertenecer a este mundo y de tener que penar de soledad hasta que todo acabara. Pero primero estaba ella y la inmensidad herida de su memoria. Ya pasaría el mal tiempo y terminaría esta estúpida guerra que los había separado. Volverían a reencontrarse y él la perdonaría. Le ayudaría a purificar su alma. Luego otros se ocuparían de hacer lo propio con la suya. Pero todo llegaría porque el destino era un mandato imposible de disimular.
   Vacía la petaca que caía de la cama al piso. Hasta la última gota de alcohol se hermanaba ahora con su sangre. Acurrucar el cuerpo bajo la frazada y soportar el golpeteo pequeño, uno tras otro, de la gotera que estallaba monótonamente contra la hoja desnuda del cuchillo. Así de tortuosa la vigilia, como la culpa que se arroja contra su propia memoria y revienta en partículas de olvido para cegar la luz que se filtra con el llanto.
  
  


 







21. San Agustín

    La indignación popular que provocó la derrota de Malvinas fue mucho más allá del  plano militar. La capitulación argentina del 14 de junio de 1982 terminó de fracturar al ya endeble gobierno de facto e hizo públicas las desinteligencias internas entre los integrantes de la cúpula castrense. Con todo, el divorcio manifiesto entre las empresas multinacionales y sus referentes políticos de turno debilitó aún más la base financiera que sostenía el modelo económico. Operadores de mercado, empresarios y agentes de comercio transfirieron compulsivamente sus capitales a cuentas bancarias extranjeras, dejando tras de sí a una desvalida multitud de inversores que, de pronto, se vieron estafados y condenados a la miseria. En consecuencia, la debacle política, económica y social que desató la posguerra derivó en una reacción masiva contra toda figura que simbolizara o evocara a un uniformado. Argentina convulsionaba en un caótico antagonismo de rescate, ya que una de sus caras, la más vapuleada por la dictadura, podía compararse a la de un comatoso irreversible que ameritaba ser desahuciado en su parte más pútrida. En cambio y atendiendo a su lado más noble, era preciso rescatar esa parte del  cuerpo que podía y debía ser revivida por quienes venían de la traición más imperdonable de la historia.
    El invierno de la derrota de Malvinas fue el más crudo de los últimos cincuenta años. La copiosas y continuas nevadas fueron el marco natural de la desidia y de la depresión anímica que envolvió a San Agustín por aquellos meses. Excepto por el incendio que destruyó la comisaría y por la discreta desmovilización de tropas, ninguna otra novedad aconteció en el pueblo hasta la primavera. Una vez concluida la jornada laboral, los agustinenses se mostraban reacios a socializar con sus vecinos. Se suponía que puertas adentro de cada hogar se desarrollaba la austera vida que perduraba por entonces. Las pocas veces que la tenue luz del sol lograba superar el nuboso entramado de la tarde, lo hacía para acabar aplastándose lastimosamente contra las calles desiertas. Cada anochecer el invierno invadía de sombras y silencio el entorno urbano que le daba nombre a ese olvidado rincón del sur del mundo. A partir de la derrota, todo pareció adolecer de una quietud infinita, de una tregua que tenía como mandato perpetuarse en cada gesto que asumiera hasta el más imperceptible de los movimientos.

   Una mañana de agosto, el jefe de personal llamó a Mariano a su despacho. Quería que recibiera un par de cartas que Lito había traído desde la sucursal del correo.
    “Son de envío simple. Así que no hace falta que firmes nada…Sí, podía haberlas dejado en tu casa, pero de esta forma me salvo de tener que embarrar la bici y me aseguro que te lleguen en mano…Las despacharon en Buenos Aires. Primero los telegramas y ahora las cartas ¿En qué andás vos, che, que de repente te escriben tanto?”
  (…) ¿Por qué no respondiste ninguno de los  telegramas que te mandé?  ¿Estás bien? ¿Qué hacés todavía en ese pueblo muerto de hambre? Yo te había conseguido un puesto de ayudante de mayordomo en la estancia de Mauricio ¿Te acordás que te hablé de él? Sos un estúpido. Te perdiste de vivir como un ser civilizado y de estar más cerca de mí (…) por eso fui hasta La Plata, para echarle en cara todo eso y más. Ahí me enteré que Iraola se había ido del país y que por eso mi viejo estaba como loco. Un infierno fue ese día porque el que se había fugado era el padre, no el hijo. A  propósito, ése no  tiene intención de quitarle distancia al culo de la guacha que vos ya sabés (…) con mi vieja, ahora. Otra que no le sobra nada para compartir con los de su misma sangre. Pero por lo menos me acompañó mientras estuve internada en la clínica y me preparó un cuarto en el departamento para que me recuperara de las heridas. “Mechi, me rogaba mi vieja en voz baja, a tus compañeras de la facultad deciles que fue un accidente automovilístico. No conviene que la gente sepa todo, ¿me entendés? Yo también tengo un lugar ganado entre mi gente y si se enteraran de lo tuyo, eso me desprestigiaría. Además, ¿sabés qué van a decir de vos?, que si tu padre reaccionó de esa manera fue porque le diste motivos (…) Lo de aquella vez en San Agustín fue una caricia comparado con la paliza que me dio esta vez ¿Pero te crees que se arrepintió? Para nada. Hasta me prohibió acercarme a Laura y volver a San Agustín (…) las tres propiedades, un cincuenta por ciento de las acciones, y a medias con las ganancias de los campos. Todo para ella ¿Y después anda diciendo que yo soy su hija? (…) Viejo cobarde, pederasta, golpeador y cornudo. No le falta nada a ese hijo de puta para lucir el título de mierda más grande del mundo (…) Si no venís voy a ir yo para allá y te voy a traer a la fuerza a Buenos Aires. San Agustín está muerto. Y vos, si insistís en quedarte, vas a terminar siendo un cadáver más entre tanta basura”

      La primera carta la leyó una sola vez y después la quemó en la salamandra. No conocía el término pederasta pero le sonaba mal. No recuerda haberlo escuchado con anterioridad. Tuvo que silabear para poder darle forma a la lectura. Era como si ese calificativo salpicara de mugre a Laura. Como si abusara de ella aún estando ausente en la oración. Por eso a Mariano no le gustaba leer y escribir. Porque a veces, sobre todo en esos escritos donde algún personaje confesaba experiencias o sensaciones perversas, las palabras se entrometían en el mundo privado del lector y lo confundían, le decían cosas que él no pedía saber y después lo dejaban así; a solas y con mil preguntas quemándole la cabeza. Pederasta no debería haber figurado en ese papel, en esa carta que él no pidió que le escribieran y que Lito no debió hacerle llegar.
   “Mirá cómo cambiaron las cosas respecto de lo que te conté en la carta anterior ¿Lo hubieras imaginado a mi viejo lagrimeando, poniéndose de rodillas y pidiéndome perdón delante de Laura? ¿No, verdad? Pero creelo. Se abrazaba a mis rodillas y no dejaba de suplicarme que lo perdonara, que estaba muy nervioso por la guerra y porque su socio lo había dejado en banda. Decí que todavía no me recuperé de la fractura en la cara, sino hubiese largado la carcajada de mi vida. ¡Que se pudra mi viejo, la guacha esa y el hijo alzado de Iraola! Me dieron ganas de patearlos y escupirlos a los tres. Por vos y por mí. Pero ya va a llegar mi momento. Y el tuyo también. Y, ¡ojo!, no creas que pienso en venganza. Pienso en hacer justicia, en tomar lo que me corresponde y ayudarte a salir de la miseria en que te metió este mal parido(…) si  él no me lo decía ni me enteraba que estabas trabajando en el hospital. Poco me contó. Que estabas bien y que te acercaste a saludarlo. Pero que no pudo hablar mucho con vos porque estaba con ese asunto del alerta rojo y todas esas boludeces de su milicada ¿Y vos lo saludaste así nomás, sin reprocharle que te haya abandonado en la comisaría y que casi te mataran a golpes?(…)  no tiene límites. Es así de promiscua y especuladora. Pobre las nenas. Me dan mucha pena esas criaturitas. Les debe dar algo para que no se despierten mientras ella se manda la menage a trois, como dice mi amiga Ivonne. Queda más suave decirlo en francés(…) es más fácil porque el hospital tiene teléfono. Acordate, en cualquier momento te llamo y te confirmo mi viaje para que empecemos a poner las cosas en su lugar”

   Tampoco conocía el significado de promiscua, pero le cayó tan mal como la anterior, como pederasta. ¿Y ese otro término tan raro? ¿Por qué decir en otro idioma lo que bien podría ilustrar en castellano? ¿Por qué Mecha le escribía de manera tan rebuscada? ¿Por qué no le decía las cosas cómo pedían ser expresadas? Definitivamente no valía la pena conservar ninguna de las dos cartas. Que el fuego se coma las palabras y que apague las voces que le punzaban los oídos y que le ardían en la memoria. El murmullo provocador de una y el gemido lascivo de la otra. No se queman, no. No se volatilizan las voces que quedan retumbando en la cabeza y desgranándose en la arena ríspida del trago que pasa duro por la garganta. Voces que desde aquella noche, en Hemoterapia, no habían dejado de visitarlo. Hablaban ellas y otros también. ¿Era él mismo el que se hablaba o era otro el que lo atosigaba con una frase sucia tras otra. Otro al que todavía no podía identificar pero que estaba todas las noches allí, asomado tras su hombro para no darle paz. No era él, o sí. No, era otro el que también lo forzaba a ser testigo del sometimiento de Laura. El perfil desnudo de su cuerpo y la voracidad de esos hombres por poseerla se configuraba cada noche con mayor nitidez. Reacción estúpida golpearse la cabeza y apagar el llanto contra la almohada ¿Partir la pala contra la salamandra? ¿Salir a buscar algo vivo en la noche para abrirlo de un tajo? ¿Para qué? Ella seguía apretándose cada vez más entre esos cuerpos. Hasta podía escuchar el roce de la piel cuando uno la sostenía por detrás para que el otro la penetrara. Hasta el olor. Hasta el arco de sus piernas abiertas se le mostraban cada noche con mayor claridad. Hasta ese carrasposo y enérgico tono de voz escuchaba. Algo había que hacer para extirpar de su cabeza esa puesta de imagen y sonido que lo torturaba. ¿Era otro el que le hablaba así?
   “Hiciste bien en consultarme porque nunca se sabe en qué puede derivar un síntoma como el que estás padeciendo. La migraña y el insomnio pueden ser indicadores de una patología seria. Pero mirá, hagamos lo siguiente, empezá tomando estos comprimidos dos veces al día durante un mes. Después nos volvemos a encontrar y evaluamos el cuadro del momento. Ahora, si sentís náuseas o la sensación de vértigo continúa a pesar de la medicación, me avisás y revisamos la dosis ¿Te parece bien?. De todos modos, como nos cruzamos casi a diario por los pasillos, el seguimiento personal está asegurado”

    Al principio, Mariano rechazó la idea de consultar a un médico. Fue Peralta el que lo encontró vomitando en el baño de internación y lo llevó con Casal, el médico que en ese momento atendía uno de los consultorios externos. No era la primera vez que el jefe de personal lo hallaba descompuesto y retorciéndose con la cabeza metida en el inodoro “Hace rato que te veo con mala cara. A ver si tenés hepatitis o algo así. Mejor lo vas a ver al médico y te dejás de joder”.
   Tenía trece años la última vez que se atendió en el hospital. Todavía vivía con la Neno y Laura. Ese día quiso demostrar que le sobraba coraje y que ya era un hombre. Que podía sacrificar a cualquiera de esos cerdos que el Choique había llevado a la casa del río para faenar. Pero el animal que Mariano eligió para hundirle el cuchillo era demasiado grande y arisco para dejarse doblegar por un aprendiz. Laura gritó cuando el barraco sacudió la cabeza y la hoja del puñal surcó la mano del muchacho. Pero él no podía darse el lujo de llorar delante del Choique y de la Neno, y mucho menos frente a Laura, que daba vuelta la cara y pedía desesperadamente que lo salvaran, que hicieran algo para que no se muriera tirado en el suelo. “Los machos no lloran”, le había dicho el coronel cuando aquel tordillo lo arrojó del otro lado del corral. Pero una vez que estuvo a solas con el médico y la  aguja de la hipodérmica se clavó a pocos centímetros de la herida, entró en pánico y lloró como un mocoso. Lo hizo avergonzado por su cobardía. Quería que la Neno, o Laura, o Mecha lo abrazaran y lo protegieran. Necesitaba el consuelo de una mujer. A lo mejor por eso, porque la curva de la aguja cruzaba una y otra vez los bordes abiertos de su mano, pidió en voz muy baja por su mamá. Por esa terca que el viejo le había dicho que era tan salvaje como él.

   Casal le causó una muy buena impresión. Decidió confiar en ese médico flaco y alto que, como Mecha o más rebuscado aún, utilizaba términos que él no llegaba a comprender. Pero se trataba de palabras que, al contrario de lo que contaban esas dos cartas quemadas, sí se justificaban en ese contexto porque era un profesional el que las empleaba y porque eran las que correspondían para el caso. Es decir que sin tener noción de lo que significaba migraña o patología, Mariano percibió de buen grado el valor verbal que el médico le otorgara a sus dolencias. Además, Casal era la primera persona en mucho tiempo que desinteresadamente le había preguntado por los pormenores de su vida “Yo trato personas, no enfermos. ¿Entendés cuál es la idea? No somos únicamente un cuerpo que se daña. Somos seres que tenemos una mente y que nos manifestamos a través de ella. Si no fuera por la materia no podríamos comunicarnos con los otros en este mundo”  No, no lo entendió del todo, pero le gustó que esa forma de pensar coincidiera en mucho con lo que sostenía el Choique.
   Promediando la tercera semana de tratamiento, Mariano comenzó a notar una mejoría en su estado de ánimo. Ya no lo molestaba ese ronroneo lúgubre y coral que le zumbaba en los oídos. Hasta podía dormir entre seis y ocho horas por noche. Su salud se recomponía a la par del clima. Los días ventosos, propios del epílogo del invierno, despejaban el cielo y ayudaban a secar las calles laterales de San Agustín. Ello ayudó a que los comercios, las dos plazas y la avenida principal se vieran más concurridas por los lugareños. Incluso se advertía un regreso gradual de quienes habían emigrado en el pasado mes de abril. Aunque a disgusto de muchos, esta novedad hizo aflorar un infantil recelo entre quienes se quedaron y los que ahora regresaban a recuperar su lugar de origen. Era como si a nivel social se hubiesen establecido tácitamente dos categorías: los dignos de coraje y los cobardes especuladores.
   Paulatinamente, Mariano se iba familiarizando con la idea de estar conforme con la vida que llevaba. Se había ordenado en cuanto a su alimentación diaria y amanecía físicamente entero. El trabajo hospitalario no lo aburría ni le cansaba. Sabía que ese empleo era temporal, que cuando pudiera restablecer contacto con la actividad rural volvería a lo suyo. Es más, supo por el mismo Peralta que se arrendaba una chacra a un precio muy bajo.
   “Estás loco vos –le reprochó su jefe-  ¿No te enteraste todavía que esto no tiene futuro? Cuando asuma el nuevo gobierno y el país se acomode un poco, alguien va a terminar la represa y el agua se va a llevar todo. Y ahí sí que ¡chau San Agustín y la chacrita del carajo!”. Pero Mariano estaba convencido de que eso no iba a pasar. Si no terminaron la obra en su momento, ya no cabría una nueva oportunidad. La represa quedaría abandonada como todos los grandes emprendimientos que se proyectaban en Argentina. Así se lo había pronosticado Tapia cuando le contó de esa otra mega obra que desde hacía años estaban construyendo en el norte, sobre el río Paraná.
   “Una mostrosidá esa represa, Fulque. Una cosa impresionante. ¿Y qué pasó entonce? Nada pasó. Ahí la tené. Millone y millone gastado en fierro y cemento, y nada. Dios quiera que me equivoque, pero si esto se pudre y le bajan el telón, que no te estrañe. Es así nomá. Tené San Agustín para rato”
   La chacrita quedaba detrás de los límites del regimiento, a una hectárea de separación del puesto de guardia que habían construido el año anterior. Desde luego que el único capital que tenía Mariano para ofrecer era su propia mano de obra. El dueño de la propiedad tenía unos pocos animales, un modesto criadero de pollos y algunos frutales. Se conformaba con el cincuenta por ciento de lo que Mariano pudiera obtener por las ganancias de esa producción. Pero hasta fin de año la chacra no podría ser ocupada ni explotada, ya que el propietario no pensaba mudarse hasta entonces.
   A Mariano le pareció justo el trato. Con lo inestable que estaba la situación económica desde que terminó la guerra, esta oportunidad no era para dejarla pasar. Por el momento continuaría trabajando en el hospital y procuraría ahorrar hasta la última moneda de su sueldo. El tiempo que restaba hasta diciembre le daba margen suficiente para evaluar su continuidad en el hospital, o bien cortar amarras y volcarse de lleno a las labores rurales. Estaba seguro de que se aproximaba una época de prosperidad para él. Después de todo, y a consecuencia de la guerra, San Agustín no perecería bajo las aguas del Huancúl, y el mundo, al menos el suyo, lo compensaría con un nuevo horizonte de vida.

   Casal lo felicitó por la iniciativa y lo alentó para que no se conformara sólo con ese proyecto. El mundo tenía tanto para ofrecer que sería una lástima que un muchacho tan joven como él no aprovechara los años que le quedaban por delante para abrirse a la vida. El médico reconocía que San Agustín era un lindo lugar para vivir, pero no perdía nada con intentar tomar un poco de distancia respecto de su pasado inmediato.
    “Mirá, Mariano, desde lejos las cosas se aprecian con más claridad. No sé si mejor, pero sí de una manera más completa. A vos te vendría bien intentar esa experiencia, la de conocer otros lugares, otra gente. Todavía reprimís un cúmulo de duelos que no elaboraste debidamente: tu orfandad, los amores no correspondidos, el abandono, la violencia…Es una carga muy pesada la que se deposita en tu historia. Y seguramente esa cadena de sufrimientos te pudo haber llevado alguna vez a confundir las fronteras entre el bien y el mal. Es comprensible que hayas incurrido en arranques agresivos; romper algo, insultar a quien querés, o alimentar la fantasía del crimen. Imaginate una caldera exigida al máximo, al tope de su capacidad de presión y que le siguen echando kilos y kilos de leña. Claro, llega un momento que la cosa no da para más y revienta. Por eso es importante hablar. Los medicamentos que te estoy recetando son una ayuda, pero la cura definitiva va a venir de vos mismo, de tu voluntad y de tu deseo de estar bien, de purificar tu alma. A propósito de esto último, fijate qué curioso lo que te voy a contar ahora. Yo hice el secundario en un colegio para varones que se llamaba San Agustín…No, no es el único, hay varios colegios y universidades que se llaman así. ¡Ojo!, fui un alumno mediocre, de esos que no se destacan en nada. Cumplía con mi obligación, como decían mis viejos, pero nunca fui brillante. Pero tuve una profesora de historia, la señora Argibay, que tenía una capacidad natural para seducir al alumnado. Sus clases eran una fiesta, y a mí me colmaba de placer escucharla desarrollar tanto conocimiento. Supongo que a vos también te habrá pasado con alguna maestra…¿Lucio González? Sólo de vista. A la esposa sí llegué a atenderla un par de veces. Elvira se llamaba. Bueno, una historia terrible. El caso es que un día la Museo, porque así le decíamos a la Argibay: la Museo, nos habló de San Agustín, sobre el concepto del bien y del mal que él había elaborado. ¿Sabés lo que decía este tipo? Que para alcanzar un mundo mejor primero debíamos brindarle amor a la caridad. Pero un amor entendido desde la virtud que potencialmente tenemos los humanos para perdonar, hasta la infinita tarea de dar un ejemplo de vida. Y mirá vos lo que es el destino. Después de tantos años y así de ateo como me declaro, vengo a parar a un pueblo que llama San Agustín y termino llevando a la práctica lo que aquella vez nos inculcó la Argibay. Creo que por ahí pasa un poco la cosa, ¿no?. Saber perdonar. Querer hacer el bien por amor a la caridad y dar un ejemplo de vida. ¿Y vos, Mariano, te sentís lo suficientemente maduro como para perdonar a quien deberías y dar un ejemplo de vida?”

   Sus entrevistas con Casal se convirtieron en un hábito consensuado entre ambos. Cuando Mariano observaba que el médico estaba libre o despachaba al último paciente, entraba al consultorio para proseguir la charla del día anterior. Esos minutos de reflexión y de confesión sentimental que se daban en cada encuentro eran más fructíferos y reparadores que cualquier cura farmacológica. Mariano conocía perfectamente lo que significaba perdonar, ser perdonado y ser un ejemplo de vida para quien lo pusiera en duda. Pero también sabía que le faltaba honestidad para reconocer las mezquindades y el rencor que se empozaban en algún lugar de su corazón. “Eso tenemos que seguir trabajándolo, ¿sí?. Si no va a ser frustrante para vos el hecho de no querer reconocer los propios errores”
   Para octubre, Casal le anunció que si todo marchaba como hasta ahora, para el verano podría abandonar el tratamiento. Eso lo alegró y lo motivó a querer organizar su propio cumpleaños. Aún faltaban unos días para el veinticinco, lo que le daba tiempo para programar un asado como los de antes, como los que preparaba cuando vivía el Choique. Además de Casal, que sería el verdadero homenajeado, invitaría a Peralta y a su familia, a Fito y a su padre, y algún compañero más del hospital. La fiesta sería la excusa para ponerle un cierre definitivo a una etapa de su vida que quería sepultar para siempre. Y si lo del arrendamiento de la chacrita se le daba, ya organizaría algo mucho más grande para navidad.
   El fin de semana largo, porque en el hospital le compensaron a Mariano el franco que le adeudaban, lo aprovechó para visitar a Fito e invitarlo a la reunión del veinticinco. De paso le pediría prestado el Colorado, un zaino adulto que hacía rato no paseaban por el campo. Necesitaba volver a ponerle el cuerpo y el alma a la geografía de su memoria; al río, a las laderas boscosas del Unelén, a las recortadas praderas que se abrían entre las ondulaciones del terreno y, desde luego,  terminar en la casita del río.
   El caballo cabeceó de agradecimiento cuando Mariano le cepilló el lomo para calzarle el recado. Sentía esa maniobra como una rutina remota, como rescatada del polvoriento archivo de su pasado. En verdad que no tenía relación alguna la trama cronológica acontecida en el último año con el aquí y ahora configurado en algún substrato de su conciencia. Habían pasado, ¿cuántos meses?, ¿siete u ocho desde la última vez?. No, mucho más que eso. Había transcurrido un siglo, una vida y varios cientos de miligramos de psicofármacos. No había olvido pero sí una distancia temporal lo suficientemente aleccionadora como para saber que el presente que transcurría no podría comulgar con lo pasado. El sol que le calentaba la espalda, los pequeños brotes de alfalfa que se dejaban hundir en medialuna por los cascos del Colorado, la liviandad de las hojas de los álamos y la brisa que le inflaba la camisa, conformaban el marco existencial de una experiencia nueva.
   Se detuvo en el filo de la barda para recrear una imagen que tantas veces había contemplado. El faldeo breve y suave declinando hasta la casa, las cuadrículas frutales y las tropillas pastando. Luego la arboleda encolumnada hasta la tranquera, la ruta y la franja de tierra virgen custodiando las aguas del Huancúl. Quiso estar cerca de aquello que alguna vez se apropió de él y que también supo hacer suyo, y se dejó llevar por el galope del zaino. Tiró de las riendas para frenarlo y se ocultó con el Colorado detrás de unos álamos. Desde allí notaba que el Tinto se destacaba del resto de la tropilla “No le han recortado las crines ni la cola y le anda molestando una herradura. Por eso levanta la pata”.
    Desde allí no podía reconocerlos, ni ellos a él, aunque ahora miraban para este lado. Uno de los peones levantó el rebenque a modo de saludo. El Tinto también orientaba el hocico hacia los álamos. A  lo mejor el viento en contra le acercaba el sudor del Colorado ¿Por qué no creer que era a él a quien reconocía? Mariano se dejó ver. Avanzó uno pasos hacia el corral, devolvió el saludo, y poniéndose dos dedos en la boca chifló tres veces. El Tinto relinchó, asintió con la cabeza y rascó con la pata delantera el suelo. No le hizo falta nada más para saber que la memoria animal era tan sensible como la suya. No dudaba que las palpitaciones que pulsaban en su pecho serían las mismas que estarían retumbando en los oídos del Tinto.
   De un salto montó al Colorado y de un tirón le hizo dar la vuelta para alejarse del lugar.  A sus espaldas, el relincho de quien aún sentía como su propio caballo se perdía en la pequeñez de la distancia. Galopaba con furia. Corría a rienda suelta el Colorado para remontar la cuesta de las bardas. Las voces querían entrarle; no las de los peones sino las de esa multitud inoportuna que lo acosaba a sus espaldas (¿Ahora se daba cuenta de que había salteado la dosis del día? ¿Justo hoy venía a descuidarse, que el Tinto gritaba tanto?).  Retornó al filo de la barda con el Colorado resoplando a todo pulmón. Eran sólo dos los que reclamaban desde allí abajo, y él los escuchaba como si fueran cientos. Algo tenía que hacer con el sacudón que se le venía desde el pecho y le enfriaba el cuerpo. Las manos calientes. El ahogo en el estómago, después más arriba, en la garganta, en la boca, y por último, en ese llanto apagado por donde se filtraba un coro maldito que se desvivía por decirle todo eso y más.
  El sábado a la noche volvió a ser asaltado por el insomnio y las visitaciones corales. No recordaba si al volver de lo de Fito había recuperado la toma faltante o si se había excedido en los miligramos indicados. Las náuseas retornaban y los dolores de cabeza le hacían arder los ojos. Ya terminaría el fin de semana y el lunes por la mañana podría consultar a Casal para que lo aliviara del tormento que creía superado. Después sí, cuando pasara el infierno no se sentaría con el médico sino con su confidente y compañero de confianza. Por el momento la consigna que se había propuesto era resistir y no perder la calma. Sólo era cuestión de horas y no tentarse por lo que ellas le decían y por lo que ellos pretendían que él mirara. Querían hacerlo sufrir. Querían que recordara el olor que despedía un cuerpo en celo, cada gemido y cada embiste que esas dos yeguas eran capaces de recibir. Unas horas más y el castigo pasaría. No debía perder el control de sí mismo. Las náuseas y los escalofríos. Las ganas de golpear, de morder, de acabar con todo. Ya pasaría. Él tenía mucho amor para dar y le sobraba voluntad para dar un ejemplo de vida a quien lo necesitase. Algo tenía que hacer pero el tiempo no se desesperaba por apremiar la gravedad del mundo ni el lento giro sobre su eje.
    En la oficina de personal, Peralta le comunicó dos cosas; que el viernes lo habían llamado de larga distancia “No sé. No quiso decir su nombre. Era una chica, sí, y parecía que estaba por llorar o que había estado llorando”, y que Casal le había dejado una cajas de medicamentos para que no interrumpiera el tratamiento. “Parece que su padre está en las últimas. Por eso tuvo que viajar de urgencia a Rosario. Pero antes de tomar el colectivo fue hasta tu casa para despedirse y para dejarte los comprimidos. Me pidió que te los diera personalmente y que te recordara tomarlos como dice la receta…No estoy seguro de que vuelva pronto. Lo del padre puede ser largo. Y previendo esto, me pidió que le tramitara el adelanto de las vacaciones. De última su contrato con la provincia terminaba a fin de año…Y…eso no lo sé… ¡Qué sé yo lo que tiene pensado hacer de su vida! Bastante que se tomó la molestia de ir hasta tu casa, dejarte los remedios y una receta. Tendrías que ser más agradecido, Marianito. A ver si te das cuenta que hay otra gente en el mundo además de vos que también la pasa mal”

   Se acostumbró a dormir durante el día. Por eso le solicitó a Peralta trabajar en horario nocturno. Con la luz del sol las voces no lo molestaban y el cuerpo parecía sosegarse. Cuanto más pendiente estaba de los medicamentos, más confundía y alteraba las tomas diarias. Ese desarreglo fue abandonándolo entre la euforia y la depresión, cuando no a expensas de una mezcla de ira, llanto y carcajadas incontrolables. No obstante, podía manejar esos emergentes y hacer estallar ese estado de caos emocional en los rincones más despoblados del hospital.
  La ausencia de Casal constituyó para Mariano un duelo más a superar. Sentía que sus defensas iban debilitándose con el transcurrir de las jornadas y que las voces se magnificaban ante cada visitación. Hubo noches en que debió amordazarse para que sus réplicas e insultos no le trajeran problemas con quienes deambulaba por las dependencias del hospital. Con mucho esfuerzo y haciendo de la tolerancia psíquica un hábito de moderado control, logró delimitar a un recortado horario nocturno ese descargo coral que cada vez definía más su presencia y el motivo de las acusaciones. De manera que a pesar del caótico desarreglo mental que lo acosaba, Mariano logro moderar el desquicio que lo ponía al borde de la enajenación.
    “(…) para navidad voy a ir. Rindo un par de finales y listo… ¿Me escuchás bien?...Como no me contestás. El tipo que me atendió a la mañana dijo que únicamente trabajabas de noche. Por eso llamé ahora…¿Qué pasa? ¿Hay alguien ahí con vos?...Bueno, entonces te cuento. Como me pelee con mi mamá y mi viejo todavía se siente culpable, le pedí pasar las fiestas en San Agustín. Como lo hacíamos antes. Bueno, Neno, Choique y mi vieja no van a estar, pero vos, Laura y las nenas sí. No te creas que de golpe me agarró el amor por ellos. Nada que ver. Me pareció que era la forma más fácil de reencontrarme con vos y de contarte lo que quiero hacer…Regresan a San Agustín. Resulta que se armó un despelote bárbaro con el hijo de Iraola y con una de las propiedades que negociaron juntos. Yo me hago la buenita con ella para que no sospeche nada. Pero dame tiempo y te voy a poner al tanto de cómo son las cosas. Decí que como tengo a mi viejo agarrado de las pelotas, no me puede negar nada. Le dije que lo más conveniente es regresar y esperar hasta que las cosas se calmen. Eso de ponerle la pistola en la cabeza al galancito de la guacha no va a ayudarlo en nada. En realidad a ella tendría que haberle apuntado. ¿Y vos, cómo estás? ¿Te tratan bien en el hospital?... ¿Te cuento algo? El otro día fui a ver una película donde una mujer esperaba todas las noches que su marido se fuera al trabajo (porque el estúpido era vigilante en una fábrica de artículos electrónicos) para encontrarse con otro hombre. Y un día el tipo este, el amante, le dice a un amigo que se haga pasar por él. El desgraciado quería saber qué se sentía mirar desde afuera una infidelidad. Como estaba oscuro y el atorrante del amigo no abrió la boca, la mujer ni se dio cuenta y lo dejó venir desde los pies de la cama, por debajo de las sábanas. Tendrías que haber visto cómo se le abrió de piernas para que le metiera la cabeza bien en el medio. Vos nada más podías ver los movimientos debajo de las sábanas y la cara de felicidad que ponía la tipa. Y bueno, me quedé super nerviosa, pensando en vos todo el tiempo. Acordándome de nosotros haciendo eso que había visto en la pantalla. ¡Tengo que verte pronto, pronto, pronto!…¿Oís lo que te digo? Yo ya le hice la cabeza a mi viejo para que haga las paces con vos. Así que dejalo hacer cuando lo veas. Él llega mañana o pasado a San Agustín con las otras tres… Por eso mismo. No le des motivos para que se enoje. Si no va a ser imposible que volvamos a tenernos el uno al otro. Y lo demás, lo que queda en deuda con la que ya sabés, dejalo por mi cuenta que ya te voy a contar. Dale, decime ¿Me extrañás un poquito?”

22. ALMA  ALTRUISTA

    Incluso esa mañana, después de haber agotado su potencial sexual con Mecha, fue hasta el filo de la barda para aguardar el momento preciso en el que Laura se dejara ver por la ventana, o bien al salir de la casa con una de las nenas. A veces montaba guardia en vano porque Díaz Galván prefería quedarse en el pueblo con ella y sólo alcanzaba a ver a los peones que cuidaban la tropilla. Entonces regresaba a San Agustín por las bardas. Intentaba dormir un poco, cumplir con el hospital y, de madrugada , dejar que Mecha ayudara a callar las voces que lo visitaban. Luego desandaba el camino hasta su puesto de observación, atento a que Laura se dejara ver y que volteara hacia arriba para leer la verdad que protegía su mirada.
   El mismo día que llegó de Buenos Aires, Díaz Galván fue a visitarlo al hospital. Era casi media noche y el viejo estaba vestido de civil. No nevaba como aquella vez ni él se ocultaba en Hemoterapia. Tampoco estaba armado y no había ningún moribundo desangrándose. Hablaron en la sala de espera de pediatría. Nadie amenazó y nadie se sintió amenazado. Pero el nerviosismo era mutuo. Mariano lo sentía y al viejo se le empobrecía la voz. Ni una palabra de lo ocurrido aquella noche. Ni un reproche por lo del porteñito y mucho menos por la humillación sufrida en la comisaría.
  “Así como la patria superó una derrota infame, los hombres también debemos superar las consecuencias de las batallas de la vida. Venga esa mano, Mariano. Sin rencores ni remordimientos. Yo sé que sos medio potrillo todavía y que las macanas que te mandaste conmigo son fruto de tu inexperiencia. Ahora te perdono y te invito a que pases las fiestas en casa, como cuando eras chico. Bueno, empecemos de nuevo que hay mucho por hacer en la chacra ¿Seguís con ganas de volver a los caballos?”

    (Cuánto daría por poder gritar aquí, en esta mesa y delante de todos, lo mucho que se me hincha de felicidad el corazón esta noche. Ver otra vez a Macarena sobre tus rodillas y compartiendo una navidad, es una imagen que no pensé volver a vivir nunca más. Sufrí tanto estos meses que ya empezaba a morirme de a poco. Por vos sobre todo. Sufrí mucho por vos, por la crueldad con la que te trataron y por el desagradecimiento de quienes se retorcían en su propio egoísmo. Y por Mechi también sufrí. Aunque ella siga odiándome, temblé de desesperación cuando quedó tirada en ese departamento horrible, con la cara rota y el cuerpo lleno de golpes. Corrí enseguida a pasarle un pañuelo por las heridas y le susurré al oído que iba a estar bien, que ella era fuerte y que se  iba a recuperar pronto. Igual que aquella vez que se  fue para atrás de lo más alto del tobogán y golpeó la cabeza contra un manchón de hielo. Lloré tanto ese día y me dio tanta bronca que el viejo te echara la culpa por no cuidarla en la plaza. Te veo así de dulce, con tus ojos puestos en Macarena y vuelvo a morirme de angustia por lo que aún no podemos tener. Pero ya va a llegar lo que nos merecemos. Será en esta vida o en la otra pero al final nos tendremos el uno al otro. Sí, dejá que tu mirada me pregunte lo que estoy dispuesta a responderte delante de todos. En silencio, sí, apenas con el aliento del corazón que habla en secreto. Digo que sí, que así debe ser porque yo también creo en el destino. Si lo que se anuncia es lo que esa voz intenta pedirte cada noche, que así sea. Una única entrega de amor que sea ejemplo de vida para todos”

      “Dale, volvé a la camita conmigo. Si mi viejo ya se fue a Buenos Aires y hoy es domingo. Mirá qué lindo amanecer de verano. No te vistas todavía. Quedate así desnudito que se me hace agua la boca…¿Escuchás lo que te estoy pidiendo?...¿Por qué te pegás en la cabeza? ¿Estás loco?..¿Qué pasa?  ¿No te bancás que Iraolita la venga a buscar y se la lleve otra vez a La Plata? Bueno, andá haciéndote la idea de que la mano viene por ese lado. Ella ya es grande y tomó una decisión ¡Si yo te contara las cosas que hizo tu Laurita estos últimos meses! ¿Pero…Mariano, no me asustes? ¿Dejá de pegarte?...Despacio con el vaso. Te vas a atragantar si las tomás de golpe…¿Para el dolor de cabeza? A ver, dejame ver ¡Dejame, te digo!...¿Quién es Casal?...¿Y por qué te dio esto? ¿Tan mal estás?... ¿Por lo de la pelea y por lo que te hicieron en la comisaría?...¿Entonces por qué estás en tratamiento?..¿Algo que ver con mi viejo?...¿No? Entonces con ella ¿Es con ella? Decime la verdad, sino no vas a poder quitarte los fantasmas de la cabeza. Es con ella. Estoy segura aunque me lo niegues ¡Pero quedate quieto que me estás asustando! ¿¡Pero qué te pasa!?  ¿Por qué estás tan mal? ¿No entendés que hay cosas que cambiaron para siempre y que ninguno de nosotros es la misma persona que hace mil años atrás? Date cuenta que YO soy la que está siempre a tu lado y que ella no va a ocupar nunca más un lugar en tu mundo. Vos crees que la conocés, pero no es así. Laura es falsa y aprovechadora. Pone el culo y las tetas donde le conviene ¡Dejá de golpearte que te vas a hacer mal! Mirame. Mirame a los ojos y escuchá cada palabra que te voy a decir. No hay lugar para los tres en este mundo. Ni en San Agustín, ni en Buenos Aires, ni en todo el planeta. Porque cuando la maldad y el engaño te pudren el corazón, como te pasó a vos y como me pasó a mí, no se salva nadie del infierno. Y para salir de ahí lo único que queda es terminar con los demonios. Yo lo sé porque lo vengo sufriendo desde que era chica. Hasta a mi papá me robó esa hija de puta. Y de la forma más inmunda que puede haber ¿O querés que cuente otra vez lo de aquella noche? ¿A vos también te duele, no? Porque fue ella la que te arruinó para siempre… Preguntale por culpa de quién te mandaron a vivir al cuartito del fondo y por culpa de quién casi me mata mi propio padre. ..¿Voces y caras? ¿Y las pastillas te hacen algo?...Yo sé lo que es eso…Eso te digo; ver una cara que se te aparece, te mira y te dice cosas sin abrir la boca. Hasta cuando rompés de un zapatazo el espejo y te metés de cabeza en la cama la seguís viendo. Es así, Mariano. No se sale del infierno hasta que una misma no lo combate con su propio fuego…No me hago la poeta, como vos decís. No quiero más esto para nosotros”

     Mariano no concurrió a la cena de año nuevo ni a llevarles juguetes a las nenas para el día de Reyes. Laura no lo vio por el pueblo ni  por la chacra. Los peones aseguraron que anduvo merodeando por los alrededores un par de veces; la primera a caballo y después a pie, pero que hacía rato que no pasaba por allí. Por su parte, Mecha se ausentaba la mayor parte del día. Y cuando ella le preguntaba por Mariano, sólo obtenía una mirada de burla y desprecio como respuesta.
  Laura esperó a que Díaz Galván partiera a Buenos Aires para ir a ver a Mariano a su lugar de trabajo. Entre la salida del viejo y la llegada de Gonzalo, tenía tiempo suficiente para encontrarlo y decirle con palabras lo que en navidad le había confesado a través de sus ojos. Pero las visitas furtivas que llevó a cabo resultaron frustrantes. Cada una de esas noches, después de que las nenas quedaban dormidas, Laura ingresaba al hospital. A  veces anunciándose en la guardia y otras incursionando por los diversos sectores. Era imposible que ningún empleado supiera en qué sala estaba Mariano o a qué hora había tomado el turno. Incluso se hizo acompañar por una enfermera que la guió por todo el edificio.
    Laura sabía de antemano que una vez que Gonzalo y su padre ajustaran los detalles del traslado definitivo de las tropillas ella también debería volver a La Plata. Su proyecto de levantar un pequeño emprendimiento de tejidos artesanales, gracias al capital aportado por Gonzalo, estaba a punto de concretarse. Con ese acuerdo, en un par de años podría emanciparse económicamente, olvidarse de la dupla Galván-Iraola y fundar una nueva vida junto a Mariano. Pero primero tenía que hablarle para que supiera que su sacrificio no era una gesta egoísta, que él era parte esencial en ese sueño, aunque ciertas vibraciones del alma fueran funestas y las confusas imágenes nocturnas presagiaran un temor que era mejor postergar.
     Claro que Mariano la escuchaba andar de aquí para allá por los pasillos del hospital y preguntar por él. Ningún empleado, excepto los médicos, podía entrar a la farmacia fuera de horario de atención pública. Pero él era el único ordenanza que tenía copia de esas llaves (lo bien que hizo en revisar el escritorio vacante de Casal para quedarse con una de ellas). Bien encerrado por dentro y a no hacer nada de ruido. Dos vueltas y sin encender la luz. Identificaba perfectamente el anaquel  del cual tomaba su médico los comprimidos. Mientras tanto, Laura iba y venía por el pasillo. ¿Para qué perder el tiempo en escucharla? En unos días más ella volvería al norte con esos hombres y él seguiría allí, secándose como una lágrima perdida en la polvorienta estepa patagónica. Además, decirle qué. Escucharla prometerle qué. Algo tenía que hacer porque las visitaciones ya se sentían venir. Igual que esos pasitos ligeros que iban de puerta en puerta por los pasillos del edificio. La manito liviana abriendo traumatología, salud mental, hemoterapia. Asomando apenas la cabeza y llamándolo tímidamente. Dos vueltas de llave y él acurrucado detrás del sillón para que nadie lo descubriera temblando, enloqueciendo por un abrazo, por una caricia en sus cabellos, por vibrar una vez más sobre ese cuerpo que tan mágicamente se entregaba debajo del suyo. Así pasó el picaporte sacudiéndose sin resultado. Pasó el contorno de su cabeza queriendo burlar el esfumado de la pequeña ventana de la puerta. Pasó la vocecita angustiada y los pasitos resignados al abandono de la búsqueda.
   De los que venían en cajas no quedaban más. El anaquel sólo guardaba comprimidos en frascos. A él le daba lo mismo el envase que tuvieran, total podía reconocer los que le correspondían por la forma y el color. No obstante esta particularidad, se cercioró de que uno llevara impresa la etiqueta de clonazepan, otro imipramina y otro zolpidem. Tenía bien memorizados esos nombres porque Casal había insistido en que no se fiara únicamente por el color “Prestá atención a lo que te digo. Este es apenas más clarito que éste otro. Por eso es bueno que los distingas con seguridad. No es lo mismo un hipnótico que un ansiolítico”
    Últimamente, Mariano tenía especial preferencia por el zolpidem, ya que cuando le dedicaba exclusividad a esa toma, era como si las voces se volvieran inofensivas, como si estuviesen hablándole a otro que, curiosamente, estaba dentro suyo pero que no lo involucraba en su sufrimiento. Era como cargar un cadáver por dentro y ser testigo pasivo de un reclamo polifónico que no lo tenía a él como destinatario de los ataques.
    Cuando Gonzalo llegó a San Agustín, Laura se rindió a la idea del rechazo de Mariano. Optó por dedicarse a sus nenas, a colaborar con la tarea que tenía encomendada el hijo de Iraola y a evitar todo tipo de contacto innecesario con Mercedes. Comprendió que las cartas estaban echadas de esa manera y que si había un desenlace para aquel entramado de contratiempos, llegaría de una manera u otra. Todavía quedaban tardes cálidas y soleadas en el ocaso del verano cordillerano. Ella y las nenas merecían compartir ese fantástico marco natural que las rodeaba de fragancias, tonalidades luminosas y bosques tupidos. Tal vez fuese el último verano que disfrutarían juntas en San Agustín y quería registrarlo intensamente en cada partícula de su ser. Afortunadamente tenía los tesoros más amados a su lado y el amor más puro que se le entregara en el secreto mejor guardado del corazón. Mariano estaba en todas las cosas: en el agua espumosa y rebosante del río, en la complicidad hogareña del cuarto tibio donde fueron suyos el uno al otro por única vez. Él brillaba en el universo de esos enormes ojitos azabache que se aquietaban en su mirada para agradecerle la vida. Ella lo llevaba feliz en esa despedida de verano como una presencia eterna en la soledad de los días por venir.

   Duro el dolor del arrepentimiento, de la infantil necedad de reconciliarse con Laura, del abandono y de la traición injusta. Es por eso que lastima el desgarro de entrar a la casa vacía, de levantar la zapatillita que quedo en la vereda de la terminal, del apurón por llegar a ver el colectivo que ya tomaba la curva de salida de San Agustín. Tristeza que se precipita en angustia, y angustia que acaba doblegada por la depresión nocturna. Turba coral que Mariano insistía en dopar en varias tomas conjuntas, y que la revuelta química que le espesaba la sangre no hacía más que agravar la virulencia de las visitaciones. Excitación convulsa, mordaza gruesa entre los dientes y el susurro carrasposo que le caminaba su boca contra la de ella, los puños contra las costillas, la risotada de Somuncura, la galera del canciller honorario, la manguera en la boca y los bastonazos contra el estómago, contra el regazo de la Neno; él y Laurita sobre sus rodillas “Alma de mi alma que no sabe de dolor”. Todavía saboreaba el aroma a leña del abrigo del profe González. Hubo también otro cuerpo contra el suyo sacudiéndose sobre el lomo del Tinto. Un potro que lo vio desearla, desnudarla y apretarla contra la playita del río. Jamás alcohol y pastillas juntas. Pero es tanta la tortura, tantas las voces que le hacen eco en los oídos, que no puede pensar en un sólo ejemplo de vida y en amar la caridad que ella se merece. Toda la caridad y el sacrificio del cual es capaz por ella. El Choique le había asegurado que si antes encomendaba las almas y les brindaba mucha luz con su espíritu, la purificación estaba concedida. La bondad existía pero no en este mundo. En cambio sí existían los valientes capaces de inmolarse por lograr el bien, aunque esa entrega les costara la pérdida del cielo. Vociferaban tanto ahora. Se le cruzaban tanto los rostros que algo tenía que hacer. El tajo curvo contra el cuello. Un clavo en la frente. Un disparo seco y después el fuego. Entre el aliento amargo de las últimas llamas lo vieron subir al padre Javier. Así debería ser el ejemplo de vida que esperaban de él. Después nada, resignarse a la parte que le tocara y rogar por el pronto perdón de sus errores. Con alcohol no porque si no el infierno castiga en gritos, aturde, marea y cae junto con la boca, que primero da contra el borde de la mesa y después gira para que la nuca rebote contra el suelo.
  
  
  









23. CEREMONIA LUMINOSA

    La nevada había sido breve. No se le dificultó volver sobre sus pasos y recuperar el cirio rojo que se le había caído de la bolsa de papel. Debían ser veintiuno; uno por cada alma a encomendar. Encender tres por noche y acompañar el ritual con igual cantidad de oraciones durante luna llena. Era la liturgia requerida para que las inocentes fueran resguardadas del mal y con el grado de pureza necesaria para lograr la paz eterna. Sólo pedir por ellas, por la salvación y por el fin de un calvario que ya estaba próximo a ser consumado. Por eso aceptó ser él el liberador del martirio que las tenía condenadas y no el inmundo de Sepúlveda. Eso le daba fuerzas para no decaer en su misión y para desprenderse de la culpa de un crimen que, por propia convicción de fe, no tenía lugar en su corazón.
   Cuando recogió el cirio vio a los tres hombres de casco amarillo ( los que habían entrado detrás de él al minimercado Orión)  subir a una camioneta de la empresa Mason & Puell. Dedujo entonces que era cierto lo que le había dicho Peralta, que una nueva firma había retomado la construcción de la represa y que tenían programado el llenado del dique para fin de año. Por cierto, ello le daba a entender varias cosas; que Tapia era un inocente ignorante, que él era un estúpido por confiar en su ex capataz y que San Agustín cumpliría su destino de desaparecer bajo las aguas del Huancúl. 
    “Vos debés ser el único tonto que no creyó que la obra se terminaría. Demos gracias que todo esto va a desaparecer y nuestros problemas también. Mirá, dentro de una semana mi viejo tiene la cena de despedida. Dos días más tarde tiene programado levantar lo último que le queda e irse para siempre con Laura y las nenas. Así que vas a tener que hacerlo esa noche…A ver, mirame ¿Otra vez con dudas? ¿Si ella ya no existe? Esa que está ahí con sus hijas y que va y viene entre un tipo y otro, entre una ciudad y otra, aprovechando cada oportunidad que se le presenta para sacar tajada del bolsillo de sus machos, no es la Laurita que vos y yo conocimos. Esa murió hace años. Lo único que vamos a hacer con este sacrificio es ayudarnos a nosotros mismos ¿Para qué dejar crecer ese monstruo que no hace más que apropiarse de todo lo que toca y de torturarnos cada día que pasa? Es un segundo nada más. Después el fuego limpia todo ¿O vos todavía crees en la fantasía de que el alma sube al cielo y vive para siempre con los angelitos? Esas estupideces dejalas para la misa. Lo concreto es que se termina todo acá, en la Tierra, y punto”
     Permitir que otro hombre que no fuese él cumpliera con esa misión, y mucho menos alguien como Sepúlveda, era lo último que hubiese deseado para ella. Sería un cobarde y un insensible si diera un paso atrás y dejara que ese gordo degenerado ocupase su lugar. Desde luego que Sepúlveda bien podía hacerlo porque eran enfermizas las ganas que le tenía a Mecha. Poco le hubiese costado a ella convencerlo de ser su incondicional instrumento de muerte. Mariano ya le había notado la respiración agitada y los ojitos encendidos cuando el veterano suboficial se presentó el veinticuatro a la medianoche en la casa de “mi coronel” para  expresarle “mi más agradecido respeto” y, de inmediato, acercarse a la rubia y rodearle la cintura para besarla y desearle “toda la felicidad del mundo que usted y su familia se merecen”. Cualquier cosa era capaz de hacer su perverso admirador por la felicidad de ella. Y más aún si el pedido venía con el plus de trabajo y placer.

    La luna flotaba en su cenit y blanqueaba  la ermita del gauchito Gil. Esa primera noche de ofrenda, de fría pero calmada noche de julio, la mansa quietud que rodeaba a Mariano era acompañada por el deshilachado rumor de un Huancúl empobrecido en su cauce y por las tres llamitas que destacaban los atuendos rojo punzó de la estatuilla.  Aún le quedaban seis veladas más para fortalecerse espiritualmente y apaciguar la tristeza que le apretaba el corazón. Las oraciones (tres por cada una de ellas) acallaron la turba coral que había empezado a retumbarle en los oídos cuando tomó los cirios y salió del hospital. Ya desde el atardecer, la cefalea venía en progreso y hacía preveer el galope desbocado de las inminentes visitaciones. Pese a ello descartó la doble toma de zolpidem y la petaca de Bols porque necesitaba enfrentar a conciencia la pasión de las siete noches que tenía por delante. La punción que le escarbaba el cerebro fue lo primero en desaparecer. Después se apagaron las voces familiares y, por último, los murmullos anónimos que desempolvaba la memoria. Mariano oraba y sentía que el remanso natural que lo rodeaba se hacía uno con la paz que lo confortaba desde el interior del corazón. Entonces creyó en su voluntad redentora y se convenció de que la tarea a cumplir era más el destino hacia un sacrificio de purificación que hacia un abismo donde la muerte era el único fin por cumplir.
   Las seis noches restantes lucieron tan diáfanas como la primera. El luminoso contrapunto que se debatía entre el cielo y la  bóveda de la ermita le daba a Mariano un manto de claridad extraordinaria. De hecho, las palmas de sus manos vueltas hacia la luna encumbraban un plateado de pureza que volvía al suplicante una figura sobrenatural. La viva imagen pagana de un penitente purgando el pecado más innombrable frente a su Dios. Un arrepentido despojado de cuerpo y alma ante la indiscreción de la noche. 
  Sin duda, ese resguardo espiritual le daba la pauta de que su misión estaba en comunión con el destino que debía trazar. Su mente, su alma y su cuerpo se elevaban en un mismo plano de espiritualidad. No había dolor físico. No había voz ni temblor que lo perturbara. No había temor ni incertidumbre porque la noción de tiempo era un universo menor en la infinitud de ese instante. En cambio sí había revelación y convencimiento de una fe que le exigía compromiso por el sacrificio a cumplir.
   El brillante amanecer del octavo día fue opacándose durante las primeras horas de la mañana, debido al agrupamiento de nubes que una ligera brisa provocaba desde el sur. Al igual que ocurría con el clima, el equilibrio mental y la serenidad alcanzada durante las siete noches de ceremonia también fueron descomponiéndose. Apenas le quedaba la confianza de estar entregado por entero a un sacrificio necesario y justo. Sin duda se trataba de un acto de amor por caridad el que iba a cometer. Un ejemplo de vida absoluto. Un gesto de altruismo que tendría su recompensa y perdón más allá del mundo material que le había tocado vivir.
    Llegó a su casa a media mañana, cuando ya las nubes cubrían el cielo de San Agustín. Hasta que Mercedes no le preguntó por qué se había demorado en llegar del hospital, él no advirtió su presencia en la cama.
  “Te traje lo que faltaba para terminar el asunto. Es la misma que usamos esa vez con aquel caballito enfermo. La saqué del cofre que mi viejo ya tenía embalado para la mudanza. Así como estaba; con el cargador puesto”

    Esta vez sí tenía ganas de poseerla. El cuerpo se lo pedía con urgencia. Hasta podía palpar el torrente sanguíneo que se le acumulaba en la entrepierna. Ella sonrió con malicia cuando Mariano le quitó de un manotazo la frazada y la sorprendió tocándose allí abajo. Mecha se relamió cuando lo sintió erecto y  decidido a hundirse hasta lo más caliente de su carne. Ahora sí el alcohol y las pastillas porque urge envenenar la porquería que le provoca vértigo, que le hace decir cosas que no quiere y que le desata ese grado de brutalidad compartida que a ella la excita. Insultan por él esas voces. Le gritan, le dan órdenes y la dan vuelta por él esas manos que la toman de las caderas. No la escucha pero la ve mover desesperadamente los labios, cerrar los ojos y forcejear para volver a la posición anterior. La embiste sin control y sin registro de ninguno de sus sentidos. Como si una bestia estuviese ocupando la fauna que lo habita en la parte sucia del alma. Húmeda, viscosa y abierta se deja penetrar la hembra. Renegridos los ojos que le imploran piedad. Mejor así, boca contra boca. Más atento a lo que huele, a lo que siente en la lengua y en la piel. Ayudando a tramar los dedos en la cabellera azabache y sumándose al ritmo de un cuerpo que mucho sabe ondularse por debajo del suyo. Así, como aquella primera y única vez. Y como la que ahora se repite con ternura, derramando en ella todo el veneno que lo pudre por dentro. Porque esta será la última vez que la ame en vida y con el cuerpo agonizando en la memoria.
       “No le dejes nada a esa guacha, ni siquiera ese matungo que le regaló mi viejo a la más chiquita. Que sepa ese imbécil lo que es sufrir. Y, ¡ojo!, pegate la vuelta por las bardas. No sea cosa que alguien te vea saltar la tranquera”
   Empezó a orar cuando el relincho del Tinto lo sorprendió bajando por el faldeo de la barda. Tanto le transpiraban las manos que debió hacer un alto para descansar del peso del bidón y quitarse los guantes. El denso engorde de nubes parecía aplastar la franja de frío que lo separaba del valle del Huancúl. Claro indicio de que la nevada no demoraría en desplomarse y que el efímero resplandor que se filtraba entre las nubes no lo acompañaría por mucho tiempo.
  A pesar de tener las manos calientes, Mariano tiritaba. Un brote de vértigo hizo que debiera afirmarse por unos segundos sobre la baranda del corral trasero de la casa. No obstante, no interrumpió sus oraciones y llegó hasta el pajar techado donde pastaba el Tinto. Le palmeó el lomo. Le quitó el bozal y le dio libertad para que tomara campo abierto. No tomó en cuenta lo que le había ordenado Mecha. Al caballo no. No tenía nada contra ese noble animal. Y tampoco contra ellas tres, ya que era un acto de caridad, de amor y altruismo el que debía cumplir.
    La pava y el mate sobre el mantelito. Los angelitos de cerámica custodiando el reloj de pie. Los zapatitos con sus respectivos pares. El aroma a leña de manzano y a fritura de membrillo entibiando el ambiente. Otro, el que lo habitaba, fue el que tomó a Macarena y la dejó en brazos de su madre. Él otro le imploró que no, que no se llevara la mano a la cintura. Que con la transpiración el nácar hace que la culata se resbale. Sobre todo los ojos cuando la chiquita sonreía, cuando le ofrecía los brazos para que la alzara. En cambio Cristina se tapó con una frazada. Ella no. Le facilitó la tarea dejándose vencer en la serenidad de lo que el destino mandaba. Tan bellamente enormes los ojos que le hablaban. Fue otro el que lo aturdió, el que las empujó, el que apuntó tres veces, el que lo redujo a la impotencia, el que lo forzó a gatillar y a estremecerse por los estampidos. Medir el sacudón de los cuerpos hacia atrás, como si la escena transcurriera en cámara lenta. Las tres juntitas en la cama ¿Era así de picante el olor a pólvora? ¿Así de amarga y espesa la humareda que alzaba el kerosene? Tanto silencio. Tanta quietud y tiempo. Y nada más por merecer.
   No hubo cascada de luz ni ángel que las guiara. No al menos mientras él se demoró observando las llamas desde el filo de la barda. A lo mejor a la noche, cuando no hubiese testigos frente a las cenizas, algún guía espiritual bajaría por ellas. O a lo mejor Laura, o alguien desde arriba, estaría aguardando que no hubiese testigos para elevarse y abandonar los restos de lo que en vida fuera su destino carnal. O a lo mejor no era privilegio de un mortal presenciar un acto de gratificación como el que le habían asegurado que sucedería. Mariano, a pesar de haber actuado por fe y por conmiseración hacia quien más amaba, esperaba que la bendición por su sacrificio llegara en la revelación de esas tres almas ascendiendo hacia lo más alto. Pero nada de lo que le prometieron sucedió frente a sus ojos.

   Cuando se acercó al rincón de la habitación para recoger el pantalón, en puntas de pié para no despertar a Mecha, se percató de que después de arrojar el fósforo encendido no había recogido el bidón ¿O sí lo había hecho antes de retomar el camino de la barda? Por suerte la Browning seguía debajo de la almohada. No, ahí no estaba ¿O la había arrojado al río cuando cruzó el puente? ¿Antes o después de ver pasar al coronel con la frente pegada al parabrisas de la camioneta? Era inútil. Por más que se esmeraba no recordaba esos detalles. Como tampoco recordaba ahora el rostro de ella. Sí el largo del cabello y los ojos grandes. Sí el tono de voz, pero no el delicado relieve de su rostro ¿Cómo era posible que en sólo unas horas el tesoro más preciado de su memoria hubiese quedado vacío? Cuando él entró a la casa ella estaba esperándolo y Macarena se le abrazó a las rodillas ¿O cuando entró ellas ya estaban juntitas en la cama? No tenía ningún bidón. Tenía algo en la mano y no recordaba su rostro. Pero hubo un fósforo que le chispeó entre los dedos. Y hubo un olor amargo. El humo que se alzaba contra las nubes y las perforaba para que por allí pudieran subir ¿Por qué acatar el plan de Mercedes? ¿Por qué huir por la cochera, pasar por el patio y buscar el camino costero? Continuaba nevando y la noche todavía estaba demasiado cerrada como para que alguien anduviera desvelándose y lo sorprendiera saliendo por el frente de la casa del coronel. Desiertas y mudas las calles de San Agustín. Tanto como esa parte de su memoria que cada vez se desahuciaba con mayor voracidad. Claro que hubo alguien con un rostro, con una piel mojándose bajo la suya y con unos ojos que solían confesarle eso que ahora siente pero que no logra traducir. Hubo dolor, llamas y humo. Algo le quedó ardiendo en esa parte del alma que no puede recorrer con la memoria.

   Después de atravesar la plaza sus pasos se esmeraban por convertirse en trote. Trabajoso correr por la nieve, buscarle identidad a esa mujer sin rostro y apaciguar la sensación de terror que lo obligaba a darse vuelta cada dos segundos. Ataques de pánico dijo Casal que podía llegar a sufrir si no tomaba la medicación en el orden indicado ¿Sería esto; la amenaza de asfixia, el corazón como bestia resoplando por la fatiga, el creer ver o escuchar a alguien por detrás suyo? Resbala y cae sobre la calle nevada. Es sangre eso caliente que le baja de la nariz y le moja los labios. Ahora sí es una mano la que se apoya en su hombro. Raspan como ripio arrasado las voces que le dan alcance. Nadie a sus espaldas pero la mano está. Le aprieta el cuello, le clava las uñas y le dice cosas. No entiende ese lenguaje, como tampoco entiende  por qué no puede recordar la cara de ella. Por eso hace un alto en la capilla nueva y le deja un ruego escrito al cura: otro que no es el padre Javier. El recetario de Casal se había mantenido seco en el bolsillo del abrigo. Tres veces pasó la lengua por la punta del lápiz. Debía hacerlo porque la cadena de oraciones no podía cortarse durante los siete días siguientes al sacrificio. El declive de las últimas cuadras lo ayuda a distanciarse de los que lo persiguen. En la desesperación por escapar vuelve a tropezar. Pero ahora no hay asfalto debajo de la nieve. Se levanta sucio de barro y a punto de pedir ayuda a los gritos. Las manos, las voces, el miedo. Levanta el ladrillo. Toma las llaves. Tiembla de frío. Se desviste junto a la salamandra. Debajo de la cama, en el cajoncito donde guarda sus pocos valores: las fotos de los tres jugando con la Choli, balanceándose en las hamacas de la plaza, chapoteando en el río. También hay una estampita de comunión, tres o cuatro billetes, un diente de leche, el boletín de la primaria, una navaja y las pastillas. No tiembla, se sacude contra la puerta de entrada. Bebe de la petaca y traga tres a la vez, cuatro, cinco, para detener el espasmo muscular. No la recuerda. Se golpea con la petaca en la cabeza pero ni siquiera su boca contra la suya, el cabello, el tono de voz ¿Es la misma que está en la foto? El olvido es el primer bálsamo con el que la culpa pretende engañar al crimen. Eso sí logra memorizarlo con facilidad porque la seño Elvira lo ayudó para que pudiera decir el monólogo frente al público. Nevaba como ahora el día de la patria, porque ellas abrieron la puerta cuando su actuación estaba por terminar. La seño lo abrazó y lo besó en la frente, y el profe González lo felicitó. Después él, sin saber porqué, se escondió detrás del piano y lloró tapándose la boca. Quería a su mamá. Aunque fuera una terca salvaje la quería con él. Ahora también lloraba, con la petaca en la mano y con la cara manchada de barro y sangre. Sería por el frío y por la impotencia de no poder recordarla. Era mejor no forzar la memoria y dejar venir a ese otro que volvía a invadirlo, que lo hacía a un lado para ocuparse de la parte sucia e incontrolable del cuerpo y del alma. Así que lo dejó hacer lo que mejor sabía; como dejó también que los sonidos del mundo acabaran perdiéndose junto con la luz que ahora entraba por las ventanas. Encandilaban los reflectores que apuntaban desde afuera. Mariano flotaba bajo el mando del otro, el que lo conducía desnudo por el interior de la casa. Ya no temblaba ni sentía frío. Tampoco sus pies hacían contacto con el suelo. Sordo e insensible, el otro lo llevó hasta la ventana. Le puso la mano a modo de visera para que pudiera distinguir lo que se mostraba más allá de los vidrios. La de atrás era una F100 y el de adelante un unimog. Le quiso decir al otro que ahora sí la recordaba, pero no tuvo voz para hacerlo. Negros los ojos y el cabello; largo, larguísimo sobre su espalda. Laura y su boca contra la suya. A contraluz vio bajar del camión a cuatro hombres, a un quinto de la camioneta. Este último no tenía uniforme y llevaba algo en la mano. Ahora recordaba todo. Quiso decirle al otro que no abriera  porque conocía de sobra al más gordo, al que le daba culatazos a la puerta. El otro no le hizo caso y le hizo sentir el aire helado, la andanada de nieve contra su piel. Le dijo que era mejor arrodillarse, así desnudo como estaba. Eso no importaba ahora. Quedarse con la boca de ella en la suya, con su alma derramándose en la de Laura y hacer memoria para siempre, eterna memoria, junto a los ojos que deseaban cerrarse bajo la secreta mirada de su corazón.
24. Mejor así
    
   Hasta el mes pasado Elvira pudo llevar a Luchito en brazos con comodidad. Si bien se trataba de un bebé robusto, sus once quilos no eran obstáculo para que su madre lo cargara cada vez que debía ir de un lado a otro del pueblo. Pero desde entonces, la espalda de Elvira venía perdiendo resistencia. El peso y la vivacidad de su hijo la obligaban a realizar alguna que otra parada en el andar cotidiano. Cuando debía ir de compras o a la guardería infantil, era natural que hiciera una pausa para recuperar energías. Pronto, las malas nuevas sobre el desmejoramiento de su salud llegaron hasta sus padres a través de Raquel, la mujer de Carlos Espeche, quien había resuelto regresar definitivamente a Buenos Aires para investigar desde allí la desaparición de su compañero.
   A partir de ese momento los reclamos de los padres de Elvira para que su hija regresara a Buenos Aires se hicieron cada vez más insistentes. Desde allí la búsqueda de Lucio sería más efectiva, ya que su tío Antonio, que trabajaba como personal civil de la Armada, conocía a un capitán de fragata que podría ayudarla. Pero Elvira no quería saber nada con alejarse de la Patagonia. Estaba segura que si lograba dar con alguna pista, esta provendría de una fuente local. 
   Fue un sábado a la mañana cuando vio al mayor Fontana hamacando a su hija en la plaza. Era un día radiante de diciembre y ella salía del mercado, exigida físicamente por la bolsa de comestibles y por el bebé. Era su oportunidad de sensibilizar a un padre de familia, no a un hombre de armas, que disfrutaba del fin de semana con su hija. Por su parte, el mayor nunca quiso recibirla. Es más, las veces que Elvira intentó interceptarlo a la salida o a la entrada del cuartel, o en el barrio militar, la guardia se lo impidió. Por otro lado Díaz Galván gozaba de una jubilación privilegiada y estaba más interesado en la cría de caballos que en los asuntos del ejército. En cuanto al resto de los oficiales, se trataba de simples subordinados. No valía la pena perder tiempo con ellos. Si había alguien a quien debía abordar para obtener información precisa, ese hombre era al mayor Fontana, y este era el momento justo para hacerlo. Le hablaría con el corazón en la mano, de madre a padre. Le le suplicaría por un dato, por uno sólo que le permitiera tener noticias sobre Lucio. Hasta sería capaz de negociar lo que fuera por saber algo de él.
   Pero mientras Elvira buscaba una cara conocida para que la ayudara con la bolsa, Fontana bajaba a su hija de la hamaca y le señalaba la camioneta estacionada junto al arenero. Pesaban tanto las provisiones y el bebé, que sería imposible llegar a tiempo hasta el otro lado de la plaza. No iba a poder con semejante esfuerzo. Su cuerpo no tenía resto para soportar una carrera tan exigente. Pero de todos modos cruzó la calle a paso veloz, perdiendo el pan por el camino y haciendo rebotar la cabeza de Luchito contra su hombro. No iba a llegar. La nena se colgaba del picaporte del vehículo y Fontana seguía buscando las llaves en los bolsillos del pantalón. Elvira tenía que aprovechar ese instante si pretendía recuperar a Lucio. Pero las llaves estaban en el bolsillo trasero. Fontana se le escapaba. También las papas al llegar a la vereda. Mucho lloraba el bebé. Mucho.
   Cuando Mercedes vio que la “compañera” de su profe se dirigía resoplando hacia ella por el centro de la plaza y con los ojos llenos de lágrimas, creyó que lo hacía para insultarla o golpearla. Aún tenía fresca aquella imagen de Elvira fulminándola casi en el mismo lugar donde ahora se cruzaban. “Tomá. Tenémelo un momentito, por favor, que ya vengo”
   El bebé olía a limpio, a perfume y a piel tibia. No era la primera vez que Mecha tenía una criatura en brazos y que unos dedos tan tiernos le acariciaban la boca. Ya había tenido esa experiencia, indiferente experiencia, con Cristinita. Pero sí era la primera vez que se sentía embargada por una emoción súbita, a la que no podía adjudicarle explicación. Quizás se conmovió porque se trataba de un varoncito, y nada menos que del hijo del profe González. Lo sorprendente fue que Luchito dejó de llorar cuando ella comenzó a hablarle y a besarle la mano. El bebé respondía a su sonrisa y balbuceaba complacido por los mimos que recibía. Entonces Mecha sintió un escalofrío de placer que la hizo sentir ligera, inmortal y ajena al mundo. Algo parecido a la paz o al amor la afectaba gratamente a través de esa vida que fijaba sus ojos en los suyos. Por un momento se sintió débil, confortablemente débil, y se entregó al goce inconsciente de esa experiencia maternal que la subyugaba. Y no quiso saber más de Mariano, que se ocupaba de las verduras caídas de la bolsa, ni de esa mujer que, más atrás y junto a un arenero, forcejeaba con un hombre que pretendía subir a una camioneta junto a su hija.

  Ahora, con el cabello reseco y descuidado, y poniendo en evidencia el tramado condenatorio que el paso del tiempo sabe trazar en el rostro de una mujer, Mercedes, desde el ventanal del departamento de Palermo, observaba a un hombre que parecía mirarla desde la vereda del jardín botánico. Ese hombre que meses atrás  (sin ella sospecharlo)  fijara su atención desde allí mismo en un niño con una pelota amarilla, experimentaba una encontrada sensación de odio y compasión que necesitaba proyectar sobre esa mujer para aliviar su dolor.

   “Yo te tuve una vez así, como te tengo ahora contra mi pecho. Eras chiquito y tenías olor a paz y a vida fresca. Te quise tanto en ese momento que rogué que tu madre no volviera a buscarte nunca. Que se fuera como se fue tu papi. Era tan bueno tu papi. Todos lo queríamos. Pero a vos yo te quise más en ese momento. Jamás se me hubiese ocurrido pensar que años después estarías dentro de mí, volcándote en mi vientre. Que serías el mismo que tuve en brazos aquella vez y que ahora también tengo aquí, con los ojitos tan abiertos. Te corté el pelo, ¿viste? Porque todos los que te miraban te confundían con una pepona. Siglos podría tenerte en brazos porque no pesás nada. Conmigo podrías dormir todo lo que quisieras porque no hay perra que ladre ni abuelo que proteste. Tampoco va a estar ella con sus  mocositas para hacerte mal. Yo voy a estar por siempre con vos. Y Mariano también. Aunque no lo veas, como a tu papá, siempre va a estar para protegerte y amarte”

     Cuidándose de no perturbar a su hija, la Señora avanzó en puntas de pie hacia el ventanal y apoyó la bandeja con el desayuno sobre la mesita ratona. Feldman había recomendado acompañar este período crítico de recuperación de la manera más discreta posible. Y la Señora entendió que ello implicaba no interferir en los estados de meditación o de regresión en los que podía caer Mercedes. Sin embargo le inquietaban más esos momentos de posible alumbramiento, como los denominó Camila, que los violentos estallidos de ira o llanto. Prefería ver a su hija descargando bronca y fantasmas, que sumida en una engañosa pasividad que, más tarde, desembocara en una  crisis depresiva irreversible.
    Aunque Feldman creía necesario que Mercedes revistara en su clínica como paciente ambulatoria, la Señora se opuso a que su hija compartiera un mismo espacio de recuperación junto a dementes y psicópatas. Fue por eso que se ofreció a atenderla personalmente todo el tiempo que fuera necesario. Desde luego que se imponían los controles periódicos y las sesiones de terapia en consultorio, pero lo que Mercedes necesitaba por sobre todas las cosas era afecto y privacidad; algo que en la clínica no encontraría. Y aunque ella ya era una mujer mayor, no estaba tan vieja como para abandonarla a la indiferencia de una enfermera de mala muerte.  Ella era su madre y sabía muy bien cómo tratarla y qué cuidados brindarle para que volviera a ser una chica feliz.
   Con las manos tomadas por delante del regazo y amortiguando cada uno de sus pasos, la Señora avanzó lentamente hasta detenerse detrás de Mercedes. Quería saber qué decía esa especie de letanía que su hija sostenía a media voz mientras seguía con la mirada puesta hacia abajo, hacia el Jardín botánico. Tal vez pudiera reconocer algún nombre o palabra de las pronunciadas y ayudarla así a articular un pensamiento restaurador de su conciencia. Pero la letanía llegaba débil a sus oídos. Aunque se asomó con mucho tacto por sobre el hombro de Mercedes, no logró entender ninguna de las frases que se perdían contra el ventanal.
    Un hombre medianamente alto, joven por la forma definida del cuerpo, se encontraba allí abajo. A él parecía estar mirando Mercedes con una expresión de gratitud.
   La Señora no podía distinguir los detalles de la imagen porque había dejado los lentes en la cocina. Imposible saber si se trataba de un conocido o de una presencia azarosa. De todos modos esa figura le provocaba una sensación extraña, incómoda. Como si no fuera la primera vez que alguien se instalara sobre la vereda del Botánico para espiarlas. De manera que se puso como límite cinco minutos. Si transcurrido el plazo ese hombre no se retiraba, llamaría a la policía.
    Tomó suavemente de los hombros a su hija como si fuese una pieza única y frágil, y comenzó a hablarle con ternura de las cosas que harían cuando ella se recuperara. Pero Mercedes no respondía a ese contacto porque su mente estaba absorbida por el universo de la memoria y por la configuración de una realidad que era insensible al tacto, a la vista o al sonido que proviniera de un mundo meramente material. Sólo ese hombre y el cruce de sus miradas era el eslabón que pautaba un registro palpable de una dimensión ajena a la que acontecía a sus espaldas.
  La Señora consideró prudente no insistir con la propuesta y dejar en paz a su hija. Ni siquiera se atrevió a quitarle esa muñeca horrible. Si lo hacía podría reaccionar mal, como la vez que intentó despojarla de ella cuando la creyó dormida. Desde entonces respetó su decisión y, a regañadientes, se ocupó de que la pepona estuviera siempre a la vista. Hasta buscó en su costurero un botón que hiciera juego para coserle el ojo a la par.
  A la Señora no le gustaba la pepona. Le repugnaba esa baratija porque le traía recuerdos dolorosos. Si hubiese sido por ella, la habría quemado el mismo día que expulsó de su casa a la Neno y a esos animalitos. Pero esa noche Roberto le pidió que por lo menos dejara que Mechita conservara un recuerdo de su amiguita. Fue muy estúpido su marido si creyó que lo hizo por él. Todo lo contrario. Lo hizo para que su hija terminara de una vez por todas de revolcarse por el piso como una loca, de patearla y de llorar a los gritos hasta quedar afónica.
  No, un abismo de equivocación el de Roberto ¿Cómo hacerlo por él si ese juguete de trapo rememoraba hechos anteriores a la existencia del mismo? La pepona era el remordimiento físico del martirio que ella empezó a sufrir al poco tiempo de llegar a San Agustín.
   El entonces coronel Martínez Lagos lo había entusiasmado al teniente primero Díaz Galván para que eligiera un destino que satisficiera sus deseos de servir a la patria y de poner en práctica los conocimientos adquiridos en el ejército. No le cabía duda de que su hija sería una magnífica esposa y una adecuada compañera para que él pudiese desarrollar su potencial en la Patagonia.
    Hacia finales de los años cincuenta, Campo de Mayo era un reducto propicio para negociar malversadas alianzas político-militares y para desarticular cualquier intento de resurrección peronista. De allí que lo que más le convenía a su subordinado era descartar esa opción, debido a que si se quedaba en Buenos Aires acabaría corrompiéndose como el resto de sus camaradas. Un soldado necesitaba medirse día a día con los desafíos que el ejército había reservado para sus elegidos ¿Por qué resignarse a ser un uniformado de escritorio cuando el país tenía tanto para ofrecer?
  En cuanto a tramitar y hacer efectivo su destino, de eso no debía preocuparse: su suegro haría los arreglos para que todo resultara como lo planeado. La Patagonia sería un buen comienzo para medir su temple y consolidar los lazos del matrimonio. Ese territorio salvaje y desolado aún requería de soldados de su hombría para ser domado en toda su extensión. Martínez Lagos hablaba con conocimiento de causa porque él mismo había transitado esa experiencia. Claro que después de un tiempo y conforme al ascenso en el escalafón, el teniente tendría que pensar en un nuevo destino.
    La Señora, a los pocos días de estar viviendo en San Agustín, se alarmó más por el aburrimiento que reinaba en ese pueblo que por los suspiros que su joven y apuesto marido provocaba entre la población femenina del lugar. Sabía que el excesivo consumo de alcohol que se daba entre los hombres destinados a esos parajes, más la chatura rutinaria a la que los condenaba el medio en el que vivían, conformaban una fórmula infalible para sucumbir al vicio y a la promiscuidad. Bajezas que bien sabían disimular tanto civiles como militares. Pero ella apostó a la integridad de Roberto y resolvió capitalizar esa adversidad como una prueba de fuego para su pareja.

    Espeso el resabio que removía la pepona en la memoria de la Señora. Horas, noches, patrullajes que se prolongaban durante jornadas completas y que exigían la presencia de su marido en maniobras de carácter confidencial la sacaban de quicio. De allí que incomodara tanto el silencio que se produjo entre las esposas de los oficiales cuando la ella, durante la reunión mensual del círculo de damas, abordó el tema de la sospechosa sobredemanda de comisiones que tenía la comandancia re las mujerespara con los jóvenes oficiales. No era lógico que estando a dos pasos de sus hogares sus esposos tuvieran que pasar más noches en el cuartel que en sus propias camas.
  A la señora le costaba ser discreta. Y esa noche, en su debut de membresía como dama invitada, se puso en franca evidencia. No fue para nada oportuno el comentario al que dio lugar. De hecho, todas se quedaron mirando a Dolores, la mujer del capitán Lamas, que la insultó por lo bajo, dejó la taza de té en la mesa y se retiró del salón dando un portazo.
    Olía a alcohol su marido cuando llegaba de madrugada y se metía en la cama sin ducharse. Impecable lucía su ropa de combate después de haber cumplido dos días de maniobras en alta montaña. Amargos recuerdos la forzaban a recrear las primeras sospechas que surgieron, a partir de versiones que señalaban a esas dos chiruzas como las causantes de su desgracia. Mocosas impertinentes. Desvergonzadas que tenían por costumbre merodear por el regimiento y poner los ojos en hombres que no les pertenecían.
  ¿Por qué no arrancarle de los brazos esa muñeca inmunda a Mercedes y terminar con el suplicio? ¿Por qué no haberle revelado antes a su padre quién era en verdad el oficial Díaz Galván? ¿Por qué no decirle que con un año de campaña antártica no había solucionado nada, y que el negarle de por vida el traslado hacia otro destino que no fuera San Agustín tampoco lo amedrentaba?
   Los hombres son así de perversos. Se cubren entre ellos y reprochan a sus mujeres por el fracaso de sus matrimonios “Siempre somos nosotras las culpables del daño que causan. Por eso se creen bendecidos a perpetuidad con un perdón que no merecen”

   El ojo nuevo, el que le había cosido a la pepona la primera noche que se quedó a cuidar a Mercedes, develaba una tonalidad azul marino que le hizo recordar la camisa desgarrada de la chiruza más grande, la que le pudrió la cabeza a su marido.
  Roberto le pronosticó que a esa hora de la tarde el calor sería insoportable. Que se llevaba dos soldados para que le dieran una mano con el techo de la casita. Eran pocas las chapas que tenía que clavar. De última, si la tarea se ponía muy pesada, se daba un chapuzón en el río y pegaba la vuelta. A ella, entre las náuseas y los mareos, no le iba a hacer bien andar exponiéndose al sol y a los tábanos. Mejor se quedaba con la Neno que también compartía sus mismos síntomas. De paso se hacían compañía una a la otra y aliviaban juntas el agobio de la siesta estival.
  Su marido estaba loco si creía que ella compartiría con esa perra un día tan sofocante. Antes que dejarse acompañar por semejante desperdicio humano prefería irse por ahí, a la casa de alguna de sus vecinas o a meter los pies en el río. Mejor hacer eso, remojarse y refrescarse. Aunque daba lo mismo ir caminando hasta el puente y bajar a la orilla del Huancúl que pedirle al primero que pasara que la acercara hasta la chacrita que su marido estaba acondicionando.
    Zapata era un muchacho muy servicial y educado. No hizo falta que la esposa del teniente levantara el brazo para detenerlo. Él, de puro gaucho que era, estacionó el Bedford en la banquina y se ofreció a llevarla hasta donde hiciera falta.
    “Mucho polvo suelto por el camino, ¿vio? También, ¡con los calorones que están haciendo!  Hasta la tierra parece querer sacarse todo de encima. Para colmo, ¿cuánto hace que no llueve? Como dos o tres meses hace, ¿no? Va a ser mejor que cierre la ventanilla, señora, porque le puede hacer mal respirar tanto polvo”
   La señora se alegró de que la tranquera construida por su marido estuviera abierta. A pesar de que los puntales de álamo eran delgados, ese armatoste de palos cruzados le resultaba pesado de mover. Aparentemente, los soldados que estuvieron ayudando a su marido no la cerraron cuando se fueron. Dedujo que así sería porque sobre el techo no se los veía trabajar (a Roberto tampoco)  y por los alrededores de la casa se mostraba todo tranquilo. Es que el sol todavía estaba demasiado alto como para resistir más de unos minutos bajo sus rayos. Claro que ella hubiese hecho lo mismo, darles el día libre a los conscriptos y descansar a la sombra hasta que el calor aflojara un poco.
   La Señora se sobresaltó cuando el gallo que le habían regalado a Roberto aleteó fuerte y fijó sus garras sobre el manubrio de una bicicleta de mujer. Como estaba mal apoyada contra el bebedero del corral, el pardo de cresta caída alcanzó a revolotear antes de que la bicicleta diera por el suelo. Ahora que la miraba bien, que notaba los detalles del óxido sobre el cuadro, la Señora se dio cuenta de que se trataba de la misma bicicleta que hasta hace poco usaba la Neno. Pero desde que empezó con los mareos, su criada prefirió dejar de pedalear e ir a pie hasta donde hiciera falta. De manera que desechó la hipótesis de que fuera esa desvergonzada la que se le había anticipado. El calor la deprimía a la Señora y la dejaba sin capacidad de reacción ante lo imprevisto. Lo que estaba escuchando, o lo que creía escuchar (quietita bajo el dintel de la puerta: un contrapunto de gemidos que provenían desde el interior de la casa y que alternaban en un dueto gutural excitante), le sugería proceder con cautela, aguantando el corazón en la boca y luchando por despejar esas imágenes obscenas que las circunstancias ya le estaban dando a entender. Y no se equivocó. Escuchó bien. Resoplando como un animal estaba su esposo. Corcoveando sudoroso sobre su hembra. A ella también solía tomarla Roberto de los tobillos, con firmeza, para dominarla a su antojo y darle duro hasta el cansancio, tal como lo estaba haciendo ahora con Amancay. Pero la Señora nunca hubiese permitido que a ella la poseyera así, sobre un colchón tan sucio como el que tenía arrinconado en esa tapera. Y menos aún que le refregara la acidez de su sudor en los pechos y que le dijera “mi puta”, “mi yegua calentona”.
   El Roberto que ella conocía era fogoso pero no guarango. Además, nunca lo hizo con tanta vehemencia como para doblarla como si fuera un juguete y que las rodillas le quedaran junto a la cabeza. No con los cabellos azabache como la otra, como la relajada que quedó en su casa. Ésta escondía ojos pequeños y mirada ladina. Se agitaba como una perra alzada, dejándose sacudir por adelante y por detrás. Con la lengua afuera jadeaba la porquería de Amancay. De una manga le colgaba la camisa azul marino que no alcanzó a quitarse del todo. Ella misma estimulaba el festín separándose los muslos para que Roberto, al límite de la contención, arremetiera con brutalidad el último envión. Bestia y hembra pugnaban para ver quién daba más. Se lamían las lenguas sin detener el ritmo del empuje. Gritaban de gozo; primero él, luego ella y después al unísono, porque se venía el descontrol del macho y el ruego de la hembra. Se venía en la penetración del animal mayor y en el orgasmo espasmódico de su potranca. Se venía desbocado y se vino, dejándose ir en el desborde de una eyaculación explosiva. Ni una gota afuera. Hasta lo último tenía que ser para ella. Que la llenara de una vez por todas porque quería robarle lo que todo macho era capaz de hundir en el secreto latente de una mujer sedienta.

   No fue necesario llamar a la policía. La vereda del Botánico quedó desierta y coronada por el gajo pelado de un fresno que la sobrepasaba. Mercedes se apartó del ventanal con la muñeca en brazos. Cuando advirtió la presencia de su madre la observó con extrañeza, como si le costara identificar a esa anciana que entrecerraba los ojos y le regalaba el esbozo de una sonrisa forzada. Después de unos segundos, que para la Señora resultaron interminables, su hija le pidió en voz muy baja que la acompañara a la habitación pero sin hacer ruido porque podía despertarse el nene.
  “Mirámelo un poquito que voy al baño. Y si llora, dejalo. Son los dientitos. Después se vuelve a dormir”
    Supo por Dolores que había sido un varoncito y que le habían puesto Mariano de nombre.
    “Yo te lo dije y vos preferiste hacerte la tonta. La súper mujer soberbia y todopoderosa, como las demás. ¿Qué te creíste? ¿Que con darle una hija hacías borrón y cuenta nueva? ¿Viste como son las cosas por acá? O agachás la cabeza y te acostumbrás, o recuperás algo de tu dignidad y te vas. Sí, te vas. Agarrás a tu hija y te escapás con el primero que se te cruce”
  Por lo menos la Neno, a diferencia de Amancay, tuvo la dignidad de asumir su maternidad y de pelearle a la vida un lugar para Laura y para ese otro que su amiga le dejó de regalo. Lástima que esa pelea la salpicara de manera tan injusta y la condenara a no poder alcanzar nunca una dicha que sólo duró lo que tarda en apagarse una luna de miel encendida bajo el agua .

  Después de llevar a la habitación la bandeja con el desayuno que había dejado en el living, la Señora se sentó sobre el borde de la cama y arropó a la pepona como lo hacía con Mechita cuando se quedaban solas en el cuarto. No le cantó a la muñeca, ni le cantaría aunque su hija se lo pidiera. Asomando por debajo del borde de las cobijas, el par de botones azules la interrogaba por ese doloroso pasado que ella no deseaba evocar en este momento ¿Para qué? ¿Para que la úlcera de la memoria la injuriara por traicionar a su propia sangre? ¿Para denostarla por la forma cobarde con que abandonó la lucha cuando tuvo que defender lo suyo?  
   Esos botones no dudaban en refrescarle sus antecedentes de mujer terca y orgullosa. Los años, la distancia y el desplazamiento de toda la culpa hacia Roberto se desintegraban ante la pasividad azul de unos botones que la inquietaban desde los rezagos de otra vida.
    Madre e hija habían sido víctimas de un destino egoísta que nunca les dio alternativa y que siempre tuvo una mano en el hombro para los otros, no para ellas que debieron caer una y mil veces en el mismo pantano ingrato que las hundía hasta el ahogo. De eso estaba segura la Señora, como también lo estaba al decir que la vida siempre brinda una segunda oportunidad para reparar lo dañado y para perdonar a quienes abusaron de los débiles.
  Por supuesto que colaboraría con Feldman y dispondría de los pocos años que le quedaban para hacer feliz a Mechita. No dudaba de que su hija se recuperaría y que, con el tiempo, sabría perdonar a quienes la maltrataron tan salvajemente. Mientras tanto ella, como correspondía a una buena madre, se esforzaría por el día a día de su hija. Ese era el único objetivo vital en estos momentos. Basta de vulnerar el alma con recuerdos oscuros. Era preciso enterrar esos episodios bochornosos del pasado. No más recuerdos sucios. No más dolor. A otra cosa con la culpa y con esa caja donde Mercedes guarda las fotos. La mala y cruda memoria no sirve más que para torturar a inocentes y para oprimir a las almas desvalidas que aún deben, a pesar de los años, someterse a un suplicio que nunca debió ser suyo. Por eso, mejor silenciar el alma y negarse a ver lo que revuelve el rencor. Mejor así, cerca de quien nos ama y nos necesita. Mejor así. Arrancarle a esta pepona los ojos y  hundirla boca abajo hasta que el corazón se le llene de espanto.