sábado, 17 de noviembre de 2012


17. EL PORTEÑITO

    Hasta ese día, Ibarra (h) lo había tomado a Mariano de punto. Las burlas hacia su persona tenían como único fin fastidiarlo, encender el lado más temible de su temperamento y de esa manera redoblar la artera intencionalidad de sus palabras. Ibarra(h) desplegaba la acidez de su sarcasmo sobre el límite de la paciencia de sus víctimas. Cuanto más intratables y coléricos se volvían, más gozaba con sus arremetidas. Hasta entonces, sólo hasta entonces, Mariano había dejado pasar la soberbia que ese despreciable volcaba sobre quienes se mostraban más sumisos o introvertidos.
  El “porteñito”, porque así lo llamaba la cuadrilla de la mole Tapia, era hijo de uno de los contratistas de Hidrosur. Por lo tanto, se creía inmune a las directivas de capataces y jefes de sección. Para colmo sus superiores solían hacer la vista gorda ante la irresponsabilidad laboral y los desplantes en que incurría el muchacho, por temor a tener que dar parte de sus faltas y correr el riesgo de perder sus puestos de trabajo.
  Como castigo y lección de vida, el ingeniero Francisco Ibarra, su padre, creyó buena idea alejarlo de Buenos Aires, de sus amigotes, de los excesos nocturnos y llevarlo con él a poner el lomo a la Patagonia. Pero esa medida disciplinaria no hizo mella en el alto grado de desprecio que sentía su hijo por los obreros de Hidrosur, y más aún si éstos mostraban algún rasgo de mestizaje o no acreditaban carta de nacimiento en la reina del Plata. A regañadientes se relacionaba con sus pares y cumplía con las tareas del día. Pero eso sólo sucedía cuando sabía que su padre estaba supervisándolo. Por el contrario, cuando don Francisco se ausentaba de San Agustín, su hijo reducía al mínimo su actividad laboral y sacaba a relucir un variado abanico de abusos y atribuciones que no le correspondían. Entre sus extralimitaciones se destacaba el no respetar los horarios de trabajo, almorzar en el comedor del personal jerárquico, solicitar adelantos de sueldo y utilizar los vehículos de la empresa para uso personal. Pero sobre todas las cosas ponía su mayor esmero en explotar al máximo su caudal verborrágico para provocar a quien fuera su víctima de turno. Ese grado de humillación al que remitía a su elegido del día le proporcionaba uno de los pocos momentos de placer y felicidad que le deparaba el exilio patagónico. El doble sentido de sus chanzas y el alarde a su mal creído potencial de irresistible macho porteño se convertía en el condimento más fuerte de sus ataques.
  Hasta ese día, Mariano no había reaccionado a las ofensas de Ibarra (h), aunque más de una vez tuvo ganas de hacerle tragar de un golpe las estupideces que decía. Sabía que era un pobre infeliz resentido y que no valía la pena rebajarse a su nivel. De hacerlo, pondría en riesgo la única fuente de trabajo con que contaba para sobrevivir. Por lo tanto, optaba por ignorarlo o se hacía el que no entendía la mordacidad de sus indirectas. Por suerte, Tapia había dividido su cuadrilla en ternas y los había destinado a distintos sectores de la obra. De esa manera Mariano no tuvo contacto directo con el porteñito por unos días.  Pero todo se precipitó cuando ambos se encontraron en una de las salas de máquinas del primer subsuelo. Allí Ibarra (h) hizo alusión a las sospechosas visitas que su amigo Gonzalo Iraola le dedicaba a Laura, con la excusa de entrevistarse con Díaz Galván. Hasta ese día, Ibarra (h) había sido un muchacho con suerte.

   Gonzalo era hijo del también coronel (RE) Julio Iraola, ex camarada de armas de Díaz Galván y ahora socio del haras que estaban por inaugurar en un campo próximo a La Plata. A su vez, en abril del ’76, ambos ex militares habían hecho contacto con los interventores de la Secretaría de Energía para que el pliego de licitación presentado por Ibarra padre fuera seleccionado para llevar adelante la logística de contratación de la represa Río Huancúl. De esa manera, la sociedad Ibarra, Iraola y Díaz Galván compartiría los dividendos que la empresa constructora, más el haras y las acciones bursátiles que respaldaba Hidrosur, arrojarían  de aquí en más.
  En principio la idea de Gonzalo era involucrarse en los negocios familiares y conocer de cerca los secretos que hacían a la cría de caballos. Al igual que su padre y el socio de su padre, era un apasionado de los purasangre y de la vida rural. Había estudiado veterinaria sólo por el hecho de estar en permanente contacto con el campo y con la fauna que la naturaleza le deparaba. De allí que aceptó gustoso viajar a San Agustín e interiorizarse del negocio por venir. Claro que con lo que no contó fue con la fascinación que le depararía ese rincón patagónico. Era la primera vez que viajaba al sur del país, que veía la transparencia de sus ríos y la seductora ondulación de los bosques sobre las faldas cordilleranas. Pero aún mayor sería el encanto que le provocaría la mirada, la sonrisa y la gracia de movimientos que regalaba el delicado cuerpo de Laura. Jamás pensó que una mujer sería capaz de provocar en él esa dulce sensación de debilidad y de contemplación por las formas femeninas. Y menos aún sucumbir ante la necesidad de postergar sus proyectos por esta presencia única que prometía no abandonar mientras la tuviera al alcance de sus ojos.
   Durante el asado de bienvenida que Díaz Galván les dedicó a los Iraola en la casa del río, Gonzalo no le preguntó a su padre qué parentesco tenía la muchacha con su socio o quién de los presentes en la mesa tenía una relación afectiva con ella. Tampoco vio a las dos niñas que la acompañaban como un impedimento para su creciente deseo. Gonzalo sentía que una etapa de su hombría acababa de morir ante los ojos de Laura. Que esa pérdida identitaria, afortunadamente, había cumplido un ciclo intrascendente en su vida para dar paso a una nueva vibración, más aguda y celestial de lo que había experimentado jamás por una mujer. Ahora, en ese remoto territorio, se le presentaba el abismo de un universo pasional nunca antes sospechado. De más cabía pensar que tendría voluntad o fuerzas suficientes para abandonarlo. Al menos no sin antes averiguar qué tan cierto era ese reclamo que le ardía en el pecho.

   “Che, Fulque  -lo increpaba Ibarra(h) a Mariano en tono burlón, mientras éste, inclinado sobre una caja metálica, acomodaba unas herramientas-, ¿Qué pasa que ya no enfilás para el ranchito del mlico? ¿No te dan más de comer como antes? ¿Qué pasó que abandonaste a la yegua más mimada del viejo? ¿No hay más pechuguita ni muslitos para el nene? ¿Se acabó el pavito relleno que te daban a la siesta?”
“- Callate la boca vo  -lo interrumpió la mole Tapia-  y dejate jodé que acá se viene a laburar. Y ponete el casco porque sino vas a tener problema ¿Me escuchaste? Dejá de molestar y andá a tu setor ya mismo”
   Tapia sabía, porque ya lo había visto reaccionar una vez en El Jote, que la quietud absoluta en Mariano no era una buena señal. Le preocupaba la vidriosidad que iban adquiriendo los ojos del muchacho y la forma en que se le aceleraba la respiración. Por eso se interpuso entre ambos y empujó levemente a Ibarra(h) para que desistiera de su provocación y se alejara del sector que no le correspondía.
   “- ¡Epa, epa! Cuidadito mi viejo donde ponés las patitas. No te pasés que vas a terminar mal. Yo sé lo que te digo. Además estoy hablando con Fulque. Así que rajá y no te metás. Quiero saber si él sabe por qué le dieron la baja del nidito donde esa potranquita calentona le daba de comer  ¿Vos sabés, Tapia, por qué lo rajaron? ¿Yo sí sé? ¿Querés que te cuente?-“
      La mirada de Mariano se clavaba en la del porteñito. Ya no respiraba aceleradamente, sino que resoplaba con los dientes apretados mientras se ponía de pie.
   “- Vo también, Fulque, andá pa’llá y largá la stilson que la necesitan los muchacho de plomería…¡Che!, ¿me oíste lo que te dije? Largá la herramienta y andá pa’llá. A vo te estoy hablando, Fulque. Y vo también, Ibarra. Ya te lo dije, tomátela de acá- “
   Pero Ibarra(h) no abandonaba el hostigamiento ni tenía intenciones de retirarse. Lo excitaba el grado de ira contenida que observaba en Mariano y eso lo estimulaba a seguir socavando el orgullo de su víctima. Disfrutaba ese momento y lo intensificaba acortando la distancia que lo separaba de Mariano. Quería que sufriera el peso y el filo cortante de cada palabra que le escupía a la cara. Pero la mole, temiendo un desenlace violento, empujó con ambas manos a Ibarra(h).
    “-  ¿Qué hacés, Tapia? Salí de acá. Te dije que no me tocaras ¿Sabés por qué se queda calladito este pendejo? Porque el que calla, otorga. Y, sí, ahora se la tiene que comer doblada porque le soplaron la dama. Bien calentito se quedó el cornudito ¿O no, Fulque? ¿O más calentito te quedaste porque el que le está revolviendo el estofado a tu yegüita es un porteño que la sabe poner como Dios manda? Y te digo más. Si la negrita esa ya probó el pedazo de Gonzalito, olvidate mi viejo, porque esa yegua no lo larga más…¡Bueno, bueno!, ¿qué pasa?  ¿Te me querés poner malo ahora? Esperá que falta lo mejor ¿Sabés lo que me dijo Gonza la primera vez que se la…-“
   Ibarra(h) no alcanzó a terminar la frase, pero el que sí alcanzó a quitarle la stilson a Mariano antes del ataque fue Tapia. Crujían, dijo más tarde el capataz. Crujían los huesos de la cara de Ibarra(h). Mariano sólo lo castigaba con el puño derecho, porque con la otra mano lo tenía tomado del cabello. Casi desorbitados los ojos mientras lo golpeaba. Sangre en los puños, en la ropa y en los dientes que iban desprendiéndose de la boca del porteñito.
    “Duró apena uno segundo -  había dicho Tapia cuando el supervisor le exigió que diera explicaciones-  Fue todo tan rápido que apena llegué a largar los fierro y empezamo a tratar de separarlo con los otro muchacho. Parecía una fiera el Fulque. Un salvaje. No lo podíamo parar…¿Qué hubiera pasado si estaban los do solo o este animal lo agarraba afuera? ¿Qué hubiera pasado, eh? De seguro que lo mataba”

     Hacía tiempo que la delegación policial de San Agustín le tenía ganas a Mariano. Sobre todo el comisario Somuncura. Ya en una oportunidad, cuando se desató una gresca en El Jote por los favores adeudados de una de las pupilas, Mariano se vio injustamente acusado de alterar el orden y agredir a uno de los clientes del local. Pero el hecho de ser un protegido de Díaz Galván lo convertía en un intocable para las autoridades policiales. En cambio ahora, bajo denuncia por lesiones graves y resistencia a las fuerzas del orden, el comisario tenía consenso suficiente como para disciplinarlo a gusto, ya que el desmedido ataque había terminado con el porteñito en terapia intensiva.
   Debido a la complejidad del cuadro clínico que presentaba el herido, los médicos del hospital local resolvieron trasladarlo a la capital provincial. La mala noticia provocó el regreso anticipado del ingeniero Ibarra desde Trelew. Además de la conmoción generalizada que puso en vilo al personal de Hidrosur, Ibarra padre, al ver el rostro deformado de su hijo, sufrió una descompensación vascular que dramatizó aún más el panorama y puso en peligro la sociedad Ibarra, Iraola, Díaz Galván.
   El coronel no interfirió en la detención de Mariano. Ni siquiera mandó a llamar al comisario, como era su costumbre cuando debía pedirle explicaciones por entrometerse en asuntos que consideraba ajenos a la incumbencia policial. Dejó que el personal de la comisaría actuara con absoluta libertad y sin solicitar garantías sobre la integridad física el detenido. El costo de la reacción de Mariano hacía peligrar los proyectos que el trío de socios había elaborado con tanto cuidado, debido a que él mismo había hablado con el ingeniero Ibarra para que contratara a Mariano.   
    A Díaz Galván le importaba poco el estado de salud de Ibarra(h). A pesar de que fueron contadas las veces que lo trató, aquellos encuentros bastaron para darse cuenta de que estaba ante un mocoso engreído y maleducado. Un malcriado de mamá al que no le hubiese venido mal comerse un año de colimba en la Patagonia.  Ahí sí que en menos de una semana de orden cerrado sus camaradas le hubiesen bajado esos humos con los que le gustaba pavonearse. No, por ese lado no se arrepentía de haber recomendado a Mariano. De lo que sí se arrepentía era de haberle aflojado a Rina, la muy puta esposa de Ibarra, y aceptar “mover los hilos” en Campo de Mayo para salvar a su hijo del servicio militar. Se odiaba cuando se reconocía tan débil ante el poder seductor de una mujer. Cuando se daba cuenta de que eran ellas las que habían tomado la iniciativa, vivía esa revelación como un fracaso personal. Le daban ganas de golpear a alguien, a cualquiera que tuviese cerca. Por eso Laura era tan especial para él. Por algo la había iniciado y domado desde chiquita. Para que sea suya desde siempre y para siempre. Él la dominaba. Él decía cuándo dónde y cómo. Y si tenía que pegarle lo hacía con ánimo aleccionador, sin llegar a lastimarla. Ella sabía lo que a su papi le gustaba. No como la atorranta de Rina que aprovechaba cada viaje de él a La Plata para ir a verlo y someterse a todas las fantasías que tenía reservadas para ese momento. De eso sí se lamentaba, no de gozar y violentar cada parte del cuerpo de esa hembra voluptuosa e insaciable. Se lamentaba de saberse tan débil ante la imponencia sexual de las mujeres y de las consecuencias que este defecto le deparaba a su orgullo varonil. Pero no se avergonzaba de haber apadrinado a Mariano y que de alguna forma ello hubiese derivado indirectamente en la hospitalización de Ibarra(h). Lo que le preocupaba era que este episodio diera por terminada su asociación con uno de los empresarios más importantes de Hidrosur.
    El coronel no dudaba de que la reacción de su protegido fuera justificada. Aún sin conocer los motivos de la pelea, descartaba que Ibarra(h) se merecía lo que había recibido. Por supuesto que él, en lugar de su muchacho, no hubiese esperado tanto para ponerle punto final al asunto. Pero en definitiva el conflicto no pasaba por defender un más que necesario ajuste de cuentas entre hombres. El conflicto pasaba por tener que desentenderse forzosamente del vínculo con Mariano y dar muestras cabales de que estaba del lado de los Ibarra, como también de todos los que pedían de una vez por todas que se haga algo con ese salvaje. De manera que habló con Iraola para que le permitiera a su hijo quedarse un tiempo más en San Agustín, a fin de poder contar con alguien que le cuidara los caballos y que supervisara a la peonada.
     “No, después de la cagada que se mandó, ese irresponsable es historia para mí…Claro que es una pérdida grande para la tropilla, pero creo que Gonzalito va a saber rebuscárselas. Yo viajo mañana para hablar del tema con Ibarra…Sí, y para ver cómo está el pibe también, desde luego. Pero hay que recomponer urgente la relación con Hidrosur y separar las aguas: allá Mariano pagando sus culpas y aquí nosotros solidarizándonos con  la familia del ingeniero”

    Laura no podía creer que el viejo le diera la espalda a Mariano. Y menos aún aceptar que lo reemplazara por ese porteño pálido y charlatán que no hacía más que acecharla con cumplidos. Si Mariano hizo lo que hizo, seguramente habrá tenido sus razones. Ella lo conocía bien. Sabía que era puro de corazón y que esa conducta despiadada no era propia de su naturaleza.
  ¿Qué había detrás de todo esto como para que el coronel actuara de esa manera? Para colmo dejaba sus caballos en manos de un extraño y le permitía a este recién llegado hospedarse en el galponcito del fondo. Que desde aquella discusión terminal Mariano hubiese resuelto quitarle la palabra a Laura y mudarse al pueblo, no significaba que ya no se importaran el uno al otro. Al contrario, ella lo esperaba todas las tardes para verlo trabajar con los caballos. Había tomado como rutina hacer la vista gorda ante las ocasionales huidas de Cristina hacia los corrales. La pequeña, con pasitos cortos y emocionada por la aventura de la fuga,  corría  para darle los brazos a ese gigante que la alzaba y la sentaba “un ratito nomás” sobre el lomo del Tinto. Mariano siempre elegía el corral más cercano a la casa para hacer su tarea, y ella la ventana más próxima a ese sector para no perderlo de vista. Sin hablarse, sólo con fingidas reprimendas a Cristina por parte de ella, o él alentando en voz alta el trote de algún potro, no dejaban de mantener un lazo comunicativo y, al mismo tiempo, abrigar la esperanza latente de una futura vida en común.
     Laura sabía que había una forma ingrata y humillante a la que debía someterse si quería convencer al coronel para que intercediera por el arresto de Mariano. Pero esa noche iba a ser imposible lograrlo. Díaz Galván tenía la cabeza puesta en su inminente reunión con Ibarra y en las alternativas a seguir por si el ingeniero mostraba dudas respecto de la continuidad de los acuerdos trazados.
    “Apenas tengo tiempo de armar el equipaje. No puedo ocuparme de otra cosa. Tengo que ver a Ibarra. Flor de cagada se mandó este pelotudo de Mariano…No, por ahora no puedo hacer nada. Voy con Iraola y capaz que tenga que hacerme una escapadita hasta La Plata…Cuatro o cinco días…Gonzalo se va a ocupar de ahora en adelante de los caballos…Sí, ése, el hijo de Iraola… ¿Qué, me vas a decir lo que tengo que hacer? Lo único que falta, que vos me digas cómo manejar mis negocios…¿Pero vos sos imbécil o te hacés? Si se pudre todo con Ibarra se nos cae lo que teníamos armado…Mirá, no me hinches las pelotas, Laurita. Nadie se muere por pasar un par de días preso. Dejate de joder y no te metas en cosas que no te corresponden ¿Comprendido?. Y prestá atención porque mañana o pasado llega Mecha...¿Cómo va a saber si todavía no la ví? Después yo la pongo al tanto de todo. Vos ocupate de las nenas, de la casa y de que a este muchacho no le falta nada”

    Los paredones laterales del patio interno de la comisaría tenían una altura por demás considerable. Por sobre uno de ellos podía verse la antena de comunicaciones del cuartel de bomberos. Y por sobre el otro se destacaba el pararrayos de la municipalidad, como marcando el eje vertical del cono nevado del volcán Unelén. Contra el paredón del fondo, junto a una casilla de madera que servía de depósito general, se encontraba el calabozo donde tenían detenido a Mariano. Un cuartucho diminuto, sin ventilación ni iluminación eléctrica, con una única entrada de luz, facilitada por la ventanita enrejada de la puerta. Y no mucho más que eso: un catre de campaña, un balde y el cuerpo de Mariano aún esposado, acurrucado sobre una manta desflecada.
  Al tercer día de encierro, con las manos hinchadas y la boca reseca por la deshidratación, un sargento entró al calabozo y le quitó las esposas. La sangre que había coagulado sobre sus párpados le impedía ver con nitidez. Pero entendió por el sonido familiar de los utensilios que le estaban dejando agua y comida: medio jarro para beber y un plato que olía a guiso recalentado. No había pan ni cubiertos. Por lo que más tarde, cuando recuperó la sensibilidad en sus manos, tuvo que valerse de los dedos para tragar un par de bocados, como también tuvo que recurrir a ellos para otros fines más desagradables, debido a que sus comodidades sanitarias se limitaban a un oxidado balde metálico. De manera que con el transcurso de las horas y con la humedad que generaba el encierro, se incrementaba la pestilencia del ambiente, ya sea por la hediondez que fermentaba el contenido del balde, como también por la suciedad que se le pegoteaba en  las manos.
   Al tercer día pudo abrir un ojo hasta la mitad. Eso le bastó para apreciar el interior del calabozo y reconocer a sus carceleros. Uno era Felipe Cabral, un agustinense con quien había compartido la escuela primaria. Al otro, a Jaramillo, lo tenía visto por el simple hecho de recorrer las calles de un mismo pueblo. Pero a decir verdad no sabía mucho más de ellos. Aunque afuera solían saludarlo con cordialidad, aquí adentro lo trataban como a un reo común. Es más, cuando lo trajeron detenido y lo metieron en la amansadera, lo golpearon con la misma saña que el resto de los uniformados.
    Cuando el comisario mandó traer al detenido, ni Cabral ni Jaramillo quisieron entrar al calabozo. Abrieron la puerta y le ordenaron a Mariano que saliera con el balde en la mano. El olor era insoportable y Mariano estaba impregnado de esa podredumbre hasta el último de sus cabellos. Luego de descargar los desechos en una letrina cerrada, la que se encontraba en el otro extremo del patio, le dieron una manguera y lo obligaron a lavar el balde. Después lo ingresaron al ala central de la comisaría y lo llevaron a las duchas. Le dieron un jabón y cinco minutos para higienizarse. Allí descubrió que no podía alzar los brazos ni volcar la cabeza hacia atrás. Las costillas parecían desgarrarse cuando intentaba uno de esos movimientos. Por lo tanto, tuvo que arrodillarse para poder completar el baño. No le importó que no le dieran una toalla y tener que vestir la misma ropa con la que lo llevaron detenido. El agua le devolvía algo de vida y la espuma perfumada del jabón lo acercaba de alguna manera al mundo civilizado.  Sólo cuando lo hicieron pasar a un cuartito ciego cuyo único mobiliario consistía en una mesa cuadrada, tres sillas y un retrato del Gral. San Martín, pudo descubrir el aspecto que presentaba su rostro. Entre el juego de sobreimágenes que reflejaba el vidrio del retrato, vio que eran muy pocas las partes de su rostro que habían quedado sin dañar. La ida y vuelta de foco que su ojo trataba de regular interponía el perfil aguileño del Libertador con los hematomas que ocupaban su cara. Con todo, comprendió que a pesar de lo que veía entre el nudo del corbatín y la cabellera canosa de Don José, Ibarra(h) había quedado mucho peor que él. Se tocaba los nudillos inflamados de la mano y revivía la fragilidad de los huesos del porteñito ante cada golpe de puño. Le dolía el vientre, las costillas, el cuello, la boca y las rodillas, pero no se reprochaba por lo que había hecho. Y si ese dolor físico lo atormentaba, más lo podía la traición de Laura y el engaño al que lo había sometido durante los últimos meses. Mucho más podía ese dolor que todos los castigos que pudiera sufrir.
    “Al final –decía el Choique-  la carne es materia. O se recupera para cumplir su destino o muere. Pero lo que no se muere es el dolor y la traición que enferman el alma. Eso se queda por siempre. Vayas donde vayas, en este mundo o en el otro, van a seguirte”.

    Somuncura y Sambueza, su oficial ayudante, ambos vestidos de civil, ocuparon las otras dos sillas que estaban en el cuartito ciego. Murmuraban entre ellos y reían. El parecido físico entre ambos hacía que muchos sospecharan un parentesco cercano; un padre o una madre en común. Hipótesis que para los nativos de la zona no resultaba nada extraña. Los dos tenían el cabello oscuro, grueso y rigurosamente peinado a la gomina. Hasta el timbre de voz parecía modular un una misma frecuencia. Aunque también el grosor de los labios y la rasgadura de los ojos eran detalles compartidos, esas características eran de trazos más refinados en Sambueza, lo que le daba un toque de mayor compatibilidad a esa dupla policial.
  “Vos sí que tenés suerte, Fulque – decía Somuncura mientras tomaba un cigarrillo del bolsillo de su ayudante –  Sos joven, fuerte y tenés un lindo rebusque para ganarte el pan de cada día. Y como si fuera poco, con dos buenas hembras para montar a gusto ¿O no es así? Tenés a la rubiecita y a la criollita para darles verga cuando se te de la gana ¿Te crees que no lo sé, que no lo saben todos en el pueblo? Bueno, sí, hay uno que todavía no se enteró. Pero parece ser que sólo a Mechita le importás algo, porque la morocha ni apareció por la comisaría para preguntar si estabas vivo o muerto. La rubia sí que anduvo por acá haciendo quilombo. Claro, vos no la escuchaste porque estabas durmiendo en el fondo. Hubieras visto cómo amenazaba con hacernos saltar a todos si no la dejábamos pasar a verte. Pero…órdenes son órdenes. El mismo Díaz Galván nos dio carta blanca. Así que, procedimos tal cual lo hubiésemos hecho con cualquier hijo de vecino. Es que esta vez te metiste con un pescado grande y no tenés resto para zafar de semejante despelote. Era lógico que tarde o temprano la morocha se le iba a abrir de piernas al porteño. Muy putas y calentonas se ponen las pendejas con los que vienen de Buenos Aires. Y no creas que eso a mí no me da bronca también. Yo tengo dos hijas y me pongo loco de sólo pensarlo. Pero es así. Se calientan porque son ambiciosas y egoístas. Se les presenta la oportunidad y, ¡chau!, te patean a la mierda y te reemplazan por otro. Pero esa Laurita no sé si no es la peor de todas. Así, calladita, con cara de boludita, de a poco le fue copando la parada a la propia madre  y ahora lo tiene al viejo en la palma de la mano. Y bueno, la hizo bien la pendeja. Ahora que al viejo seguramente se le puso blando…¿Me entendés, no? Ahora que el muñeco se le debe estar poniendo tierno, lo engancha al porteño para tener carne fresca cuando se vaya de acá. Porque a vos, ¿no sé si te enteraste?, ya te dieron de baja de todos lados ¿Te das cuenta que te complicaste al pedo? ¿Qué te importaba lo que dijera ese tipo si ya la cosa estaba liquidada? La hubieras dejado pasar y ahora seguirías con tu rutina, asegurándote un porvenir, mojando la nutria por doblete y el coronel no te hubiese metido una patada en el culo. En cambio, como sos un mal parido, se te terminó la buena vida. Te quedaste en pelotas, sin trabajo y sin garantías de ningún tipo. Fijate cómo te habrán pateado para un costado que ni siquiera hay una denuncia en tu contra. Eso quiere decir que nosotros decidimos qué hacer con vos. Porque si se te olvidó, te informo que todavía estamos bajo estado de sitio y  podemos tenerte detenido hasta que se nos cante. O derivarte a un destino peor...  Pero por algo digo que sos un tipo con suerte. Por la rubia lo digo. Mirá, nosotros, así como nos ves, podemos sobrevivir a tiroteos, a borrachos armados y a cualquier atentado que se te ocurra. Pero nunca a una hembra acomodada como la Díaz Galván. Tiene todo el poder para hacernos cagar ¿Para qué engañarse, no? Estoy seguro de que lo va a convencer al viejo para que te saque de acá. ¿Entendés por qué te digo que sos un tipo con suerte?...Vos, Sambueza, la rubia y yo sabemos que a la larga o a la corta vas a salir. Y eso me recontra da por las pelotas, porque al final de cuentas parece que la policía para lo único que sirve es para juntar la basura que nadie quiere juntar. Pero mientras tanto, mientras no haya una orden superior que nos obligue a liberarte, te quedás a vivir acá…¿Viste, Sambueza,  -le dijo a su ayudante, robándole otro cigarrillo del bolsillo de la camisa- que vos no me creías lo que dice ese refrán: más tira un pendejo de mujer, que una yunta de bueyes? Es así no más”

   



  









18. SEGUNDO FRENTE

    Apenas un par de horas en la capital provincial le bastaron a Díaz Galván para comprobar que el estado de salud de los Ibarra no revestía gravedad. El porteñito estaba consciente y recordaba perfectamente lo que había pasado. Al margen del tiempo que le llevaría recuperarse, al muchahco le preocupaban dos cosas: una, tener la seguridad de que su agresor continuaría detenido; y dos, regresar cuanto antes a  Buenos Aires para consultar a un cirujano plástico. Es cierto que la deformación de su rostro era mucho más impresionante de lo que el coronel imaginaba, pero era una exageración pensar que en algún momento su vida hubiese corrido peligro.
   En cuanto a Ibarra padre, la descompensación vascular que le habían diagnosticado no había sido tal. Se trató simplemente de un principio de desmayo, de lo que en términos médicos suele catalogarse como lipotimia. De manera que para Díaz Galván su mayor inquietud estaba despejada; asegurarse que los Ibarra estuvieran a salvo y que la sociedad encaminada no se fracturara a raíz de la imprudencia cometida por Mariano.  Aunque en principio había ordenado el despido del agresor de su hijo, el ingeniero Ibarra dio por superado el episodio y le ratificó a Díaz Galván los acuerdos establecidos entre las partes. La buena nueva le devolvió el optimismo al coronel y lo llevó a buscar de inmediato la central telefónica más próxima al hospital regional para transmitirle la novedad a su socio de armas.  A paso veloz recorrió las anchas y arboladas calles de la capital provincial hasta dar con un telecentro de Entel. Cambió dos billetes por cospeles y discó rogando que no fuera Rina la que atendiera del otro lado de la línea. Lo único que quería en ese momento era comunicarle a su ex camarada que los negocios con el empresario de Hidrosur se mantenían firmes. Pero Iraola recibió casi con indiferencia la novedad. Su voz denotaba inquietud por otra noticia mucho más grave y trascendente que la que su socio le hacía llegar desde la Patagonia.
   “Roberto, te estuve llamando a los teléfonos de contacto que me diste pero fue imposible dar con vos. Cuando por fin lo logré me atendió tu hija y me dijo que ella estaba recién llegada de Buenos Aires y que no tenía idea de dónde podías estar. No tuve otra que contarle sobre el despelote este que pasó ayer a la mañana y que tal vez habrías viajado para ver qué pasaba con los Ibarra…Y, qué va a decir, se puso furiosa. Pero, bueno, mirá, suerte que llamaste, porque hubiese sido al pedo que te vinieras directamente a La Plata. La mala es que por orden de la Junta nos modifican la situación de revista. A partir del dos de abril próximo…Bueno, por eso mismo, porque Fontana tampoco podía encontrarte. Pero antes de Fontana me habían llamado de la comandancia…Prefiero no hablar del tema por teléfono. Lo que puedo adelantarte es que el clima que se está viviendo a nivel militar es espeso. Más de lo que te imaginás…Así que cuando llegues a Buenos Aires andate  para el Comando, que ahí te van a poner al tanto de lo que está por suceder. Y si después ves que tenés margen, venite para casa y hablamos sobre cómo nos vamos a manejar con lo que se viene”

   En Plaza de Mayo la jornada de protesta que habían organizado conjuntamente la Confederación General del Trabajo y agrupaciones políticas había derivado en una represión policial descomunal. A pesar de que el taxi que transportaba a Díaz Galván alteró su ruta para evitar la zona de conflicto, los disparos de armas de fuego y las detonaciones de granadas de gas lacrimógeno podían escucharse desde varias cuadras de distancia. El descontrol del tránsito era tan caótico como el de los peatones que huían de la refriega policial. A sólo trescientos metros del edificio Libertador, su taxi se encontró preso de un embotellamiento mayúsculo. Hasta allí, hasta ese atascadero vehicular, llegaba el olor ácido y penetrante de los gases arrojados en la plaza. Aturdían los bocinazos y enronquecían los insultos de un conductor a otro. Desde el balcón de un edificio de departamentos, una madre con su hijo en brazos vociferaba y amenazaba con una mamadera en alto a los automovilistas sin que desde la calle pudiese oírse una sola palabra de lo que decía. De repente, un grupo de diez o doce jóvenes cruzó de lado a lado el embotellamiento por sobre los vehículos.  Algunos llevaban sus ropas y partes del cuerpo manchadas de sangre. Otros portaban vinchas o brazaletes con consignas políticas. Frente al parabrisas del taxi en el que viajaba al coronel, tropezó y cayó una chica con una pancarta. Pan, Paz y Trabajo decía la inscripción. El joven que venía acompañándola, el que en ningún momento le soltó la mano, la arrastró sobre el capot del auto y la ayudó a hacer pie en la vereda. Por detrás, a unos pocos metros de distancia, llegó a la carrera una reducida y agotada partida policial, la que al ver semejante barricada automovilística desistió de perseguir a los fugitivos.
   Díaz Galván pagó lo que indicaba el taxímetro y recorrió a pie las cuadras que restaban hasta el comando en jefe del ejército. Cuando llegó a la avenida Paseo Colón, vio que el predio del edificio estaba vallado y reforzado en cada una de las postas de guardia. Una vez en el interior tuvo que identificarse ante tres nuevos puestos de control. Finalmente fue recibido por el general de brigada Andía. El coronel había conocido al general  durante la campaña antártica que, por sugerencia de su suegro, debió cumplir para disciplinarse y lograr un ascenso. Por aquel entonces, Andía estrenaba grado de mayor y se cuidaba de guardar cierta distancia con sus subalternos.
  El general le notificó que “el ejército, coronel, lo convoca al servicio activo porque necesita soldados de su experiencia. Oficiales superiores que sepan lo que es enfrentar al enemigo. Y esta vez no se trata de combatir elementos subversivos. Esta vez se trata de librar una guerra justa y necesaria contra una de las principales potencias del mundo”
   Del Comando lo mandaron a Campo de Mayo y de allí nuevamente al edifico Libertador. Ese ir y venir llevando información clasificada se repitió hasta el día siguiente. La única comodidad que le brindó el ejército consistió en la designación de un vehículo con chofer para que pudiera trasladarse junto a otros tres coroneles. Recién el 1° de abril por la noche pudo regresar a San Agustín, sin pasar por La Plata, sin poder reunirse con Iraola, durmiendo apenas dos horas en un sillón del espigón militar de Aeroparque y sin ninguna instrucción específica de lo que debía hacer ante el cuadro de operaciones que se abriría al día siguiente. Para colmo, quien estaba a cargo del batallón de San Agustín era Fontana, y le gustase o no, él sería un subordinado activo del jefe de unidad. No le seducía nada esa idea, como tampoco que este giro de los acontecimientos alterara los planes que tenía delineados para su nueva vida empresarial. 

   El coronel Díaz Galván, insomne, exhausto y acurrucado en el último asiento del Focker que lo devolvía en un vuelo nocturno a la Patagonia, no dejaba de preguntarse qué delirio le había dado ahora a la Junta para despacharse con una guerra contra Gran Bretaña. Si hacía rato que la cosa venía mal con la conducción del gobierno, con la economía, con las relaciones exteriores y con las internas entre el ejército y el resto de las fuerzas armadas ¿Para qué improvisar este disparate? Todo venía desarticulándose desde la salida del general Videla y nadie se hacía responsable del desastre institucional que ahogaba al país. Se preveía que la Junta, a mediano plazo, tendría que negociar algún tipo de transición democrática. Claro que con ciertos acuerdos previos y proscripciones a nefastos personajes del ámbito político. Pero invadir las islas en este momento era un despropósito. Justo ahora que su vida parecía recompensarlo por todos los sacrificios y las penurias pasadas, estos infelices se lanzaban a jugar a los soldaditos heroicos.
       El coronel tenía la sensación de que desde el episodio de Mariano habían transcurrido mucho más que cuatro días. Semanas, meses, años parecían alejarlo de esas imágenes gratificantes que solían regalarle sus tropillas trotando por el campo. Otra época ya lejana, casi indefinida en el tiempo, parecía ser la de una Neno adolescente dejándose conocer hasta el fondo de su cuerpo, dándose vuelta para que él supiera que ninguna otra mujer se le entregaría como ella. Como también parecía haber ocurrido en otra vida la revelación de Laura como su amante más deseada. Amor puro e incontenible el de su chiquita. Nadie como ella para apropiarse de su corazón y de su cuerpo. Él tuvo que dominarla y enseñarle que el hecho de estar física y sentimentalmente dentro suyo era la forma más sublime de demostrarle amor. Sabía el coronel que Laura aún no estaba plenamente entregada, confiaba en que el amor llegaría con el tiempo, junto con la madurez y la sabiduría que una mujer necesita alimentar para saberse completa.

   Llovía en la capital provincial cuando el avión tocó suelo patagónico. A un lado de la pista aguardaban dos transportes del ejército para trasladar a los recién llegados a sus unidades de destino. Allí mismo, al subir a uno de los unimog, un capitán le comunicó a Díaz Galván que un comando de la infantería de marina había desembarcado en Puerto Stanley e iniciado así la recuperación de las Malvinas. El coronel agradeció la información pero sintió que un peso asfixiante comenzaba a derrumbarlo contra el asiento del vehículo. Algo similar a la tristeza y a la derrota lo iba debilitando. Ello hizo que prefiriera evitar los comentarios y las miradas de sus camaradas, algunos de los cuales se mostraban entusiasmados con la idea de entrar en combate.
   Ya sobre la ruta 22 se dedicó a observar por la ventanilla cómo se repetía kilómetro a kilómetro la estepa patagónica bajo la noche lluviosa y dejó que sus párpados oscurecieran el pobre mundo que sobrevivía al costado del camino. Aún las escenas de su buena vida pasada seguían entrecruzándose con imágenes y sonidos de un presente difícil de asimilar. Se resistía a aceptar la postergación de sus proyectos por el capricho estúpido y desmedido de una junta militar que aspiraba a perpetuarse en el poder. Pero en definitiva, él se debía al uniforme que vestía y, por el momento, tenía una misión que cumplir. Por lo tanto, todos sus sentimientos eran válidos y legítimos, como también el inculcarlos y hacerlos respetar ante quien fuese necesario, sin importar si su ocasional adversario fuese inglés, chileno, hijo, mujer o amante. Todos estaban moralmente obligados a cumplir con esa consigna. Y él iba a hacer que se honrara al pie de la letra. “Basta de pendejadas”, se dijo para sí mismo despejando la carga de sueño que lo acosaba. Había que ser operativo y terminante en casos de crisis como la que tenían entre manos. De manera que desechar egoísmos y postergar sus planes era lo que la situación requería. “Ya vendrán tiempos mejores  - se dijo mientras un amanecer gris y aún lluvioso dejaba ver un paisaje mucho más generoso en relieve y en vegetación que el que se le ofreció cuando partieron- Tarde o  temprano el triunfo o la derrota llegan para quedarse. Lo esencial es saber cómo seguir cuando el humo de la batalla haya desaparecido y el mundo se nos muestre tal como  es”
  




 

  







19. TANTA MEMORIA

   “Es agudo el zumbido. Se siente como si fuese una descarga eléctrica en el cerebro. Un golpe de puño contra la cara hace que el oído también sufra y que el aturdimiento te descoloque por completo. De pronto no ves nada. Es como estar sumergida en una ceguera blanca, como invadida por un chillido que te hace perder la noción de tiempo y espacio. Tenés idea de que algo sos, de que en algún lugar del universo debés estar, pero no sabés dónde ni porqué. Después ves un mechón de cabellos rubios que cuelga frente a tus ojos y unas uñas pintadas de rojo que se apoyan sobre dos líneas que se cruzan. Todavía no escuchás nada pero te das cuenta de que esas uñas son tuyas. Que tiemblan porque los dedos también lo hacen, y que sirven de apoyo para que no te vayas de boca contra las baldosas. Baja la intensidad del zumbido. Unas gotas del mismo color de uñas caen sobre tu mano. Amargo se siente en la lengua el sabor de la sangre. Te relamés los labios y los apretás. La sangre no duele pero revela el color vergonzoso de la derrota. Y eso, aunque te estén matando, no te gusta. Te humilla. El chillido finito y el dolor de oídos no quieren irse todavía. Pero a medida que levantás la cabeza y te hacés a un lado el pelo van apareciendo imágenes recortadas de lo que te rodea: el cuadriculado del piso del living, el cabezal redondo del apoyabrazos del sillón, unos borceguíes, un pantalón de combate y una mano carnosa que se cierra en un puño. De repente, desde un costado de la escena, un segundo par de piernas más pequeñas se acercan corriendo y se arrodillan frente a vos. No distinguís ese rostro porque es oscuro el contraluz del cabello que cae sobre ella y que borra por un momento al del puño. Un trapo, un pañuelo, algo blando te recorre la boca. Ahí es cuando el zumbido empieza a declinar y a dar paso a las voces; una grave que acusa y otra suave que la interrumpe. Interviene también un tercero (tímido, como si no debiera). Dos o tres palabras. Es una voz joven, varonil (no creo haberla registrado con anterioridad). De allí en más ya podés alzar la vista y fijarte en él, que continúa con el puño cerrado, como si estuviera meditando la necesidad de repetir el golpe. Más que respirar agitado parece resoplar. Está excitado, como esperando una orden, algo que lo provoque para abalanzarse nuevamente sobre mí y descargar la bronca que se le nota en la mirada. Es increíble la capacidad de asimilación que tiene el cerebro cuando un golpe lo conmociona. En pocos segundos supera el trauma y reorganiza la secuencia previa al impacto. Basta con mirarlos a los ojos, a ella y a él (el otro no importa), para revivir la entrada al living y sorprenderlos abrazados, como si vos y yo no les importáramos en absoluto. Nunca me había pegado. Ni siquiera aquella vez que nos escapamos al campo y volvimos de noche, a pie y con el Tinto rengueando. Esa vez se despachó con insultos y nos prohibió montar por un mes. Pero eso fue todo. Jamás me había levantado la mano… Sí, los separé y a ella le pegué con ganas. Le di un cachetazo por hipócrita, por aprovechadora y por puta. Ni bien terminé de hablar por teléfono con Iraola corrí a la comisaría. Somuncura se me rió en la cara cuando lo amenacé con decirle a mi viejo. Así que subí a la camioneta y fui a ver a Laura para que me pusiera al tanto de lo que había pasado… Joven el tipo. Me parecía estar viendo una pintura de la familia perfecta; él con Macarena en brazos y ella con Cristinita picando verduras. Como si vos nunca hubieses existido para ella. Lloré toda la noche abrazada a la pepona. El día siguiente lo pasé encerrada en mi cuarto, sin probar una miga de pan y llamando por teléfono a medio mundo para ver si lo podía localizar a mi viejo. Cuando volví a casa, después de ir por segunda vez a la comisaría (porque insistí un montón para que me dejaran verte), fue que los descubrí así, abrazados. Y no aguanté más. Con la mano bien abierta le dí. La imagen de la cabellera abriéndosele como un abanico hacia el costado, como acompañando el sacudón de la cara, me pareció maravillosa. Disfruté tanto al pegarle. Es terrible que el zumbido, la ceguera blanca y el aturdimiento vayan desapareciendo, porque el panorama que te rodea se despeja y, al final, tomás conciencia de lo que verdaderamente ocurrió. Entonces sabés bien quién sos, quiénes son ellos y por qué estás tirada en el piso. A partir de ahí tomás conciencia de que tu vida ya no será la misma. Después de semejante humillación, muchas cosas que tenían sentido y que querías resguardarlas de la maldad del mundo dejan de tener importancia. Es increíble lo rápido que se altera tu escala de valores cuando atravesás un episodio  como ese. De un segundo para otro aborrecés a los de tu misma sangre. No querés que ella te toque ni crees que ese llanto que cubre con sus manos sea verdadero. Querés verlos hechos polvo, destruidos, muertos de una vez por todas. Así de rápido y con esa inesperada brutalidad puede pudrirse tu vida. O por lo menos lo que fue tu vida hasta ese momento. Pero lo bueno de todo esto es que siempre queda un resto de orgullo para poder reponerse del dolor, curar las heridas y encarar el futuro con una actitud más combativa y menos condescendiente para aquellos que provocaron tanto daño. Y para eso hay que saber echar al fuego lo que nunca más ocupará un lugar en tu mundo”

   Esta vez no hizo falta que él se lo pidiera o que la forzara mediante amenazas. Ella sola se dio vuelta en la cama, alzó sus caderas y apoyó el pecho en la almohada. Bien arqueada dejó la espalda para que el ofrecimiento sea irresistible. Pero antes le hizo prometer que por la mañana iría a la comisaría y ordenaría la libertad de Mariano. Casi tartamudeando de gozo lo escuchó a su papi decir que sí, que haría eso y mucho más por ella. Y lo dejó entrar de a poco, como él le había jurado que sucedería. Mucho ayudó el fingido desenfreno que desató ella esa noche para que el coronel aceptara revocar su decisión de interceder por Mariano. Sin que él tuviera que exigírselo, lo tuvo por entero adentro de su boca. Con dureza hizo que el miembro de “mi papi” resbalara entre sus labios, mojándolo de la punta hasta el final, como a él le gustaba. Lo tuvo ardiendo de placer en su lengua y como un bruto descontrolado entre sus piernas para después dejarse acabar por detrás. Quiso imaginar que era Mariano el que la tomaba de las caderas y el que la hundía contra la caricia de su sexo. Quiso aplacar el grito que le quemaba la garganta contra la almohada pero no pudo. El goce del coronel era demasiado explícito como para configurar una fantasía que la convenciera. Imposible engañarse ni aguantar el asco que le revolvía el estómago. Así que lo dejó estar hasta que la flaccidez hizo que saliera por sí solo de ella. Esperó que su papi se relajara, que bajara de la cama y que entrara al baño para ensordecer el llanto y contener la acidez del vómito que le amargaba la boca.

   A través de la ventana y sólo por unos segundos, vio desgarrarse a las nubes para que la luz de la luna se posara sobre la cumbre nevada del Unelén. Pensó en Mariano. Se preguntaba si él también estaría contemplando las laderas plateadas del volcán desde su celda. De alguna manera ello significaría que sus espíritus estarían comulgando en un punto de la naturaleza en común. Ella, desde el revoltijo de las sábanas que acababa de ensuciar, y él, desde la oscura estrechez de su calabozo, estarían contemplando una misma partícula luminosa del universo. Le maravilló esa imagen: su espíritu y el de Mariano encontrándose con los ojos del alma en ese instante de luz que los aproximaba. Y allí se quedó, con el cansancio de su cuerpo abandonado en la cama y con el alma gratificada en un punto breve y plateado de la noche.

   Calculó que serían las dos de la mañana cuando Somuncura lo mandó a buscar y le comunicó que lo dejaba ir.
      “Yo te lo dije: sos un tipo con suerte. A pesar de que el coronel no quiere verte cerca de su casa, y esto me lo hizo repetir para que la consigna quedara clara, digo que seguís siendo un tipo con suerte. Así que no tientes a la desgracia y alejate de todo lo que tenga que ver con Díaz Galván ¿Escuchaste bien? Esta vez zafaste, pero la próxima te juro que te hago mierda y te tiro al río. Andate y no quiero enterarme de que andás merodeando por donde ya sabés. Aprovechá la suerte que tenés y empezá a buscar otro palenque donde rascarte el lomo”
    Llovía sobre un San Agustín completamente a oscuras, frío y deshabitado. Además de estar agotado y pasado de hambre, cada vez que Mariano apoyaba el pie derecho para dar un paso, las costillas parecían partirle el pecho. Ese malestar lo obligaba a detenerse cada media cuadra para recuperar el aire que la contracción abdominal le quitaba. Recién en una de esas pausas se dio cuenta de que todas las casas tenían las ventanas y las mirillas de las puertas selladas. A pesar de la negrura que apretaba la tormenta contra la noche, y ya sea por los propios postigos de las aberturas o por improvisados tabiques de madera, ninguna vivienda se dejaba ver iluminada. Insólitamente a oscuras seguían trazándose las calles de San Agustín. El alumbrado público apagado, los barrios borrados por las sombras y un techo de tormenta que se dejaba adivinar por el constante caer de la lluvia, le recordaron la alegoría de aquel destino negro que le relataba el Choique cuando se refería a ese lugar tenebroso del universo donde iban a parar las almas que habían obrado mal en la Tierra.
  Su pueblo natal era un mundo muerto, ausente de objetos, de luz y de seres vivos. Ni siquiera un perro saltaba desde los baldíos para ladrarle. Sólo el toque de su paso irregular por el pavimento era el único sonido que competía con la caída de la lluvia. Tal vez porque los ojos ya se habían ambientado a la oscuridad, o porque prefirió atender con más cuidado el camino que llevaba, notó que ambos lados de la calle tenían los cordones de las veredas pintados de blanco. Ello lo animó a encarar con mayor confianza el tramo que le restaba para llegar a su casa de alquiler, ya que la claridad de la pintura le facilitaba la ruta a seguir.
   El encandilamiento que le produjo el encendido de unos reflectores a pocos metros de distancia hizo que intentara levantar las manos para protegerse. Pero la contractura abdominal volvió a dejarlo sin aire. Tal vez irrumpió primero la voz de mando preguntando quién vive, el silbatazo después  y por último el sonido de los cerrojos. O a lo mejor fue el silbato primero y el resto del zafarrancho después. O sucedió  todo al mismo tiempo. Pero el repentino despliegue de luces, gritos y sonidos, más la fatiga acumulada, hizo que Mariano se dejara caer de rodillas sobre el asfalto encharcado.
   “¡Mate y Crudo!  - exclamó la misma voz  que le había ordenado detenerse - ¡Mate y crudo, carajo!... ¿Quién vive?...Responda o abro fuego”
    Un nuevo espasmo lo paralizó. Los pulmones no trabajaban y las palabras, esas que quería decir para que lo ayudaran, estaban estranguladas allí, en algún lugar de todo ese aire que se negaba a salir por la boca.
                  - Disculpe mi suboficial, pero quería recordarle que el oficial de guardia cambió el santo y seña. Mate y Crudo era la consigna anterior. Ahora el santo es; whisky-Café, y la seña; Yankee–Tostado ¿Se acuerda que cuando nos subimos al Jeep usted fue a buscar una linterna y en eso vino el teniente y… -
                        - ¡Cállese la boca pedazo de tagarna! ¿Quién le dijo esa pelotudez, el cocinero o un borracho de cabaret? ¿Usté me va a venir a decir a mí cuál es la consigna de turno? Mejor métase la lengua en el culo y déjeme proceder que yo sé lo que hago. Y vayasé de una buena vez a guardar la pintura, que con esta lluvia es al pedo seguir blanqueando...A ver, Sureda y Cruz, identifiquen a ese que está ahí tirado–
    Tres o cuatro segundos. No dura más que eso la falta de oxígeno. Después los músculos se relajan, los pulmones vuelven a ventilarse de una sola bocanada y el cuerpo responde a las órdenes que lo intiman a ponerse de pie. Dos hombres entran  al campo de luz que abren los reflectores contra la lluvia. Se acercan al trote y se detienen junto a Mariano. Son soldados apertrechados para combate. Dos siluetas negras, redondeadas en lo alto por cascos y cruzadas a media altura por fusiles. “Soy Mariano Fulque”, alcanza a decirle a uno de ellos cuando ve venir, más ancho que sus camaradas y con un capote impermeable, a un tercer hombre empuñando una pistola.
    “Mirá lo que parecés con esa barba sucia y con esos machucones en toda la cara: una porquería de mierda. ¿Quién te agarró que quedaste así? ¿Andabas de pata’e lana o te patotearon en El Jote? ¡Quién te ha visto y quién te ve, Marianito! Cómo cambiaste pendejito, ¿eh? Qué manera de perder puntos con nosotros. Ya no sos el pibe buenazo que nos hacía los asados. Ahora andás chupado a cada rato, haciéndote el pendenciero, putaneando con cualquiera y, encima, dicen que estás haciendo quilombo en el laburo…¿Mirá si te viera el Choique?...¿Qué vergüenza para el pobre viejo, no? ”
   El que se dirigía a él y le daba golpecitos con la punta del borceguí en los tobillos era Sepúlveda, el mismo que había gritado el santo y seña equivocado.

    Cuando estaba en séptimo grado tuvo que colorear en un mapa de Europa los países que no eran continentales. Recuerda que Mecha se sentó junto a él en el último pupitre del aula y lo ayudó con la tarea. Le hizo pintar Gran Bretaña de rojo y azul “Y con algunas franjitas blancas porque así son los colores de su bandera”. Mariano también sabía otras cosas sobre la gente que vivía en esas islas. Por ejemplo, que hablaban igual que los norteamericanos, que eran los inventores del fútbol, que en invierno siempre había niebla, que en lugar de mate o café tomaban té, que las Islas Malvinas estaban ocupadas por ellos y que los Beatles habían nacido allí. Pero su conocimiento sobre la cultura británica no llegaba mucho más allá de esos pocos datos.
   Creyó que Sepúlveda se burlaba de él, que le estaba mintiendo, que se aprovechaba de su ignorancia para hacerle ese fantástico cuento sobre las Malvinas y la guerra. Pero Sepúlveda no se reía y los soldados tampoco. El suboficial le explicó que las veredas pintadas de blanco tenían como objeto orientar a los vehículos que se desplazaran de noche, sin necesidad de encender los faros. Esa, como el hecho de denunciar a cualquier persona que se observara en actitud sospechosa, era una de las tantas medidas de seguridad que las Fuerzas Armadas habían dispuesto para todo el territorio argentino.
    Desde el 2 de abril, las viviendas particulares, edificios públicos y dependencias gubernamentales debían permanecer a oscuras durante horario nocturno. Y si llegaba a activarse alguna de las dos sirenas con las que contaba San Agustín: la del cuartel de bomberos o la del regimiento, había que acudir de inmediato a los sótanos de la municipalidad, debido a que ése era el espacio que el ejército había destinado como refugio antiaéreo para la población. Según los servicios de inteligencia, el gobierno chileno era un aliado encubierto de los ingleses. En consecuencia, existían altas posibilidades de que un bombardeo proveniente del otro lado de la cordillera se produjera de un momento a otro.
     Mariano se despertó sobresaltado porque sintió que el piso retumbaba. Calculó que debía estar amaneciendo, ya que el resplandor que entraba por las ventanas era débil todavía. Observó que uno de los tirantes de madera del techo tenía un nudo negro, como una quemadura de cigarro. Por allí se filtraba la gotera que daba sobre la pava que había dejado junto a la cama. Se dio cuenta de que era la puerta la que retumbaba, no el piso. Alguien golpeaba desde afuera y una voz femenina lo reclamaba. A pesar de los vidrios empañados y de la mañana gris lluviosa, reconoció el perfil de Mecha.
   “No lo puedo creer, Mariano. No puedo creer nada de lo que está pasando… Mirá cómo te dejaron. Estás muy flaco ¿Te duele mucho si te toco acá?...¿También las costillas? Que bestias que son todos. Empezando por mi viejo y por esa reputa que ni siquiera fue a ver cómo estabas. No puedo creer esto de la guerra. Si vieras cómo se está yendo la gente de San Agustín y las cosas que dicen…Que van a despegar  aviones desde el otro lado de la cordillera para atacarnos…Sí, también me pegaron. No tanto como a vos, claro, pero me lastimaron…Para mí, mi viejo y Laura ya están muertos. Me da lo mismo que los pudra un cáncer o que los revienten de un tiro a cada uno…¿De verdad querés que te cuente? Lo hice por vos y por mí. Es que no me aguanté más y le di vuelta la cara de un cachetazo…A quién va a ser. A ella le pegué, a esa porquería que no hace más que envenenarnos la vida. Cuando volví de la comisaría la encontré en el living de mi casa abrazada a mi viejo. También apareció el otro, el hijo de Iraola, con el que Laura juega al papá y a la mamá…Sí, Mariano, es así. Siempre fue así con ella…¿Acaso fue a verte cuando estabas preso? ¿Qué te crees que hizo esos días que te tuvieron adentro: que estuvo llorando por tu ausencia, que murió de pena? Mi viejo no estaba en San Agustín. Llegó antes de ayer…El hijo de Iraola se quedó a acompañarla…Y...yo diría que se mandaron una luna de miel caliente… ¿Cómo podés ser tan ingenuo? Aceptalo de una vez. No les importás nada. Y hubiese seguido destrozándole la cara si no me…¿Te das cuenta de lo que está pasando?...¡Mentira que mi viejo fue a hablar a la comisaría! Te habrán dejado salir porque, ¡qué se yo!, porque hay guerra, porque pueden invadirnos los ingleses ¿Para qué van a tenerte preso si en cualquier momento puede desaparecer San Agustín? Por eso la gente se está yendo del pueblo. Meses más, meses menos, ya sea por el agua o por un ataque aéreo, esto va a desaparecer y hay que hacer algo ya mismo. Y en especial vos tenés que hacer algo. Mirá, escuchame bien, ya lo pensé. Después de lo que pasó ayer decidí regresar esta misma noche a Buenos Aires. Allá voy a conseguirte un lugar para vivir y un trabajo. Yo sé a quién tengo que ver para arreglar esos asuntos. Cuando esté todo listo te aviso, ¿sí? Te mando un telegrama y te venís…¡Pero Mariano! ¿Qué te vas a quedar haciendo acá? Andá a saber cuánto dura esto…Ella también se va con las nenas…No, no es cuestión si lo decidió o no. Mi viejo es el que la manda a La Plata con Iraola…Pensá lo que estás diciendo. Desde ya que a Hidrosur no vas a poder volver. De los caballos olvidate. El país está más militarizado que nunca y San Agustín se está vaciando de gente… No seas terco. Tomá un poquito de aire y escuchame…Hacé una pausa. Mirate bien y mirame bien. Fijate hasta dónde hemos caído ¿Empezás a darte cuenta de la situación? Ya tocamos fondo, Mariano. Acá no queda nada más para nosotros porque ya nos humillaron demasiado. Mirá, ahí tenés un espejo. No seas chiqulín y animate. Así sostenelo, bien de frente. Y ahora respondeme sin vueltas. ¿Ésos dos reventados que ves ahí, somos vos y yo, realmente?...¿Esos maltratados son menos que las dos basuras que los usaron y pisotearon durante toda una vida?...¿Dale, contestame? ¿Decime si nos merecemos esto?... No, claro que no. Así que, ¡basta! Suficiente para mí. Sacame eso de adelante y dejalo lejos que no quiero ver lo que sigue. Lo que nos está pasando, y lo que está pasando con Malvinas y con todas las cosas raras que suceden en San Agustín, son señales de que algo llegó a su fin. Seguir aguantando este infierno es degradante. No quiero más esto para mí. Y supongo que tampoco lo querés para vos. Hasta aquí llegamos. Bueno, por lo menos hasta aquí llegué yo. Y no creo que vos pienses diferente. Vení. Abrazame fuerte. Bien fuerte. Fuerte, fuerte, fuerte ¿Entendés que vos y yo somos lo único que tenemos el uno del otro para seguir adelante. Ni siquiera estamos seguros de que mañana vayamos a estar vivos...Te cuento algo que nunca te dije, ¿querés?… Cuando era chica y mi mamá todavía vivía en casa me daba terror ir al baño de noche. Prefería aguantarme hasta que saliera el sol, antes que encontrarme a solas y a oscuras frente al espejo. Eso me aterrorizaba tanto que abrazaba a la pepona, cerraba los ojos y me metía de cabeza debajo de las frazadas. Transpiraba tanto que se me pegoteaba el camisón al cuerpo. Pero eso no me importaba porque enseguida me ponía a pensar cosas lindas. Fantaseaba con que algún día, cuando fuera grande, pudiera tenerte conmigo para protegerme de los que quisieran hacerme mal. Y enseguida lo que imaginaba tomaba forma real. De repente podía verte como lo hago ahora; alto, de brazos anchos y con el cuerpo duro. Entonces rompías el espejo con un palo y se hacía una luz enorme que nos calentaba a los dos juntos. Eran hermosas esas noches de pánico en las que tenía la sensación de que el corazón se me iba a salir por la boca. Claro que en esa época el mundo no parecía tan sucio y chiquito como ahora, con tanto frío, con tanta lluvia y con tanta memoria para echar al fuego. Una lástima, ¿no?...Que la memoria no pueda quemarse, hacerse cenizas y perderse allá arriba, de noche, donde nadie más pueda encontrarla”. 

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