17. EL PORTEÑITO
Hasta ese día, Ibarra (h) lo había tomado a Mariano de punto. Las burlas
hacia su persona tenían como único fin fastidiarlo, encender el lado más
temible de su temperamento y de esa manera redoblar la artera intencionalidad
de sus palabras. Ibarra(h) desplegaba la acidez de su sarcasmo sobre el límite
de la paciencia de sus víctimas. Cuanto más intratables y coléricos se volvían,
más gozaba con sus arremetidas. Hasta entonces, sólo hasta entonces, Mariano
había dejado pasar la soberbia que ese despreciable volcaba sobre quienes se
mostraban más sumisos o introvertidos.
El “porteñito”, porque así lo llamaba la cuadrilla de la mole Tapia, era
hijo de uno de los contratistas de Hidrosur. Por lo tanto, se creía inmune a
las directivas de capataces y jefes de sección. Para colmo sus superiores
solían hacer la vista gorda ante la irresponsabilidad laboral y los desplantes
en que incurría el muchacho, por temor a tener que dar parte de sus faltas y
correr el riesgo de perder sus puestos de trabajo.
Como castigo y lección de vida, el ingeniero Francisco Ibarra, su padre,
creyó buena idea alejarlo de Buenos Aires, de sus amigotes, de los excesos
nocturnos y llevarlo con él a poner el lomo a la Patagonia. Pero
esa medida disciplinaria no hizo mella en el alto grado de desprecio que sentía
su hijo por los obreros de Hidrosur, y más aún si éstos mostraban algún rasgo
de mestizaje o no acreditaban carta de nacimiento en la reina del Plata. A
regañadientes se relacionaba con sus pares y cumplía con las tareas del día.
Pero eso sólo sucedía cuando sabía que su padre estaba supervisándolo. Por el
contrario, cuando don Francisco se ausentaba de San Agustín, su hijo reducía al
mínimo su actividad laboral y sacaba a relucir un variado abanico de abusos y
atribuciones que no le correspondían. Entre sus extralimitaciones se destacaba
el no respetar los horarios de trabajo, almorzar en el comedor del personal
jerárquico, solicitar adelantos de sueldo y utilizar los vehículos de la
empresa para uso personal. Pero sobre todas las cosas ponía su mayor esmero en
explotar al máximo su caudal verborrágico para provocar a quien fuera su
víctima de turno. Ese grado de humillación al que remitía a su elegido del día
le proporcionaba uno de los pocos momentos de placer y felicidad que le
deparaba el exilio patagónico. El doble sentido de sus chanzas y el alarde a su
mal creído potencial de irresistible macho porteño se convertía en el
condimento más fuerte de sus ataques.
Hasta ese día, Mariano no había reaccionado a las ofensas de Ibarra (h),
aunque más de una vez tuvo ganas de hacerle tragar de un golpe las estupideces
que decía. Sabía que era un pobre infeliz resentido y que no valía la pena
rebajarse a su nivel. De hacerlo, pondría en riesgo la única fuente de trabajo
con que contaba para sobrevivir. Por lo tanto, optaba por ignorarlo o se hacía
el que no entendía la mordacidad de sus indirectas. Por suerte, Tapia había
dividido su cuadrilla en ternas y los había destinado a distintos sectores de
la obra. De esa manera Mariano no tuvo contacto directo con el porteñito por
unos días. Pero todo se precipitó cuando
ambos se encontraron en una de las salas de máquinas del primer subsuelo. Allí
Ibarra (h) hizo alusión a las sospechosas visitas que su amigo Gonzalo Iraola
le dedicaba a Laura, con la excusa de entrevistarse con Díaz Galván. Hasta ese
día, Ibarra (h) había sido un muchacho con suerte.
Gonzalo era hijo del también coronel (RE) Julio Iraola, ex camarada de
armas de Díaz Galván y ahora socio del haras que estaban por inaugurar en un
campo próximo a La Plata. A
su vez, en abril del ’76, ambos ex militares habían hecho contacto con los
interventores de la
Secretaría de Energía para que el pliego de licitación presentado
por Ibarra padre fuera seleccionado para llevar adelante la logística de
contratación de la represa Río Huancúl. De esa manera, la sociedad Ibarra,
Iraola y Díaz Galván compartiría los dividendos que la empresa constructora,
más el haras y las acciones bursátiles que respaldaba Hidrosur, arrojarían de aquí en más.
En principio la idea de Gonzalo era involucrarse en los negocios
familiares y conocer de cerca los secretos que hacían a la cría de caballos. Al
igual que su padre y el socio de su padre, era un apasionado de los purasangre
y de la vida rural. Había estudiado veterinaria sólo por el hecho de estar en
permanente contacto con el campo y con la fauna que la naturaleza le deparaba.
De allí que aceptó gustoso viajar a San Agustín e interiorizarse del negocio
por venir. Claro que con lo que no contó fue con la fascinación que le depararía
ese rincón patagónico. Era la primera vez que viajaba al sur del país, que veía
la transparencia de sus ríos y la seductora ondulación de los bosques sobre las
faldas cordilleranas. Pero aún mayor sería el encanto que le provocaría la
mirada, la sonrisa y la gracia de movimientos que regalaba el delicado cuerpo
de Laura. Jamás pensó que una mujer sería capaz de provocar en él esa dulce
sensación de debilidad y de contemplación por las formas femeninas. Y menos aún
sucumbir ante la necesidad de postergar sus proyectos por esta presencia única
que prometía no abandonar mientras la tuviera al alcance de sus ojos.
Durante el asado de bienvenida que Díaz Galván les dedicó a los Iraola
en la casa del río, Gonzalo no le preguntó a su padre qué parentesco tenía la
muchacha con su socio o quién de los presentes en la mesa tenía una relación
afectiva con ella. Tampoco vio a las dos niñas que la acompañaban como un impedimento
para su creciente deseo. Gonzalo sentía que una etapa de su hombría acababa de
morir ante los ojos de Laura. Que esa pérdida identitaria, afortunadamente,
había cumplido un ciclo intrascendente en su vida para dar paso a una nueva
vibración, más aguda y celestial de lo que había experimentado jamás por una
mujer. Ahora, en ese remoto territorio, se le presentaba el abismo de un
universo pasional nunca antes sospechado. De más cabía pensar que tendría
voluntad o fuerzas suficientes para abandonarlo. Al menos no sin antes
averiguar qué tan cierto era ese reclamo que le ardía en el pecho.
“Che, Fulque -lo increpaba
Ibarra(h) a Mariano en tono burlón, mientras éste, inclinado sobre una caja
metálica, acomodaba unas herramientas-, ¿Qué pasa que ya no enfilás para el
ranchito del mlico? ¿No te dan más de comer como antes? ¿Qué pasó que
abandonaste a la yegua más mimada del viejo? ¿No hay más pechuguita ni muslitos
para el nene? ¿Se acabó el pavito relleno que te daban a la siesta?”
“- Callate la boca vo -lo interrumpió la mole Tapia- y dejate jodé que acá se viene a laburar. Y
ponete el casco porque sino vas a tener problema ¿Me escuchaste? Dejá de
molestar y andá a tu setor ya mismo”
Tapia sabía, porque ya lo había visto reaccionar una vez en El Jote, que
la quietud absoluta en Mariano no era una buena señal. Le preocupaba la
vidriosidad que iban adquiriendo los ojos del muchacho y la forma en que se le
aceleraba la respiración. Por eso se interpuso entre ambos y empujó levemente a
Ibarra(h) para que desistiera de su provocación y se alejara del sector que no
le correspondía.
“- ¡Epa, epa! Cuidadito mi viejo donde ponés las patitas. No te pasés
que vas a terminar mal. Yo sé lo que te digo. Además estoy hablando con Fulque.
Así que rajá y no te metás. Quiero saber si él sabe por qué le dieron la baja
del nidito donde esa potranquita calentona le daba de comer ¿Vos sabés, Tapia, por qué lo rajaron? ¿Yo sí
sé? ¿Querés que te cuente?-“
La mirada de Mariano se clavaba en la del porteñito. Ya no respiraba
aceleradamente, sino que resoplaba con los dientes apretados mientras se ponía
de pie.
“- Vo también, Fulque, andá pa’llá y largá la stilson que la necesitan los muchacho de plomería…¡Che!, ¿me oíste
lo que te dije? Largá la herramienta y andá pa’llá. A vo te estoy hablando,
Fulque. Y vo también, Ibarra. Ya te lo dije, tomátela de acá- “
Pero Ibarra(h) no abandonaba el hostigamiento ni tenía intenciones de
retirarse. Lo excitaba el grado de ira contenida que observaba en Mariano y eso
lo estimulaba a seguir socavando el orgullo de su víctima. Disfrutaba ese
momento y lo intensificaba acortando la distancia que lo separaba de Mariano.
Quería que sufriera el peso y el filo cortante de cada palabra que le escupía a
la cara. Pero la mole, temiendo un desenlace violento, empujó con ambas manos a
Ibarra(h).
“- ¿Qué hacés, Tapia? Salí de
acá. Te dije que no me tocaras ¿Sabés por qué se queda calladito este pendejo?
Porque el que calla, otorga. Y, sí, ahora se la tiene que comer doblada porque
le soplaron la dama. Bien calentito se quedó el cornudito ¿O no, Fulque? ¿O más
calentito te quedaste porque el que le está revolviendo el estofado a tu
yegüita es un porteño que la sabe poner como Dios manda? Y te digo más. Si la
negrita esa ya probó el pedazo de Gonzalito, olvidate mi viejo, porque esa
yegua no lo larga más…¡Bueno, bueno!, ¿qué pasa? ¿Te me querés poner malo ahora? Esperá que
falta lo mejor ¿Sabés lo que me dijo Gonza la primera vez que se la…-“
Ibarra(h) no alcanzó a terminar la frase, pero el que sí alcanzó a
quitarle la stilson a Mariano antes del ataque fue Tapia. Crujían,
dijo más tarde el capataz. Crujían los huesos de la cara de Ibarra(h). Mariano
sólo lo castigaba con el puño derecho, porque con la otra mano lo tenía tomado
del cabello. Casi desorbitados los ojos mientras lo golpeaba. Sangre en los
puños, en la ropa y en los dientes que iban desprendiéndose de la boca del
porteñito.
“Duró apena uno segundo - había
dicho Tapia cuando el supervisor le exigió que diera explicaciones- Fue todo tan rápido que apena llegué a largar
los fierro y empezamo a tratar de separarlo con los otro muchacho. Parecía una
fiera el Fulque. Un salvaje. No lo podíamo parar…¿Qué hubiera pasado si estaban
los do solo o este animal lo agarraba afuera? ¿Qué hubiera pasado, eh? De
seguro que lo mataba”
Hacía tiempo que la delegación policial de San Agustín le tenía ganas a
Mariano. Sobre todo el comisario Somuncura. Ya en una oportunidad, cuando se
desató una gresca en El Jote por los favores adeudados de una de las pupilas,
Mariano se vio injustamente acusado de alterar el orden y agredir a uno de los
clientes del local. Pero el hecho de ser un protegido de Díaz Galván lo
convertía en un intocable para las autoridades policiales. En cambio ahora,
bajo denuncia por lesiones graves y resistencia a las fuerzas del orden, el
comisario tenía consenso suficiente como para disciplinarlo a gusto, ya que el
desmedido ataque había terminado con el porteñito en terapia intensiva.
Debido a la complejidad del cuadro clínico que presentaba el herido, los
médicos del hospital local resolvieron trasladarlo a la capital provincial. La
mala noticia provocó el regreso anticipado del ingeniero Ibarra desde Trelew.
Además de la conmoción generalizada que puso en vilo al personal de Hidrosur,
Ibarra padre, al ver el rostro deformado de su hijo, sufrió una descompensación
vascular que dramatizó aún más el panorama y puso en peligro la sociedad
Ibarra, Iraola, Díaz Galván.
El coronel no interfirió en la detención de Mariano. Ni siquiera mandó a
llamar al comisario, como era su costumbre cuando debía pedirle explicaciones
por entrometerse en asuntos que consideraba ajenos a la incumbencia policial.
Dejó que el personal de la comisaría actuara con absoluta libertad y sin
solicitar garantías sobre la integridad física el detenido. El costo de la reacción
de Mariano hacía peligrar los proyectos que el trío de socios había elaborado
con tanto cuidado, debido a que él mismo había hablado con el ingeniero Ibarra
para que contratara a Mariano.
A Díaz Galván le importaba poco el estado de salud de Ibarra(h). A pesar
de que fueron contadas las veces que lo trató, aquellos encuentros bastaron
para darse cuenta de que estaba ante un mocoso engreído y maleducado. Un
malcriado de mamá al que no le hubiese venido mal comerse un año de colimba en la Patagonia. Ahí sí que en menos de una
semana de orden cerrado sus camaradas le hubiesen bajado esos humos con los que
le gustaba pavonearse. No, por ese lado no se arrepentía de haber recomendado a
Mariano. De lo que sí se arrepentía era de haberle aflojado a Rina, la muy puta
esposa de Ibarra, y aceptar “mover los hilos” en Campo de Mayo para salvar a su
hijo del servicio militar. Se odiaba cuando se reconocía tan débil ante el
poder seductor de una mujer. Cuando se daba cuenta de que eran ellas las que
habían tomado la iniciativa, vivía esa revelación como un fracaso personal. Le
daban ganas de golpear a alguien, a cualquiera que tuviese cerca. Por eso Laura
era tan especial para él. Por algo la había iniciado y domado desde chiquita. Para
que sea suya desde siempre y para siempre. Él la dominaba. Él decía cuándo
dónde y cómo. Y si tenía que pegarle lo hacía con ánimo aleccionador, sin
llegar a lastimarla. Ella sabía lo que a su papi le gustaba. No como la
atorranta de Rina que aprovechaba cada viaje de él a La Plata para ir a verlo y
someterse a todas las fantasías que tenía reservadas para ese momento. De eso
sí se lamentaba, no de gozar y violentar cada parte del cuerpo de esa hembra
voluptuosa e insaciable. Se lamentaba de saberse tan débil ante la imponencia
sexual de las mujeres y de las consecuencias que este defecto le deparaba a su orgullo
varonil. Pero no se avergonzaba de haber apadrinado a Mariano y que de alguna forma
ello hubiese derivado indirectamente en la hospitalización de Ibarra(h). Lo que
le preocupaba era que este episodio diera por terminada su asociación con uno
de los empresarios más importantes de Hidrosur.
El coronel no dudaba de que la reacción de su protegido fuera
justificada. Aún sin conocer los motivos de la pelea, descartaba que Ibarra(h)
se merecía lo que había recibido. Por supuesto que él, en lugar de su muchacho,
no hubiese esperado tanto para ponerle punto final al asunto. Pero en definitiva
el conflicto no pasaba por defender un más que necesario ajuste de cuentas
entre hombres. El conflicto pasaba por tener que desentenderse forzosamente del
vínculo con Mariano y dar muestras cabales de que estaba del lado de los
Ibarra, como también de todos los que pedían de una vez por todas que se haga
algo con ese salvaje. De manera que habló con Iraola para que le permitiera a
su hijo quedarse un tiempo más en San Agustín, a fin de poder contar con
alguien que le cuidara los caballos y que supervisara a la peonada.
“No, después de la cagada que se mandó, ese irresponsable es historia
para mí…Claro que es una pérdida grande para la tropilla, pero creo que
Gonzalito va a saber rebuscárselas. Yo viajo mañana para hablar del tema con
Ibarra…Sí, y para ver cómo está el pibe también, desde luego. Pero hay que
recomponer urgente la relación con Hidrosur y separar las aguas: allá Mariano
pagando sus culpas y aquí nosotros solidarizándonos con la familia del ingeniero”
Laura no podía creer que el viejo le diera la espalda a Mariano. Y menos
aún aceptar que lo reemplazara por ese porteño pálido y charlatán que no hacía
más que acecharla con cumplidos. Si Mariano hizo lo que hizo, seguramente habrá
tenido sus razones. Ella lo conocía bien. Sabía que era puro de corazón y que
esa conducta despiadada no era propia de su naturaleza.
¿Qué había detrás de todo esto como para que el coronel actuara de esa
manera? Para colmo dejaba sus caballos en manos de un extraño y le permitía a
este recién llegado hospedarse en el galponcito del fondo. Que desde aquella
discusión terminal Mariano hubiese resuelto quitarle la palabra a Laura y
mudarse al pueblo, no significaba que ya no se importaran el uno al otro. Al
contrario, ella lo esperaba todas las tardes para verlo trabajar con los
caballos. Había tomado como rutina hacer la vista gorda ante las ocasionales
huidas de Cristina hacia los corrales. La pequeña, con pasitos cortos y
emocionada por la aventura de la fuga,
corría para darle los brazos a
ese gigante que la alzaba y la sentaba “un ratito nomás” sobre el lomo del
Tinto. Mariano siempre elegía el corral más cercano a la casa para hacer su
tarea, y ella la ventana más próxima a ese sector para no perderlo de vista.
Sin hablarse, sólo con fingidas reprimendas a Cristina por parte de ella, o él
alentando en voz alta el trote de algún potro, no dejaban de mantener un lazo
comunicativo y, al mismo tiempo, abrigar la esperanza latente de una futura
vida en común.
Laura sabía que había una forma ingrata y humillante a la que debía
someterse si quería convencer al coronel para que intercediera por el arresto
de Mariano. Pero esa noche iba a ser imposible lograrlo. Díaz Galván tenía la
cabeza puesta en su inminente reunión con Ibarra y en las alternativas a seguir
por si el ingeniero mostraba dudas respecto de la continuidad de los acuerdos
trazados.
“Apenas tengo tiempo de armar el equipaje. No puedo ocuparme de otra
cosa. Tengo que ver a Ibarra. Flor de cagada se mandó este pelotudo de
Mariano…No, por ahora no puedo hacer nada. Voy con Iraola y capaz que tenga que
hacerme una escapadita hasta La
Plata …Cuatro o cinco días…Gonzalo se va a ocupar de ahora en
adelante de los caballos…Sí, ése, el hijo de Iraola… ¿Qué, me vas a decir lo
que tengo que hacer? Lo único que falta, que vos me digas cómo manejar mis
negocios…¿Pero vos sos imbécil o te hacés? Si se pudre todo con Ibarra se nos
cae lo que teníamos armado…Mirá, no me hinches las pelotas, Laurita. Nadie se
muere por pasar un par de días preso. Dejate de joder y no te metas en cosas
que no te corresponden ¿Comprendido?. Y prestá atención porque mañana o pasado
llega Mecha...¿Cómo va a saber si todavía no la ví? Después yo la pongo al
tanto de todo. Vos ocupate de las nenas, de la casa y de que a este muchacho no
le falta nada”
Los paredones laterales del patio interno de la comisaría tenían una
altura por demás considerable. Por sobre uno de ellos podía verse la antena de
comunicaciones del cuartel de bomberos. Y por sobre el otro se destacaba el
pararrayos de la municipalidad, como marcando el eje vertical del cono nevado
del volcán Unelén. Contra el paredón del fondo, junto a una casilla de madera
que servía de depósito general, se encontraba el calabozo donde tenían detenido
a Mariano. Un cuartucho diminuto, sin ventilación ni iluminación eléctrica, con
una única entrada de luz, facilitada por la ventanita enrejada de la puerta. Y
no mucho más que eso: un catre de campaña, un balde y el cuerpo de Mariano aún
esposado, acurrucado sobre una manta desflecada.
Al tercer día de encierro, con las manos hinchadas y la boca reseca por
la deshidratación, un sargento entró al calabozo y le quitó las esposas. La
sangre que había coagulado sobre sus párpados le impedía ver con nitidez. Pero
entendió por el sonido familiar de los utensilios que le estaban dejando agua y
comida: medio jarro para beber y un plato que olía a guiso recalentado. No
había pan ni cubiertos. Por lo que más tarde, cuando recuperó la sensibilidad
en sus manos, tuvo que valerse de los dedos para tragar un par de bocados, como
también tuvo que recurrir a ellos para otros fines más desagradables, debido a
que sus comodidades sanitarias se limitaban a un oxidado balde metálico. De
manera que con el transcurso de las horas y con la humedad que generaba el
encierro, se incrementaba la pestilencia del ambiente, ya sea por la hediondez
que fermentaba el contenido del balde, como también por la suciedad que se le
pegoteaba en las manos.
Al tercer día pudo abrir un ojo hasta la mitad. Eso le bastó para
apreciar el interior del calabozo y reconocer a sus carceleros. Uno era Felipe Cabral,
un agustinense con quien había compartido la escuela primaria. Al otro, a
Jaramillo, lo tenía visto por el simple hecho de recorrer las calles de un
mismo pueblo. Pero a decir verdad no sabía mucho más de ellos. Aunque afuera
solían saludarlo con cordialidad, aquí adentro lo trataban como a un reo común.
Es más, cuando lo trajeron detenido y lo metieron en la amansadera, lo
golpearon con la misma saña que el resto de los uniformados.
Cuando el comisario mandó traer al detenido, ni Cabral ni Jaramillo
quisieron entrar al calabozo. Abrieron la puerta y le ordenaron a Mariano que
saliera con el balde en la mano. El olor era insoportable y Mariano estaba
impregnado de esa podredumbre hasta el último de sus cabellos. Luego de
descargar los desechos en una letrina cerrada, la que se encontraba en el otro
extremo del patio, le dieron una manguera y lo obligaron a lavar el balde.
Después lo ingresaron al ala central de la comisaría y lo llevaron a las
duchas. Le dieron un jabón y cinco minutos para higienizarse. Allí descubrió
que no podía alzar los brazos ni volcar la cabeza hacia atrás. Las costillas
parecían desgarrarse cuando intentaba uno de esos movimientos. Por lo tanto,
tuvo que arrodillarse para poder completar el baño. No le importó que no le
dieran una toalla y tener que vestir la misma ropa con la que lo llevaron
detenido. El agua le devolvía algo de vida y la espuma perfumada del jabón lo
acercaba de alguna manera al mundo civilizado.
Sólo cuando lo hicieron pasar a un cuartito ciego cuyo único mobiliario
consistía en una mesa cuadrada, tres sillas y un retrato del Gral. San Martín,
pudo descubrir el aspecto que presentaba su rostro. Entre el juego de sobreimágenes
que reflejaba el vidrio del retrato, vio que eran muy pocas las partes de su
rostro que habían quedado sin dañar. La ida y vuelta de foco que su ojo trataba
de regular interponía el perfil aguileño del Libertador con los hematomas que
ocupaban su cara. Con todo, comprendió que a pesar de lo que veía entre el nudo
del corbatín y la cabellera canosa de Don José, Ibarra(h) había quedado mucho
peor que él. Se tocaba los nudillos inflamados de la mano y revivía la
fragilidad de los huesos del porteñito ante cada golpe de puño. Le dolía el
vientre, las costillas, el cuello, la boca y las rodillas, pero no se
reprochaba por lo que había hecho. Y si ese dolor físico lo atormentaba, más lo
podía la traición de Laura y el engaño al que lo había sometido durante los
últimos meses. Mucho más podía ese dolor que todos los castigos que pudiera sufrir.
“Al final –decía el Choique- la
carne es materia. O se recupera para cumplir su destino o muere. Pero lo que no
se muere es el dolor y la traición que enferman el alma. Eso se queda por
siempre. Vayas donde vayas, en este mundo o en el otro, van a seguirte”.
Somuncura y Sambueza, su oficial ayudante, ambos vestidos de civil,
ocuparon las otras dos sillas que estaban en el cuartito ciego. Murmuraban
entre ellos y reían. El parecido físico entre ambos hacía que muchos
sospecharan un parentesco cercano; un padre o una madre en común. Hipótesis que
para los nativos de la zona no resultaba nada extraña. Los dos tenían el
cabello oscuro, grueso y rigurosamente peinado a la gomina. Hasta el timbre de
voz parecía modular un una misma frecuencia. Aunque también el grosor de los
labios y la rasgadura de los ojos eran detalles compartidos, esas
características eran de trazos más refinados en Sambueza, lo que le daba un toque
de mayor compatibilidad a esa dupla policial.
“Vos sí que tenés suerte, Fulque – decía Somuncura mientras tomaba un
cigarrillo del bolsillo de su ayudante – Sos joven, fuerte y tenés un lindo rebusque
para ganarte el pan de cada día. Y como si fuera poco, con dos buenas hembras
para montar a gusto ¿O no es así? Tenés a la rubiecita y a la criollita para
darles verga cuando se te de la gana ¿Te crees que no lo sé, que no lo saben
todos en el pueblo? Bueno, sí, hay uno que todavía no se enteró. Pero parece
ser que sólo a Mechita le importás algo, porque la morocha ni apareció por la
comisaría para preguntar si estabas vivo o muerto. La rubia sí que anduvo por
acá haciendo quilombo. Claro, vos no la escuchaste porque estabas durmiendo en
el fondo. Hubieras visto cómo amenazaba con hacernos saltar a todos si no la
dejábamos pasar a verte. Pero…órdenes son órdenes. El mismo Díaz Galván nos dio
carta blanca. Así que, procedimos tal cual lo hubiésemos hecho con cualquier
hijo de vecino. Es que esta vez te metiste con un pescado grande y no tenés
resto para zafar de semejante despelote. Era lógico que tarde o temprano la
morocha se le iba a abrir de piernas al porteño. Muy putas y calentonas se ponen
las pendejas con los que vienen de Buenos Aires. Y no creas que eso a mí no me
da bronca también. Yo tengo dos hijas y me pongo loco de sólo pensarlo. Pero es
así. Se calientan porque son ambiciosas y egoístas. Se les presenta la
oportunidad y, ¡chau!, te patean a la mierda y te reemplazan por otro. Pero esa
Laurita no sé si no es la peor de todas. Así, calladita, con cara de boludita,
de a poco le fue copando la parada a la propia madre y ahora lo tiene al viejo en la palma de la
mano. Y bueno, la hizo bien la pendeja. Ahora que al viejo seguramente se le
puso blando…¿Me entendés, no? Ahora que el muñeco se le debe estar poniendo
tierno, lo engancha al porteño para tener carne fresca cuando se vaya de acá.
Porque a vos, ¿no sé si te enteraste?, ya te dieron de baja de todos lados ¿Te
das cuenta que te complicaste al pedo? ¿Qué te importaba lo que dijera ese tipo
si ya la cosa estaba liquidada? La hubieras dejado pasar y ahora seguirías con
tu rutina, asegurándote un porvenir, mojando la nutria por doblete y el coronel
no te hubiese metido una patada en el culo. En cambio, como sos un mal parido,
se te terminó la buena vida. Te quedaste en pelotas, sin trabajo y sin
garantías de ningún tipo. Fijate cómo te habrán pateado para un costado que ni
siquiera hay una denuncia en tu contra. Eso quiere decir que nosotros decidimos
qué hacer con vos. Porque si se te olvidó, te informo que todavía estamos bajo
estado de sitio y podemos tenerte
detenido hasta que se nos cante. O derivarte a un destino peor... Pero por algo digo que sos un tipo con
suerte. Por la rubia lo digo. Mirá, nosotros, así como nos ves, podemos
sobrevivir a tiroteos, a borrachos armados y a cualquier atentado que se te
ocurra. Pero nunca a una hembra acomodada como la Díaz Galván. Tiene todo el
poder para hacernos cagar ¿Para qué engañarse, no? Estoy seguro de que lo va a
convencer al viejo para que te saque de acá. ¿Entendés por qué te digo que sos
un tipo con suerte?...Vos, Sambueza, la rubia y yo sabemos que a la larga o a
la corta vas a salir. Y eso me recontra da por las pelotas, porque al final de
cuentas parece que la policía para lo único que sirve es para juntar la basura
que nadie quiere juntar. Pero mientras tanto, mientras no haya una orden
superior que nos obligue a liberarte, te quedás a vivir acá…¿Viste,
Sambueza, -le dijo a su ayudante, robándole
otro cigarrillo del bolsillo de la camisa- que vos no me creías lo que dice ese
refrán: más tira un pendejo de mujer, que
una yunta de bueyes? Es así no más”
18. SEGUNDO FRENTE
Apenas un par de horas en la capital provincial le bastaron a Díaz
Galván para comprobar que el estado de salud de los Ibarra no revestía
gravedad. El porteñito estaba consciente y recordaba perfectamente lo que había
pasado. Al margen del tiempo que le llevaría recuperarse, al muchahco le
preocupaban dos cosas: una, tener la seguridad de que su agresor continuaría
detenido; y dos, regresar cuanto antes a
Buenos Aires para consultar a un cirujano plástico. Es cierto que la
deformación de su rostro era mucho más impresionante de lo que el coronel imaginaba,
pero era una exageración pensar que en algún momento su vida hubiese corrido
peligro.
En cuanto a Ibarra padre, la descompensación vascular que le habían
diagnosticado no había sido tal. Se trató simplemente de un principio de
desmayo, de lo que en términos médicos suele catalogarse como lipotimia. De
manera que para Díaz Galván su mayor inquietud estaba despejada; asegurarse que
los Ibarra estuvieran a salvo y que la sociedad encaminada no se fracturara a
raíz de la imprudencia cometida por Mariano.
Aunque en principio había ordenado el despido del agresor de su hijo, el
ingeniero Ibarra dio por superado el episodio y le ratificó a Díaz Galván los
acuerdos establecidos entre las partes. La buena nueva le devolvió el optimismo
al coronel y lo llevó a buscar de inmediato la central telefónica más próxima
al hospital regional para transmitirle la novedad a su socio de armas. A paso veloz recorrió las anchas y arboladas
calles de la capital provincial hasta dar con un telecentro de Entel. Cambió
dos billetes por cospeles y discó rogando que no fuera Rina la que atendiera
del otro lado de la línea. Lo único que quería en ese momento era comunicarle a
su ex camarada que los negocios con el empresario de Hidrosur se mantenían
firmes. Pero Iraola recibió casi con indiferencia la novedad. Su voz denotaba
inquietud por otra noticia mucho más grave y trascendente que la que su socio
le hacía llegar desde la
Patagonia.
“Roberto, te estuve llamando a los teléfonos de contacto que me diste
pero fue imposible dar con vos. Cuando por fin lo logré me atendió tu hija y me
dijo que ella estaba recién llegada de Buenos Aires y que no tenía idea de
dónde podías estar. No tuve otra que contarle sobre el despelote este que pasó
ayer a la mañana y que tal vez habrías viajado para ver qué pasaba con los
Ibarra…Y, qué va a decir, se puso furiosa. Pero, bueno, mirá, suerte que
llamaste, porque hubiese sido al pedo que te vinieras directamente a La
Plata. La mala es que por orden de la Junta nos modifican la
situación de revista. A partir del dos de abril próximo…Bueno, por eso mismo,
porque Fontana tampoco podía encontrarte. Pero antes de Fontana me habían
llamado de la comandancia…Prefiero no hablar del tema por teléfono. Lo que
puedo adelantarte es que el clima que se está viviendo a nivel militar es
espeso. Más de lo que te imaginás…Así que cuando llegues a Buenos Aires andate para el Comando, que ahí te van a poner al
tanto de lo que está por suceder. Y si después ves que tenés margen, venite
para casa y hablamos sobre cómo nos vamos a manejar con lo que se viene”
En Plaza de Mayo la jornada de protesta que habían organizado
conjuntamente la Confederación
General del Trabajo y agrupaciones políticas había derivado
en una represión policial descomunal. A pesar de que el taxi que transportaba a
Díaz Galván alteró su ruta para evitar la zona de conflicto, los disparos de
armas de fuego y las detonaciones de granadas de gas lacrimógeno podían
escucharse desde varias cuadras de distancia. El descontrol del tránsito era
tan caótico como el de los peatones que huían de la refriega policial. A sólo
trescientos metros del edificio Libertador, su taxi se encontró preso de un embotellamiento
mayúsculo. Hasta allí, hasta ese atascadero vehicular, llegaba el olor ácido y
penetrante de los gases arrojados en la plaza. Aturdían los bocinazos y
enronquecían los insultos de un conductor a otro. Desde el balcón de un
edificio de departamentos, una madre con su hijo en brazos vociferaba y
amenazaba con una mamadera en alto a los automovilistas sin que desde la calle
pudiese oírse una sola palabra de lo que decía. De repente, un grupo de diez o
doce jóvenes cruzó de lado a lado el embotellamiento por sobre los
vehículos. Algunos llevaban sus ropas y
partes del cuerpo manchadas de sangre. Otros portaban vinchas o brazaletes con
consignas políticas. Frente al parabrisas del taxi en el que viajaba al
coronel, tropezó y cayó una chica con una pancarta. Pan, Paz y Trabajo decía
la inscripción. El joven que venía acompañándola, el que en ningún momento le
soltó la mano, la arrastró sobre el capot del auto y la ayudó a hacer pie en la
vereda. Por detrás, a unos pocos metros de distancia, llegó a la carrera una
reducida y agotada partida policial, la que al ver semejante barricada
automovilística desistió de perseguir a los fugitivos.
Díaz Galván pagó lo que indicaba el taxímetro y recorrió a pie las
cuadras que restaban hasta el comando en jefe del ejército. Cuando llegó a la
avenida Paseo Colón, vio que el predio del edificio estaba vallado y reforzado
en cada una de las postas de guardia. Una vez en el interior tuvo que
identificarse ante tres nuevos puestos de control. Finalmente fue recibido por
el general de brigada Andía. El coronel había conocido al general durante la campaña antártica que, por
sugerencia de su suegro, debió cumplir para disciplinarse y lograr un ascenso.
Por aquel entonces, Andía estrenaba grado de mayor y se cuidaba de guardar
cierta distancia con sus subalternos.
El general le notificó que “el ejército, coronel, lo convoca al servicio
activo porque necesita soldados de su experiencia. Oficiales superiores que
sepan lo que es enfrentar al enemigo. Y esta vez no se trata de combatir
elementos subversivos. Esta vez se trata de librar una guerra justa y necesaria
contra una de las principales potencias del mundo”
Del Comando lo mandaron a Campo de Mayo y de allí nuevamente al edifico
Libertador. Ese ir y venir llevando información clasificada se repitió hasta el
día siguiente. La única comodidad que le brindó el ejército consistió en la
designación de un vehículo con chofer para que pudiera trasladarse junto a
otros tres coroneles. Recién el 1° de abril por la noche pudo regresar a San
Agustín, sin pasar por La Plata ,
sin poder reunirse con Iraola, durmiendo apenas dos horas en un sillón del
espigón militar de Aeroparque y sin ninguna instrucción específica de lo que
debía hacer ante el cuadro de operaciones que se abriría al día siguiente. Para
colmo, quien estaba a cargo del batallón de San Agustín era Fontana, y le gustase
o no, él sería un subordinado activo del jefe de unidad. No le seducía nada esa
idea, como tampoco que este giro de los acontecimientos alterara los planes que
tenía delineados para su nueva vida empresarial.
El coronel Díaz Galván, insomne, exhausto y acurrucado en el último
asiento del Focker que lo devolvía en un vuelo nocturno a la Patagonia , no dejaba de
preguntarse qué delirio le había dado ahora a la Junta para despacharse con
una guerra contra Gran Bretaña. Si hacía rato que la cosa venía mal con la
conducción del gobierno, con la economía, con las relaciones exteriores y con
las internas entre el ejército y el resto de las fuerzas armadas ¿Para qué
improvisar este disparate? Todo venía desarticulándose desde la salida del
general Videla y nadie se hacía responsable del desastre institucional que
ahogaba al país. Se preveía que la
Junta , a mediano plazo, tendría que negociar algún tipo de
transición democrática. Claro que con ciertos acuerdos previos y proscripciones
a nefastos personajes del ámbito político. Pero invadir las islas en este
momento era un despropósito. Justo ahora que su vida parecía recompensarlo por
todos los sacrificios y las penurias pasadas, estos infelices se lanzaban a
jugar a los soldaditos heroicos.
El coronel tenía la sensación de que desde el episodio de Mariano habían
transcurrido mucho más que cuatro días. Semanas, meses, años parecían alejarlo
de esas imágenes gratificantes que solían regalarle sus tropillas trotando por
el campo. Otra época ya lejana, casi indefinida en el tiempo, parecía ser la de
una Neno adolescente dejándose conocer hasta el fondo de su cuerpo, dándose
vuelta para que él supiera que ninguna otra mujer se le entregaría como ella.
Como también parecía haber ocurrido en otra vida la revelación de Laura como su
amante más deseada. Amor puro e incontenible el de su chiquita. Nadie como ella
para apropiarse de su corazón y de su cuerpo. Él tuvo que dominarla y enseñarle
que el hecho de estar física y sentimentalmente dentro suyo era la forma más
sublime de demostrarle amor. Sabía el coronel que Laura aún no estaba
plenamente entregada, confiaba en que el amor llegaría con el tiempo, junto con
la madurez y la sabiduría que una mujer necesita alimentar para saberse
completa.
Llovía en la capital provincial cuando el avión tocó suelo patagónico. A
un lado de la pista aguardaban dos transportes del ejército para trasladar a
los recién llegados a sus unidades de destino. Allí mismo, al subir a uno de
los unimog, un capitán le comunicó a Díaz Galván que un comando de la
infantería de marina había desembarcado en Puerto Stanley e iniciado así la
recuperación de las Malvinas. El coronel agradeció la información pero sintió
que un peso asfixiante comenzaba a derrumbarlo contra el asiento del vehículo.
Algo similar a la tristeza y a la derrota lo iba debilitando. Ello hizo que
prefiriera evitar los comentarios y las miradas de sus camaradas, algunos de
los cuales se mostraban entusiasmados con la idea de entrar en combate.
Ya sobre la ruta 22 se dedicó a observar por la ventanilla cómo se
repetía kilómetro a kilómetro la estepa patagónica bajo la noche lluviosa y dejó
que sus párpados oscurecieran el pobre mundo que sobrevivía al costado del
camino. Aún las escenas de su buena vida pasada seguían entrecruzándose con
imágenes y sonidos de un presente difícil de asimilar. Se resistía a aceptar la
postergación de sus proyectos por el capricho estúpido y desmedido de una junta
militar que aspiraba a perpetuarse en el poder. Pero en definitiva, él se debía
al uniforme que vestía y, por el momento, tenía una misión que cumplir. Por lo
tanto, todos sus sentimientos eran válidos y legítimos, como también el
inculcarlos y hacerlos respetar ante quien fuese necesario, sin importar si su
ocasional adversario fuese inglés, chileno, hijo, mujer o amante. Todos estaban
moralmente obligados a cumplir con esa consigna. Y él iba a hacer que se honrara
al pie de la letra. “Basta de pendejadas”, se dijo para sí mismo despejando la
carga de sueño que lo acosaba. Había que ser operativo y terminante en casos de
crisis como la que tenían entre manos. De manera que desechar egoísmos y
postergar sus planes era lo que la situación requería. “Ya vendrán tiempos
mejores - se dijo mientras un amanecer
gris y aún lluvioso dejaba ver un paisaje mucho más generoso en relieve y en
vegetación que el que se le ofreció cuando partieron- Tarde o temprano el triunfo o la derrota llegan para
quedarse. Lo esencial es saber cómo seguir cuando el humo de la batalla haya
desaparecido y el mundo se nos muestre tal como es”
19. TANTA MEMORIA
“Es agudo el zumbido. Se siente como si fuese una descarga eléctrica en
el cerebro. Un golpe de puño contra la cara hace que el oído también sufra y
que el aturdimiento te descoloque por completo. De pronto no ves nada. Es como
estar sumergida en una ceguera blanca, como invadida por un chillido que te
hace perder la noción de tiempo y espacio. Tenés idea de que algo sos, de que
en algún lugar del universo debés estar, pero no sabés dónde ni porqué. Después
ves un mechón de cabellos rubios que cuelga frente a tus ojos y unas uñas
pintadas de rojo que se apoyan sobre dos líneas que se cruzan. Todavía no
escuchás nada pero te das cuenta de que esas uñas son tuyas. Que tiemblan
porque los dedos también lo hacen, y que sirven de apoyo para que no te vayas
de boca contra las baldosas. Baja la intensidad del zumbido. Unas gotas del
mismo color de uñas caen sobre tu mano. Amargo se siente en la lengua el sabor
de la sangre. Te relamés los labios y los apretás. La sangre no duele pero
revela el color vergonzoso de la derrota. Y eso, aunque te estén matando, no te
gusta. Te humilla. El chillido finito y el dolor de oídos no quieren irse
todavía. Pero a medida que levantás la cabeza y te hacés a un lado el pelo van
apareciendo imágenes recortadas de lo que te rodea: el cuadriculado del piso
del living, el cabezal redondo del apoyabrazos del sillón, unos borceguíes, un
pantalón de combate y una mano carnosa que se cierra en un puño. De repente,
desde un costado de la escena, un segundo par de piernas más pequeñas se
acercan corriendo y se arrodillan frente a vos. No distinguís ese rostro porque
es oscuro el contraluz del cabello que cae sobre ella y que borra por un
momento al del puño. Un trapo, un pañuelo, algo blando te recorre la boca. Ahí
es cuando el zumbido empieza a declinar y a dar paso a las voces; una grave que
acusa y otra suave que la interrumpe. Interviene también un tercero (tímido,
como si no debiera). Dos o tres palabras. Es una voz joven, varonil (no creo
haberla registrado con anterioridad). De allí en más ya podés alzar la vista y
fijarte en él, que continúa con el puño cerrado, como si estuviera meditando la
necesidad de repetir el golpe. Más que respirar agitado parece resoplar. Está
excitado, como esperando una orden, algo que lo provoque para abalanzarse
nuevamente sobre mí y descargar la bronca que se le nota en la mirada. Es
increíble la capacidad de asimilación que tiene el cerebro cuando un golpe lo
conmociona. En pocos segundos supera el trauma y reorganiza la secuencia previa
al impacto. Basta con mirarlos a los ojos, a ella y a él (el otro no importa),
para revivir la entrada al living y sorprenderlos abrazados, como si vos y yo
no les importáramos en absoluto. Nunca me había pegado. Ni siquiera aquella vez
que nos escapamos al campo y volvimos de noche, a pie y con el Tinto
rengueando. Esa vez se despachó con insultos y nos prohibió montar por un mes.
Pero eso fue todo. Jamás me había levantado la mano… Sí, los separé y a ella le
pegué con ganas. Le di un cachetazo por hipócrita, por aprovechadora y por
puta. Ni bien terminé de hablar por teléfono con Iraola corrí a la comisaría.
Somuncura se me rió en la cara cuando lo amenacé con decirle a mi viejo. Así
que subí a la camioneta y fui a ver a Laura para que me pusiera al tanto de lo
que había pasado… Joven el tipo. Me parecía estar viendo una pintura de la
familia perfecta; él con Macarena en brazos y ella con Cristinita picando
verduras. Como si vos nunca hubieses existido para ella. Lloré toda la noche
abrazada a la pepona. El día siguiente lo pasé encerrada en mi cuarto, sin
probar una miga de pan y llamando por teléfono a medio mundo para ver si lo
podía localizar a mi viejo. Cuando volví a casa, después de ir por segunda vez
a la comisaría (porque insistí un montón para que me dejaran verte), fue que
los descubrí así, abrazados. Y no aguanté más. Con la mano bien abierta le dí.
La imagen de la cabellera abriéndosele como un abanico hacia el costado, como
acompañando el sacudón de la cara, me pareció maravillosa. Disfruté tanto al
pegarle. Es terrible que el zumbido, la ceguera blanca y el aturdimiento vayan
desapareciendo, porque el panorama que te rodea se despeja y, al final, tomás
conciencia de lo que verdaderamente ocurrió. Entonces sabés bien quién sos,
quiénes son ellos y por qué estás tirada en el piso. A partir de ahí tomás
conciencia de que tu vida ya no será la misma. Después de semejante
humillación, muchas cosas que tenían sentido y que querías resguardarlas de la
maldad del mundo dejan de tener importancia. Es increíble lo rápido que se
altera tu escala de valores cuando atravesás un episodio como ese. De un segundo para otro aborrecés a
los de tu misma sangre. No querés que ella te toque ni crees que ese llanto que
cubre con sus manos sea verdadero. Querés verlos hechos polvo, destruidos,
muertos de una vez por todas. Así de rápido y con esa inesperada brutalidad
puede pudrirse tu vida. O por lo menos lo que fue tu vida hasta ese momento.
Pero lo bueno de todo esto es que siempre queda un resto de orgullo para poder
reponerse del dolor, curar las heridas y encarar el futuro con una actitud más
combativa y menos condescendiente para aquellos que provocaron tanto daño. Y
para eso hay que saber echar al fuego lo que nunca más ocupará un lugar en tu
mundo”
Esta vez no hizo falta que él se lo pidiera o que la forzara mediante
amenazas. Ella sola se dio vuelta en la cama, alzó sus caderas y apoyó el pecho
en la almohada. Bien arqueada dejó la espalda para que el ofrecimiento sea
irresistible. Pero antes le hizo prometer que por la mañana iría a la comisaría
y ordenaría la libertad de Mariano. Casi tartamudeando de gozo lo escuchó a su
papi decir que sí, que haría eso y mucho más por ella. Y lo dejó entrar de a
poco, como él le había jurado que sucedería. Mucho ayudó el fingido desenfreno
que desató ella esa noche para que el coronel aceptara revocar su decisión de
interceder por Mariano. Sin que él tuviera que exigírselo, lo tuvo por entero
adentro de su boca. Con dureza hizo que el miembro de “mi papi” resbalara entre
sus labios, mojándolo de la punta hasta el final, como a él le gustaba. Lo tuvo
ardiendo de placer en su lengua y como un bruto descontrolado entre sus piernas
para después dejarse acabar por detrás. Quiso imaginar que era Mariano el que
la tomaba de las caderas y el que la hundía contra la caricia de su sexo. Quiso
aplacar el grito que le quemaba la garganta contra la almohada pero no pudo. El
goce del coronel era demasiado explícito como para configurar una fantasía que
la convenciera. Imposible engañarse ni aguantar el asco que le revolvía el
estómago. Así que lo dejó estar hasta que la flaccidez hizo que saliera por sí
solo de ella. Esperó que su papi se relajara, que bajara de la cama y que
entrara al baño para ensordecer el llanto y contener la acidez del vómito que
le amargaba la boca.
A través de la ventana y sólo por unos segundos, vio desgarrarse a las
nubes para que la luz de la luna se posara sobre la cumbre nevada del Unelén.
Pensó en Mariano. Se preguntaba si él también estaría contemplando las laderas
plateadas del volcán desde su celda. De alguna manera ello significaría que sus
espíritus estarían comulgando en un punto de la naturaleza en común. Ella,
desde el revoltijo de las sábanas que acababa de ensuciar, y él, desde la
oscura estrechez de su calabozo, estarían contemplando una misma partícula
luminosa del universo. Le maravilló esa imagen: su espíritu y el de Mariano
encontrándose con los ojos del alma en ese instante de luz que los aproximaba.
Y allí se quedó, con el cansancio de su cuerpo abandonado en la cama y con el
alma gratificada en un punto breve y plateado de la noche.
Calculó que serían las dos de la mañana cuando Somuncura lo mandó a
buscar y le comunicó que lo dejaba ir.
“Yo te lo dije: sos un tipo con suerte. A pesar de que el coronel no
quiere verte cerca de su casa, y esto me lo hizo repetir para que la consigna
quedara clara, digo que seguís siendo un tipo con suerte. Así que no tientes a
la desgracia y alejate de todo lo que tenga que ver con Díaz Galván ¿Escuchaste
bien? Esta vez zafaste, pero la próxima te juro que te hago mierda y te tiro al
río. Andate y no quiero enterarme de que andás merodeando por donde ya sabés.
Aprovechá la suerte que tenés y empezá a buscar otro palenque donde rascarte el
lomo”
Llovía sobre un San Agustín completamente a oscuras, frío y deshabitado.
Además de estar agotado y pasado de hambre, cada vez que Mariano apoyaba el pie
derecho para dar un paso, las costillas parecían partirle el pecho. Ese
malestar lo obligaba a detenerse cada media cuadra para recuperar el aire que
la contracción abdominal le quitaba. Recién en una de esas pausas se dio cuenta
de que todas las casas tenían las ventanas y las mirillas de las puertas selladas.
A pesar de la negrura que apretaba la tormenta contra la noche, y ya sea por
los propios postigos de las aberturas o por improvisados tabiques de madera,
ninguna vivienda se dejaba ver iluminada. Insólitamente a oscuras seguían
trazándose las calles de San Agustín. El alumbrado público apagado, los barrios
borrados por las sombras y un techo de tormenta que se dejaba adivinar por el
constante caer de la lluvia, le recordaron la alegoría de aquel destino negro
que le relataba el Choique cuando se refería a ese lugar tenebroso del universo
donde iban a parar las almas que habían obrado mal en la Tierra.
Su pueblo natal era un mundo muerto, ausente de objetos, de luz y de
seres vivos. Ni siquiera un perro saltaba desde los baldíos para ladrarle. Sólo
el toque de su paso irregular por el pavimento era el único sonido que competía
con la caída de la lluvia. Tal vez porque los ojos ya se habían ambientado a la
oscuridad, o porque prefirió atender con más cuidado el camino que llevaba,
notó que ambos lados de la calle tenían los cordones de las veredas pintados de
blanco. Ello lo animó a encarar con mayor confianza el tramo que le restaba
para llegar a su casa de alquiler, ya que la claridad de la pintura le
facilitaba la ruta a seguir.
El encandilamiento que le produjo el encendido de unos reflectores a
pocos metros de distancia hizo que intentara levantar las manos para
protegerse. Pero la contractura abdominal volvió a dejarlo sin aire. Tal vez
irrumpió primero la voz de mando preguntando quién vive, el silbatazo
después y por último el sonido de los
cerrojos. O a lo mejor fue el silbato primero y el resto del zafarrancho
después. O sucedió todo al mismo tiempo.
Pero el repentino despliegue de luces, gritos y sonidos, más la fatiga
acumulada, hizo que Mariano se dejara caer de rodillas sobre el asfalto
encharcado.
“¡Mate y Crudo! - exclamó la
misma voz que le había ordenado
detenerse - ¡Mate y crudo, carajo!... ¿Quién vive?...Responda o abro fuego”
Un nuevo espasmo lo paralizó. Los pulmones no trabajaban y las palabras,
esas que quería decir para que lo ayudaran, estaban estranguladas allí, en
algún lugar de todo ese aire que se negaba a salir por la boca.
- Disculpe mi suboficial,
pero quería recordarle que el oficial de guardia cambió el santo y seña. Mate y
Crudo era la consigna anterior. Ahora el santo es; whisky-Café, y la seña; Yankee–Tostado
¿Se acuerda que cuando nos subimos al Jeep
usted fue a buscar una linterna y en eso vino el teniente y… -
- ¡Cállese la boca pedazo de tagarna!
¿Quién le dijo esa pelotudez, el cocinero o un borracho de cabaret? ¿Usté me va
a venir a decir a mí cuál es la consigna de turno? Mejor métase la lengua en el
culo y déjeme proceder que yo sé lo que hago. Y vayasé de una buena vez a
guardar la pintura, que con esta lluvia es al pedo seguir blanqueando...A ver,
Sureda y Cruz, identifiquen a ese que está ahí tirado–
Tres o cuatro segundos. No dura más que eso la falta de oxígeno. Después
los músculos se relajan, los pulmones vuelven a ventilarse de una sola bocanada
y el cuerpo responde a las órdenes que lo intiman a ponerse de pie. Dos hombres
entran al campo de luz que abren los
reflectores contra la lluvia. Se acercan al trote y se detienen junto a
Mariano. Son soldados apertrechados para combate. Dos siluetas negras,
redondeadas en lo alto por cascos y cruzadas a media altura por fusiles. “Soy
Mariano Fulque”, alcanza a decirle a uno de ellos cuando ve venir, más ancho
que sus camaradas y con un capote impermeable, a un tercer hombre empuñando una
pistola.
“Mirá lo que parecés con esa barba sucia y con esos machucones en toda
la cara: una porquería de mierda. ¿Quién te agarró que quedaste así? ¿Andabas
de pata’e lana o te patotearon en El Jote? ¡Quién te ha visto y quién te ve,
Marianito! Cómo cambiaste pendejito, ¿eh? Qué manera de perder puntos con
nosotros. Ya no sos el pibe buenazo que nos hacía los asados. Ahora andás
chupado a cada rato, haciéndote el pendenciero, putaneando con cualquiera y,
encima, dicen que estás haciendo quilombo en el laburo…¿Mirá si te viera el
Choique?...¿Qué vergüenza para el pobre viejo, no? ”
El que se dirigía a él y le daba golpecitos con la punta del borceguí en
los tobillos era Sepúlveda, el mismo que había gritado el santo y seña
equivocado.
Cuando estaba en séptimo grado tuvo que colorear en un mapa de Europa
los países que no eran continentales. Recuerda que Mecha se sentó junto a él en
el último pupitre del aula y lo ayudó con la tarea. Le hizo pintar Gran Bretaña
de rojo y azul “Y con algunas franjitas blancas porque así son los colores de
su bandera”. Mariano también sabía otras cosas sobre la gente que vivía en esas
islas. Por ejemplo, que hablaban igual que los norteamericanos, que eran los
inventores del fútbol, que en invierno siempre había niebla, que en lugar de
mate o café tomaban té, que las Islas Malvinas estaban ocupadas por ellos y que
los Beatles habían nacido allí. Pero su conocimiento sobre la cultura británica
no llegaba mucho más allá de esos pocos datos.
Creyó que Sepúlveda se burlaba de él, que le estaba mintiendo, que se
aprovechaba de su ignorancia para hacerle ese fantástico cuento sobre las
Malvinas y la guerra. Pero Sepúlveda no se reía y los soldados tampoco. El
suboficial le explicó que las veredas pintadas de blanco tenían como objeto
orientar a los vehículos que se desplazaran de noche, sin necesidad de encender
los faros. Esa, como el hecho de denunciar a cualquier persona que se observara
en actitud sospechosa, era una de las tantas medidas de seguridad que las
Fuerzas Armadas habían dispuesto para todo el territorio argentino.
Desde el 2 de abril, las viviendas particulares, edificios públicos y
dependencias gubernamentales debían permanecer a oscuras durante horario
nocturno. Y si llegaba a activarse alguna de las dos sirenas con las que
contaba San Agustín: la del cuartel de bomberos o la del regimiento, había que
acudir de inmediato a los sótanos de la municipalidad, debido a que ése era el
espacio que el ejército había destinado como refugio antiaéreo para la
población. Según los servicios de inteligencia, el gobierno chileno era un
aliado encubierto de los ingleses. En consecuencia, existían altas
posibilidades de que un bombardeo proveniente del otro lado de la cordillera se
produjera de un momento a otro.
Mariano se despertó sobresaltado porque sintió que el piso retumbaba.
Calculó que debía estar amaneciendo, ya que el resplandor que entraba por las
ventanas era débil todavía. Observó que uno de los tirantes de madera del techo
tenía un nudo negro, como una quemadura de cigarro. Por allí se filtraba la
gotera que daba sobre la pava que había dejado junto a la cama. Se dio cuenta
de que era la puerta la que retumbaba, no el piso. Alguien golpeaba desde
afuera y una voz femenina lo reclamaba. A pesar de los vidrios empañados y de
la mañana gris lluviosa, reconoció el perfil de Mecha.
“No lo puedo creer, Mariano. No puedo creer nada de lo que está pasando…
Mirá cómo te dejaron. Estás muy flaco ¿Te duele mucho si te toco
acá?...¿También las costillas? Que bestias que son todos. Empezando por mi
viejo y por esa reputa que ni siquiera fue a ver cómo estabas. No puedo creer
esto de la guerra. Si vieras cómo se está yendo la gente de San Agustín y las
cosas que dicen…Que van a despegar
aviones desde el otro lado de la cordillera para atacarnos…Sí, también
me pegaron. No tanto como a vos, claro, pero me lastimaron…Para mí, mi viejo y
Laura ya están muertos. Me da lo mismo que los pudra un cáncer o que los
revienten de un tiro a cada uno…¿De verdad querés que te cuente? Lo hice por
vos y por mí. Es que no me aguanté más y le di vuelta la cara de un cachetazo…A
quién va a ser. A ella le pegué, a esa porquería que no hace más que
envenenarnos la vida. Cuando volví de la comisaría la encontré en el living de
mi casa abrazada a mi viejo. También apareció el otro, el hijo de Iraola, con
el que Laura juega al papá y a la mamá…Sí, Mariano, es así. Siempre fue así con
ella…¿Acaso fue a verte cuando estabas preso? ¿Qué te crees que hizo esos días
que te tuvieron adentro: que estuvo llorando por tu ausencia, que murió de
pena? Mi viejo no estaba en San Agustín. Llegó antes de ayer…El hijo de Iraola
se quedó a acompañarla…Y...yo diría que se mandaron una luna de miel caliente…
¿Cómo podés ser tan ingenuo? Aceptalo de una vez. No les importás nada. Y
hubiese seguido destrozándole la cara si no me…¿Te das cuenta de lo que está
pasando?...¡Mentira que mi viejo fue a hablar a la comisaría! Te habrán dejado
salir porque, ¡qué se yo!, porque hay guerra, porque pueden invadirnos los
ingleses ¿Para qué van a tenerte preso si en cualquier momento puede
desaparecer San Agustín? Por eso la gente se está yendo del pueblo. Meses más,
meses menos, ya sea por el agua o por un ataque aéreo, esto va a desaparecer y
hay que hacer algo ya mismo. Y en especial vos tenés que hacer algo. Mirá,
escuchame bien, ya lo pensé. Después de lo que pasó ayer decidí regresar esta
misma noche a Buenos Aires. Allá voy a conseguirte un lugar para vivir y un
trabajo. Yo sé a quién tengo que ver para arreglar esos asuntos. Cuando esté
todo listo te aviso, ¿sí? Te mando un telegrama y te venís…¡Pero Mariano! ¿Qué
te vas a quedar haciendo acá? Andá a saber cuánto dura esto…Ella también se va
con las nenas…No, no es cuestión si lo decidió o no. Mi viejo es el que la
manda a La Plata
con Iraola…Pensá lo que estás diciendo. Desde ya que a Hidrosur no vas a poder
volver. De los caballos olvidate. El país está más militarizado que nunca y San
Agustín se está vaciando de gente… No seas terco. Tomá un poquito de aire y
escuchame…Hacé una pausa. Mirate bien y mirame bien. Fijate hasta dónde hemos
caído ¿Empezás a darte cuenta de la situación? Ya tocamos fondo, Mariano. Acá
no queda nada más para nosotros porque ya nos humillaron demasiado. Mirá, ahí
tenés un espejo. No seas chiqulín y animate. Así sostenelo, bien de frente. Y
ahora respondeme sin vueltas. ¿Ésos dos reventados que ves ahí, somos vos y yo,
realmente?...¿Esos maltratados son menos que las dos basuras que los usaron y
pisotearon durante toda una vida?...¿Dale, contestame? ¿Decime si nos merecemos
esto?... No, claro que no. Así que, ¡basta! Suficiente para mí. Sacame eso de
adelante y dejalo lejos que no quiero ver lo que sigue. Lo que nos está
pasando, y lo que está pasando con Malvinas y con todas las cosas raras que
suceden en San Agustín, son señales de que algo llegó a su fin. Seguir
aguantando este infierno es degradante. No quiero más esto para mí. Y supongo
que tampoco lo querés para vos. Hasta aquí llegamos. Bueno, por lo menos hasta
aquí llegué yo. Y no creo que vos pienses diferente. Vení. Abrazame fuerte.
Bien fuerte. Fuerte, fuerte, fuerte ¿Entendés que vos y yo somos lo único que
tenemos el uno del otro para seguir adelante. Ni siquiera estamos seguros de
que mañana vayamos a estar vivos...Te cuento algo que nunca te dije, ¿querés?…
Cuando era chica y mi mamá todavía vivía en casa me daba terror ir al baño de
noche. Prefería aguantarme hasta que saliera el sol, antes que encontrarme a
solas y a oscuras frente al espejo. Eso me aterrorizaba tanto que abrazaba a la
pepona, cerraba los ojos y me metía de cabeza debajo de las frazadas.
Transpiraba tanto que se me pegoteaba el camisón al cuerpo. Pero eso no me
importaba porque enseguida me ponía a pensar cosas lindas. Fantaseaba con que
algún día, cuando fuera grande, pudiera tenerte conmigo para protegerme de los
que quisieran hacerme mal. Y enseguida lo que imaginaba tomaba forma real. De
repente podía verte como lo hago ahora; alto, de brazos anchos y con el cuerpo
duro. Entonces rompías el espejo con un palo y se hacía una luz enorme que nos
calentaba a los dos juntos. Eran hermosas esas noches de pánico en las que
tenía la sensación de que el corazón se me iba a salir por la boca. Claro que
en esa época el mundo no parecía tan sucio y chiquito como ahora, con tanto
frío, con tanta lluvia y con tanta memoria para echar al fuego. Una lástima,
¿no?...Que la memoria no pueda quemarse, hacerse cenizas y perderse allá
arriba, de noche, donde nadie más pueda encontrarla”.
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