10.
FAUNA TERCA
Ambos hombres están separados por un magnífico ejemplar de alazán. El
hombre mayor parece estar dándole indicaciones al más joven, el que no deja de
cepillar al caballo mientras lo escucha. El hombre mayor usa el cabello corto y
viste ropa de combate. Sin dejar de hablar, señala una ondulación de terreno
que se alza del otro lado del río. El joven observa y asiente con un movimiento
de cabeza. De repente, una chica de cabellos claros irrumpe por detrás del
hombre mayor y de un salto se le sube a horcajadas por la espalda. El hombre
gira inútilmente con el afán de librarse del sobrepeso que lo pone en evidencia
frente a un grupo de peones que está avanzando en los preparativos de un asado.
El joven abandona su tarea y observa a la pareja. El hombre mayor se exaspera.
Ella ríe a carcajadas. El muchacho deja el cepillo en un balde y acaricia las
crines del caballo. La chica, con agilidad felina, vuelve a tierra, besa en la
mejilla al hombre mayor y monta sobre el animal.
Desde la ventana de la casa que está próxima a
la escena, otra joven, no rubia, con una niña en brazos y otra a su lado,
también los observa y ríe. Por un instante, una vez que el muchacho ha montado
por detrás de la rubia y el hombre mayor no logra apaciguar su enojo, ambas
mujeres cruzan miradas e inmediatamente dejan de sonreír. Una se recuesta sobre
el cuerpo de su compañero de monta. La otra no abandona su punto de atención.
El hombre mayor empuja a la amazona hacia adelante y vuelve a señalar el mismo
punto geográfico que había marcado al principio. El jinete toma las riendas por
debajo de los brazos de su compañera. La otra no abandona su punto de atención.
El hombre mayor vuelve a empujar con menos cortesía a quien lo desobedece y a
señalar con énfasis la colina. Una vuelve a mirar hacia la ventana. La otra, a
pesar de que la niña más grande le reclama que a ella también la cargue en
brazos, no abandona su punto de atención. El hombre palmea violentamente las
ancas del caballo y voltea hacia la casa. La otra no abandona su punto de
atención hasta que el alazán corta camino por la alameda y se pierde tras la
curva del río que ocultan los sauces.
El hombre, molesto por la ridícula escena que le ha tocado protagonizar,
se dirige con dureza a los peones que están rodeando con brasas una serie de
cuatro asadores. Junto a éstos y bajo la sombra de una tupida parra, hay una
mesa de tablones dispuesta para veinte comensales y un cartel que lo cruza por
lo alto: Feliz cumpleaños Mechi. La otra se aleja de la ventana para
acostar a la niña que se ha quedado dormida y para atender a la mayor. Luego se
dirige al baño para refrescarse. Siente un leve vahído. Se moja la cara varias
veces y amarra su cabello con una cinta. No se mira en el espejo. No ahora que
pudo leer eso que vio en los ojos de la otra. No ahora que los peones han
dejado unas vísceras de cordero sobre la mesada. Ni el espejo ni el triperío
gelatinoso quiere ver.
El sonido de un vehículo que se aproxima a la casa la devuelve a la
ventana. Es un jeep con tres soldados. Reconoce al gordo Sepúlveda, quien se
aproxima a los asadores y habla con el hombre mayor. Discuten. No, no discuten.
El hombre se enfadada por haber sido importunado un domingo y en el día del
cumpleaños de su hija. Ella alcanza a escuchar un nombre: Montana o Fontana, y
nota que el gordo cede ante la reprimenda del hombre mayor, el que cambiando bruscamente
de humor le señala con orgullo los caballos que tiene en el corral. Pero
ninguno de los tres admira la tropilla porque el aroma y el delgado humo de la
carne asada desvían su interés. Por eso el hombre los despacha y el vehículo
retoma la huella que los condujo hasta el frente de la casa.
Ella observa el cielo. Una tímida acumulación de nubes pomposas va
cubriendo parcialmente el sol. Son pequeñas pero “de pancita negra”, como le
decía su madre. Señal de que esta noche va a llover. Aunque recién haya
comenzado febrero, los caprichos del clima cordillerano pueden transformar el mejor de los veranos en el
peor de los otoños. A ella no le gusta la lluvia. La nieve sí. Hasta le parece
más bondadosa la vida cuando el blanco predomina sobre San Agustín. Pero la
lluvia no. Los recuerdos más tristes de su vida están asociados con el mal
tiempo, con el barro y con la incomodidad que trae consigo el agua. Todo se
altera cuando el clima es adverso. Cuando el cielo se cubre y el período de
precipitaciones se instala sobre la región, cada hogar de San Agustín tiene que
mantener encendidas las luces en pleno día. Los animales, la mayoría de los que
pueden verse en las chacras y en las calles, sufren el frío de la mojadura sin
un reparo decente. Igual que los conscriptos que montan guardia en pleno
descampado, apenas protegidos por un casco y un capote. Ella recuerda a uno en
particular; a un soldadito de baja estatura y de cabellos negros y gruesos.
Pertenecía a una camada de conscriptos norteños. Lo habían comisionado para que
le llevara un par de bolsas de cemento al coronel Díaz Galván. A pie y al
hombro, el muchacho cargó una primero y otra después, desde el batallón hasta
la casa del superior. En el transcurso del recorrido comenzó a llover, y al
llegar, el coronel le ordenó que esperara en la puerta porque tenía los
borceguíes muy embarrados como para entrar a su casa. Ella, desde la cocina,
pudo ver cómo el soldadito mantenía su posición con el cemento al hombro y bajo
el aguacero. Así por alrededor de veinte minutos. Hasta que el coronel le llevó
una carretilla y le dijo que pasara la bolsa para el patio del fondo.
Sin que ella lo hubiese visto venir, el hombre había ingresado a la casa
y preguntado por la niña más grande “No, a vos no. A Cristinita la vengo a
buscar…Dale, vení que vamos hasta lo de Zaldúa, que nos prometió un par de
cajones de fruta”.
Le daba escalofríos ver cómo la manito de Cristina se hacía invisible
dentro del puño del hombre mayor. Cómo la subía a la camioneta y cómo la
ubicaba en el asiento del acompañante. Ella sabía lo que era estar ahí y en el
mismo lugar que tuvo que ocupar hacía… ¿Cuánto…doce, quince años atrás? El
plano de lo real se repetía pero recreando desde distinto ángulo una historia
ya sufrida por ella. Ahora revivía ese mismo episodio pero desde un punto de
vista testigo, como una espectadora que presencia desde el reverso la escena
previa de un final cantado.
Volvían los vahídos y las imágenes tortuosas. Confusos los pantallazos
de rostros familiares que aparecían y desaparecían, de frases truncas, de
gemidos de gozo y de asfixia. Un disparo. No, dos y el olor rancio a kerosene
quemado. Volver a mojarse la cara y no mirar ahí, ahí contra la pared del baño
y sobre la mesada. Ya lo vio y ya lo
leyó en ese cruce turbio que mantuvo con la otra. Mejor alzar a la niña que se
ha despertado y que la observa de pie, tomada de la baranda de la cuna. No
llora Macarena, la de los ojos de luz. Negros brillantes. Redondísimos e
intensos. “Azabache”, le había dicho el maestro González cuando la fue a
visitar. Parecidos a los de los angelitos españoles que le quiso regalar. Pero
a ella le cayeron mal las estatuillas. Le impresionaron esos ojos de cerámica
tan exageradamente abiertos.
“Parece que me estuvieran vigilando. Me dan cosa, no sé. Yo se lo
agradezco mucho, maestro, pero por qué no se los regala al padre Javier. A mi
me puede comprometer, ¿vio? Usted ya sabe”
Cada vez que su mirada se cruzaba con la de su hijita, lo veía a Mariano
y recordaba cada momento de esa única noche en la que ella fue suya. La noche
en que su piel se sintió abrigada y que supo lo que era temblar por amor.
Volvió a esa boca que se abría deseosa porque recibía el alma que la otra le
daba en el beso. Repitió con sus dedos el trazo de una lengua que la midió
desde el borde más sensible de su piel hasta la hondura más abierta de su
corazón. Caía una lágrima sobre su pecho y el breve estallido de la gota hacía
que sus ojos relumbraran en el azabache
de su mirada.
Los ojos de la niña eran el alma que él había encarnado en su sangre
para siempre. Pero él no debía saberlo. No por lo menos ahora. Si lo supiera,
¿cómo reaccionaría el hombre? ¿Cómo escapar de lo que el viejo hubiese
entendido como una traición y como una falta de lealtad por parte de ambos?
Mejor callar lo que aún no puede decirse y esperar a que el destino envíe
alguna señal. Cerrar la puerta del baño y mandar a uno de los muchachos a que
retire los desechos que han quedado sobre la mesada. Mejor no ver lo que aún no
se debe.
Arriba el cielo parece agonizar sobre el mediodía del paisaje. Mala
señal este inoportuno regodeo de nubes. Para colmo, los que debieran estar aquí
se están demorando más de lo previsto.
Entonces ella vuelve a la ventana con la niña en brazos y deja que sus ojos se
fijen en las colinas que se alzan del otro lado del río. Allí, sobre el filo
más suave de la elevación, un caballo se ha detenido a pastar. Sólo se muestra
el alazán con su montura, mordisqueando las pocas raíces de un suelo magro y
virgen.
Alarmado por una presencia que no logra ver pero que intuye, el animal
deja de comer y alza la cabeza. Mira hacia este lado, hacia la ventana de la
casa. Como si la mujer o la niña le estuviesen por decir algo que él debería
saber, a pesar de la distancia y de la soledad que los emparenta. Pero no es
nada. Todo está tranquilo. El caballo
vuelve a lo suyo y aquí no ha pasado nada. Nada más cierto que la duda que hace
temblar a quien cree ver lo que ya sabe.
11.
VIVA MUERTE
La muerte del Choique no fue el desencadenante que determinó el brusco
cambio de personalidad de Mariano. Como mucho, esa fatalidad se sumó a otros
eventos que fueron socavando las virtudes que habían hecho de él un ser
confiable y querible. El fallecimiento
del anciano no sólo afectó a los íntimos sino también a toda la comunidad de
San Agustín. Para Mariano, esa pérdida fue la culminación de una serie de malas
nuevas que venían sucediéndose desde aquella compulsiva mudanza al galponcito
del fondo. Lo que lo conmocionó no fue su sentida orfandad y la soledad que lo
acechaba desde cada rincón de la casa. La forma de maltratar el ganado, el
negarle el saludo a los vecinos y desconocer los acuerdos de palabra que establecía
con otros chacareros no eran consecuencias que pudiesen derivar de un merecido
agradecimiento a la memoria de su tutor. Había algo en la historia reciente de
Mariano que lo había transformado y que lo reducía a una personalidad
eminentemente intimidatoria para con quienes se atrevían a intentar algún
comentario sobre su actitud.
La noticia del abandono en que había caído la chacra trascendió hasta
Chabela Purrán, la hermana menor del Choique, quien decidió viajar desde Cutral
Có para comprobar qué tan cierto era lo que le habían comentado sobre esta mala
nueva.
En principio le pareció una exageración la imagen de desidia que le
pintaban sus allegados respecto del estado en que se hallaba la propiedad de su
hermano: la maleza crecida entre los frutales, los cerdos, los pocos que
quedaban, comiendo y anidando en las habitaciones de la casa, los chivos
pastando en los campos vecinos, los postes del alambrado tumbados y un permanente
olor a podredumbre flotando en el ambiente.
Chabela dudaba del informe recibido. Desconfiaba de las fuentes que la
anoticiaban sobre este supuesto paisaje en decadencia. Por eso resolvió viajar
junto a Víctor, su único hijo, para comprobar o desacreditar esas versiones por
ella misma. Pero al llegar a la chacra no sólo comprobó que los frutales
estaban invadidos por la maleza, que el baño de la casa era la guarida del
chancherío, que los chivos pastaban sin cuidado en propiedad ajena, que el
derrumbe del alambrado se debía a la falta de postes y que la acumulación de
desperdicios apestaba dentro y fuera de la casa, sino que el faltante de
animales se debía a la muerte premeditada de éstos. Cachafaz, el perro lider de los pastores, un
cerdo cachorro y dos chivos, habían sido descubiertos por Víctor a medio
enterrar. Todos muertos por degüello y eviscerados. Otros pocos más,
violentados de igual forma y arrojados a una fosa común.
Chabela dedujo que Mariano tenía algo que ver con ese desastre, pero no
quiso ir a exigirle explicaciones. Ella se sentía culpable por el panorama
lúgubre que ofrecía la propiedad de su hermano. Hacía muchos años que había
abandonado San Agustín con la promesa de no volver a pisar ese pueblo. Pero fue
por amor, por seguir a Enrique, un joven técnico de YPF, que se distanció de
los suyos y se propuso hacer borrón y cuenta nueva. Desde entonces, desde que
se radicó en Cutral Có, que no regresaba a San Agustín. Apenas se reencontró
dos veces con su hermano: la primera cuando nació Víctor, y la segunda cuando
Enrique la abandonó para fugarse a Comodoro Rivadavia con una de las pupilas
del Hollywood, un prostíbulo de Plaza
Huíncul. Pero en ambas ocasiones fue el Choique quien viajó al encuentro de su
hermana. La primera vez para celebrar en familia, y la segunda para confortar a
quien creía ser la infeliz más desgraciada del mundo. Chabela, en parte por
vergüenza y en parte por ese sufrido orgullo que suele improvisarse en
situaciones límite, juró que nunca regresaría a San Agustín.
No, la hermana del Choique no iría por Mariano ni por ningún otro en
busca de explicaciones. Si existía una persona responsable de lo ocurrido, esa
persona era ella y solamente ella por haber sido tan desconsiderada con su
familia. De última, Mariano era un mocoso veinteañero que poco podía entender
de responsabilidades y de administrar una propiedad.
“Siempre fue un pobre chico –le contaba el padre Javier a Chabela- No
hay que olvidar que desde que nació se la pasó yendo de un lado a otro, comiendo
y durmiendo aquí o allá como perrito sin dueño. Y cuando terminó la escuela,
Díaz Galván se lo llevó para que le cuidara los caballos. Vale decir que su
vida ha transcurrido entre esos dos mundos: entre el cuidado de animales ajenos
y lo que le ofrecía el Choique. Además, no tuvo otra opción que compartir el
techo con la Neno
y Laura. Aunque corresponde aclarar que desde los doce o trece años viene
durmiendo en un galponcito de dos por cuatro. Lo cierto es que donde mejor se
hallaba era en lo de tu hermano, donde últimamente pasaba la mayor parte de la semana. Ahora bien, ¿qué
lo perturbó como para llevar a cabo tamaña maldad?...( suponiendo que el
tuviera que ver con el hecho que te trae hasta aquí, desde luego) Eso no lo sé.
Pero sí coincido con la apreciación que te brindaron los vecinos respecto del
cambio de actitud que ha manifestado Mariano en este último tiempo. De todos
modos va a ser difícil que lo encuentres por aquí. Hace rato que no me visita.
Incluso por el pueblo se lo ve poco. Cuando fue lo de tu hermano, Díaz Galván
lo fue a buscar a la chacra y se lo llevó…No, gracias a Dios no lo enganchó en
el ejército. Le consiguió un puesto de media jornada en Hidrosur, la empresa
que está construyendo la central hidroeléctrica. Vale decir que está medio día
en la represa y el resto del tiempo con los caballos del coronel ¿Seguís
pensando que él tuvo algo que ver?”
Chabela permaneció una semana más en San Agustín. Tiempo suficiente para
vender el poco ganado que quedaba en pie y para ofertar la propiedad de su
hermano en la plaza local. Para su decepción, quienes pagaron por los animales
lo hicieron a precio de remate. Ninguno de los chacareros vecinos necesitaba
incrementar sus lotes de chivos o sumar cerdos a sus chiqueros. Si lo hicieron
fue para honrar de alguna manera la memoria del Choique y para darles un
destino definitivo a esos animales que vagaban de un terreno a otro. En cuanto
al curso inmobiliario que tomaría la propiedad en su conjunto, el padre Javier
intercedió ante el secretario de hacienda de la municipalidad para que éste
interesara a la gerencia de Hidrosur en esas pocas hectáreas. La empresa
necesitaba instalar una extensión de su base y
esa locación les resultaba más que adecuada para reacomodar la
maquinaria pesada.
“Desde luego, padre –le dijo Figueras-, que esta mujer deberá
conformarse con un alquiler. ¿Quién va a querer comprar una chacra cuyo futuro
es decorar el fondo de un lago? Lamentablemente así están las cosas…Yo los
entiendo perfectamente a usted y a la señora, pero no creo que pueda negociarse
algo mejor de lo que le estoy proponiendo ¿Se acuerda cuando en el ’76 se hizo
aquella primera reunión con la gente del ejecutivo provincial y la Dirección de Tierras, que se les ofreció a los
propietarios del ejido un precio más que interesante por sus terrenos? ¿Se
acuerda? ¿Y se acuerda también que se les advirtió que a medida que
transcurriera el tiempo la oferta iría perdiendo valor? Gran parte de los
propietarios supo aprovechar el momento y aceptó negociar de esa manera. Y no
fue mala la decisión. Fíjese el caso de Hidalgo, o el de Díaz Galván, por poner
un par de ejemplos. Uno sigue con el
aserradero y el otro con la cría de
caballos sin que el futuro le preocupe demasiado ¿Por qué?, porque cuando se
les venga el agua van a tener su correspondiente indemnización depositada en el
Banco. Los que no le dieron bola a la cosa o descreían que la represa se
levantaría andan como esta señora, buscando salvavidas de todo tipo...No tanto
por ella porque bien abandonado lo tenía al hermano. Para mí, el lazo de
hermandad le quedaba grande a esta mujer. Hago esta gauchada por usted y nada
más que por usted “
A Mariano le resultaba ridícula la directiva de usar un estúpido casco
amarillo durante el horario de trabajo. Pero más ridículo le resultaba ver a su
capataz, la mole Tapia, tener que lucir un casco como el suyo. Tapia era el ser
humano de mayor peso y volumen muscular
que Mariano había visto en su vida. Ya de lejos, al divisar la muchedumbre que
ingresaba al predio de Hidrosur, se podía distinguir a “la mole” por sobre el
resto. De manera que si al común de sus compañeros les resultaba incómodo
calzarse el caso, Mariano daba por hecho que para Tapia sería un tormento
cumplir con ese requisito de seguridad. Para colmo, la medida de los cascos era
universal. Vale decir que sobre el cráneo del capataz dicha protección se mostraba
más como sombrerito de cumpleaños que como requisito indispensable para
trabajos de riesgo.
- Lo que pasa -decía Tapia
mientras intentaba abrochar los extremos de las correas de seguridad bajo la
barbilla- es que estos casco son
japonese. No ves que los chino tienen cabeza chica y se piensan que todos somo
iguale. No es que soy cabezón. Es el casco… ¿Y vo de qué te reí, estúpido?
¿Pensás que so un galán con esa ridiculé en la azotea?–
A diferencia del resto de sus compañeros, Mariano no le temía a Tapia. Sencillamente
lo respetaba. A pesar de que el hombre superaba en ancho y en alto al
trabajador más fornido de la región, él no experimentaba ningún tipo de
intimidación por parte del capataz. Al contrario, en cierta forma le daba
lástima ese pobre gigante adornado con un casquito infantil. Saber que para
entrar a cualquiera de las oficinas administrativas debía hacerlo poniendo el
cuerpo de lado, o enterarse que sus jefes le habían prohibido utilizar el
montacargas para acceder a otros niveles de la edificación, le daba pena. Tal
vez por eso Mariano era el único de su cuadrilla que no le temía a Tapia. Y tal
vez por eso el capataz era el único que no le reprochaba a Mariano cuando todos
los días, a las dos de la tarde, finalizaba su media jornada y rumbeaba para la
casita del río.
Mediante ese código de entendimiento no pactado entre las partes,
Mariano fue construyendo su relación diaria con la mole. El ser esquivo para la
conversación, más la forma de graduar la intensidad de su mirada en el otro, le
valió al joven un voto de confianza por parte del capataz. Así que la rutina
laboral del muchacho no se vio alterada por ningún episodio hostil que hubiese
podido desencadenarse a raíz de su medio turno de trabajo. Si Tapia no ponía
objeciones, el resto de la cuadrilla no intervenía, ya que el protegido de Díaz
Galván, mientras duraba su turno, era aplicado y trabajaba a la par de los
demás.
En cuanto a la obra en sí misma, lo que le costaba entender a Mariano
era cómo habían hecho los ingenieros para desviar el cauce de un río como el
Huancúl y que ni siquiera una gota se filtrara por debajo del talud. Este
fenómeno podía apreciarse desde el punto más alto de la construcción, donde el
equipo de Tapia se dedicaba a las tareas de selladura. Desde allí y descolgando
medio cuerpo sobre la baranda de seguridad, Mariano podía seguir con cierta tristeza el serpenteo
reseco del lecho del río. Y un poco más allá, justo antes de llegar al campo
del coronel, podía proyectar el desmadre del Huancúl hacia el lado opuesto de
las chacras. Se resistía a creer que un puñado de hombres y máquinas bastaron
para burlar a la naturaleza de esa manera. Y más aún imaginar el aspecto que
tendría ese paisaje una vez que el río se transformara en lago.
Mariano se sentía parte de ese paisaje dañado porque él también había
sido maltratado. Y ello no se relacionaba con el fallecimiento del Choique.
Bien le había enseñado su tutor que la única muerte que existe es la física.
Por eso decía desencarnar y no morir.
Mariano estaba convencido de que el cuerpo del Choique había cumplido su misión
en la Tierra y
ahora le tocaba perpetuarse en todas las cosas vivas que latían en el universo.
“¿En qué podés reencarnar?... En árboles, en bichos, en animales y en un cristiano nuevamente. Pero para eso hay
que trabajar mucho con el corazón. Hasta que llegado el día de la purificación,
a lo mejor después de años de pasar de un cuerpo a otro, ya no haga falta
volver a la madre tierra ”
Aunque no podía dar fe de ello, Mariano intuía que el Choique tenía bien
ganado su lugar en el cielo. Es más, lo palpitaba cada vez que observaba las
estrellas, o cuando las brasas susurraban su ardor en el leve crepitar de la
noche. En esos instantes de paz interior sentía que algo le rozaba el cuerpo y
se quedaba a su lado. Pero Mariano sabía que no tendría esa suerte. Él nunca
podría despojar de impurezas su espíritu porque lo que ahora parecía hervir en
cada partícula de su ser no lo hacía digno de merecer un lugar junto a las
almas donde moraba el Choique.
“A veces el destino hace que la gente equivocada ande por áhi buscando
(sin que a uno se lo pidan, claro está) que lo despenen, que lo alivien de la
mala que les come el alma. Y uno, sin haberlo pensado, se ve obligado a hacer
ese sacrificio. Dios quiera que no, m´hijo. Dios quiera que no te pase nunca.
Pero si alguna vez te toca verte en ese entrevero, encomendá primero las almas
que vas a despachar y luego la tuya. Allá arriba te van a saber perdonar”.
Aunque se lo negaba cada vez que Mercedes tocaba el tema, Mariano sabía
en qué se entretenía el coronel cuando su hija no estaba en casa o cuando la
creía dormida. Él, más de una vez, estuvo escuchándolos debajo del ventanal.
Supo cuánto más tortuoso era percibir los gemidos entrecortados y el jadeo que
acababa asfixiándose contra las almohadas, que apreciar con sus propios ojos
los embistes de un cuerpo contra otro. Por eso Mariano sabía que nunca
alcanzaría el grado de pureza espiritual necesaria para cumplir su misión en la Tierra. Él, desde su
condenatorio rol de testigo pasivo, dejó que el odio hacia Díaz Galván le
apestara la sangre. No bastaba con desearle al viejo inmundo todo el mal habido
y por haber. No era suficiente aborrecerlo por haberles contaminado el alma a
Laura y a él. Por eso escupió a los pies de la Neno y la maldijo la noche de navidad, porque
ella sabía cuáles eran las consecuencias al negociar el futuro de su hija. Allí
entendió que estaba solo contra el mundo y que si era verdad que tenía
destinado un remanso del universo para su alma,
ese refugio ya no sería ocupado por él.
A la larga, Mariano entendió que la Neno había resultado ser tan perra y egoísta como
Mercedes; otra que bien lo buscó aquella vez en el río y se puso a temblar como
una yegua caliente cuando lo tuvo adentro. Mariano le dio esa tarde todo lo que
ella pedía. Quería hacerla sufrir, pero Mecha no sufría. O sí sufría pero le
gustaba. Y más todavía cuando decidieron hacerlo en la habitación del coronel.
Ella se ponía de pie en la cama y “la bombacha me la vas a sacar cuando yo te
lo ordene y no antes”. Y él la esperaba con el sexo erguido y contenido hasta
la dilatación extrema, sólo para aguantarse hasta el final y llenarla una, dos,
tres veces, las que hicieran falta. A ver si de una vez por todas “la nena le
da el regalito al papi y así empieza a envenenarse ese viejo podrido de una vez
por todas”. Pero Mercedes no sólo no llegó a sentir jamás síntomas de embarazo,
sino que las obligadas separaciones temporarias de Mariano potenciaban sus
encuentros sexuales ante cada regreso a San Agustín. Ni una sola vez
experimentó un avance de náusea o de retraso en su período. Ni siquiera
consideraba la posibilidad de recurrir al más rudimentario método
anticonceptivo; detalle que sí procuraba atender en los esporádicos encuentros
que mantenía con Mauricio en Buenos Aires.
“-… Porque a vos me gusta
sentirte completo, piel contra piel, mojado contra mojado. En cambio a él le
hago poner forro porque me da asco tenerlo adentro. Sí, asco. Con forro es como
si nunca me hubiera cogido. Es como si estuviera nada más que refregándose por
afuera. Y además lo hace mal.… Estoy con él porque me conviene. Me lleva a
pasear. Me compra lo que le pido. Y porque así mi vieja no me jode los fines de
semana… ¿Quién dijo que soy yo la que “falla”, como decís vos? A lo mejor sos vos el estéril…¿Probaste
hacerlo con otras chicas para ver qué pasa? …No, las que están en El Jote no cuentan porque a
ésas no las agarrás en ninguna. Con chicas del pueblo te digo. Con cualquiera
que puedas hacerte el novio un tiempo…Bueno, probá con una y sacate la duda …Y
ya que estamos hablando de estas cosas, decime la verdad, ¿con Laura nunca…?...Bueno,
no te pongas loco conmigo. No me vas a decir que tanto tiempo compartiendo el
mismo techo y… ¿Jamás pasó nada?…¿Y entonces por qué te mandaron a dormir al
galponcito?...¿Qué, así porque así terminó la guacha esa instalándose en mi
casa?...Para mí que la Neno
se la mandó a mi viejo con regalo incluido para hacerlo cargo del asunto… Mirá,
nene, si te calentó a vos como a un perro salvaje, poco le habrá costado
hacerlo con un hombre mayor. Si hasta a veces se me da por pensar que la
guachita que lleva en los brazos es tuya…Si, el pelito es clarito pero eso no
asegura nada. Si no fijate en Elvira, la que era maestra nuestra. Tuvo un hijo
medio rubiecito con el profe González y los dos son morochos…Si sabía qué… No,
no sabía que se había ido de San Agustín...A lo mejor el tipo se fugó con otra,
como hacen muchos maridos. O a lo mejor se cansó de este pueblo y quiso cambiar
de vida…Dejá de decir pavadas, Mariano. Mirá si tipos como mi viejo van a andar
haciendo semejante animalada y nada menos que en este lugar donde nunca pasa
nada y a nadie le importa nada…Lo hubiese sabido por mi viejo o por los amigos
de mi abuelo en Buenos Aires ¿Vos
también estás con esa historieta de?...Ah, bueno, eso dice el cura y los que se
juntan con él….Callate… Terminala con el tema. No es problema nuestro si se
separaron y ella quedó sola con el hijo ¿No era que tenían familia en Buenos
Aires?... Habrá vuelto cada uno con sus viejos y listo. Qué nos importa a
nosotros lo que hacen los demás. Vos mejor ocupate de mí que yo me voy a ocupar
de vos. Dale, tengo un mes de vacaciones y quiero aprovecharlo. Pero antes
necesito hablarte de algo que le escuché decir a mi vieja antes de venirme para
acá…Sí, a vos te va a preocupar más que a mí…Tu trabajo tiene que ver porque
cuando se termine la represa desaparece San Agustín. Pero no es sólo eso. Así
como vos vas a quedar en bolas, hay otros que se quedan con todo…Sí, ella y mi
viejo…Claro que no te dijo nada ni te lo va a decir nunca…Muchas razones. Mi
viejo, además de la casa que compró en La Plata , se asoció con un tipo que cría caballos en
Dolores…¡Cómo “y qué”! ¿Con quién te crees que va a compartir esa nueva
vida?...Porque el milico que está de gobernador fue compañero de promoción de
mi viejo. Cuando tuvieron que negociar las indemnizaciones por las tierras que
van a quedar bajo el agua, ¿quién te crees que ligó el mejor contrato?...Se lo
pagan con fondos del Estado…No sólo lo sé, sino que leí la documentación que
guarda mi viejo…Yo no aparezco en ninguna página, pero ella sí…¿Y?... ¿No decís
nada? ¿No te jode saber que cuando se venga el agua no te va a quedar nada ni
nadie con quien estar?... Mirá, Mariano, hacé una cosa. Mañana, cuando estés
trabajando allá arriba, prestá atención a todo lo que ves de San Agustín y
pensá cómo va a ser tu mundo cuando larguen el agua. Todo lo que conocés va a
desaparecer. Va a quedar hundido para siempre. Y por sobre todo eso, nada.
Sobre la superficie no va a haber nada para vos, ni un lugar donde vivir. Ni
siquiera vas a poder conservar algo material de tu historia porque todo lo que
pudiste tocar alguna vez va a quedar hundido para siempre. Es como si a los
veintidós o veintitrés años volvieras a empezar. Es como renacer sobre la
nada…Sí, también es como morir y volver a nacer…¿Reencarnar, decís vos? Si
querés llamarlo de esa manera llamalo así. Pero reencarnado o no después del
agua, siempre vas a ser vos el único que te acompañe en tu miseria”
12. RESUMEN CRONOLÓGICO
A las ocho cuarenta y cinco a.m del diez de marzo de 1981, el mayor
Fontana desplegó un mapa sobre su escritorio y lo instruyó al recién llegado
teniente primero Bialet respecto de las tareas de edificación que debían
realizarse en las inmediaciones del río Huancúl. Aunque alejada del batallón,
la zona demarcada pertenecía al ejército y requería de la instalación de un
nuevo puesto de vigilancia.
“La situación, teniente, no da para andar dejando al pedo tanto terreno
al descubierto y sin supervisión. Así que esas son las instrucciones. Ni un
centímetro más ni uno menos. Justo aquí, ¿lo ve?, en el recuadro que marqué en rojo, entre el río y la ladera del
cerro Biguá. Pero mejor se lo lleva al suboficial Sepúlveda con usted. Él
conoce bien esa zona. Además lo van a estar esperando unos muchachos de
Hidrosur para darle una manito con la nivelación del terreno”
A las nueve cero uno a.m, el teniente primero Bialet le ordenó al
soldado Valdez que le comunicara al suboficial principal Sepúlveda que viniera
a verlo a la comandancia.
A las nueve cero seis a.m, Sepúlveda, después de que el oficial le
transmitiera las mismas directivas que minutos antes le había impartido el
mayor Fontana, le ordenó al soldado Valdez que buscara al cabo Seguel y que
alistara a diez soldados para comisión.
“No, diez no. Que sean nueve
porque usted también va ¿Comprendido?”
A las diez y once a.m, el unimog Mercedes Benz del ejército argentino
arribó a la zona conocida como Vega Huancúl; un colorido y boscoso paraje emplazado
entre la costa del río y la ladera este del cerro Biguá. El vehículo, luego de
recorrer los cinco kilómetros de una despareja huella que nacía por detrás del
alambrado del batallón, se detuvo a unos metros del lugar señalado en el
mapa, junto a dos camionetas de Hidrosur. De él descendieron
un oficial, dos suboficiales y diez conscriptos.
A la comitiva militar le llamó la atención la desmesura física del
capataz que acompañaba a Roberto Di Salvo, el agrimensor de Hidrosur. Un coloso
humano que, según estimaciones del teniente, estaría superando los dos metros
de altura y que desconcertaba aún más por lucir sobre su cabeza un diminuto
casco plástico amarillo; protección que también respetaba el par de operarios
que lo acompañaban.
A las diez y diecinueve a.m, el agrimensor y el teniente primero
desplegaron un mapa sobre el capot de una de las camionetas. Debían acordar criterios de trabajo para poder dar
inicio a la obra encomendada. El mayor había sido muy claro y preciso respecto
del lugar donde debía trazarse la platea.
Excepto el cabo Seguel y el soldado Valdez, el resto de los hombres se
agrupó en torno al inmenso capataz y al calor de un fuego que había comenzado
uno de los muchachos de Hidrosur.
A las diez y treinta y seis a.m, oficial y técnico continuaban estudiando
los pormenores del mapa y resolviendo algunas diferencias de cálculo.
A las diez y treinta y seis a.m, Mariano Fulque retiró la pava del fuego
y se la pasó a su capataz para que iniciara la ronda de mate.
A las diez y treinta y seis a.m, el cabo Seguel lo miraba con odio al
soldado Valdez y le hablaba entre dientes, como masticando cada una de las
palabras que le escupía a la cara, porque ese chaqueño estúpido no entendía
nada, no se daba cuenta de lo que estaba por pasar. Cuando el soldado intentó
levantar la mano para señalar hacia allá, hacia un revuelto de tierra donde se
encontraban mateando sus compañeros, el cabo le bajó el brazo de un golpe y
despachó a viva voz un par de insultos que obligaron al soldado a cerrar los
ojos.
A las diez y treinta y siete a.m, los del mapa y los que estaban
calentando la ronda de mate se interrumpieron para identificar a quien había
proferido el insulto.
A las diez y treinta y ocho a eme, el suboficial principal Sepúlveda se
apartó de la ronda y le ordenó al cabo Seguel que lo fuera a ver.
“Usted no, Valdez. Usted sube al unimog y me espera hasta que termine
con el cabo… ¿Y ustedes qué miran? Continúen con el mate que acá no pasa nada”
A las diez y cuarenta a.m, Sepúlveda terminó lo que parecía ser una
acalorada levantada en peso contra Seguel. Le ordenó que repitiera la palabra
comprendido y que subiera al camión, que lo esperara junto a Valdez, que el
mismo los iba a llevar hasta la comandancia.
A las diez cuarenta y uno a.m, el suboficial principal Sepúlveda se
disculpó ante el teniente primero Bialet por interrumpirlo y le informó que
tanto el cabo Seguel como el soldado Valdez quedaban arrestados por
insubordinación a partir de este momento.
- Explíqueme una cosa,
ingeniero – Dijo Bialet señalando hacia la ladera del cerro - ¿Qué significan
esos mojones amarillos que están plantados en la base del cerro y esos
anaranjados que están más arriba?- “
- ¿No se enoja si lo
corrijo?...No soy ingeniero. Soy técnico agrimensor. Esos postes son hitos reglados. Van del cero
al cien. Son los que van a marcar los distintos niveles del lago cuando esté
terminada la represa. El amarillo marca la cota mínima y el anaranjado la máxima. Pero eso es poco probable que suceda.
Lo habitual es que el lago baje durante el verano, cuando las precipitaciones
son escasas –
Algo no le estaba resultando del todo
coherente al teniente Bialet. Así que
volvió a mirar el terreno que debían demarcar. Se trataba de una parcela
a medio remover, junto a un claro del bosque donde soldados y obreros
continuaban compartiendo el desayuno. Luego volteó hacia la ladera del cerro y
advirtió que el desnivel que quedaba entre la construcción a levantar y los
mojones era notable. Dedujo que las órdenes que había recibido y el cometido de
la comisión eran un absurdo absoluto, un esfuerzo incomprensible.
- Pero…esto va a quedar bajo
agua. No entiendo por qué me mandan con la tropa a levantar un puesto en este
lugar –
- Sí, mire, cuando
vinieron sus jefes a pedirnos ayuda, les explicamos que sería un desperdicio de
tiempo y esfuerzo construir en ese terreno -
- ¿Y qué contestaron? –
- Que ellos no podían hacer
comentarios sobre asuntos estratégicos y que sólo estaban cumpliendo órdenes.
Que si nosotros podíamos darles una mano lo iban a saber agradecer –
El teniente se aproximó al claro donde se encontraba el terreno a
delimitar. Se trataba de una parcela de tierra removida y flanqueada por dos
mangas boscosas. Hacia el río, la zona forestada cobraba mayor dimensión que la
ofrecida sobre la falda del cerro Biguá, donde la arboleda terminaba por
desaparecer y dejar al descubierto arbustos y rocas.
Los terrones que pisaba Bialet al recorrer una
y otra vez el espacio indicado se desgranaban ante la más leve presión de sus
borceguíes. No caía una sola gota sobre el valle del Huancúl desde la primera
semana de febrero.
“Se nota que los que estuvieron cavando por aquí pudieron hacerlo cuando
la tierra todavía estaba húmeda. Por la lluvia
del mes pasado, ¿no?”
A las diez y cincuenta a.m, el teniente Bialet comparó por última vez el
grado de desnivel que acusaban los puntos de referencia en cuestión. Resopló
con disgusto y ordenó a sus hombres que ayudaran a la gente de Hidrosur a
desmontar el equipo. Que acá no se venía a chupar mate ni a vaguear. Que la
mañana se estaba yendo y había mucho por hacer.
A las diez y cincuenta y cinco a.m, el unimog Mercedes Benz del ejército argentino recorría
a la inversa la huella que había tomado a las nueve treinta y cinco. En su
parte trasera y recostado sobre uno de los laterales, el cabo Seguel, en voz
muy baja, hablaba para sí mismo. Por su parte, el soldado Valdez, sentado en el
lateral opuesto, no podía evitar recrear en su mente el episodio que ambos
habían compartido hacía algo más de un mes. Aquella vez la oscuridad y el
tupido repique de la lluvia contra la cubierta de lona hacían que su campo de
visión se concentrara en un único punto de interés. Ahora, importunados por la claridad de la
mañana, cabo y conscripto volvían a ver lo que ninguno de los dos quería
confesarle al otro. El cuerpo de aquel hombre sucio de barro, el que habían
arrojado sobre el piso del unimog, aún agonizaba junto a sus pies. Aún se
bamboleaba con el vaivén de la marcha. Aún gemía cuando la seguidilla de pozos
sacudía la carrocería. Aún la sangre lo abandonaba a través del orificio que le
cruzaba el cuello y que se escurría por debajo de su espalda, por su
entrepierna, hasta bordear la tapa metálica de la caja trasera. Aún estaba allí
y Valdez los miraba; al hombre y al cabo. Le temblaba la barbilla al chaqueño.
Lo miraba a uno primero y al otro después. Seguel ya no hablaba consigo mismo,
discutía. Discutía y alzaba la voz. Después se sentaba, sacudía la cabeza como
negando exageradamente lo que él mismo quería sostener y volvía a tumbarse
sobre la banca metálica.
Finalmente, a las once quince a.m, oficial y agrimensor coincidieron en
sus cálculos y delimitaron con diez pequeñas estacas el perímetro donde se
construiría el nuevo puesto de guardia, el que contemplaría una garita doble de
vigilancia con su respectiva dependencia para relevos.
A las dos p.m, el técnico Di Salvo y el operario Mariano cargaron
algunas herramientas en una de las camionetas y se retiraron rumbo a la
central. Sus otros dos compañeros, quienes debían cumplir jornada completa,
continuaron con las tareas de remoción de suelo.
A las cuatro y dieciocho p.m, el cabo Seguel fue conducido en vilo a la
enfermería del cuartel por tres hombres que lo sujetaban de brazos y piernas.
Unos minutos antes, el joven suboficial había destrozado a golpes de silla las
ventanas de la cantina y había atacado, primero con los puños y después con una
bandeja metálica, al personal de cocina del batallón; agresión que tuvo su ira
de continuidad contra quienes quisieron reducirlo. Únicamente los bastonazos
que el personal de guardia repartió sobre el abdomen, la espalda y la cabeza de
Seguel dieron por terminado el escándalo.
A las seis treinta p.m, el capitán médico Terranova, por orden del mayor
Fontana, amordazó y amarró a una de las camas de internación al cabo Sebastián
Seguel.
“¿No ve, doctor, que este hombre dice cosas que no tienen sentido?
Quemarse por una cucharada de sopa no es motivo para tamaño desacato…¿Ve?, por
eso lo mandé a callar. Mire si va a andar por ahí gritando esas barbaridades
así porque así…Hágame un favor, capitán, por qué no le da…Ah, ya le inyectó.
Bueno, cualquier novedad me la comunica”
A las siete cuarenta y cinco p.m, el padre Javier le pidió a María Rosa
que antes de retirarse le hiciera el favor de ubicar ese par de angelitos de
cerámica en algún lugar de la vivienda adjunta a la parroquia. La mujer dijo
que ya mismo, pero que antes necesitaba pedirle un favor. Se trataba del Tati,
su hijo, el que estaba haciendo el servicio como cocinero del batallón.
“Bueno, resulta que el Raúl, que es compañero del Tati, me contó que hoy
a mi hijo le pegaron feo. Un cabo que se puso como loco y que gritaba que los
muertos estaban ahí ¿Se da cuenta padrecito? Pobre mi Tati que nunca se mete
con nadie. No, al cocinero también le pegaron. Y, bueno, el Raúl con otros más,
que gracias a Dios estaba de guardia, lo frenaron a ese loco, si no me lo
mataba al Tati. Y el Raúl se hizo una escapadita para avisarme. Por eso cuando
usted daba la misa yo me mandé para allá. Pero no me dejaron ni entrar. Que
tenían órdenes de no dejar pasar a nadie. Que el Tati estaba bien y que la cosa
no había sido para tanto. Así que, padrecito, yo le quería pedir si usté podría
ir a hablar con el jefe del Tati. Capaz de seguro lo van a dejar entrar. Eso no
más era lo que le quería pedir”
A las siete cuarenta y cinco p.m, el teniente coronel Belaúnde despidió
al personal que estaba en la antesala e hizo pasar a su despacho al suboficial
principal Sepúlveda. De pie y fumando junto a la ventana, se encontraban el
mayor Fontana y el capitán médico Terranova. En el sillón individual, el coronel
(RE) Díaz Galván devolvía con un leve movimiento de cabeza el saludo que en
primer término, y antes que al resto de sus superiores, el suboficial le
brindaba con especial dedicación.
A las ocho y cincuenta p.m, el padre Javier detuvo la marcha del Rastrojero
frente al puesto uno del Batallón de Ingenieros de Montaña. El sargento Cáceres
le informó que tenían órdenes de no dejar ingresar a ningún civil, y menos en
este horario. Pero que por tratarse de un asunto importante iba a consultar al
oficial de guardia.
“El soldado Soto se queda con usted, padrecito, mientras yo voy adentro
a preguntar”
El par de minutos que demoró el sargento en acudir a la garita para
consultar por el intercomunicador y volver con la respuesta fueron suficientes
para que el soldadito que lo custodiaba, procurando mover mínimamente los
labios y dando la espalda al puesto de guardia,
lo pusiera al tanto de la batahola
que había acontecido en la cocina del batallón.
“Negativo, padre. Dice el oficial de guardia que si usted quiere puede
mandarle al capellán Carrizo para acá, para el puesto uno ¿Quiere que le diga que sí?”
A las nueve cuarenta y cinco p.m finalizó la reunión convocada por el
teniente coronel Belaúnde. El capitán Terranova y el suboficial Sepúlveda
relevarían por órdenes superiores al oficial y al suboficial de guardia del día
de la fecha. Por su parte, el coronel
(RE) Díaz Galván no regresó a su casa como tenía previsto. El tema debatido con
sus camaradas lo había alterado y también excitado. Prefirió tomar el camino
del puente para dirigirse a la casita del río. A esta hora las mocositas
estarían dormidas y él merecía un agradecimiento por todo el sacrificio que
hacía por ellas.
A las dos y quince a.m, uno de los cadetes del cuerpo de bomberos
voluntarios de San Agustín llegó en bicicleta hasta la casa de José “Garrafa”
García y lo despertó para avisarle que se había desatado un incendio en la
parroquia del pueblo.
A
las dos y veintidós a.m, el bombero voluntario García se espanta por las dimensiones
que han cobrado las llamas que envuelven la capilla. Desespera y les repite a
sus hombres que dirijan los chorros de agua hacia la base del fuego, que manden
toda el agua que puedan hacia abajo, no hacia arriba. Pregunta a los gritos qué
pasa con la autobomba de los milicos que no llega.
A las dos y treinta y tres a.m, Garrafa y cinco bomberos más observan
cómo el derrumbe de la construcción deja al descubierto, y coronado por un halo
ardiente, el cuerpo deforme, extrañamente burbujeante y explosivo de lo que
parece haber sido en vida el padre Javier.
A las dos y treinta y cuatro a.m del día once de marzo, el cabo enfermero
Lauría escuchó una detonación que provenía del ala de internación. Pero cuando
quiso ingresar a la sala para saber a qué se debía el fenómeno no pudo porque
las dos puertas de acceso estaban cerradas con llave y las ventanas trabadas.
Sabía que el único ingresado a internación era el cabo Seguel, y que estaba
amarrado y amordazado. Lo sabía porque ese trabajo lo tuvo que hacer él con el
doctor Terranova. Por eso le extrañó que esa ala de la enfermería tuviera
vedado el acceso. De allí que fuera a buscar al capitán para ponerlo en
conocimiento de lo que ocurría y porque, además, era el único que tenía copias
de las llaves del ala de internación.
A las dos cincuenta y tres a.m, el capitán médico constató que el cabo
Sebastián Seguel había muerto a consecuencia de un disparo de arma de fuego.
Presentaba un orificio (con desgarro óseo-muscular) en el pómulo izquierdo y
uno más pequeño en la nuca. El cadáver, a medio tomar en su mano izquierda,
sostenía una pistola nueve milímetros con una cápsula servida.
Al cabo Lauría le resultó sospechoso que las vendas que amarraban las
manos de Seguel hubiesen sido liberadas por lo que parecía ser un corte de
tijeras, o cuchillo, o algún elemento filoso.
-
Y
además, mi capitán, el disparo parece hecho desde atrás. El que lo mató tiene
que andar cerca –
-
¿Y
usted qué sabe de estas cosas? ¿Es
médico forense ahora? ¿No ve que el disparo vino de frente? Por eso tiene la
cara destrozada –
-
Discúlpeme,
mi capitán, pero este hombre estaba sedado y además apaleado en todo el cuerpo Es
imposible que él haya tenido que ver con esto –
-
Cabo,
limítese a cumplir con el procedimiento de rutina para casos como el que
tenemos aquí. Mande el cadáver a depósito, higienice el lugar y deje por mi
cuenta todo lo que tenga que ver con la investigación. Y mucho cuidado con
enterarme que usted anduvo haciendo comentarios sobre lo que acaba de pasar en
esta sala, porque le puede costar más caro de lo que se imagina. Sabe bien que
en casos de muerte dudosa la información es clasificada. Yo mismo me encargo de
dar parte a la guardia de lo ocurrido y de elevar el informe correspondiente
¿Qué suboficial está esta noche de guardia?-
-
El principal Sepúlveda –
-
Bueno,
me lo va a buscar y no deja que nadie, repito, nadie ingrese a esta sala
¿Comprendido?-
-
Comprendido,
mi capitán –
-
Y
una última cosita. La ropa de cama y el colchón me los mete en el incinerador.
Continúe y cumpla con lo que se le ordena –
A las siete y veinticinco a.m, y luego de la formación en la plaza de
armas, el capitán médico José Alberto Terranova finalizó el informe
correspondiente a la muerte del cabo Seguel y se lo presentó en mano al
teniente coronel Belaúnde.
A las ocho a.m, el teniente coronel Belaúnde le daba instrucciones al
mayor Fontana para que efectuara los trámites pertinentes al deceso del cabo
Seguel.
A las ocho y doce a.m, el mayor Fontana informaba al teniente Bialet
sobre la funesta novedad del día y lo instruía para que diera curso a las
acciones propias de estos casos: comunicar la mala nueva a los familiares del
occiso, a sus camaradas de armas, a la tropa, y que dispusiera los arreglos del
funeral.
A las ocho y veintidós a.m, el teniente primero Bialet le repite al
suboficial principal Sepúlveda las instrucciones recibidas y le ordena que a
las nueve a.m forme a la tropa frente al pabellón.
A las ocho cuarenta a.m, el sargento Vidal le ordena al soldado Valdez
que deje de limpiar las letrinas y que se aliste para formación, que ya le
levantaron el arresto.
A las nueve y seis a.m, y después de informar a la compañía sobre la
muerte del cabo Seguel, el trompeta de turno toca Silencio, mientras el
suboficial Sepúlveda arría el pabellón a media asta.
Levemente se ondea la celeste y blanca porque apenas va flotando la
pompa de nubes grises que busca oscurecer la mañana.
Fresco el aire, casi frío el que llega por
debajo a San Agustín y que agrupa nubes y más nubes en el cielo.
Casi helado el viento que ahora sacude con
fuerza a ese sol dorado que se dobla y redobla entre los pliegues de una franja
blanca.
Áspero el aire en la cara de los
hombres que, geométrica e impecablemente formados bajo un techo ya plomizo, guardan
silencio y esperan inmóviles por la orden que los devuelva de un estado de
conmiseración impostada al habitual de la
rutinaria castrense.
A las nueve y quince a.m, el teniente Bialet ordena romper filas y
continuar con las tareas programadas.
A las nueve y veinte a.m, el soldado Valdez entiende que la orientación
del viento y la descomposición del clima no anuncian otra cosa que lluvia sobre
San Agustín. Pero Elciro ya no se preocupa tanto por la mojadura que ello
representará en sus noches de guardia o por el barro que sobrecargará su calzado.
El soldado chaqueño sabe, porque el mayor Fontana ya se lo ha comunicado a toda
la compañía, que la próxima tanda de baja
corresponde a la clase ’61.
Al chaqueño le queda poco por qué preocuparse
y mucho por olvidar, como este día horrible con el que cada dos por tres los
suele castigar el clima patagónico. Tal vez como le había dicho Raúl, uno de
los compañeros más confiables que pudo conocer en su penuria militar, el mal
tiempo se deba a las muchas almas que cada tanto se largan a llorar desde
arriba.
“Alguien está haciendo mal las cosas aquí abajo. Por eso los finaditos
te lo recuerdan de esa manera”
Y Elciro entiende que sí, que hoy la cosa se justifica y que el agua
será para rato. Tal como parecía suceder aquella noche de perros en la caja del
unimog, cuando iban los tres bajo la lona verde oliva y sólo dos se espantaban
por el clima, por la noche y por el silencio.
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