9. SABER QUEMARSE
No podría hallarle una explicación al repentino interés que
esa mujer mostró por mí cuando Anibal Degot nos presentó en la quinta. Más aún
cuando al día siguiente llamó para citarme
en Marceau, un bar de Palermo. Un
local discreto en su fachada pero con interiores lujosamente decorados. A pesar
de lucir detrás de la barra una foto mural del mimo francés, el local no
contaba con ninguna otra referencia del gran Marcel.
- No me llames así. Mercedes me cae mal. Es nombre de vieja. Prefiero
Mechi. El apellido dejémoslo para otro día. Me decía Anibal que naciste en la Patagonia. ¿Viste?, por
algo dicen que soy media bruja. Ya intuía que teníamos cosas en común. Así que
mejor hablame de vos. Contame de tu vida -
Poco me costó recrear la impactante belleza que hubiese ostentado Mechi
durante su juventud. Curvilíneamente delgada, rubia, ojiverdosa, de movimientos
medidos y de mirada penetrante. Durante nuestro encuentro en Marceau, sus ojos se tornaban brillantes
y húmedos cada vez que tomaba la palabra. Pero cuando era su turno de escuchar,
entrecerraba los párpados y se recostaba sobre el sillón del reservado. Parecía
adoptar una pose de fiera contenida, de animal herido que espera un error de su
adversario para abalanzarse. Me incomodaba su actitud. En realidad lo que más
me perturbaba era la manera en que sus ojos se posaban sobre los míos. Me
costaba sostenerle la mirada y, al mismo tiempo, desviar mi atención de su boca
y de sus piernas bronceadas. Ninguna de las partes de su cuerpo revelaba esas
odiosas marcas que las mujeres maduras se obsesionan por ocultar. Al contrario,
su piel era un territorio exquisitamente moldeado sobre la curvatura más
perfecta que una mujer podía lucir en la cumbre de su sexualidad. No podría precisar la edad de esta mujer que
ahora descruzaba sus piernas para acariciárselas lentamente; desde el tobillo a
la rodilla y de la rodilla al tobillo, una y otra vez., sin quitar sus ojos de
los míos. Desde luego que me llevaba una
notable ventaja en cuanto a experiencia de vida. Pero con el transcurso de la
conversación ese detalle dejó de ser un elemento de presión y pasó a ser motivo
de atracción por excelencia.
Mechi había nacido en un pueblo de la Patagonia , pero sólo
residió unos pocos años allí. No tenía prácticamente familiares cercanos con
los cuales relacionarse. A su madre no la trataba desde hacía “Un siglo. Una
guacha mi vieja. Nos abandonó a mi papá y a mí por un viajante de mala
muerte…Sí, tuve una media hermana y dos sobrinitas que murieron en un
incendio…No. Fue hace mucho. No te lamentes porque ya pasó”
De su padre sólo mencionó que criaba caballos. Él también había muerto
“Unos días después de lo que le pasó a mi hermana ¡Bah!, a mi hermanastra. Un
infarto. Yo justo había regresado a Buenos Aires para retomar la carrera de
arquitectura. Y, bueno, a los veintiuno logré que un abogado, el que después
fue mi marido, me hiciera beneficiaria absoluta de las propiedades de mi viejo.
Y al poco tiempo me casé… Un inútil...Una mala experiencia que duró poco. Como
su familia tenía un campo en Pergamino, se dedicó más a las vacas que a mí.
Bueno, basta. No hay mucho más para decir ¿Y vos estás en pareja? Hablame de tu
corazoncito que eso me interesa. Te vi tan triste en la quinta cuando Anibal te
dio ese sobre. Pero dale, contame, ¿qué es lo que te preocupa tanto para
tenerte tan apagado?”
Cuando le di a conocer los motivos por los cuales me había puesto en
contacto con Degot, y que de allí derivaba mi presencia en la quinta, Mechi
dejó de comportarse como la hembra felina que se venía insinuando. Recompuso su
postura. Se acomodó en el sillón del reservado y adoptó una mirada inexpresiva
pero sumamente atenta al relato que iba ofreciéndole. La degradación de la
mujer fatal que hasta hace unos segundos se alzaba desde la penumbra del bar la
transformó de manera notable, hasta recluirla en otra mucho más recatada e
inofensiva.
En cuanto a mí, el cambio que operaba en ella fue devolviéndome la
tranquilidad y el control que mi ego requería para sortear con dignidad la
situación de apremio a la que estaba siendo sometido. Sin duda que algunos de
los nexos que me ligaban circunstancialmente a Degot la habían perturbado ¿Pero
qué aspecto de mi relato hubiese podido conmover a esa mujer que apenas me
conocía y cuyo círculo de amistades estaba años luz del universo que hubiese
podido contener la historia de vida de mi padre?. Algo en esa mujer, en su
mirada ahora esquiva, me decía que su mundo interior reservaba un interrogante
que podría aproximarse a lo que yo buscaba. El ser íntima de Degot y haber
compartido ese mediodía junto a personas allegadas a quien fuera amigo de mi
padre, la hacía portadora de un interés especial. A lo mejor ella también vivió
en carne propia las consecuencias que supo padecer su generación durante la
dictadura militar. Indudablemente, había algo en el archivo personal de Mechi
que la perturbaba, y esa era una buena señal para mí.
- ¿Cómo lo conocí a Anibal? Un ex socio de mi ex marido nos presentó...
Mauricio, mi ex, se prendió con la exportación de artículos de cuero a España
y, bueno, entre esos cruces de gente que se da por ahí, terminamos cenando
junto a otras tres parejas en su casa de Madrid. De allí en más, cada viaje que
hacíamos con Mauricio a Europa lo aprovechábamos para reencontrarnos. Anibal
sufría mucho el desarraigo. Pero no sé si hizo bien en volver. Hay cosas del
pasado que no se recuperan y que es imposible reemplazar -
- Creí que él se dedicaba a la
docencia. Bueno, con mi viejo estudiaron juntos y, hasta donde sé, una vez
radicado en España, Anibal dictó alguna que otra cátedra en la Complutense ¿Nunca te habló de sus compañeros del
CONICET? –
- Esto que te cuento de nuestra
relación con Anibal fue a mediados de los ochenta. El mundo cambia y la gente
también ¿Vos acaso sos el que eras a los veinticinco, o a los veinte, o a los
doce?
- Yo sí. Nunca necesité cambiar ¿Y
vos cómo eras a mi edad?
- Nunca tuve tu edad. Pasé de los
veintiuno a ser esta mujer…¿madura debo decirte?, que soy ahora –
- ¿Y a qué se debe ese límite
de “a los veintiuno”? ¿Sucedió algo en particular?–
- … -
- ¿ Alguna historia dura? –
- Digamos que algo así. Es más complejo
de lo que suponés. Seguí contándome de vos, dale–
- No, nada. Estoy interesado en ese
límite: los veintiuno. Me gustaría saber los motivos del trauma que te marcó
semejante frontera ¿Tenía nombre y apellido? –
-¿Qué cosa?
-
¡El trauma! ¿Cómo se llamaba? ¿Fue un novio, un amante, una relación
prohibida? O a lo mejor tiene que ver con la época. Fines de los setenta,
principios de los ochenta…-
-
Dejalo ahí que vas a terminar diciendo pavadas ¿No sabés que el pasado
de una mujer es imposible de invadir. Y menos por un hombre. Creí que eras más
discreto e inteligente para manejar a alguien de mi calibre –
- Diculpame la inocencia, pero no soy
yo quien está manejando al otro en esta circunstancia tan…particular –
- Bueno, ahora sí me está resultando
interesante la conversación. El hecho de que se plantee en esta circunstancia tan particular un supuesto
clima de…(¿te gusta si cambio manejo por seducción?...Estás de acuerdo…Mejor
entonces) Digo, el hecho de que una circunstancia tan particular se interprete
como estrategia de seducción por la parte que le toca a la mujer, es típico de
la lectura monolítica que ensayan los hombres en situaciones como éstas -
- Mechi,
¿por qué no te dejás de joder y me decís por qué estás haciendo todo
esto? –
Ni en un hotel ni en mi departamento. Quiso que fuéramos a su casa, a un
coqueto piso con vista al jardín Botánico. Me pidió que por favor no encendiera
las luces de la habitación y que la disculpara un momento, que iba a buscar
algo y que volvía en seguida. Regresó portando una bandeja con media docena de
velas rojas. Las colocó en el suelo, rodeando la cama, y me ordenó que guardara
silencio. “Obedeceme y te prometo que no
te vas a olvidar de esta noche”
Mechí volvía a transformarse en esa mujer fatal que se revelara en el
bar y que ahora se pronunciaba acechante tras unos ojos increíblemente
luminosos. Luego se despojó del vestido y me pidió que la apoyara de espaldas
contra la pared. Que le hiciera lo que tuviera ganas pero sobretodo que la
hiciera desear. Obedecí disponiendo de todo lo que mis manos y mi boca sabían
cuando una mujer se entregaba de esa manera. Mojé mis dedos en ella y supe de
su íntimo sabor, del aroma que cubría las partes más delicadas de su cuerpo, al
tiempo que ella buscaba entre mis piernas lo que decía ser suyo, hasta que
acabara cuándo, cómo y dónde me lo ordenara.
Nos besamos con desesperación y brutalidad hasta que pasamos a la cama.
“Vos no. Yo te saco la ropa y después te quedás así, desnudo y bien
alzado, mirando lo que voy a hacerte. Vos de espaldas y sin tocarme, y yo de pie
sin quitarme la bombacha. La bombacha me la vas a arrancar cuando yo te lo
pida, cuando ya no des más. Pero ahora mirame a los ojos. No dejes de mirarme.
Así mirame. Siempre así ”
Sobre la vereda del Botánico una mujer
regañaba a su hijo. El chico tenía una pelota amarilla bajo el brazo y no prestaba atención a lo que su madre le
decía. Prefería observar lo que ocurría sobre la rama de uno de los árboles que
se asomaba por sobre el enrejado. Sin duda se trataba de una disputa entre
gorriones. Finalmente y ofuscada por la indiferencia de la criatura, la mujer
optó por tomarlo del brazo y llevárselo a la fuerza. Pero el chico nunca quitó
la mirada de la copa del árbol. Incluso mantuvo los ojos puestos en el follaje
mientras cruzaban la calle y se perdían de mi ángulo de visión.
La facilidad con la que nuestra atención se dispersa cuando somos niños es
algo asombroso. Y más aún cuando el centro de interés es captado por un
fenómeno natural inesperado. O como lo fue en mi caso cuando tenía seis años y
tuve que presenciar cómo una camioneta arrollaba a mi perro Toni, a escasos
centímetros de donde me encontraba jugando. No recuerdo el tirón de cabellos
que dice haberme aplicado mi abuela para regresarme a la vereda, ni la violenta
discusión de mi abuelo con quien conducía el vehículo asesino. Recuerdo con
claridad las vísceras de Toni desparramadas sobre el asfalto, el delta de
sangre que desagotaba en la alcantarilla y la mueca casi risueña del cadáver de
mi perro con la lengua retorcida. Era mi primera experiencia con una muerte
violenta y nada de lo que rodeaba ese entorno forma parte de mi memoria. Sólo
la imagen física de la muerte y el morboso recuerdo de haber experimentado algo
inexplicable.
“¿Qué mirás con tanto interés? – Preguntó Mechi mientras corría el cortinado
del ventanal – Mejor lo cierro porque entra mucha luz. Me molesta el sol por las
mañanas…¿Qué pasa? ¿Qué te quedaste pensando?... Conmigo está todo bien. No
tenés que inventar nada para disculparte. Si querés podemos vernos otro día, o
nunca más. Como prefieras. Yo la pasé muy bien y no me molestaría repetir. Pero
no tomes esto que te digo como una presión. Odio los compromisos. Ya conocés mi
casa, tenés mi número de celular y sabés que los lunes a la tardecita
acostumbro parar en Marceau. Así de
simple es esto. Ni la más perra de las pendejas que conocés puede hacértela tan
fácil -
Calculé por el cabello húmedo de Mechi y por el aroma a café que
provenía de la cocina que mi estado de meditación frente al ventanal me había
abstraído un tiempo considerable de la realidad. Ella insistió en que le
contara qué era lo que observaba en la calle con tanto interés. Pero sin
premeditación ni explicación dejé de lado la anécdota del chico con la pelota y
le hablé, como si fuese eso lo que estaba meditando, sobre mi última visita a
San Agustín.
Al avanzar mi relato presentí un estado de fastidio en Mechi. Hasta me
dio la impresión de que adoptaba una falsa actitud de indiferencia mientras
servía el desayuno y terminaba de vestirse en la cocina. A pesar de ello aboné
la recreación de aquellas imágenes abundando en exageraciones. Incluso inventé
sectores del pueblo que no existían, lo que la descolocó y la llevó a
interrumpir mi relato.
“…Bueno, para mí era una iglesia
perfectamente conservada -le dije
alzando el tono de voz- La cruz del campanario rozaba la superficie del lago y
hasta pude tocarla. Fue realmente impresionante estar allí…¿Y vos cómo sabés
eso? Quien te lo haya dicho está equivocado. Hasta donde averigüé, nunca hubo
un incendio en San Agustín… Si me podés dar el nombre de esa persona estarías
haciéndome un favor. Podría ser un contacto importantísimo para mí…No hay dato
menor en este tipo de investigación. Todo suma y va llevándote a nuevas
hipótesis. ¿Quién es esa persona que conocés?”
Todos ocultamos fracasos o daños injustos en nuestra historia. Tibios
rescoldos de lo que alguna vez supo quemar recuerdos ingratos del pasado. Pero
ningún sufrimiento antiguo acaba por apagarse del todo. Si así fuera, ello
precipitaría nuestro instinto de vida.
Todos sabemos quemar lo que duele, lo que ya no se soporta cuando el alma
llora algún tormento y la vida nos ciega la palabra que podría sanarnos. Por
eso, en algún punto de su ser, los ojos de Mechi querían decirme que existía
algo grave en su corazón, alguna derrota que aún se mantenía tibia y en cierta
manera la estaba quemando a perpetuidad. Pero también era evidente que guardaba
algo que la inhibía de revelarme eso que la apremiaba y que yo necesitaba
escuchar.
El detalle de la iglesia que improvisé en el relato y el descrédito
hacia la fuente que aportaba Mechi sobre el incendio en San Agustín desataron
una grave discusión entre nosotros; discusión que ella acaparó de manera exacerbada.
Me atemorizó la impronta que se apoderó de su impaciencia y la violenta
reacción para con las tazas que se encontraban sobre la mesa. Los insultos
hacia mi persona y hacia la memoria de mi padre me desconcertaron. Estuve a
punto de estallar, ya que esta mujer no dejaba de gritar, de arrojar objetos
contra el suelo, de basurearme y de despotricar contra su familia. Lloraba
presa del descontrol emocional y entrecruzaba frases incoherentes.
“- ¡Pendejo caprichoso! ¡Guacha
de mierda! Que siga ladrando nomás que la voy a reventar como lo hice con esa
puta. Y vos, más vale que te vayas. ¿Dónde estabas cuando los vi aquella noche?
¡Andate y no vuelvas a pisar esta casa!... No, no, perdoname mi amor. Mejor
quedate y perdoname para siempre. Pero primero tapá el espejo ¿La ves? ¿Ves
cómo aparece con las dos chiquitas? No
quiero verlas más. A ninguna de las tres. Apagá la luz y no las mires. No las
mires porque si no no se van. Se quedan ahí, al pie de la cama y me espían.
Abrazame ¿Sabías que yo una vez te vi de chiquito y me diste lástima? Ahora no
me das lástima, me das ternura. Olvidate de las barbaridades que dije. Quiero
que te quedes y que me des como me diste anoche. Mi viejo no va a venir, no te
preocupes…Dale, vamos a la cama. No me sueltes y quedate conmigo. Ahora cerrá
la puerta y arrimá una silla al placard. Buscá en el compartimiento de
arriba…Ahí, del lado izquierdo, detrás de esa caja de ropa…Eso es. Bajala con
cuidado que tiene un bracito medio suelto. Viste qué linda es. Yo le renuevo
todas las semanas las bolitas de naftalina. Tienen olor a frutilla ¿Sentís? Lo
hago para que esté siempre limpia y perfumada. Es la única que me quiere y que
me escucha ¿Vos tenés una: una como ésta?...Claro, seguro que no porque es
única. Lástima que todavía no le puedo coser el ojo que le falta porque no
encuentro el botoncito justo ¿Vos crees que le dolerá vivir así, mirando de un
solo lado?”
10.
FAUNA TERCA
Ambos hombres están separados por un magnífico ejemplar de alazán. El
hombre mayor parece estar dándole indicaciones al más joven, el que no deja de
cepillar al caballo mientras lo escucha. El hombre mayor usa el cabello corto y
viste ropa de combate. Sin dejar de hablar, señala una ondulación de terreno
que se alza del otro lado del río. El joven observa y asiente con un movimiento
de cabeza. De repente, una chica de cabellos claros irrumpe por detrás del
hombre mayor y de un salto se le sube a horcajadas por la espalda. El hombre
gira inútilmente con el afán de librarse del sobrepeso que lo pone en evidencia
frente a un grupo de peones que está avanzando en los preparativos de un asado.
El joven abandona su tarea y observa a la pareja. El hombre mayor se exaspera.
Ella ríe a carcajadas. El muchacho deja el cepillo en un balde y acaricia las
crines del caballo. La chica, con agilidad felina, vuelve a tierra, besa en la
mejilla al hombre mayor y monta sobre el animal.
Desde la ventana de la casa que está próxima a la escena, otra joven, no
rubia, con una niña en brazos y otra a su lado, también los observa y ríe. Por
un instante, una vez que el muchacho ha montado por detrás de la rubia y el
hombre mayor no logra apaciguar su enojo, ambas mujeres cruzan miradas e
inmediatamente dejan de sonreír. Una se recuesta sobre el cuerpo de su
compañero de monta. La otra no abandona su punto de atención. El hombre mayor
empuja a la amazona hacia adelante y vuelve a señalar el mismo punto geográfico
que había marcado al principio. El jinete toma las riendas por debajo de los
brazos de su compañera. La otra no abandona su punto de atención. El hombre
mayor vuelve a empujar con menos cortesía a quien lo desobedece y a señalar con
énfasis la colina. Una vuelve a mirar hacia la ventana. La otra, a pesar de que
la niña más grande le reclama que a ella también la cargue en brazos, no
abandona su punto de atención. El hombre palmea violentamente las ancas del
caballo y voltea hacia la casa. La otra no abandona su punto de atención hasta
que el alazán corta camino por la alameda y se pierde tras la curva del río que
ocultan los sauces.
El hombre, molesto por la ridícula escena que le ha tocado protagonizar,
se dirige con dureza a los peones que están rodeando con brasas una serie de
cuatro asadores. Junto a éstos y bajo la sombra de una tupida parra, hay una
mesa de tablones dispuesta para veinte comensales y un cartel que lo cruza por
lo alto: Feliz cumpleaños Mechi. La otra se aleja de la ventana para
acostar a la niña que se ha quedado dormida y para atender a la mayor. Luego se
dirige al baño para refrescarse. Siente un leve vahído. Se moja la cara varias
veces y amarra su cabello con una cinta. No se mira en el espejo. No ahora que
pudo leer eso que vio en los ojos de la otra. No ahora que los peones han
dejado unas vísceras de cordero sobre la mesada. Ni el espejo ni el triperío
gelatinoso quiere ver.
El sonido de un vehículo que se aproxima a la casa la devuelve a la
ventana. Es un jeep con tres soldados. Reconoce al gordo Sepúlveda, quien se
aproxima a los asadores y habla con el hombre mayor. Discuten. No, no discuten.
El hombre se enfadada por haber sido importunado un domingo y en el día del
cumpleaños de su hija. Ella alcanza a escuchar un nombre: Montana o Fontana, y
nota que el gordo cede ante la reprimenda del hombre mayor, el que cambiando bruscamente
de humor le señala con orgullo los caballos que tiene en el corral. Pero
ninguno de los tres admira la tropilla porque el aroma y el delgado humo de la
carne asada desvían su interés. Por eso el hombre los despacha y el vehículo
retoma la huella que los condujo hasta el frente de la casa.
Ella observa el cielo. Una tímida acumulación de nubes pomposas va
cubriendo parcialmente el sol. Son pequeñas pero “de pancita negra”, como le
decía su madre. Señal de que esta noche va a llover. Aunque recién haya
comenzado febrero, los caprichos del clima cordillerano pueden transformar el mejor de los veranos en el
peor de los otoños. A ella no le gusta la lluvia. La nieve sí. Hasta le parece
más bondadosa la vida cuando el blanco predomina sobre San Agustín. Pero la
lluvia no. Los recuerdos más tristes de su vida están asociados con el mal
tiempo, con el barro y con la incomodidad que trae consigo el agua. Todo se
altera cuando el clima es adverso. Cuando el cielo se cubre y el período de
precipitaciones se instala sobre la región, cada hogar de San Agustín tiene que
mantener encendidas las luces en pleno día. Los animales, la mayoría de los que
pueden verse en las chacras y en las calles, sufren el frío de la mojadura sin
un reparo decente. Igual que los conscriptos que montan guardia en pleno
descampado, apenas protegidos por un casco y un capote. Ella recuerda a uno en
particular; a un soldadito de baja estatura y de cabellos negros y gruesos.
Pertenecía a una camada de conscriptos norteños. Lo habían comisionado para que
le llevara un par de bolsas de cemento al coronel Díaz Galván. A pie y al
hombro, el muchacho cargó una primero y otra después, desde el batallón hasta
la casa del superior. En el transcurso del recorrido comenzó a llover, y al
llegar, el coronel le ordenó que esperara en la puerta porque tenía los
borceguíes muy embarrados como para entrar a su casa. Ella, desde la cocina,
pudo ver cómo el soldadito mantenía su posición con el cemento al hombro y bajo
el aguacero. Así por alrededor de veinte minutos. Hasta que el coronel le llevó
una carretilla y le dijo que pasara la bolsa para el patio del fondo.
Sin que ella lo hubiese visto venir, el hombre había ingresado a la casa
y preguntado por la niña más grande “No, a vos no. A Cristinita la vengo a
buscar…Dale, vení que vamos hasta lo de Zaldúa, que nos prometió un par de
cajones de fruta”.
Le daba escalofríos ver cómo la manito de Cristina se hacía invisible
dentro del puño del hombre mayor. Cómo la subía a la camioneta y cómo la
ubicaba en el asiento del acompañante. Ella sabía lo que era estar ahí y en el
mismo lugar que tuvo que ocupar hacía… ¿Cuánto…doce, quince años atrás? El
plano de lo real se repetía pero recreando desde distinto ángulo una historia
ya sufrida por ella. Ahora revivía ese mismo episodio pero desde un punto de
vista testigo, como una espectadora que presencia desde el reverso la escena
previa de un final cantado.
Volvían los vahídos y las imágenes tortuosas. Confusos los pantallazos
de rostros familiares que aparecían y desaparecían, de frases truncas, de
gemidos de gozo y de asfixia. Un disparo. No, dos y el olor rancio a kerosene
quemado. Volver a mojarse la cara y no mirar ahí, ahí contra la pared del baño
y sobre la mesada. Ya lo vio y ya lo
leyó en ese cruce turbio que mantuvo con la otra. Mejor alzar a la niña que se
ha despertado y que la observa de pie, tomada de la baranda de la cuna. No
llora Macarena, la de los ojos de luz. Negros brillantes. Redondísimos e
intensos. “Azabache”, le había dicho el maestro González cuando la fue a
visitar. Parecidos a los de los angelitos españoles que le quiso regalar. Pero
a ella le cayeron mal las estatuillas. Le impresionaron esos ojos de cerámica
tan exageradamente abiertos.
“Parece que me estuvieran vigilando. Me dan cosa, no sé. Yo se lo
agradezco mucho, maestro, pero por qué no se los regala al padre Javier. A mi
me puede comprometer, ¿vio? Usted ya sabe”
Cada vez que su mirada se cruzaba con la de su hijita, lo veía a Mariano
y recordaba cada momento de esa única noche en la que ella fue suya. La noche
en que su piel se sintió abrigada y que supo lo que era temblar por amor.
Volvió a esa boca que se abría deseosa porque recibía el alma que la otra le
daba en el beso. Repitió con sus dedos el trazo de una lengua que la midió
desde el borde más sensible de su piel hasta la hondura más abierta de su
corazón. Caía una lágrima sobre su pecho y el breve estallido de la gota hacía
que sus ojos relumbraran en el azabache
de su mirada.
Los ojos de la niña eran el alma que él había encarnado en su sangre
para siempre. Pero él no debía saberlo. No por lo menos ahora. Si lo supiera,
¿cómo reaccionaría el hombre? ¿Cómo escapar de lo que el viejo hubiese
entendido como una traición y como una falta de lealtad por parte de ambos?
Mejor callar lo que aún no puede decirse y esperar a que el destino envíe
alguna señal. Cerrar la puerta del baño y mandar a uno de los muchachos a que
retire los desechos que han quedado sobre la mesada. Mejor no ver lo que aún no
se debe.
Arriba el cielo parece agonizar sobre el mediodía del paisaje. Mala
señal este inoportuno regodeo de nubes. Para colmo, los que debieran estar aquí
se están demorando más de lo previsto.
Entonces ella vuelve a la ventana con la niña en brazos y deja que sus ojos se
fijen en las colinas que se alzan del otro lado del río. Allí, sobre el filo
más suave de la elevación, un caballo se ha detenido a pastar. Sólo se muestra
el alazán con su montura, mordisqueando las pocas raíces de un suelo magro y
virgen.
Alarmado por una presencia que no logra ver pero que intuye, el animal
deja de comer y alza la cabeza. Mira hacia este lado, hacia la ventana de la
casa. Como si la mujer o la niña le estuviesen por decir algo que él debería
saber, a pesar de la distancia y de la soledad que los emparenta. Pero no es
nada. Todo está tranquilo. El caballo
vuelve a lo suyo y aquí no ha pasado nada. Nada más cierto que la duda que hace
temblar a quien cree ver lo que ya sabe.
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