martes, 30 de octubre de 2012


9. SABER QUEMARSE

     No podría hallarle una explicación al repentino interés que esa mujer mostró por mí cuando Anibal Degot nos presentó en la quinta. Más aún cuando al día siguiente  llamó para citarme en Marceau, un bar de Palermo. Un local discreto en su fachada pero con interiores lujosamente decorados. A pesar de lucir detrás de la barra una foto mural del mimo francés, el local no contaba con ninguna otra referencia del gran Marcel.
   - No me llames así. Mercedes me cae mal. Es nombre de vieja. Prefiero Mechi. El apellido dejémoslo para otro día. Me decía Anibal que naciste en la Patagonia. ¿Viste?, por algo dicen que soy media bruja. Ya intuía que teníamos cosas en común. Así que mejor hablame de vos. Contame de tu vida - 
   Poco me costó recrear la impactante belleza que hubiese ostentado Mechi durante su juventud. Curvilíneamente delgada, rubia, ojiverdosa, de movimientos medidos y de mirada penetrante. Durante nuestro encuentro en Marceau, sus ojos se tornaban brillantes y húmedos cada vez que tomaba la palabra. Pero cuando era su turno de escuchar, entrecerraba los párpados y se recostaba sobre el sillón del reservado. Parecía adoptar una pose de fiera contenida, de animal herido que espera un error de su adversario para abalanzarse. Me incomodaba su actitud. En realidad lo que más me perturbaba era la manera en que sus ojos se posaban sobre los míos. Me costaba sostenerle la mirada y, al mismo tiempo, desviar mi atención de su boca y de sus piernas bronceadas. Ninguna de las partes de su cuerpo revelaba esas odiosas marcas que las mujeres maduras se obsesionan por ocultar. Al contrario, su piel era un territorio exquisitamente moldeado sobre la curvatura más perfecta que una mujer podía lucir en la cumbre de su sexualidad.  No podría precisar la edad de esta mujer que ahora descruzaba sus piernas para acariciárselas lentamente; desde el tobillo a la rodilla y de la rodilla al tobillo, una y otra vez., sin quitar sus ojos de los míos.  Desde luego que me llevaba una notable ventaja en cuanto a experiencia de vida. Pero con el transcurso de la conversación ese detalle dejó de ser un elemento de presión y pasó a ser motivo de atracción por excelencia.
   Mechi había nacido en un pueblo de la Patagonia, pero sólo residió unos pocos años allí. No tenía prácticamente familiares cercanos con los cuales relacionarse. A su madre no la trataba desde hacía “Un siglo. Una guacha mi vieja. Nos abandonó a mi papá y a mí por un viajante de mala muerte…Sí, tuve una media hermana y dos sobrinitas que murieron en un incendio…No. Fue hace mucho. No te lamentes porque ya pasó”   
    De su padre sólo mencionó que criaba caballos. Él también había muerto “Unos días después de lo que le pasó a mi hermana ¡Bah!, a mi hermanastra. Un infarto. Yo justo había regresado a Buenos Aires para retomar la carrera de arquitectura. Y, bueno, a los veintiuno logré que un abogado, el que después fue mi marido, me hiciera beneficiaria absoluta de las propiedades de mi viejo. Y al poco tiempo me casé… Un inútil...Una mala experiencia que duró poco. Como su familia tenía un campo en Pergamino, se dedicó más a las vacas que a mí. Bueno, basta. No hay mucho más para decir ¿Y vos estás en pareja? Hablame de tu corazoncito que eso me interesa. Te vi tan triste en la quinta cuando Anibal te dio ese sobre. Pero dale, contame, ¿qué es lo que te preocupa tanto para tenerte tan apagado?”
   Cuando le di a conocer los motivos por los cuales me había puesto en contacto con Degot, y que de allí derivaba mi presencia en la quinta, Mechi dejó de comportarse como la hembra felina que se venía insinuando. Recompuso su postura. Se acomodó en el sillón del reservado y adoptó una mirada inexpresiva pero sumamente atenta al relato que iba ofreciéndole. La degradación de la mujer fatal que hasta hace unos segundos se alzaba desde la penumbra del bar la transformó de manera notable, hasta recluirla en otra mucho más recatada e inofensiva.
  En cuanto a mí, el cambio que operaba en ella fue devolviéndome la tranquilidad y el control que mi ego requería para sortear con dignidad la situación de apremio a la que estaba siendo sometido. Sin duda que algunos de los nexos que me ligaban circunstancialmente a Degot la habían perturbado ¿Pero qué aspecto de mi relato hubiese podido conmover a esa mujer que apenas me conocía y cuyo círculo de amistades estaba años luz del universo que hubiese podido contener la historia de vida de mi padre?. Algo en esa mujer, en su mirada ahora esquiva, me decía que su mundo interior reservaba un interrogante que podría aproximarse a lo que yo buscaba. El ser íntima de Degot y haber compartido ese mediodía junto a personas allegadas a quien fuera amigo de mi padre, la hacía portadora de un interés especial. A lo mejor ella también vivió en carne propia las consecuencias que supo padecer su generación durante la dictadura militar. Indudablemente, había algo en el archivo personal de Mechi que la perturbaba, y esa era una buena señal para mí.
               - ¿Cómo lo conocí a Anibal?  Un ex socio de mi ex marido nos presentó... Mauricio, mi ex, se prendió con la exportación de artículos de cuero a España y, bueno, entre esos cruces de gente que se da por ahí, terminamos cenando junto a otras tres parejas en su casa de Madrid. De allí en más, cada viaje que hacíamos con Mauricio a Europa lo aprovechábamos para reencontrarnos. Anibal sufría mucho el desarraigo. Pero no sé si hizo bien en volver. Hay cosas del pasado que no se recuperan y que es imposible reemplazar -
            - Creí que él se dedicaba a la docencia. Bueno, con mi viejo estudiaron juntos y, hasta donde sé, una vez radicado en España, Anibal dictó alguna que otra cátedra en la Complutense  ¿Nunca te habló de sus compañeros del CONICET? –
           - Esto que te cuento de nuestra relación con Anibal fue a mediados de los ochenta. El mundo cambia y la gente también ¿Vos acaso sos el que eras a los veinticinco, o a los veinte, o a los doce?
           - Yo sí. Nunca necesité cambiar ¿Y vos cómo eras a mi edad? 
           - Nunca tuve tu edad. Pasé de los veintiuno a ser esta mujer…¿madura debo decirte?, que soy ahora –
                 - ¿Y a qué se debe ese límite de “a los veintiuno”? ¿Sucedió algo en particular?–
          - … -
          - ¿ Alguna historia dura? –
          - Digamos que algo así. Es más complejo de lo que suponés. Seguí contándome de vos, dale–
         - No, nada. Estoy interesado en ese límite: los veintiuno. Me gustaría saber los motivos del trauma que te marcó semejante frontera ¿Tenía nombre y apellido? –
         -¿Qué cosa?
          -  ¡El trauma! ¿Cómo se llamaba? ¿Fue un novio, un amante, una relación prohibida? O a lo mejor tiene que ver con la época. Fines de los setenta, principios de los ochenta…-
          -  Dejalo ahí que vas a terminar diciendo pavadas ¿No sabés que el pasado de una mujer es imposible de invadir. Y menos por un hombre. Creí que eras más discreto e inteligente para manejar a alguien de mi calibre –
          - Diculpame la inocencia, pero no soy yo quien está manejando al otro en esta circunstancia tan…particular –
          - Bueno, ahora sí me está resultando interesante la conversación. El hecho de que se plantee en esta circunstancia tan particular un supuesto clima de…(¿te gusta si cambio manejo por seducción?...Estás de acuerdo…Mejor entonces) Digo, el hecho de que una circunstancia tan particular se interprete como estrategia de seducción por la parte que le toca a la mujer, es típico de la lectura monolítica que ensayan los hombres en situaciones como éstas -
          - Mechi,  ¿por qué no te dejás de joder y me decís por qué estás haciendo todo esto? –

   Ni en un hotel ni en mi departamento. Quiso que fuéramos a su casa, a un coqueto piso con vista al jardín Botánico. Me pidió que por favor no encendiera las luces de la habitación y que la disculpara un momento, que iba a buscar algo y que volvía en seguida. Regresó portando una bandeja con media docena de velas rojas. Las colocó en el suelo, rodeando la cama, y me ordenó que guardara silencio. “Obedeceme  y te prometo que no te vas a olvidar de esta noche”
  Mechí volvía a transformarse en esa mujer fatal que se revelara en el bar y que ahora se pronunciaba acechante tras unos ojos increíblemente luminosos. Luego se despojó del vestido y me pidió que la apoyara de espaldas contra la pared. Que le hiciera lo que tuviera ganas pero sobretodo que la hiciera desear. Obedecí disponiendo de todo lo que mis manos y mi boca sabían cuando una mujer se entregaba de esa manera. Mojé mis dedos en ella y supe de su íntimo sabor, del aroma que cubría las partes más delicadas de su cuerpo, al tiempo que ella buscaba entre mis piernas lo que decía ser suyo, hasta que acabara cuándo, cómo y dónde me lo ordenara.
  Nos besamos con desesperación y brutalidad hasta que pasamos a la cama.
   “Vos no. Yo te saco la ropa y después te quedás así, desnudo y bien alzado, mirando lo que voy a hacerte. Vos de espaldas y sin tocarme, y yo de pie sin quitarme la bombacha. La bombacha me la vas a arrancar cuando yo te lo pida, cuando ya no des más. Pero ahora mirame a los ojos. No dejes de mirarme. Así mirame. Siempre así ”

    Sobre la vereda del Botánico una mujer regañaba a su hijo. El chico tenía una pelota amarilla bajo el brazo y  no prestaba atención a lo que su madre le decía. Prefería observar lo que ocurría sobre la rama de uno de los árboles que se asomaba por sobre el enrejado. Sin duda se trataba de una disputa entre gorriones. Finalmente y ofuscada por la indiferencia de la criatura, la mujer optó por tomarlo del brazo y llevárselo a la fuerza. Pero el chico nunca quitó la mirada de la copa del árbol. Incluso mantuvo los ojos puestos en el follaje mientras cruzaban la calle y se perdían de mi ángulo de visión.
  La facilidad con la que nuestra atención se dispersa cuando somos niños es algo asombroso. Y más aún cuando el centro de interés es captado por un fenómeno natural inesperado. O como lo fue en mi caso cuando tenía seis años y tuve que presenciar cómo una camioneta arrollaba a mi perro Toni, a escasos centímetros de donde me encontraba jugando. No recuerdo el tirón de cabellos que dice haberme aplicado mi abuela para regresarme a la vereda, ni la violenta discusión de mi abuelo con quien conducía el vehículo asesino. Recuerdo con claridad las vísceras de Toni desparramadas sobre el asfalto, el delta de sangre que desagotaba en la alcantarilla y la mueca casi risueña del cadáver de mi perro con la lengua retorcida. Era mi primera experiencia con una muerte violenta y nada de lo que rodeaba ese entorno forma parte de mi memoria. Sólo la imagen física de la muerte y el morboso recuerdo de haber experimentado algo inexplicable.
    “¿Qué mirás con tanto interés? –  Preguntó Mechi mientras corría el cortinado del ventanal – Mejor lo cierro porque entra mucha luz. Me molesta el sol por las mañanas…¿Qué pasa? ¿Qué te quedaste pensando?... Conmigo está todo bien. No tenés que inventar nada para disculparte. Si querés podemos vernos otro día, o nunca más. Como prefieras. Yo la pasé muy bien y no me molestaría repetir. Pero no tomes esto que te digo como una presión. Odio los compromisos. Ya conocés mi casa, tenés mi número de celular y sabés que los lunes a la tardecita acostumbro parar en Marceau. Así de simple es esto. Ni la más perra de las pendejas que conocés puede hacértela tan fácil -
    Calculé por el cabello húmedo de Mechi y por el aroma a café que provenía de la cocina que mi estado de meditación frente al ventanal me había abstraído un tiempo considerable de la realidad. Ella insistió en que le contara qué era lo que observaba en la calle con tanto interés. Pero sin premeditación ni explicación dejé de lado la anécdota del chico con la pelota y le hablé, como si fuese eso lo que estaba meditando, sobre mi última visita a San Agustín.
   Al avanzar mi relato presentí un estado de fastidio en Mechi. Hasta me dio la impresión de que adoptaba una falsa actitud de indiferencia mientras servía el desayuno y terminaba de vestirse en la cocina. A pesar de ello aboné la recreación de aquellas imágenes abundando en exageraciones. Incluso inventé sectores del pueblo que no existían, lo que la descolocó y la llevó a interrumpir mi relato.
     “…Bueno, para mí era una iglesia perfectamente conservada  -le dije alzando el tono de voz- La cruz del campanario rozaba la superficie del lago y hasta pude tocarla. Fue realmente impresionante estar allí…¿Y vos cómo sabés eso? Quien te lo haya dicho está equivocado. Hasta donde averigüé, nunca hubo un incendio en San Agustín… Si me podés dar el nombre de esa persona estarías haciéndome un favor. Podría ser un contacto importantísimo para mí…No hay dato menor en este tipo de investigación. Todo suma y va llevándote a nuevas hipótesis. ¿Quién es esa persona que conocés?”

     Todos ocultamos fracasos o daños injustos en nuestra historia. Tibios rescoldos de lo que alguna vez supo quemar recuerdos ingratos del pasado. Pero ningún sufrimiento antiguo acaba por apagarse del todo. Si así fuera, ello precipitaría nuestro instinto de vida.  Todos sabemos quemar lo que duele, lo que ya no se soporta cuando el alma llora algún tormento y la vida nos ciega la palabra que podría sanarnos. Por eso, en algún punto de su ser, los ojos de Mechi querían decirme que existía algo grave en su corazón, alguna derrota que aún se mantenía tibia y en cierta manera la estaba quemando a perpetuidad. Pero también era evidente que guardaba algo que la inhibía de revelarme eso que la apremiaba y que yo necesitaba escuchar.
   El detalle de la iglesia que improvisé en el relato y el descrédito hacia la fuente que aportaba Mechi sobre el incendio en San Agustín desataron una grave discusión entre nosotros; discusión que ella acaparó de manera exacerbada. Me atemorizó la impronta que se apoderó de su impaciencia y la violenta reacción para con las tazas que se encontraban sobre la mesa. Los insultos hacia mi persona y hacia la memoria de mi padre me desconcertaron. Estuve a punto de estallar, ya que esta mujer no dejaba de gritar, de arrojar objetos contra el suelo, de basurearme y de despotricar contra su familia. Lloraba presa del descontrol emocional y entrecruzaba frases incoherentes.  
    “- ¡Pendejo caprichoso! ¡Guacha de mierda! Que siga ladrando nomás que la voy a reventar como lo hice con esa puta. Y vos, más vale que te vayas. ¿Dónde estabas cuando los vi aquella noche? ¡Andate y no vuelvas a pisar esta casa!... No, no, perdoname mi amor. Mejor quedate y perdoname para siempre. Pero primero tapá el espejo ¿La ves? ¿Ves cómo aparece con las dos chiquitas?  No quiero verlas más. A ninguna de las tres. Apagá la luz y no las mires. No las mires porque si no no se van. Se quedan ahí, al pie de la cama y me espían. Abrazame ¿Sabías que yo una vez te vi de chiquito y me diste lástima? Ahora no me das lástima, me das ternura. Olvidate de las barbaridades que dije. Quiero que te quedes y que me des como me diste anoche. Mi viejo no va a venir, no te preocupes…Dale, vamos a la cama. No me sueltes y quedate conmigo. Ahora cerrá la puerta y arrimá una silla al placard. Buscá en el compartimiento de arriba…Ahí, del lado izquierdo, detrás de esa caja de ropa…Eso es. Bajala con cuidado que tiene un bracito medio suelto. Viste qué linda es. Yo le renuevo todas las semanas las bolitas de naftalina. Tienen olor a frutilla ¿Sentís? Lo hago para que esté siempre limpia y perfumada. Es la única que me quiere y que me escucha ¿Vos tenés una: una como ésta?...Claro, seguro que no porque es única. Lástima que todavía no le puedo coser el ojo que le falta porque no encuentro el botoncito justo ¿Vos crees que le dolerá vivir así, mirando de un solo lado?”
  
  
  

 
 


10. FAUNA TERCA

     Ambos hombres están separados por un magnífico ejemplar de alazán. El hombre mayor parece estar dándole indicaciones al más joven, el que no deja de cepillar al caballo mientras lo escucha. El hombre mayor usa el cabello corto y viste ropa de combate. Sin dejar de hablar, señala una ondulación de terreno que se alza del otro lado del río. El joven observa y asiente con un movimiento de cabeza. De repente, una chica de cabellos claros irrumpe por detrás del hombre mayor y de un salto se le sube a horcajadas por la espalda. El hombre gira inútilmente con el afán de librarse del sobrepeso que lo pone en evidencia frente a un grupo de peones que está avanzando en los preparativos de un asado. El joven abandona su tarea y observa a la pareja. El hombre mayor se exaspera. Ella ríe a carcajadas. El muchacho deja el cepillo en un balde y acaricia las crines del caballo. La chica, con agilidad felina, vuelve a tierra, besa en la mejilla al hombre mayor y monta sobre el animal. 
  Desde la ventana de la casa que está próxima a la escena, otra joven, no rubia, con una niña en brazos y otra a su lado, también los observa y ríe. Por un instante, una vez que el muchacho ha montado por detrás de la rubia y el hombre mayor no logra apaciguar su enojo, ambas mujeres cruzan miradas e inmediatamente dejan de sonreír. Una se recuesta sobre el cuerpo de su compañero de monta. La otra no abandona su punto de atención. El hombre mayor empuja a la amazona hacia adelante y vuelve a señalar el mismo punto geográfico que había marcado al principio. El jinete toma las riendas por debajo de los brazos de su compañera. La otra no abandona su punto de atención. El hombre mayor vuelve a empujar con menos cortesía a quien lo desobedece y a señalar con énfasis la colina. Una vuelve a mirar hacia la ventana. La otra, a pesar de que la niña más grande le reclama que a ella también la cargue en brazos, no abandona su punto de atención. El hombre palmea violentamente las ancas del caballo y voltea hacia la casa. La otra no abandona su punto de atención hasta que el alazán corta camino por la alameda y se pierde tras la curva del río que ocultan los sauces.
   El hombre, molesto por la ridícula escena que le ha tocado protagonizar, se dirige con dureza a los peones que están rodeando con brasas una serie de cuatro asadores. Junto a éstos y bajo la sombra de una tupida parra, hay una mesa de tablones dispuesta para veinte comensales y un cartel que lo cruza por lo alto: Feliz cumpleaños Mechi.  La otra se aleja de la ventana para acostar a la niña que se ha quedado dormida y para atender a la mayor. Luego se dirige al baño para refrescarse. Siente un leve vahído. Se moja la cara varias veces y amarra su cabello con una cinta. No se mira en el espejo. No ahora que pudo leer eso que vio en los ojos de la otra. No ahora que los peones han dejado unas vísceras de cordero sobre la mesada. Ni el espejo ni el triperío gelatinoso quiere ver.
   El sonido de un vehículo que se aproxima a la casa la devuelve a la ventana. Es un jeep con tres soldados. Reconoce al gordo Sepúlveda, quien se aproxima a los asadores y habla con el hombre mayor. Discuten. No, no discuten. El hombre se enfadada por haber sido importunado un domingo y en el día del cumpleaños de su hija. Ella alcanza a escuchar un nombre: Montana o Fontana, y nota que el gordo cede ante la reprimenda del hombre mayor, el que cambiando bruscamente de humor le señala con orgullo los caballos que tiene en el corral. Pero ninguno de los tres admira la tropilla porque el aroma y el delgado humo de la carne asada desvían su interés. Por eso el hombre los despacha y el vehículo retoma la huella que los condujo hasta el frente de la casa.
   Ella observa el cielo. Una tímida acumulación de nubes pomposas va cubriendo parcialmente el sol. Son pequeñas pero “de pancita negra”, como le decía su madre. Señal de que esta noche va a llover. Aunque recién haya comenzado febrero, los caprichos del clima cordillerano pueden  transformar el mejor de los veranos en el peor de los otoños. A ella no le gusta la lluvia. La nieve sí. Hasta le parece más bondadosa la vida cuando el blanco predomina sobre San Agustín. Pero la lluvia no. Los recuerdos más tristes de su vida están asociados con el mal tiempo, con el barro y con la incomodidad que trae consigo el agua. Todo se altera cuando el clima es adverso. Cuando el cielo se cubre y el período de precipitaciones se instala sobre la región, cada hogar de San Agustín tiene que mantener encendidas las luces en pleno día. Los animales, la mayoría de los que pueden verse en las chacras y en las calles, sufren el frío de la mojadura sin un reparo decente. Igual que los conscriptos que montan guardia en pleno descampado, apenas protegidos por un casco y un capote. Ella recuerda a uno en particular; a un soldadito de baja estatura y de cabellos negros y gruesos. Pertenecía a una camada de conscriptos norteños. Lo habían comisionado para que le llevara un par de bolsas de cemento al coronel Díaz Galván. A pie y al hombro, el muchacho cargó una primero y otra después, desde el batallón hasta la casa del superior. En el transcurso del recorrido comenzó a llover, y al llegar, el coronel le ordenó que esperara en la puerta porque tenía los borceguíes muy embarrados como para entrar a su casa. Ella, desde la cocina, pudo ver cómo el soldadito mantenía su posición con el cemento al hombro y bajo el aguacero. Así por alrededor de veinte minutos. Hasta que el coronel le llevó una carretilla y le dijo que pasara la bolsa para el patio del fondo.
   Sin que ella lo hubiese visto venir, el hombre había ingresado a la casa y preguntado por la niña más grande “No, a vos no. A Cristinita la vengo a buscar…Dale, vení que vamos hasta lo de Zaldúa, que nos prometió un par de cajones de fruta”.
    Le daba escalofríos ver cómo la manito de Cristina se hacía invisible dentro del puño del hombre mayor. Cómo la subía a la camioneta y cómo la ubicaba en el asiento del acompañante. Ella sabía lo que era estar ahí y en el mismo lugar que tuvo que ocupar hacía… ¿Cuánto…doce, quince años atrás? El plano de lo real se repetía pero recreando desde distinto ángulo una historia ya sufrida por ella. Ahora revivía ese mismo episodio pero desde un punto de vista testigo, como una espectadora que presencia desde el reverso la escena previa de un final cantado.
  Volvían los vahídos y las imágenes tortuosas. Confusos los pantallazos de rostros familiares que aparecían y desaparecían, de frases truncas, de gemidos de gozo y de asfixia. Un disparo. No, dos y el olor rancio a kerosene quemado. Volver a mojarse la cara y no mirar ahí, ahí contra la pared del baño y  sobre la mesada. Ya lo vio y ya lo leyó en ese cruce turbio que mantuvo con la otra. Mejor alzar a la niña que se ha despertado y que la observa de pie, tomada de la baranda de la cuna. No llora Macarena, la de los ojos de luz. Negros brillantes. Redondísimos e intensos. “Azabache”, le había dicho el maestro González cuando la fue a visitar. Parecidos a los de los angelitos españoles que le quiso regalar. Pero a ella le cayeron mal las estatuillas. Le impresionaron esos ojos de cerámica tan exageradamente abiertos.
    “Parece que me estuvieran vigilando. Me dan cosa, no sé. Yo se lo agradezco mucho, maestro, pero por qué no se los regala al padre Javier. A mi me puede comprometer, ¿vio? Usted ya sabe”
      Cada vez que su mirada se cruzaba con la de su hijita, lo veía a Mariano y recordaba cada momento de esa única noche en la que ella fue suya. La noche en que su piel se sintió abrigada y que supo lo que era temblar por amor. Volvió a esa boca que se abría deseosa porque recibía el alma que la otra le daba en el beso. Repitió con sus dedos el trazo de una lengua que la midió desde el borde más sensible de su piel hasta la hondura más abierta de su corazón. Caía una lágrima sobre su pecho y el breve estallido de la gota hacía que sus ojos relumbraran  en el azabache de su mirada.
  Los ojos de la niña eran el alma que él había encarnado en su sangre para siempre. Pero él no debía saberlo. No por lo menos ahora. Si lo supiera, ¿cómo reaccionaría el hombre? ¿Cómo escapar de lo que el viejo hubiese entendido como una traición y como una falta de lealtad por parte de ambos? Mejor callar lo que aún no puede decirse y esperar a que el destino envíe alguna señal. Cerrar la puerta del baño y mandar a uno de los muchachos a que retire los desechos que han quedado sobre la mesada. Mejor no ver lo que aún no se debe.
  Arriba el cielo parece agonizar sobre el mediodía del paisaje. Mala señal este inoportuno regodeo de nubes. Para colmo, los que debieran estar aquí se están demorando más de  lo previsto. Entonces ella vuelve a la ventana con la niña en brazos y deja que sus ojos se fijen en las colinas que se alzan del otro lado del río. Allí, sobre el filo más suave de la elevación, un caballo se ha detenido a pastar. Sólo se muestra el alazán con su montura, mordisqueando las pocas raíces de un suelo magro y virgen.
   Alarmado por una presencia que no logra ver pero que intuye, el animal deja de comer y alza la cabeza. Mira hacia este lado, hacia la ventana de la casa. Como si la mujer o la niña le estuviesen por decir algo que él debería saber, a pesar de la distancia y de la soledad que los emparenta. Pero no es nada.  Todo está tranquilo. El caballo vuelve a lo suyo y aquí no ha pasado nada. Nada más cierto que la duda que hace temblar a quien cree ver lo que ya sabe.
 
  
 






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