20. PRONÓSTICO RESERVADO
Ambas versiones fueron de por sí contradictorias. Hidrosur declaró que
la suspensión de la obra se debió a expresas órdenes del consejo de seguridad
de las fuerzas armadas. Por otro lado, ninguno de los comandos militares
reconoce haber impartido esa orden durante el conflicto con Gran Bretaña. Más
allá de la controversia suscitada, y a pocos días de iniciadas las
hostilidades, el personal contratado por la represa fue suspendido hasta nueva
orden. Sólo una reducida guardia cívico-militar permaneció en la base, a fin de
resguardar equipo pesado y realizar tareas de mantenimiento. De manera que la
suspensión de la mega-obra, más el fundado rumor de un inminente ataque aéreo
sobre el regimiento de ingenieros de montaña de San Agustín, fue motivo
suficiente para precipitar una migración masiva en el valle del río Huancúl;
migración que, por cierto y de acuerdo a lo planificado, no debería haber
sucedido hasta finales de 1982.
En buena medida, el empuje económico que había surgido en San Agustín
durante los últimos años se dio gracias a la instalación de la villa obrera de
Hidrosur. La radicación de casi dos mil nuevas familias en el ejido urbano
multiplicó las cifras demográficas que hacían de esta localidad una población
de rasgo vegetativo. El afincamiento de los nuevos agustinenses incrementó una
demanda de consumo que era imposible satisfacer por parte del mercado ya
establecido. Por lo tanto, no resultó
extraño que de un día para otro se habilitaran diversos locales
comerciales en los barrios linderos a la villa obrera. Pero esa entusiasta
dinámica que supo imprimir el renovado movimiento comercial quedó reducida al
mínimo para los primeros días de mayo.
El hundimiento del crucero Gral. Belgrano a manos de un submarino inglés
aportó la cuota de convencimiento que les faltaba a unos pocos para decidirse a
ser parte de la oleada migratoria que se había desatado a pocas semanas de
iniciada la guerra. La idea de seguir habitando un pueblo que tenía como centro
de atención a una unidad militar, la cual se encontraba en zona fronteriza y,
para colmo, se destacaba como blanco seguro para el bombardeo aéreo, ya no era
garantía para ningún proyecto de vida. Es por ello que la evacuación anticipada
de San Agustín fue imprimiéndole al paisaje urbano una imagen inusitada de
desolación y silencio.
Lo que hasta entonces había sido reconocida como la plaza más colorida
de la provincia, hoy era el emplazamiento ideal para las baterías antiaéreas.
El barrio Progreso, el conglomerado habitacional más importante de San Agustín
y el que mayor población infantil albergaba, fue el primero en exponer en sus
patios traseros las cuerdas libres de ropa, ensordecer las emisoras radiales y
borrar de sus calles el despreocupado deambular de vecinos y vehículos. Con el
transcurrir de los días y a raíz del contagio social que infundía el pánico,
una situación similar fue repitiéndose de barrio en barrio hasta reducir los
datos demográficos a un cuarto del total registrado antes de la guerra. De ese
mínimo total, seiscientos efectivos pertenecían a las filas del ejército y el
resto se distribuía entre empleados de
instituciones públicas y vecinos, que de ningún modo se resignaban a abandonar
su pueblo natal.
La evacuación anticipada de San Agustín se tornó caótica. El flujo
vehicular de quienes abandonaban el pueblo se cruzaba inevitablemente con las
columnas de camiones, jeeps y piezas de artillería que ingresaban con destino
al regimiento. Todo ello, además, entorpecido por las malas condiciones
climáticas que castigaron a toda la región durante aquellos días. Las
infaltables lluvias de abril, las que en mayo comenzaron a pronunciarse en
forma de nieve, alteraron los ánimos de civiles y militares. Unos por las
demoras que el mal tiempo les causaba al momento de cargar sus pertenencias en
los camiones de alquiler. Y otros por las complicaciones que este
desplazamiento improvisado les traía a nivel de seguridad. Ni las autoridades
municipales ni las militares previeron
un plan de acción para un emergente de este tipo. A la urgencia circunstancial
de ordenar la salida y la entrada vehicular al pueblo se sumaron otros
imprevistos, como el prematuro vaciado del stock de combustible que poseía la
estación de servicio El Jote y el lógico faltante de elementos básicos de
consumo que dejaba el cierre de comercios por detrás.
Los efectos colaterales de una guerra no librada en territorio
continental marcaban su presencia a través del desprolijo vaciado de un pueblo
apremiado por el temor y la falta de información. Las huellas dejadas por los
camiones de mudanza en las barrosas calles laterales era la herida más
elocuente de lo que la desesperación causaba en los agustinenses. Profundos
surcos, pisados y ensanchados una y otra vez, anegados por la lluvia y vueltos
a abrir por el peso de los vehículos, dibujaban un fluir de arterias sucias que
se tramaban hacia el corazón de San Agustín. A veces una olla a medio enterrar
en el barro, un espejo partido o una silla posada sobre sus cuatro patas, daban
muestras de las pérdidas que causaba el trabajoso andar por ese territorio
urbano. Era como si el clima y la tierra fueran el primer foco de resistencia
que se abatía contra quienes dejaban atrás esa parte del mundo.
Durante más de un mes, Mariano se mantuvo recluido en su casa de
alquiler. Apenas se dejaba ver cuando debía ir por provisiones. De paso, el ida
y vuelta hasta el centro del pueblo le ayudaba a recuperar la movilidad en las
partes lesionadas del cuerpo. Esas pocas salidas le bastaron para comprobar el
despoblamiento de San Agustín y para ponerse al tanto de los inconvenientes que
esa nueva realidad le deparaba a quienes habían decidido permanecer allí. Una
realidad que era perversamente aprovechada por los pocos comercios que abrían
sus puertas. Principalmente el sobreprecio de los productos comestibles era una
constante que devastaba la economía familiar, como también la demora en la
reposición de mercadería. Pero por otro lado, y sobretodo en la repartición
pública, había quedado un buen faltante de puestos por cubrir, lo que abría un
campo de oferta laboral no frecuente en este rubro.
Para mediados de mayo, el último sueldo cobrado por Mariano se estaba
agotando y las perspectivas de procurarse una salida laboral en lo inmediato
eran prácticamente inexistentes. Para colmo el clima continuaba siendo pésimo y
el estado de ánimo, el suyo y el de los pocos con los que pudo tratar por
aquellos días, comenzaba a transformar el mal humor en intolerancia y la
impaciencia en agresión. Es por ello que decidió retornar al terreno que más
conocía, a la zona rural, donde, seguramente, algún viejo chacarero estaría
necesitado de un par de brazos jóvenes.
A pesar del cruel otoño que castigaba a toda la Patagonia, en las
chacras se aproximaba la época de recolectar podos, de abastecer de leña los
hogares y de preparar el ganado porcino para la confección de chacinados;
tareas que Mariano dominaba desde niño y que bien podrían ayudarlo a superar el
invierno. Si contaba con esa suerte, conseguir algo más remunerativo en
primavera sería mucho más sencillo.
Cuando llegó a la chacra de don Pancho, uno de los guitarreros que
musicalizó la despedida del Choique, vio que desde la casa salía su hijo Lito a
recibirlo. Lo hizo pasar y dejó que se descalzara para poner a secar los
borceguíes junto al hogar a leña.
“Como cuatro o cinco veces fui a tu casa para avisarte que había llegado
un telegrama para vos. Y a la semana siguiente llegó otro. Lo mismo: otra vez a
buscarte, aguantándome a cara pelada la lluvia y el barro. Y de a pie, porque
con la bici no se puede andar en medio de tanto charquerío. Y nada, che. Así
que volví a la oficina y le dije al jefe que lo acomodara en las casillas de
poste restante. Con los telegramas nunca se sabe el riesgo que uno puede
correr. Y como vos nunca recibís nada…Debe ser algo importante para que te
envíen de golpe dos…Los despacharon en Buenos Aires…En el correo no hay laburo,
Marianito. Con la desbandada de gente que hubo no nos hacen falta empleados. Pero
dónde sí puede haber una salida es en el hospital…Qué se yo. Con esto de la
guerra deben estar tomando sus precauciones…¿Por qué no lo vas a ver a Miguel
Peralta que es el encargado de personal?…Será para camillero, mantenimiento,
chofer, algo de eso. Yo que vos agarro viaje. Pero antes permitime un consejo.
Recortate el pelo y afeitate. Mirá que el Director del hospital es un milico, y
si vas así como estás ahora te mandan para atrás”
Como camillero no tenía mucho trabajo, pero como ordenanza sí, ya que
debía mantener los pasillos, las salas de estar y los baños del edificio en
permanente estado de higiene. Peralta no tuvo objeciones en incorporar a
Mariano a la planta funcional hospitalaria, aunque lo hizo con la condición de
que aceptara cubrir ambas funciones “Y fundamentalmente con el tema de la
limpieza. Si el Director llega a ver un papelito o una manchita en el piso nos
cuelga a los dos juntos. Así que, mucho cuidado. Si hacés las cosas bien no vas
a tener problemas con nadie”. Y de hecho no los tuvo. En virtud del déficit
poblacional que sufría San Agustín, el hospital quedaba grande para la escasa
demanda de salud que requería el pueblo. Salvo una urgente intervención de
apendicitis y un parto que derivó en cesárea, durante los primeros días de
trabajo no hubo situaciones de mayor cuidado. De manera que su vida sucumbía en
una nueva rutina de por sí tediosa. Cumplir las ocho horas de jornada laboral.
Volver a su casa. Ir cada tanto a visitar a alguna pupila del Jote. Dormir.
Retomar al día siguiente al hospital. Otra vez a casa. Cenar sobras de la noche
anterior. Dormir con frío y, sobre todo, no dejarse ver en proximidades del
correo y de la comisaría.
El mes de junio exacerbó los ánimos. El mal tiempo parecía haberse
aliado con el carácter más impiadoso de la naturaleza. Cuando no nevaba,
lloviznaba. Siempre húmeda la ropa. El calzado mojado. Siempre frío el aire.
Siempre agua en las calles, en las veredas y filtrándose por las goteras del
techo de su casa. Charcos sobre barro y sobre asfalto. Charcos que se laminaban
en hielo cuando por las noches despejaba y la helada metalizaba hasta el flameo
de la bandera de la plaza. Junto con ello, el bloqueo por acumulación de nieve
en los caminos impedía el normal suministro de leña, combustible y víveres. El
malestar en la población civil era generalizado y no menos preocupante entre el
personal del regimiento. Mariano advertía un disimulado nerviosismo en el tono
de voz y en los gestos de cada militar que cruzaba dentro o fuera del hospital.
A pesar de que el único contacto con una emisora radial o televisiva lo tenía
en el comedor del hospital, deducía por los comentarios que escuchaba que la
guerra no marchaba del todo bien y que una derrota era inminente.
Peralta le dijo que no había problema. Que si no era pretencioso podía
pasar la noche en la sala de máquinas. Ahí había un catre que en los buenos
tiempos se usaba más como nidito de amor que como depósito de mantenimiento.
Esa noche la nevada era intensa y Mariano no había podido conseguir leña y
kerosene para calefaccionar su casa. Así que el ofrecimiento de Peralta fue más
que oportuno. La sala donde pasaría la noche era cuatro veces más amplia que
ese cajoncito de ladrillos donde vivía. Además la temperatura ambiente era
templada y el colchón del catre era más confortable que el suyo. Salvo el ruido
del encendido automático de las calderas y la falta de ventanas, no encontró
ninguna otra objeción a su dormitorio de emergencia.
Cuando desplegó la frazada que estaba arrollada debajo del colchón, las
revistas pornográficas cayeron al suelo. Hot
baby se llamaba la primera. Mostraba en la portada a una chica rubia
montando un caballo. Con una mano ofrecía uno de sus pechos y con la otra se
introducía una banana en la boca. La segunda se llamaba Pussy & Hass y dejaba ver a una exuberante mujer negra, también
desnuda, sentada a horcajadas sobre una silla y disimulando su sexo tras una
botella de champagne.
La excitación de Mariano fue inmediata. A medida que pasaba las páginas
y descubría a esas mujeres entregando sus cuerpos a uno, dos y tres hombres a
la vez, su miembro se enervaba a más no poder. Después de una rápida ojeada
descartó a la morena y se quedó con la amazona rubia. Los dos montando
desnudos; él tomando las riendas y ella dejándose sacudir al ritmo del galope,
mientras se entregaba volcando la cabeza hacia atrás. Entrecerraba los párpados
y le daba la lengua para que se la chupara. Mariano soltaba las riendas y le
recorría los pechos con las yemas de los dedos. Bajaba hasta donde ella rogaba
que la tocaran. Gemía la yegua sobre el caballo. Le pedía más. Que no se
detuviera ahora. Que no acabara todavía. Llevaba al extremo de su abertura las
piernas y se dejaba tomar de las caderas para que los embistes fueran más
profundos. Quería que él la levantara para hundirla de un solo golpe contra la
enorme dureza de su masculinidad. Pero Mecha sabía cómo moverse para que el
goce los embriagara por igual. Por eso se recostaba sobre el cogote del animal,
para que él entrara y saliera cuantas veces quisiera. La rubia se daba vuelta y
venía ahora de frente, abriéndose más y rodeándolo con las piernas para
clavarle el azabache de su mirada en la suya. A Mariano lo enloquecía ese manto
negrísimo de cabello que ondeaba en el aire y que iba y venía de la espalda a
los hombros y de los hombros a la espalda. Lo trastornaba de placer la boca de
Laura en la suya. La lengua lo recorría y le recordaba cuando estuvo allí, esa
única vez que el corazón de ambos ardió en una mágica muerte del mundo para renacer
en otro. Pero el Tinto aceleraba y él no quería eso. Quería que retomara al
trote manso. Tiraba de las riendas con ellas rindiéndose en la convulsión de un
orgasmo conjunto que él quería demorar hoy más que nunca. No todavía. Que
aflojara el alazán de una vez por todas. Necesitaba tenerla a Laura toda la
noche así, abrazada y mordiéndole los labios. Corría la bestia maldita y Mecha
se reía enganchando sus pies por la espalda de Mariano. La mano no le obedecía.
Apretaba su carne y era más veloz que el caballo. Entonces la página dieciocho
se convirtió en un arrugue de papel viscoso que se desprendía de la revista. A
la mano no le importa nada que él quisiera estar un rato más con ellas. Morado
y venoso estaba el miembro que se dejaba frotar salvajemente. Es terca la
memoria y tirano el deseo. Y llega el ahogo breve de lo que ya es imposible
contener. Castiga la mano y se deshacen las imágenes que hasta hace unos
segundos corporizaban el umbral del éxtasis. Ya no hay presencia viva de ellas.
No hay cabalgadura que valga. Sólo la edición rota de Hot baby, la frazada salpicada y el ronroneo agitado de su
respiración y del encendido automático de la caldera.
No le hizo nada bien ese arranque masturbatorio. Es cierto, se sentía
más aliviado pero dañado en sus sentidos. Tenía calor, mucho. Tenía sed, mucha.
La confusión de imágenes que aún se revolvía en su memoria y el gusto a
insatisfacción que le rondaba el paladar lo fastidiaban. Algo iba a reventar muy
pronto dentro suyo. Lo percibía en la sangre y en el ritmo amenazante de su
respiración. Algo tenía que aplastar para recuperar la calma. Algo tenía que
romper, que destruir, que aniquilar. Una silla contra la mesa, un puño contra
los dientes, un palo contra un cráneo, una botella contra la boca. Algo había que
destrozar, y pronto.
Calculó que a esa hora de la madrugada no andaría ni un alma por los
pasillos del hospital. Necesitaba beber. La sed lo apremiaba más que el hambre.
Seguramente, el único médico de guardia y el administrativo de turno estarían durmiendo.
Por lo tanto, podría llegar hasta las alacenas de la despensa sin dificultad y
servirse lo que deseara. Algo líquido y frío tenía que pasarle por la garganta
para apagar lo que estaba viniéndose.
Desierto y a media luz el primer pasillo. Nadie en el segundo, en el que
hacía ángulo con el ala sur del hospital. Al fondo y sobre mano derecha, el
comedor. Apenas una lámpara de veinticinco iluminando detrás del mostrador.
Allí las tres alacenas, una sobre otra, y al costado la heladera industrial. La
gaseosa de lima limón estaba bien. Con una cuchara hizo saltar la tapita y
bebió media botella de un solo trago. Bajaba la temperatura del cuerpo, como
también el nivel de excitación que cargaba en la sangre. Hasta la memoria
inmediata desgranaba la secuencia de sexo compartido que Hot baby había desatado en él. Pero a pesar del sosiego que consigo
había traído la bebida fría, todavía vibraba algo oscuro e incómodo en su
vientre. Sabía que no era buena esa sensación y que en algún momento pediría
revelarse de una manera nada grata. Se preguntó si el Choique estaría
descifrando lo que escondía en su corazón. Lo atemorizó la idea de creer en un
guía espiritual celador y persecutorio. Mejor dejar en orden la despensa y
volver a la cama. Mejor desprenderse de todo pensamiento perturbador. Mejor
dormir. Y si se puede, dormir sin dar lugar a sueño alguno. Como si lo único
que importara fuese vaciar la mente de miradas inquisidoras y preguntas
molestas. Lo conveniente era desandar el pasillo del ala sur, retomar hacia la
izquierda, volver por el segundo y detenerse a mitad de camino, porque el
brusco frenado de una camioneta militar junto al acceso de esa misma ala hacía
que la semioscuridad que pacificaba al edificio fuera avasallada por las luces
del vehículo.
Estaba abierta la puerta de hemoterapia. Pudo
ocultarse allí antes de que los cinco hombres del ejército (uno al frente, otro
más atrás y los otros dos transportando en la camilla a un herido) ingresaran
por el acceso lateral. A pesar de la nevada que se abatía a esas horas sobre
San Agustín, la potencia de los focos de la camioneta superaba la densidad de
los copos y alumbraba el interior del edificio. Mariano dejó levemente abierta
la puerta para saber a qué se debía ese arrebato de emergencia. Otra vez lo
atacaba el calor, la sed, el apuro respiratorio, la comezón en el vientre y la
exasperación que volvía a latirle en cada músculo del cuerpo.
El que iba al frente abrió las puertas para que el segundo hombre y los
camilleros pasaran con el herido. Dedujo que la emergencia era seria porque
ninguno de ellos llevaba abrigos térmicos. “Deben haber salido a las corridas”.
Únicamente el que venía inconsciente estaba envuelto en frazadas. El quinteto
se detuvo junto a uno de los calefactores del pasillo y apoyó al transportado
en el suelo. La camilla era la típica de campaña; la que consistía en una lona
verde oliva, con dos pasamanos entubados a los costados.
-
“¡Guardia!
-gritó el primero, al que sólo podía verle la espalda- ¡Médico de guardia, conmigo! ¡Traigo un
herido!…A ver, usted y usted, a buscar ayuda ¡Carrera mar!”-
Mariano no necesitaba verlo de frente para identificar al que daba las
órdenes. Conocía ese carrasposo tono de voz. Era el mismo que impostaba para
alentarlo a él cuando debía debatirse en doma con algún arisco azulejo o con un
cimarrón de mala monta. Y también era el mismo tono con el que le ordenaba a
ella (porque él lo espió esa noche de navidad) ponerse boca abajo y levantar
las caderas. Entonces la sed y el calor regresaron a su cuerpo. Le hacía falta
algo contundente. Algo como para partir una pierna o punzar un ojo. Algo tenía
que amputar, que abrir por el medio para que drenara el flujo agrio que le
subía a la boca. Empezó a arderle el vientre cuando vio que el médico y los dos
conscriptos lo dejaban al viejo custodiando al herido. Podía escuchar el bombeo
del torrente sanguíneo que le taponaba oídos. Más allá taconeaban los pasos
pesados por el pasillo. Un gemido débil del herido y el traqueteo aparatoso del
motor diesel de la camioneta. El viejo Llevaba la nueve milímetros en la
cartuchera (Ahora se va a dar vuelta y va mirar para este lado). Todavía no,
cuando se le termine el pasillo. Ahora sí da la vuelta (¿Por qué se detiene y
empuña la pistola?). Mira hacia la puerta de hemoterapia y avanza. Mide cada
paso, aprieta los labios y observa. Desconfía de todo lo que no está en su
lugar, y esa puerta debería estar cerrada como las demás. Únicamente mueve las
piernas para acortar la distancia que lo separa de Hemoterapia. Los brazos y
las manos firmes, desenfundando la
Browning, apuntando hacia donde él está oculto. Los ojos
pequeños. La boca, la mandíbula, las aletas de la nariz, las arrugas de la
frente, todo conformando una amenaza rígida que avanzaba hacia la delgada
abertura. El viejo se le venía y su cuerpo no era suyo. No le obedecía.
¿Temblaba de ira o de miedo? ¿Lo esperaba inmóvil y a oscuras para hacer más
efectivo el ataque, o no movía un dedo porque la parálisis intuía que ésa era
la mejor forma de pasar desapercibido?
Se dio cuenta por el rechinar de las rueditas
de la camilla, la misma que él conducía a diario por el hospital, que la
comitiva militar regresaba a buscar al herido. El médico de guardia y el administrativo
acompañaban a los tres soldados que tiraban de la camilla. Casi a punto de
empujar la puerta, el viejo enfundó el arma cuando los escuchó venir. Mariano
no se había percatado de que se había formado un charco de sangre junto al
herido. Fue el médico de guardia el que quitó la frazada y recogió el brazo
desprendido del hombro; el que había rodado y caído sobre la misma sangre que
hasta hacía poco pertenecía al mutilado. Menos el médico, que guardó el brazo
en una heladerita portátil, el resto de los hombres se encargó de trasladar al
herido a la camilla rodante.
Pálido el rostro cuando lo vio pasar a centímetros de hemoterapia. Sin
duda que una vez que instalaran al herido en el quirófano, alguien vendría a
retirar unidades de sangre para transfusión. Tenía que salir de allí ahora
mismo, ya que el administrativo estaría llamando al equipo de cirugía para
intervenir cuanto antes. Pero el viejo no se había sumado al pelotón de
emergencia. Desconfiaba de las puertas semi abiertas. Olfateaba el engaño. Era
“fauna ladina”, le había dicho una vez el Choique. Desenfundaba nuevamente y
apoyaba la mano sobre la puerta. Los ojos en los suyos y el corazón en la boca.
Revuelto el estómago y el calor, la sed. Algo había que hacer. No importaba el
contraluz que dibujaba la camioneta. Mariano conocía de sobra la aridez del
rostro del viejo. De más estuvo la patada contra la puerta, como también
apuntarle a la cara como si fuera un delincuente. Algo contundente. Partir una
pierna, punzar un ojo, o morder la mano que le daba de comer.
“Vos no aprendés más. Me hacés acordar a tu vieja. Otra terca que
terminó igual que vos pero más lejos…No me pongas esa cara de boludo cagado en
las patas que no sabe de lo que le hablo ¿Te das cuenta que vos no deberías
haber estado aquí y haber visto lo que viste? Con la cagada que te mandaste
casi me fundís el negocio. Y ahora te me aparecés acá, espiándome para mandarme
al frente ¿Si te pongo un plomo entre los ojos quién me va a decir algo? No hay
caso. No aprendés más cómo es esto. Ni el bailongo que te comiste con Somuncura
sirvió para acomodarte…”
De pronto se encendieron las luces del edificio. Portazos de vehículos
que estacionaban junto a la camioneta del regimiento y corridas que hacían eco
en el ala norte. Daba por hecho que en cuestión de segundos alguna de las
enfermeras irrumpiría en la sala. Entonces el brazo se flexionaba. La nueve
milímetros volvía a la cartuchera y algo había que hacer con esa mirada
desafiante que le pedía ser destruida. Un palo o un cuchillo servirían igual.
“Rajá de acá. Tomatelás y desaparecé antes de que me arrepienta. Seguís
siendo el mismo suertudo de siempre”
No importaba lo profunda y helada que estuviera la nieve. Mariano quería
alejarse cuanto antes del hospital. A pesar del revuelto de bronca que le
hervía en el estómago, estaba lo suficientemente lúcido como para entender que
su vida había estado a punto de terminar en una sala hospitalaria. La boca del
cañón del arma a centímetros de su frente y a un ligero toque de gatillo. Daba
por hecho que su vida, por lo menos la breve e infame transcurrida hasta
entonces, había llegado al límite de lo soportable. Era como si hubiese muerto
en ese disparo que no fue, pero también como si hubiese sobrevivido a un
ajusticiamiento que no merecía. Algo debía hacer. De alguna manera tenía que
apagar el fuego que otros habían encendido en su corazón, para luego
abandonarlo a su suerte y aplaudir a la distancia las ruinas que, a la larga,
lo sepultarían de por vida.
En San Agustín aún continuaba vigente el decreto que imponía oscuridad
urbana absoluta durante horario nocturno. Por eso a Mariano le costaba
doblemente atravesar las calles que lo separaban de su casa. El colchón
acartonado de nieve continuaba engrosándose debido al mal tiempo. Sus piernas
se hundían hasta debajo de las rodillas y debía trabajar paso por paso para
progresar en su cometido. Primero se espantó al escuchar ese bulto deforme que
se le aproximó resoplando a sus espaldas. Sólo cuando reconoció por el ladrido
a Lonco, el perro adoptivo de la comisaría, volvió los puños a los bolsillos
del abrigo y continuó la marcha sin prestarle atención al animal. Peludo, zarco
y tonto el perro. “Grandote al pedo. No sé cómo lo aguanta Somuncura” El medio
mastín lo seguía como si debiera protegerlo de algún enemigo oculto. Un ojo
marrón y uno celeste. Saltaba como conejo para avanzar sobre la nieve. Cada vez
que Mariano se detenía, Lonco también hacía una pausa, alzaba las orejas y se
quedaba mirándolo “Perro infeliz y mugriento. Alcahuete de los milicos” Algo
tenía que hacer. Un palo contra el hocico. Un alambre metido en la garganta. La
hoja del puñal en el pecho, hasta el toque del mango. También un lazo en el
cogote y a colgarlo como una vaca, con la lengua flameándole a un costado.
Faltaba poco. Tres cuadras más y echarse a dormir. Antes, un par de tragos de
ginebra, o dos, o media petaca “Que me siga el estúpido este. Que me importa si
está cagado de hambre y de frío. Yo también estoy así y no digo nada”
Tuvo que escarbar en la nieve que tapaba al ladrillo para tomar la
llave. El perro entró primero y se subió a la cama. Se ovilló sobre el colchón
y se lamió las patas. No hacía falta encender las luces. El temblor en las
piernas. La boca de Laura contra la suya y otro hombre que no era el viejo
haciéndola gozar. Las cachas de la
Browning eran nacaradas. Se le resbalaba un poco cuando le
encargaron lo del Plata. En cambio al viejo no. No se le patinaba nada la
empuñadura. El estúpido se lamía las bolas y le baboseaba la colcha. Le
chapoteaba la entrepierna cuando se repasaba la lengua una y otra vez. Ese
chasquido, pero más líquido y fragante, también se lo regaló ella cuando la
tuvo aquella única vez. El mismo cuchillo que tantas veces usó para trozar
cerdos y chivos. Nunca hubo mundo feliz. Hubo un amor que creyó correspondido y
una compañera de sexo que le permitía ahogar lo que se insinuaba como una falsa
dicha. Después, trajinar una vida tan esteparia como la pampa que se desplegaba
más allá del río Huancúl. ¿Por qué dijo “terco como su madre”? Así lo hizo
siempre, montar por el lomo al animal elegido, apretarle el hocico y pasar en
medialuna el filo. Bien profundo el corte. Porque una cosa era amarrar a la Choli en la driza del mástil
e izarla, y otra tener que hacerlo con éste animal que era mucho más pesado.
Esperó que el moribundo dejara de respirar. Sacó la frazada manchada de barro y
sangre y la puso afuera, tapando al perro. Con el frío, la carne muerta no
despide olor. Mañana lo llevaría y lo pondría ahí, donde los demás pudieran
verlo.
Ya no había sed ni temblor. Le latían las manos y el cuerpo empalidecía
de frío. Nada que lamentar ni nadie por quien llorar. Acostarse vestido y
abrigarse con el poncho de pelo de guanaco que heredara del Choique. La ginebra
y una pérdida que se le agigantaba en algún lado del alma. Calientes las manos.
Frío el cuerpo. Nunca hubo mundo feliz y ella era el único amor que penaba sola
en el último planeta que flotaba en la sangre triste de su corazón. Algo tenía
que hacer por Laura y por la condena de su alma que ya no tenía vuelta atrás.
Pedía un gesto de entrega que la dignificara y que a él lo reconciliara con su
espíritu. No tenía porqué lamentarse ni creer ahora en la muerte física de
quien se amaba. Ese pensamiento era para los que no tenían fe y para quienes se
conformaban con la vulgaridad de la carne. Por esa razón, Mariano estaba
convencido de no pertenecer a este mundo y de tener que penar de soledad hasta
que todo acabara. Pero primero estaba ella y la inmensidad herida de su
memoria. Ya pasaría el mal tiempo y terminaría esta estúpida guerra que los
había separado. Volverían a reencontrarse y él la perdonaría. Le ayudaría a
purificar su alma. Luego otros se ocuparían de hacer lo propio con la suya.
Pero todo llegaría porque el destino era un mandato imposible de disimular.
Vacía la petaca que caía de la cama al piso. Hasta la última gota de
alcohol se hermanaba ahora con su sangre. Acurrucar el cuerpo bajo la frazada y
soportar el golpeteo pequeño, uno tras otro, de la gotera que estallaba
monótonamente contra la hoja desnuda del cuchillo. Así de tortuosa la vigilia,
como la culpa que se arroja contra su propia memoria y revienta en partículas
de olvido para cegar la luz que se filtra con el llanto.
21. San Agustín
La indignación popular que provocó la derrota de Malvinas fue mucho más
allá del plano militar. La capitulación
argentina del 14 de junio de 1982 terminó de fracturar al ya endeble gobierno de facto e hizo públicas las
desinteligencias internas entre los integrantes de la cúpula castrense. Con
todo, el divorcio manifiesto entre las empresas multinacionales y sus
referentes políticos de turno debilitó aún más la base financiera que sostenía
el modelo económico. Operadores de mercado, empresarios y agentes de comercio
transfirieron compulsivamente sus capitales a cuentas bancarias extranjeras,
dejando tras de sí a una desvalida multitud de inversores que, de pronto, se
vieron estafados y condenados a la miseria. En consecuencia, la debacle
política, económica y social que desató la posguerra derivó en una reacción
masiva contra toda figura que simbolizara o evocara a un uniformado. Argentina
convulsionaba en un caótico antagonismo de rescate, ya que una de sus caras, la
más vapuleada por la dictadura, podía compararse a la de un comatoso
irreversible que ameritaba ser desahuciado en su parte más pútrida. En cambio y
atendiendo a su lado más noble, era preciso rescatar esa parte del cuerpo que podía y debía ser revivida por
quienes venían de la traición más imperdonable de la historia.
El invierno de la derrota de Malvinas fue el más crudo de los últimos
cincuenta años. La copiosas y continuas nevadas fueron el marco natural de la
desidia y de la depresión anímica que envolvió a San Agustín por aquellos
meses. Excepto por el incendio que destruyó la comisaría y por la discreta
desmovilización de tropas, ninguna otra novedad aconteció en el pueblo hasta la
primavera. Una vez concluida la jornada laboral, los agustinenses se mostraban
reacios a socializar con sus vecinos. Se suponía que puertas adentro de cada
hogar se desarrollaba la austera vida que perduraba por entonces. Las pocas
veces que la tenue luz del sol lograba superar el nuboso entramado de la tarde,
lo hacía para acabar aplastándose lastimosamente contra las calles desiertas.
Cada anochecer el invierno invadía de sombras y silencio el entorno urbano que
le daba nombre a ese olvidado rincón del sur del mundo. A partir de la derrota,
todo pareció adolecer de una quietud infinita, de una tregua que tenía como
mandato perpetuarse en cada gesto que asumiera hasta el más imperceptible de
los movimientos.
Una mañana de agosto, el jefe de personal llamó a Mariano a su despacho.
Quería que recibiera un par de cartas que Lito había traído desde la sucursal
del correo.
“Son de envío simple. Así que no hace falta que firmes nada…Sí, podía
haberlas dejado en tu casa, pero de esta forma me salvo de tener que embarrar
la bici y me aseguro que te lleguen en mano…Las despacharon en Buenos Aires.
Primero los telegramas y ahora las cartas ¿En qué andás vos, che, que de repente
te escriben tanto?”
(…) ¿Por qué no respondiste ninguno de
los telegramas que te mandé? ¿Estás bien? ¿Qué hacés todavía en ese pueblo
muerto de hambre? Yo te había conseguido un puesto de ayudante de mayordomo en
la estancia de Mauricio ¿Te acordás que te hablé de él? Sos un estúpido. Te
perdiste de vivir como un ser civilizado y de estar más cerca de mí (…) por eso
fui hasta La Plata,
para echarle en cara todo eso y más. Ahí me enteré que Iraola se había ido del
país y que por eso mi viejo estaba como loco. Un infierno fue ese día porque el
que se había fugado era el padre, no el hijo. A
propósito, ése no tiene intención
de quitarle distancia al culo de la guacha que vos ya sabés (…) con mi vieja,
ahora. Otra que no le sobra nada para compartir con los de su misma sangre.
Pero por lo menos me acompañó mientras estuve internada en la clínica y me
preparó un cuarto en el departamento para que me recuperara de las heridas.
“Mechi, me rogaba mi vieja en voz baja, a tus compañeras de la facultad deciles
que fue un accidente automovilístico. No conviene que la gente sepa todo, ¿me
entendés? Yo también tengo un lugar ganado entre mi gente y si se enteraran de
lo tuyo, eso me desprestigiaría. Además, ¿sabés qué van a decir de vos?, que si
tu padre reaccionó de esa manera fue porque le diste motivos (…) Lo de aquella
vez en San Agustín fue una caricia comparado con la paliza que me dio esta vez
¿Pero te crees que se arrepintió? Para nada. Hasta me
prohibió acercarme a Laura y volver a San Agustín (…) las tres propiedades, un
cincuenta por ciento de las acciones, y a medias con las ganancias de los
campos. Todo para ella ¿Y después anda diciendo que yo soy su hija? (…) Viejo
cobarde, pederasta, golpeador y cornudo. No le falta nada a ese hijo de puta
para lucir el título de mierda más grande del mundo (…) Si no venís voy a ir yo
para allá y te voy a traer a la fuerza a Buenos Aires. San Agustín está muerto.
Y vos, si insistís en quedarte, vas a terminar siendo un cadáver más entre
tanta basura”
La primera carta
la leyó una sola vez y después la quemó en la salamandra. No conocía el término
pederasta pero le sonaba mal. No
recuerda haberlo escuchado con anterioridad. Tuvo que silabear para poder darle
forma a la lectura. Era como si ese calificativo salpicara de mugre a Laura.
Como si abusara de ella aún estando ausente en la oración. Por eso a Mariano no
le gustaba leer y escribir. Porque a veces, sobre todo en esos escritos donde
algún personaje confesaba experiencias o sensaciones perversas, las palabras se
entrometían en el mundo privado del lector y lo confundían, le decían cosas que
él no pedía saber y después lo dejaban así; a solas y con mil preguntas
quemándole la cabeza. Pederasta no debería haber figurado en ese papel, en esa
carta que él no pidió que le escribieran y que Lito no debió hacerle llegar.
“Mirá cómo cambiaron las cosas
respecto de lo que te conté en la carta anterior ¿Lo hubieras imaginado a mi
viejo lagrimeando, poniéndose de rodillas y pidiéndome perdón delante de Laura?
¿No, verdad? Pero creelo. Se abrazaba a mis rodillas y no dejaba de suplicarme
que lo perdonara, que estaba muy nervioso por la guerra y porque su socio lo
había dejado en banda. Decí que todavía no me recuperé de la fractura en la
cara, sino hubiese largado la carcajada de mi vida. ¡Que se pudra mi viejo, la
guacha esa y el hijo alzado de Iraola! Me dieron ganas de patearlos y
escupirlos a los tres. Por vos y por mí. Pero ya va a llegar mi momento. Y el
tuyo también. Y, ¡ojo!, no creas que pienso en venganza. Pienso en hacer
justicia, en tomar lo que me corresponde y ayudarte a salir de la miseria en
que te metió este mal parido(…) si él no
me lo decía ni me enteraba que estabas trabajando en el hospital. Poco me
contó. Que estabas bien y que te acercaste a saludarlo. Pero que no pudo hablar
mucho con vos porque estaba con ese asunto del alerta rojo y todas esas
boludeces de su milicada ¿Y vos lo saludaste así nomás, sin reprocharle que te
haya abandonado en la comisaría y que casi te mataran a golpes?(…) no tiene límites. Es así de promiscua y
especuladora. Pobre las nenas. Me dan mucha pena esas criaturitas. Les debe dar
algo para que no se despierten mientras ella se manda la menage a trois, como dice mi amiga Ivonne.
Queda más suave decirlo en francés(…) es más fácil porque el hospital tiene
teléfono. Acordate, en cualquier momento te llamo y te confirmo mi viaje para
que empecemos a poner las cosas en su lugar”
Tampoco conocía el
significado de promiscua, pero le
cayó tan mal como la anterior, como pederasta.
¿Y ese otro término tan raro? ¿Por qué decir en otro idioma lo que bien podría
ilustrar en castellano? ¿Por qué Mecha le escribía de manera tan rebuscada?
¿Por qué no le decía las cosas cómo pedían ser expresadas? Definitivamente no
valía la pena conservar ninguna de las dos cartas. Que el fuego se coma las
palabras y que apague las voces que le punzaban los oídos y que le ardían en la
memoria. El murmullo provocador de una y el gemido lascivo de la otra. No se
queman, no. No se volatilizan las voces que quedan retumbando en la cabeza y
desgranándose en la arena ríspida del trago que pasa duro por la garganta. Voces
que desde aquella noche, en Hemoterapia, no habían dejado de visitarlo.
Hablaban ellas y otros también. ¿Era él mismo el que se hablaba o era otro el
que lo atosigaba con una frase sucia tras otra. Otro al que todavía no podía
identificar pero que estaba todas las noches allí, asomado tras su hombro para
no darle paz. No era él, o sí. No, era otro el que también lo forzaba a ser testigo
del sometimiento de Laura. El perfil desnudo de su cuerpo y la voracidad de
esos hombres por poseerla se configuraba cada noche con mayor nitidez. Reacción
estúpida golpearse la cabeza y apagar el llanto contra la almohada ¿Partir la
pala contra la salamandra? ¿Salir a buscar algo vivo en la noche para abrirlo
de un tajo? ¿Para qué? Ella seguía apretándose cada vez más entre esos cuerpos.
Hasta podía escuchar el roce de la piel cuando uno la sostenía por detrás para
que el otro la penetrara. Hasta el olor. Hasta el arco de sus piernas abiertas
se le mostraban cada noche con mayor claridad. Hasta ese carrasposo y enérgico
tono de voz escuchaba. Algo había que hacer para extirpar de su cabeza esa
puesta de imagen y sonido que lo torturaba. ¿Era otro el que le hablaba así?
“Hiciste bien en consultarme porque nunca se sabe en qué puede derivar
un síntoma como el que estás padeciendo. La migraña y el insomnio pueden ser
indicadores de una patología seria. Pero mirá, hagamos lo siguiente, empezá
tomando estos comprimidos dos veces al día durante un mes. Después nos volvemos
a encontrar y evaluamos el cuadro del momento. Ahora, si sentís náuseas o la
sensación de vértigo continúa a pesar de la medicación, me avisás y revisamos
la dosis ¿Te parece bien?. De todos modos, como nos cruzamos casi a diario por
los pasillos, el seguimiento personal está asegurado”
Al principio, Mariano rechazó la idea de consultar a un médico. Fue
Peralta el que lo encontró vomitando en el baño de internación y lo llevó con
Casal, el médico que en ese momento atendía uno de los consultorios externos.
No era la primera vez que el jefe de personal lo hallaba descompuesto y
retorciéndose con la cabeza metida en el inodoro “Hace rato que te veo con mala
cara. A ver si tenés hepatitis o algo así. Mejor lo vas a ver al médico y te
dejás de joder”.
Tenía trece años la última vez que se atendió en el hospital. Todavía
vivía con la Neno
y Laura. Ese día quiso demostrar que le sobraba coraje y que ya era un hombre.
Que podía sacrificar a cualquiera de esos cerdos que el Choique había llevado a
la casa del río para faenar. Pero el animal que Mariano eligió para hundirle el
cuchillo era demasiado grande y arisco para dejarse doblegar por un aprendiz.
Laura gritó cuando el barraco sacudió la cabeza y la hoja del puñal surcó la
mano del muchacho. Pero él no podía darse el lujo de llorar delante del Choique
y de la Neno, y
mucho menos frente a Laura, que daba vuelta la cara y pedía desesperadamente
que lo salvaran, que hicieran algo para que no se muriera tirado en el suelo.
“Los machos no lloran”, le había dicho el coronel cuando aquel tordillo lo
arrojó del otro lado del corral. Pero una vez que estuvo a solas con el médico
y la aguja de la hipodérmica se clavó a
pocos centímetros de la herida, entró en pánico y lloró como un mocoso. Lo hizo
avergonzado por su cobardía. Quería que la Neno, o Laura, o Mecha lo abrazaran y lo
protegieran. Necesitaba el consuelo de una mujer. A lo mejor por eso, porque la
curva de la aguja cruzaba una y otra vez los bordes abiertos de su mano, pidió
en voz muy baja por su mamá. Por esa terca que el viejo le había dicho que era
tan salvaje como él.
Casal le causó una muy buena impresión. Decidió confiar en ese médico
flaco y alto que, como Mecha o más rebuscado aún, utilizaba términos que él no
llegaba a comprender. Pero se trataba de palabras que, al contrario de lo que
contaban esas dos cartas quemadas, sí se justificaban en ese contexto porque
era un profesional el que las empleaba y porque eran las que correspondían para
el caso. Es decir que sin tener noción de lo que significaba migraña o
patología, Mariano percibió de buen grado el valor verbal que el médico le
otorgara a sus dolencias. Además, Casal era la primera persona en mucho tiempo
que desinteresadamente le había preguntado por los pormenores de su vida “Yo
trato personas, no enfermos. ¿Entendés cuál es la idea? No somos únicamente un
cuerpo que se daña. Somos seres que tenemos una mente y que nos manifestamos a
través de ella. Si no fuera por la materia no podríamos comunicarnos con los
otros en este mundo” No, no lo entendió
del todo, pero le gustó que esa forma de pensar coincidiera en mucho con lo que
sostenía el Choique.
Promediando la tercera semana de tratamiento, Mariano comenzó a notar una
mejoría en su estado de ánimo. Ya no lo molestaba ese ronroneo lúgubre y coral
que le zumbaba en los oídos. Hasta podía dormir entre seis y ocho horas por
noche. Su salud se recomponía a la par del clima. Los días ventosos, propios
del epílogo del invierno, despejaban el cielo y ayudaban a secar las calles
laterales de San Agustín. Ello ayudó a que los comercios, las dos plazas y la
avenida principal se vieran más concurridas por los lugareños. Incluso se
advertía un regreso gradual de quienes habían emigrado en el pasado mes de
abril. Aunque a disgusto de muchos, esta novedad hizo aflorar un infantil
recelo entre quienes se quedaron y los que ahora regresaban a recuperar su
lugar de origen. Era como si a nivel social se hubiesen establecido tácitamente
dos categorías: los dignos de coraje y los cobardes especuladores.
Paulatinamente, Mariano se iba familiarizando con la idea de estar
conforme con la vida que llevaba. Se había ordenado en cuanto a su alimentación
diaria y amanecía físicamente entero. El trabajo hospitalario no lo aburría ni
le cansaba. Sabía que ese empleo era temporal, que cuando pudiera restablecer
contacto con la actividad rural volvería a lo suyo. Es más, supo por el mismo
Peralta que se arrendaba una chacra a un precio muy bajo.
“Estás loco vos –le reprochó su jefe- ¿No te enteraste todavía que esto no tiene
futuro? Cuando asuma el nuevo gobierno y el país se acomode un poco, alguien va
a terminar la represa y el agua se va a llevar todo. Y ahí sí que ¡chau San
Agustín y la chacrita del carajo!”. Pero Mariano estaba convencido de que eso
no iba a pasar. Si no terminaron la obra en su momento, ya no cabría una nueva
oportunidad. La represa quedaría abandonada como todos los grandes
emprendimientos que se proyectaban en Argentina. Así se lo había pronosticado
Tapia cuando le contó de esa otra mega obra que desde hacía años estaban
construyendo en el norte, sobre el río Paraná.
“Una mostrosidá esa represa, Fulque. Una cosa impresionante. ¿Y qué pasó
entonce? Nada pasó. Ahí la tené. Millone y millone gastado en fierro y cemento,
y nada. Dios quiera que me equivoque, pero si esto se pudre y le bajan el
telón, que no te estrañe. Es así nomá. Tené San Agustín para rato”
La chacrita quedaba detrás de los límites del regimiento, a una hectárea
de separación del puesto de guardia que habían construido el año anterior.
Desde luego que el único capital que tenía Mariano para ofrecer era su propia
mano de obra. El dueño de la propiedad tenía unos pocos animales, un modesto
criadero de pollos y algunos frutales. Se conformaba con el cincuenta por
ciento de lo que Mariano pudiera obtener por las ganancias de esa producción.
Pero hasta fin de año la chacra no podría ser ocupada ni explotada, ya que el
propietario no pensaba mudarse hasta entonces.
A Mariano le pareció justo el trato. Con lo inestable que estaba la
situación económica desde que terminó la guerra, esta oportunidad no era para
dejarla pasar. Por el momento continuaría trabajando en el hospital y
procuraría ahorrar hasta la última moneda de su sueldo. El tiempo que restaba
hasta diciembre le daba margen suficiente para evaluar su continuidad en el
hospital, o bien cortar amarras y volcarse de lleno a las labores rurales.
Estaba seguro de que se aproximaba una época de prosperidad para él. Después de
todo, y a consecuencia de la guerra, San Agustín no perecería bajo las aguas
del Huancúl, y el mundo, al menos el suyo, lo compensaría con un nuevo
horizonte de vida.
Casal lo felicitó por la iniciativa y lo alentó para que no se conformara
sólo con ese proyecto. El mundo tenía tanto para ofrecer que sería una lástima
que un muchacho tan joven como él no aprovechara los años que le quedaban por
delante para abrirse a la vida. El médico reconocía que San Agustín era un
lindo lugar para vivir, pero no perdía nada con intentar tomar un poco de
distancia respecto de su pasado inmediato.
“Mirá, Mariano, desde lejos las cosas se aprecian con más claridad. No
sé si mejor, pero sí de una manera más completa. A vos te vendría bien intentar
esa experiencia, la de conocer otros lugares, otra gente. Todavía reprimís un
cúmulo de duelos que no elaboraste debidamente: tu orfandad, los amores no
correspondidos, el abandono, la violencia…Es una carga muy pesada la que se
deposita en tu historia. Y seguramente esa cadena de sufrimientos te pudo haber
llevado alguna vez a confundir las fronteras entre el bien y el mal. Es
comprensible que hayas incurrido en arranques agresivos; romper algo, insultar
a quien querés, o alimentar la fantasía del crimen. Imaginate una caldera
exigida al máximo, al tope de su capacidad de presión y que le siguen echando
kilos y kilos de leña. Claro, llega un momento que la cosa no da para más y
revienta. Por eso es importante hablar. Los medicamentos que te estoy recetando
son una ayuda, pero la cura definitiva va a venir de vos mismo, de tu voluntad
y de tu deseo de estar bien, de purificar tu alma. A propósito de esto último,
fijate qué curioso lo que te voy a contar ahora. Yo hice el secundario en un
colegio para varones que se llamaba San Agustín…No, no es el único, hay varios
colegios y universidades que se llaman así. ¡Ojo!, fui un alumno mediocre, de
esos que no se destacan en nada. Cumplía con mi obligación, como decían mis
viejos, pero nunca fui brillante. Pero tuve una profesora de historia, la
señora Argibay, que tenía una capacidad natural para seducir al alumnado. Sus
clases eran una fiesta, y a mí me colmaba de placer escucharla desarrollar
tanto conocimiento. Supongo que a vos también te habrá pasado con alguna
maestra…¿Lucio González? Sólo de vista. A la esposa sí llegué a atenderla un
par de veces. Elvira se llamaba. Bueno, una historia terrible. El caso es que
un día la Museo, porque así le decíamos a la Argibay: la Museo, nos habló de San
Agustín, sobre el concepto del bien y del mal que él había elaborado. ¿Sabés lo
que decía este tipo? Que para alcanzar un mundo mejor primero debíamos
brindarle amor a la caridad. Pero un amor entendido desde la virtud que
potencialmente tenemos los humanos para perdonar, hasta la infinita tarea de
dar un ejemplo de vida. Y mirá vos lo que es el destino. Después de tantos años
y así de ateo como me declaro, vengo a parar a un pueblo que llama San Agustín
y termino llevando a la práctica lo que aquella vez nos inculcó la Argibay. Creo que
por ahí pasa un poco la cosa, ¿no?. Saber perdonar. Querer hacer el bien por
amor a la caridad y dar un ejemplo de vida. ¿Y vos, Mariano, te sentís lo
suficientemente maduro como para perdonar a quien deberías y dar un ejemplo de
vida?”
Sus entrevistas con Casal se convirtieron en
un hábito consensuado entre ambos. Cuando Mariano observaba que el médico
estaba libre o despachaba al último paciente, entraba al consultorio para
proseguir la charla del día anterior. Esos minutos de reflexión y de confesión
sentimental que se daban en cada encuentro eran más fructíferos y reparadores
que cualquier cura farmacológica. Mariano conocía perfectamente lo que
significaba perdonar, ser perdonado y ser un ejemplo de vida para quien lo
pusiera en duda. Pero también sabía que le faltaba honestidad para reconocer
las mezquindades y el rencor que se empozaban en algún lugar de su corazón.
“Eso tenemos que seguir trabajándolo, ¿sí?. Si no va a ser frustrante para vos
el hecho de no querer reconocer los propios errores”
Para octubre, Casal le anunció que si todo
marchaba como hasta ahora, para el verano podría abandonar el tratamiento. Eso lo
alegró y lo motivó a querer organizar su propio cumpleaños. Aún faltaban unos
días para el veinticinco, lo que le daba tiempo para programar un asado como
los de antes, como los que preparaba cuando vivía el Choique. Además de Casal,
que sería el verdadero homenajeado, invitaría a Peralta y a su familia, a Fito
y a su padre, y algún compañero más del hospital. La fiesta sería la excusa
para ponerle un cierre definitivo a una etapa de su vida que quería sepultar
para siempre. Y si lo del arrendamiento de la chacrita se le daba, ya
organizaría algo mucho más grande para navidad.
El fin de semana largo, porque en el hospital le compensaron a Mariano
el franco que le adeudaban, lo aprovechó para visitar a Fito e invitarlo a la
reunión del veinticinco. De paso le pediría prestado el Colorado, un zaino
adulto que hacía rato no paseaban por el campo. Necesitaba volver a ponerle el
cuerpo y el alma a la geografía de su memoria; al río, a las laderas boscosas
del Unelén, a las recortadas praderas que se abrían entre las ondulaciones del
terreno y, desde luego, terminar en la
casita del río.
El caballo cabeceó de agradecimiento cuando Mariano le cepilló el lomo
para calzarle el recado. Sentía esa maniobra como una rutina remota, como
rescatada del polvoriento archivo de su pasado. En verdad que no tenía relación
alguna la trama cronológica acontecida en el último año con el aquí y ahora
configurado en algún substrato de su conciencia. Habían pasado, ¿cuántos
meses?, ¿siete u ocho desde la última vez?. No, mucho más que eso. Había
transcurrido un siglo, una vida y varios cientos de miligramos de psicofármacos.
No había olvido pero sí una distancia temporal lo suficientemente aleccionadora
como para saber que el presente que transcurría no podría comulgar con lo
pasado. El sol que le calentaba la espalda, los pequeños brotes de alfalfa que
se dejaban hundir en medialuna por los cascos del Colorado, la liviandad de las
hojas de los álamos y la brisa que le inflaba la camisa, conformaban el marco
existencial de una experiencia nueva.
Se detuvo en el filo de la barda para recrear una imagen que tantas
veces había contemplado. El faldeo breve y suave declinando hasta la casa, las
cuadrículas frutales y las tropillas pastando. Luego la arboleda encolumnada
hasta la tranquera, la ruta y la franja de tierra virgen custodiando las aguas
del Huancúl. Quiso estar cerca de aquello que alguna vez se apropió de él y que
también supo hacer suyo, y se dejó llevar por el galope del zaino. Tiró de las
riendas para frenarlo y se ocultó con el Colorado detrás de unos álamos. Desde
allí notaba que el Tinto se destacaba del resto de la tropilla “No le han recortado
las crines ni la cola y le anda molestando una herradura. Por eso levanta la pata”.
Desde allí no podía reconocerlos, ni ellos a él, aunque ahora miraban
para este lado. Uno de los peones levantó el rebenque a modo de saludo. El
Tinto también orientaba el hocico hacia los álamos. A lo mejor el viento en contra le acercaba el
sudor del Colorado ¿Por qué no creer que era a él a quien reconocía? Mariano se
dejó ver. Avanzó uno pasos hacia el corral, devolvió el saludo, y poniéndose
dos dedos en la boca chifló tres veces. El Tinto relinchó, asintió con la
cabeza y rascó con la pata delantera el suelo. No le hizo falta nada más para
saber que la memoria animal era tan sensible como la suya. No dudaba que las
palpitaciones que pulsaban en su pecho serían las mismas que estarían
retumbando en los oídos del Tinto.
De un salto montó al Colorado y de un tirón le hizo dar la vuelta para
alejarse del lugar. A sus espaldas, el
relincho de quien aún sentía como su propio caballo se perdía en la pequeñez de
la distancia. Galopaba con furia. Corría a rienda suelta el Colorado para
remontar la cuesta de las bardas. Las voces querían entrarle; no las de los
peones sino las de esa multitud inoportuna que lo acosaba a sus espaldas
(¿Ahora se daba cuenta de que había salteado la dosis del día? ¿Justo hoy venía
a descuidarse, que el Tinto gritaba tanto?).
Retornó al filo de la barda con el Colorado resoplando a todo pulmón.
Eran sólo dos los que reclamaban desde allí abajo, y él los escuchaba como si
fueran cientos. Algo tenía que hacer con el sacudón que se le venía desde el
pecho y le enfriaba el cuerpo. Las manos calientes. El ahogo en el estómago,
después más arriba, en la garganta, en la boca, y por último, en ese llanto
apagado por donde se filtraba un coro maldito que se desvivía por decirle todo
eso y más.
El sábado a la noche volvió a ser asaltado por el insomnio y las
visitaciones corales. No recordaba si al volver de lo de Fito había recuperado
la toma faltante o si se había excedido en los miligramos indicados. Las
náuseas retornaban y los dolores de cabeza le hacían arder los ojos. Ya
terminaría el fin de semana y el lunes por la mañana podría consultar a Casal
para que lo aliviara del tormento que creía superado. Después sí, cuando pasara
el infierno no se sentaría con el médico sino con su confidente y compañero de
confianza. Por el momento la consigna que se había propuesto era resistir y no
perder la calma. Sólo era cuestión de horas y no tentarse por lo que ellas le
decían y por lo que ellos pretendían que él mirara. Querían hacerlo sufrir.
Querían que recordara el olor que despedía un cuerpo en celo, cada gemido y
cada embiste que esas dos yeguas eran capaces de recibir. Unas horas más y el
castigo pasaría. No debía perder el control de sí mismo. Las náuseas y los
escalofríos. Las ganas de golpear, de morder, de acabar con todo. Ya pasaría.
Él tenía mucho amor para dar y le sobraba voluntad para dar un ejemplo de vida
a quien lo necesitase. Algo tenía que hacer pero el tiempo no se desesperaba
por apremiar la gravedad del mundo ni el lento giro sobre su eje.
En la oficina de personal, Peralta le comunicó dos cosas; que el viernes
lo habían llamado de larga distancia “No sé. No quiso decir su nombre. Era una
chica, sí, y parecía que estaba por llorar o que había estado llorando”, y que
Casal le había dejado una cajas de medicamentos para que no interrumpiera el
tratamiento. “Parece que su padre está en las últimas. Por eso tuvo que viajar
de urgencia a Rosario. Pero antes de tomar el colectivo fue hasta tu casa para
despedirse y para dejarte los comprimidos. Me pidió que te los diera
personalmente y que te recordara tomarlos como dice la receta…No estoy seguro
de que vuelva pronto. Lo del padre puede ser largo. Y previendo esto, me pidió
que le tramitara el adelanto de las vacaciones. De última su contrato con la
provincia terminaba a fin de año…Y…eso no lo sé… ¡Qué sé yo lo que tiene
pensado hacer de su vida! Bastante que se tomó la molestia de ir hasta tu casa,
dejarte los remedios y una receta. Tendrías que ser más agradecido, Marianito.
A ver si te das cuenta que hay otra gente en el mundo además de vos que también
la pasa mal”
Se acostumbró a dormir durante el día. Por eso le solicitó a Peralta
trabajar en horario nocturno. Con la luz del sol las voces no lo molestaban y
el cuerpo parecía sosegarse. Cuanto más pendiente estaba de los medicamentos,
más confundía y alteraba las tomas diarias. Ese desarreglo fue abandonándolo
entre la euforia y la depresión, cuando no a expensas de una mezcla de ira,
llanto y carcajadas incontrolables. No obstante, podía manejar esos emergentes
y hacer estallar ese estado de caos emocional en los rincones más despoblados
del hospital.
La ausencia de Casal constituyó para Mariano un duelo más a superar.
Sentía que sus defensas iban debilitándose con el transcurrir de las jornadas y
que las voces se magnificaban ante cada visitación. Hubo noches en que debió
amordazarse para que sus réplicas e insultos no le trajeran problemas con
quienes deambulaba por las dependencias del hospital. Con mucho esfuerzo y
haciendo de la tolerancia psíquica un hábito de moderado control, logró
delimitar a un recortado horario nocturno ese descargo coral que cada vez
definía más su presencia y el motivo de las acusaciones. De manera que a pesar
del caótico desarreglo mental que lo acosaba, Mariano logro moderar el
desquicio que lo ponía al borde de la enajenación.
“(…) para navidad voy a ir. Rindo un par de finales y listo… ¿Me
escuchás bien?...Como no me contestás. El tipo que me atendió a la mañana dijo
que únicamente trabajabas de noche. Por eso llamé ahora…¿Qué pasa? ¿Hay alguien
ahí con vos?...Bueno, entonces te cuento. Como me pelee con mi mamá y mi viejo
todavía se siente culpable, le pedí pasar las fiestas en San Agustín. Como lo
hacíamos antes. Bueno, Neno, Choique y mi vieja no van a estar, pero vos, Laura
y las nenas sí. No te creas que de golpe me agarró el amor por ellos. Nada que
ver. Me pareció que era la forma más fácil de reencontrarme con vos y de
contarte lo que quiero hacer…Regresan a San Agustín. Resulta que se armó un
despelote bárbaro con el hijo de Iraola y con una de las propiedades que
negociaron juntos. Yo me hago la buenita con ella para que no sospeche nada.
Pero dame tiempo y te voy a poner al tanto de cómo son las cosas. Decí que como
tengo a mi viejo agarrado de las pelotas, no me puede negar nada. Le dije que
lo más conveniente es regresar y esperar hasta que las cosas se calmen. Eso de
ponerle la pistola en la cabeza al galancito de la guacha no va a ayudarlo en
nada. En realidad a ella tendría que haberle apuntado. ¿Y vos, cómo estás? ¿Te
tratan bien en el hospital?... ¿Te cuento algo? El otro día fui a ver una
película donde una mujer esperaba todas las noches que su marido se fuera al
trabajo (porque el estúpido era vigilante en una fábrica de artículos
electrónicos) para encontrarse con otro hombre. Y un día el tipo este, el
amante, le dice a un amigo que se haga pasar por él. El desgraciado quería
saber qué se sentía mirar desde afuera una infidelidad. Como estaba oscuro y el
atorrante del amigo no abrió la boca, la mujer ni se dio cuenta y lo dejó venir
desde los pies de la cama, por debajo de las sábanas. Tendrías que haber visto
cómo se le abrió de piernas para que le metiera la cabeza bien en el medio. Vos
nada más podías ver los movimientos debajo de las sábanas y la cara de
felicidad que ponía la tipa. Y bueno, me quedé super nerviosa, pensando en vos
todo el tiempo. Acordándome de nosotros haciendo eso que había visto en la
pantalla. ¡Tengo que verte pronto, pronto, pronto!…¿Oís lo que te digo? Yo ya
le hice la cabeza a mi viejo para que haga las paces con vos. Así que dejalo
hacer cuando lo veas. Él llega mañana o pasado a San Agustín con las otras
tres… Por eso mismo. No le des motivos para que se enoje. Si no va a ser
imposible que volvamos a tenernos el uno al otro. Y lo demás, lo que queda en
deuda con la que ya sabés, dejalo por mi cuenta que ya te voy a contar. Dale,
decime ¿Me extrañás un poquito?”
22. ALMA
ALTRUISTA
Incluso esa mañana, después de haber agotado su potencial sexual con
Mecha, fue hasta el filo de la barda para aguardar el momento preciso en el que
Laura se dejara ver por la ventana, o bien al salir de la casa con una de las
nenas. A veces montaba guardia en vano porque Díaz Galván prefería quedarse en
el pueblo con ella y sólo alcanzaba a ver a los peones que cuidaban la
tropilla. Entonces regresaba a San Agustín por las bardas. Intentaba dormir un
poco, cumplir con el hospital y, de madrugada , dejar que Mecha ayudara a
callar las voces que lo visitaban. Luego desandaba el camino hasta su puesto de
observación, atento a que Laura se dejara ver y que volteara hacia arriba para
leer la verdad que protegía su mirada.
El mismo día que llegó de Buenos Aires, Díaz Galván fue a visitarlo al
hospital. Era casi media noche y el viejo estaba vestido de civil. No nevaba
como aquella vez ni él se ocultaba en Hemoterapia. Tampoco estaba armado y no
había ningún moribundo desangrándose. Hablaron en la sala de espera de pediatría.
Nadie amenazó y nadie se sintió amenazado. Pero el nerviosismo era mutuo.
Mariano lo sentía y al viejo se le empobrecía la voz. Ni una palabra de lo ocurrido
aquella noche. Ni un reproche por lo del porteñito y mucho menos por la
humillación sufrida en la comisaría.
“Así como la patria superó una derrota infame, los hombres también
debemos superar las consecuencias de las batallas de la vida. Venga esa mano,
Mariano. Sin rencores ni remordimientos. Yo sé que sos medio potrillo todavía y
que las macanas que te mandaste conmigo son fruto de tu inexperiencia. Ahora te
perdono y te invito a que pases las fiestas en casa, como cuando eras chico.
Bueno, empecemos de nuevo que hay mucho por hacer en la chacra ¿Seguís con
ganas de volver a los caballos?”
(Cuánto daría por poder gritar
aquí, en esta mesa y delante de todos, lo mucho que se me hincha de felicidad
el corazón esta noche. Ver otra vez a Macarena sobre tus rodillas y
compartiendo una navidad, es una imagen que no pensé volver a vivir nunca más.
Sufrí tanto estos meses que ya empezaba a morirme de a poco. Por vos sobre
todo. Sufrí mucho por vos, por la crueldad con la que te trataron y por el
desagradecimiento de quienes se retorcían en su propio egoísmo. Y por Mechi
también sufrí. Aunque ella siga odiándome, temblé de desesperación cuando quedó
tirada en ese departamento horrible, con la cara rota y el cuerpo lleno de
golpes. Corrí enseguida a pasarle un pañuelo por las heridas y le susurré al
oído que iba a estar bien, que ella era fuerte y que se iba a recuperar pronto. Igual que aquella vez
que se fue para atrás de lo más alto del
tobogán y golpeó la cabeza contra un manchón de hielo. Lloré tanto ese día y me
dio tanta bronca que el viejo te echara la culpa por no cuidarla en la plaza. Te
veo así de dulce, con tus ojos puestos en Macarena y vuelvo a morirme de
angustia por lo que aún no podemos tener. Pero ya va a llegar lo que nos
merecemos. Será en esta vida o en la otra pero al final nos tendremos el uno al
otro. Sí, dejá que tu mirada me pregunte lo que estoy dispuesta a responderte
delante de todos. En silencio, sí, apenas con el aliento del corazón que habla
en secreto. Digo que sí, que así debe ser porque yo también creo en el destino.
Si lo que se anuncia es lo que esa voz intenta pedirte cada noche, que así sea.
Una única entrega de amor que sea ejemplo de vida para todos”
“Dale, volvé a la camita conmigo. Si mi viejo ya se fue a Buenos Aires y
hoy es domingo. Mirá qué lindo amanecer de verano. No te vistas todavía. Quedate
así desnudito que se me hace agua la boca…¿Escuchás lo que te estoy
pidiendo?...¿Por qué te pegás en la cabeza? ¿Estás loco?..¿Qué pasa? ¿No te bancás que Iraolita la venga a buscar
y se la lleve otra vez a La
Plata? Bueno, andá haciéndote la idea de que la mano viene
por ese lado. Ella ya es grande y tomó una decisión ¡Si yo te contara las cosas
que hizo tu Laurita estos últimos meses! ¿Pero…Mariano, no me asustes? ¿Dejá de
pegarte?...Despacio con el vaso. Te vas a atragantar si las tomás de
golpe…¿Para el dolor de cabeza? A ver, dejame ver ¡Dejame, te digo!...¿Quién es
Casal?...¿Y por qué te dio esto? ¿Tan mal estás?... ¿Por lo de la pelea y por
lo que te hicieron en la comisaría?...¿Entonces por qué estás en
tratamiento?..¿Algo que ver con mi viejo?...¿No? Entonces con ella ¿Es con
ella? Decime la verdad, sino no vas a poder quitarte los fantasmas de la
cabeza. Es con ella. Estoy segura aunque me lo niegues ¡Pero quedate quieto que
me estás asustando! ¿¡Pero qué te pasa!?
¿Por qué estás tan mal? ¿No entendés que hay cosas que cambiaron para
siempre y que ninguno de nosotros es la misma persona que hace mil años atrás?
Date cuenta que YO soy la que está siempre a tu lado y que ella no va a ocupar
nunca más un lugar en tu mundo. Vos crees que la conocés, pero no es así. Laura
es falsa y aprovechadora. Pone el culo y las tetas donde le conviene ¡Dejá de
golpearte que te vas a hacer mal! Mirame. Mirame a los ojos y escuchá cada
palabra que te voy a decir. No hay lugar para los tres en este mundo. Ni en San
Agustín, ni en Buenos Aires, ni en todo el planeta. Porque cuando la maldad y
el engaño te pudren el corazón, como te pasó a vos y como me pasó a mí, no se
salva nadie del infierno. Y para salir de ahí lo único que queda es terminar
con los demonios. Yo lo sé porque lo vengo sufriendo desde que era chica. Hasta
a mi papá me robó esa hija de puta. Y de la forma más inmunda que puede haber
¿O querés que cuente otra vez lo de aquella noche? ¿A vos también te duele, no?
Porque fue ella la que te arruinó para siempre… Preguntale por culpa de quién
te mandaron a vivir al cuartito del fondo y por culpa de quién casi me mata mi
propio padre. ..¿Voces y caras? ¿Y las pastillas te hacen algo?...Yo sé lo que
es eso…Eso te digo; ver una cara que se te aparece, te mira y te dice cosas sin
abrir la boca. Hasta cuando rompés de un zapatazo el espejo y te metés de
cabeza en la cama la seguís viendo. Es así, Mariano. No se sale del infierno
hasta que una misma no lo combate con su propio fuego…No me hago la poeta, como
vos decís. No quiero más esto para nosotros”
Mariano no concurrió a la cena de año nuevo ni a llevarles juguetes a
las nenas para el día de Reyes. Laura no lo vio por el pueblo ni por la chacra. Los peones aseguraron que
anduvo merodeando por los alrededores un par de veces; la primera a caballo y
después a pie, pero que hacía rato que no pasaba por allí. Por su parte, Mecha
se ausentaba la mayor parte del día. Y cuando ella le preguntaba por Mariano,
sólo obtenía una mirada de burla y desprecio como respuesta.
Laura esperó a que Díaz Galván partiera a Buenos Aires para ir a ver a
Mariano a su lugar de trabajo. Entre la salida del viejo y la llegada de
Gonzalo, tenía tiempo suficiente para encontrarlo y decirle con palabras lo que
en navidad le había confesado a través de sus ojos. Pero las visitas furtivas
que llevó a cabo resultaron frustrantes. Cada una de esas noches, después de
que las nenas quedaban dormidas, Laura ingresaba al hospital. A veces anunciándose en la guardia y otras
incursionando por los diversos sectores. Era imposible que ningún empleado
supiera en qué sala estaba Mariano o a qué hora había tomado el turno. Incluso
se hizo acompañar por una enfermera que la guió por todo el edificio.
Laura sabía de antemano que una vez que Gonzalo y su padre ajustaran los
detalles del traslado definitivo de las tropillas ella también debería volver a
La Plata. Su
proyecto de levantar un pequeño emprendimiento de tejidos artesanales, gracias
al capital aportado por Gonzalo, estaba a punto de concretarse. Con ese
acuerdo, en un par de años podría emanciparse económicamente, olvidarse de la
dupla Galván-Iraola y fundar una nueva vida junto a Mariano. Pero primero tenía
que hablarle para que supiera que su sacrificio no era una gesta egoísta, que
él era parte esencial en ese sueño, aunque ciertas vibraciones del alma fueran
funestas y las confusas imágenes nocturnas presagiaran un temor que era mejor
postergar.
Claro que Mariano la escuchaba andar de aquí para allá por los pasillos
del hospital y preguntar por él. Ningún empleado, excepto los médicos, podía
entrar a la farmacia fuera de horario de atención pública. Pero él era el único
ordenanza que tenía copia de esas llaves (lo bien que hizo en revisar el
escritorio vacante de Casal para quedarse con una de ellas). Bien encerrado por
dentro y a no hacer nada de ruido. Dos vueltas y sin encender la luz.
Identificaba perfectamente el anaquel
del cual tomaba su médico los comprimidos. Mientras tanto, Laura iba y
venía por el pasillo. ¿Para qué perder el tiempo en escucharla? En unos días
más ella volvería al norte con esos hombres y él seguiría allí, secándose como
una lágrima perdida en la polvorienta estepa patagónica. Además, decirle qué.
Escucharla prometerle qué. Algo tenía que hacer porque las visitaciones ya se
sentían venir. Igual que esos pasitos ligeros que iban de puerta en puerta por
los pasillos del edificio. La manito liviana abriendo traumatología, salud
mental, hemoterapia. Asomando apenas la cabeza y llamándolo tímidamente. Dos
vueltas de llave y él acurrucado detrás del sillón para que nadie lo
descubriera temblando, enloqueciendo por un abrazo, por una caricia en sus
cabellos, por vibrar una vez más sobre ese cuerpo que tan mágicamente se
entregaba debajo del suyo. Así pasó el picaporte sacudiéndose sin resultado.
Pasó el contorno de su cabeza queriendo burlar el esfumado de la pequeña
ventana de la puerta. Pasó la vocecita angustiada y los pasitos resignados al
abandono de la búsqueda.
De los que venían en cajas no quedaban más. El anaquel sólo guardaba
comprimidos en frascos. A él le daba lo mismo el envase que tuvieran, total
podía reconocer los que le correspondían por la forma y el color. No obstante
esta particularidad, se cercioró de que uno llevara impresa la etiqueta de clonazepan,
otro imipramina y otro zolpidem. Tenía bien memorizados esos nombres porque
Casal había insistido en que no se fiara únicamente por el color “Prestá
atención a lo que te digo. Este es apenas más clarito que éste otro. Por eso es
bueno que los distingas con seguridad. No es lo mismo un hipnótico que un
ansiolítico”
Últimamente, Mariano tenía especial preferencia por el zolpidem, ya que
cuando le dedicaba exclusividad a esa toma, era como si las voces se volvieran
inofensivas, como si estuviesen hablándole a otro que, curiosamente, estaba
dentro suyo pero que no lo involucraba en su sufrimiento. Era como cargar un
cadáver por dentro y ser testigo pasivo de un reclamo polifónico que no lo tenía
a él como destinatario de los ataques.
Cuando Gonzalo llegó a San Agustín, Laura se rindió a la idea del
rechazo de Mariano. Optó por dedicarse a sus nenas, a colaborar con la tarea
que tenía encomendada el hijo de Iraola y a evitar todo tipo de contacto
innecesario con Mercedes. Comprendió que las cartas estaban echadas de esa
manera y que si había un desenlace para aquel entramado de contratiempos,
llegaría de una manera u otra. Todavía quedaban tardes cálidas y soleadas en el
ocaso del verano cordillerano. Ella y las nenas merecían compartir ese
fantástico marco natural que las rodeaba de fragancias, tonalidades luminosas y
bosques tupidos. Tal vez fuese el último verano que disfrutarían juntas en San
Agustín y quería registrarlo intensamente en cada partícula de su ser.
Afortunadamente tenía los tesoros más amados a su lado y el amor más puro que se
le entregara en el secreto mejor guardado del corazón. Mariano estaba en todas
las cosas: en el agua espumosa y rebosante del río, en la complicidad hogareña
del cuarto tibio donde fueron suyos el uno al otro por única vez. Él brillaba
en el universo de esos enormes ojitos azabache que se aquietaban en su mirada
para agradecerle la vida. Ella lo llevaba feliz en esa despedida de verano como
una presencia eterna en la soledad de los días por venir.
Duro el dolor del arrepentimiento, de la infantil necedad de
reconciliarse con Laura, del abandono y de la traición injusta. Es por eso que
lastima el desgarro de entrar a la casa vacía, de levantar la zapatillita que
quedo en la vereda de la terminal, del apurón por llegar a ver el colectivo que
ya tomaba la curva de salida de San Agustín. Tristeza que se precipita en
angustia, y angustia que acaba doblegada por la depresión nocturna. Turba coral
que Mariano insistía en dopar en varias tomas conjuntas, y que la revuelta
química que le espesaba la sangre no hacía más que agravar la virulencia de las
visitaciones. Excitación convulsa, mordaza gruesa entre los dientes y el
susurro carrasposo que le caminaba su boca contra la de ella, los puños contra
las costillas, la risotada de Somuncura, la galera del canciller honorario, la
manguera en la boca y los bastonazos contra el estómago, contra el regazo de la Neno; él y Laurita sobre sus
rodillas “Alma de mi alma que no sabe de
dolor”. Todavía saboreaba el aroma a leña del abrigo del profe González.
Hubo también otro cuerpo contra el suyo sacudiéndose sobre el lomo del Tinto. Un
potro que lo vio desearla, desnudarla y apretarla contra la playita del río.
Jamás alcohol y pastillas juntas. Pero es tanta la tortura, tantas las voces
que le hacen eco en los oídos, que no puede pensar en un sólo ejemplo de vida y
en amar la caridad que ella se merece. Toda la caridad y el sacrificio del cual
es capaz por ella. El Choique le había asegurado que si antes encomendaba las
almas y les brindaba mucha luz con su espíritu, la purificación estaba
concedida. La bondad existía pero no en este mundo. En cambio sí existían los
valientes capaces de inmolarse por lograr el bien, aunque esa entrega les
costara la pérdida del cielo. Vociferaban tanto ahora. Se le cruzaban tanto los
rostros que algo tenía que hacer. El tajo curvo contra el cuello. Un clavo en
la frente. Un disparo seco y después el fuego. Entre el aliento amargo de las
últimas llamas lo vieron subir al padre Javier. Así debería ser el ejemplo de
vida que esperaban de él. Después nada, resignarse a la parte que le tocara y
rogar por el pronto perdón de sus errores. Con alcohol no porque si no el
infierno castiga en gritos, aturde, marea y cae junto con la boca, que primero
da contra el borde de la mesa y después gira para que la nuca rebote contra el
suelo.
23. CEREMONIA LUMINOSA
La nevada había sido breve. No se le dificultó volver sobre sus pasos y
recuperar el cirio rojo que se le había caído de la bolsa de papel. Debían ser
veintiuno; uno por cada alma a encomendar. Encender tres por noche y acompañar
el ritual con igual cantidad de oraciones durante luna llena. Era la liturgia
requerida para que las inocentes fueran resguardadas del mal y con el grado de
pureza necesaria para lograr la paz eterna. Sólo pedir por ellas, por la
salvación y por el fin de un calvario que ya estaba próximo a ser consumado.
Por eso aceptó ser él el liberador del martirio que las tenía condenadas y no
el inmundo de Sepúlveda. Eso le daba fuerzas para no decaer en su misión y para
desprenderse de la culpa de un crimen que, por propia convicción de fe, no
tenía lugar en su corazón.
Cuando recogió el cirio vio a los tres hombres de casco amarillo ( los
que habían entrado detrás de él al minimercado Orión) subir a una camioneta de la empresa Mason & Puell. Dedujo entonces que
era cierto lo que le había dicho Peralta, que una nueva firma había retomado la
construcción de la represa y que tenían programado el llenado del dique para
fin de año. Por cierto, ello le daba a entender varias cosas; que Tapia era un
inocente ignorante, que él era un estúpido por confiar en su ex capataz y que
San Agustín cumpliría su destino de desaparecer bajo las aguas del
Huancúl.
“Vos debés ser el único tonto que no creyó que la obra se terminaría.
Demos gracias que todo esto va a desaparecer y nuestros problemas también.
Mirá, dentro de una semana mi viejo tiene la cena de despedida. Dos días más
tarde tiene programado levantar lo último que le queda e irse para siempre con
Laura y las nenas. Así que vas a tener que hacerlo esa noche…A ver, mirame
¿Otra vez con dudas? ¿Si ella ya no existe? Esa que está ahí con sus hijas y
que va y viene entre un tipo y otro, entre una ciudad y otra, aprovechando cada
oportunidad que se le presenta para sacar tajada del bolsillo de sus machos, no
es la Laurita
que vos y yo conocimos. Esa murió hace años. Lo único que vamos a hacer con
este sacrificio es ayudarnos a nosotros mismos ¿Para qué dejar crecer ese
monstruo que no hace más que apropiarse de todo lo que toca y de torturarnos
cada día que pasa? Es un segundo nada más. Después el fuego limpia todo ¿O vos
todavía crees en la fantasía de que el alma sube al cielo y vive para siempre
con los angelitos? Esas estupideces dejalas para la misa. Lo concreto es que se
termina todo acá, en la Tierra,
y punto”
Permitir que otro hombre que no fuese él cumpliera con esa misión, y
mucho menos alguien como Sepúlveda, era lo último que hubiese deseado para
ella. Sería un cobarde y un insensible si diera un paso atrás y dejara que ese
gordo degenerado ocupase su lugar. Desde luego que Sepúlveda bien podía hacerlo
porque eran enfermizas las ganas que le tenía a Mecha. Poco le hubiese costado
a ella convencerlo de ser su incondicional instrumento de muerte. Mariano ya le
había notado la respiración agitada y los ojitos encendidos cuando el veterano
suboficial se presentó el veinticuatro a la medianoche en la casa de “mi
coronel” para expresarle “mi más
agradecido respeto” y, de inmediato, acercarse a la rubia y rodearle la cintura
para besarla y desearle “toda la felicidad del mundo que usted y su familia se
merecen”. Cualquier cosa era capaz de hacer su perverso admirador por la
felicidad de ella. Y más aún si el pedido venía con el plus de trabajo y
placer.
La luna flotaba en su cenit y blanqueaba la ermita del gauchito Gil. Esa primera noche
de ofrenda, de fría pero calmada noche de julio, la mansa quietud que rodeaba a
Mariano era acompañada por el deshilachado rumor de un Huancúl empobrecido en
su cauce y por las tres llamitas que destacaban los atuendos rojo punzó de la
estatuilla. Aún le quedaban seis veladas
más para fortalecerse espiritualmente y apaciguar la tristeza que le apretaba
el corazón. Las oraciones (tres por cada una de ellas) acallaron la turba coral
que había empezado a retumbarle en los oídos cuando tomó los cirios y salió del
hospital. Ya desde el atardecer, la cefalea venía en progreso y hacía preveer
el galope desbocado de las inminentes visitaciones. Pese a ello descartó la
doble toma de zolpidem y la petaca de Bols
porque necesitaba enfrentar a conciencia la pasión de las siete noches que
tenía por delante. La punción que le escarbaba el cerebro fue lo primero en
desaparecer. Después se apagaron las voces familiares y, por último, los
murmullos anónimos que desempolvaba la memoria. Mariano oraba y sentía que el
remanso natural que lo rodeaba se hacía uno con la paz que lo confortaba desde
el interior del corazón. Entonces creyó en su voluntad redentora y se convenció
de que la tarea a cumplir era más el destino hacia un sacrificio de
purificación que hacia un abismo donde la muerte era el único fin por cumplir.
Las seis noches restantes lucieron tan diáfanas como la primera. El
luminoso contrapunto que se debatía entre el cielo y la bóveda de la ermita le daba a Mariano un
manto de claridad extraordinaria. De hecho, las palmas de sus manos vueltas
hacia la luna encumbraban un plateado de pureza que volvía al suplicante una
figura sobrenatural. La viva imagen pagana de un penitente purgando el pecado
más innombrable frente a su Dios. Un arrepentido despojado de cuerpo y alma
ante la indiscreción de la noche.
Sin duda, ese resguardo espiritual le daba la pauta de que su misión
estaba en comunión con el destino que debía trazar. Su mente, su alma y su
cuerpo se elevaban en un mismo plano de espiritualidad. No había dolor físico.
No había voz ni temblor que lo perturbara. No había temor ni incertidumbre
porque la noción de tiempo era un universo menor en la infinitud de ese
instante. En cambio sí había revelación y convencimiento de una fe que le
exigía compromiso por el sacrificio a cumplir.
El brillante amanecer del octavo día fue opacándose durante las primeras
horas de la mañana, debido al agrupamiento de nubes que una ligera brisa
provocaba desde el sur. Al igual que ocurría con el clima, el equilibrio mental
y la serenidad alcanzada durante las siete noches de ceremonia también fueron
descomponiéndose. Apenas le quedaba la confianza de estar entregado por entero
a un sacrificio necesario y justo. Sin duda se trataba de un acto de amor por
caridad el que iba a cometer. Un ejemplo de vida absoluto. Un gesto de
altruismo que tendría su recompensa y perdón más allá del mundo material que le
había tocado vivir.
Llegó a su casa a media mañana, cuando ya las nubes cubrían el cielo de
San Agustín. Hasta que Mercedes no le preguntó por qué se había demorado en
llegar del hospital, él no advirtió su presencia en la cama.
“Te traje lo que faltaba para terminar el asunto. Es la misma que usamos
esa vez con aquel caballito enfermo. La saqué del cofre que mi viejo ya tenía
embalado para la mudanza. Así como estaba; con el cargador puesto”
Esta vez sí tenía ganas de poseerla. El cuerpo se lo pedía con urgencia.
Hasta podía palpar el torrente sanguíneo que se le acumulaba en la entrepierna.
Ella sonrió con malicia cuando Mariano le quitó de un manotazo la frazada y la
sorprendió tocándose allí abajo. Mecha se relamió cuando lo sintió erecto
y decidido a hundirse hasta lo más
caliente de su carne. Ahora sí el alcohol y las pastillas porque urge envenenar
la porquería que le provoca vértigo, que le hace decir cosas que no quiere y
que le desata ese grado de brutalidad compartida que a ella la excita. Insultan
por él esas voces. Le gritan, le dan órdenes y la dan vuelta por él esas manos
que la toman de las caderas. No la escucha pero la ve mover desesperadamente
los labios, cerrar los ojos y forcejear para volver a la posición anterior. La
embiste sin control y sin registro de ninguno de sus sentidos. Como si una
bestia estuviese ocupando la fauna que lo habita en la parte sucia del alma.
Húmeda, viscosa y abierta se deja penetrar la hembra. Renegridos los ojos que
le imploran piedad. Mejor así, boca contra boca. Más atento a lo que huele, a
lo que siente en la lengua y en la piel. Ayudando a tramar los dedos en la
cabellera azabache y sumándose al ritmo de un cuerpo que mucho sabe ondularse
por debajo del suyo. Así, como aquella primera y única vez. Y como la que ahora
se repite con ternura, derramando en ella todo el veneno que lo pudre por
dentro. Porque esta será la última vez que la ame en vida y con el cuerpo
agonizando en la memoria.
“No le dejes nada a esa guacha, ni siquiera ese matungo que le regaló mi
viejo a la más chiquita. Que sepa ese imbécil lo que es sufrir. Y, ¡ojo!,
pegate la vuelta por las bardas. No sea cosa que alguien te vea saltar la
tranquera”
Empezó a orar cuando el relincho del Tinto lo sorprendió bajando por el
faldeo de la barda. Tanto le transpiraban las manos que debió hacer un alto
para descansar del peso del bidón y quitarse los guantes. El denso engorde de
nubes parecía aplastar la franja de frío que lo separaba del valle del Huancúl.
Claro indicio de que la nevada no demoraría en desplomarse y que el efímero
resplandor que se filtraba entre las nubes no lo acompañaría por mucho tiempo.
A pesar de tener las manos calientes, Mariano tiritaba. Un brote de
vértigo hizo que debiera afirmarse por unos segundos sobre la baranda del
corral trasero de la casa. No obstante, no interrumpió sus oraciones y llegó
hasta el pajar techado donde pastaba el Tinto. Le palmeó el lomo. Le quitó el
bozal y le dio libertad para que tomara campo abierto. No tomó en cuenta lo que
le había ordenado Mecha. Al caballo no. No tenía nada contra ese noble animal.
Y tampoco contra ellas tres, ya que era un acto de caridad, de amor y altruismo
el que debía cumplir.
La pava y el mate sobre el mantelito. Los angelitos de cerámica
custodiando el reloj de pie. Los zapatitos con sus respectivos pares. El aroma
a leña de manzano y a fritura de membrillo entibiando el ambiente. Otro, el que
lo habitaba, fue el que tomó a Macarena y la dejó en brazos de su madre. Él otro
le imploró que no, que no se llevara la mano a la cintura. Que con la
transpiración el nácar hace que la culata se resbale. Sobre todo los ojos
cuando la chiquita sonreía, cuando le ofrecía los brazos para que la alzara. En
cambio Cristina se tapó con una frazada. Ella no. Le facilitó la tarea
dejándose vencer en la serenidad de lo que el destino mandaba. Tan bellamente
enormes los ojos que le hablaban. Fue otro el que lo aturdió, el que las
empujó, el que apuntó tres veces, el que lo redujo a la impotencia, el que lo
forzó a gatillar y a estremecerse por los estampidos. Medir el sacudón de los
cuerpos hacia atrás, como si la escena transcurriera en cámara lenta. Las tres
juntitas en la cama ¿Era así de picante el olor a pólvora? ¿Así de amarga y
espesa la humareda que alzaba el kerosene? Tanto silencio. Tanta quietud y
tiempo. Y nada más por merecer.
No hubo cascada de luz ni ángel que las guiara. No al menos mientras él
se demoró observando las llamas desde el filo de la barda. A lo mejor a la
noche, cuando no hubiese testigos frente a las cenizas, algún guía espiritual
bajaría por ellas. O a lo mejor Laura, o alguien desde arriba, estaría
aguardando que no hubiese testigos para elevarse y abandonar los restos de lo
que en vida fuera su destino carnal. O a lo mejor no era privilegio de un
mortal presenciar un acto de gratificación como el que le habían asegurado que
sucedería. Mariano, a pesar de haber actuado por fe y por conmiseración hacia
quien más amaba, esperaba que la bendición por su sacrificio llegara en la
revelación de esas tres almas ascendiendo hacia lo más alto. Pero nada de lo
que le prometieron sucedió frente a sus ojos.
Cuando se acercó al rincón de la habitación para recoger el pantalón, en
puntas de pié para no despertar a Mecha, se percató de que después de arrojar
el fósforo encendido no había recogido el bidón ¿O sí lo había hecho antes de
retomar el camino de la barda? Por suerte la Browning seguía debajo de
la almohada. No, ahí no estaba ¿O la había arrojado al río cuando cruzó el
puente? ¿Antes o después de ver pasar al coronel con la frente pegada al
parabrisas de la camioneta? Era inútil. Por más que se esmeraba no recordaba
esos detalles. Como tampoco recordaba ahora el rostro de ella. Sí el largo del
cabello y los ojos grandes. Sí el tono de voz, pero no el delicado relieve de
su rostro ¿Cómo era posible que en sólo unas horas el tesoro más preciado de su
memoria hubiese quedado vacío? Cuando él entró a la casa ella estaba
esperándolo y Macarena se le abrazó a las rodillas ¿O cuando entró ellas ya
estaban juntitas en la cama? No tenía ningún bidón. Tenía algo en la mano y no
recordaba su rostro. Pero hubo un fósforo que le chispeó entre los dedos. Y
hubo un olor amargo. El humo que se alzaba contra las nubes y las perforaba para
que por allí pudieran subir ¿Por qué acatar el plan de Mercedes? ¿Por qué huir
por la cochera, pasar por el patio y buscar el camino costero? Continuaba
nevando y la noche todavía estaba demasiado cerrada como para que alguien
anduviera desvelándose y lo sorprendiera saliendo por el frente de la casa del
coronel. Desiertas y mudas las calles de San Agustín. Tanto como esa parte de
su memoria que cada vez se desahuciaba con mayor voracidad. Claro que hubo
alguien con un rostro, con una piel mojándose bajo la suya y con unos ojos que
solían confesarle eso que ahora siente pero que no logra traducir. Hubo dolor,
llamas y humo. Algo le quedó ardiendo en esa parte del alma que no puede
recorrer con la memoria.
Después de atravesar la plaza sus pasos se esmeraban por convertirse en
trote. Trabajoso correr por la nieve, buscarle identidad a esa mujer sin rostro
y apaciguar la sensación de terror que lo obligaba a darse vuelta cada dos
segundos. Ataques de pánico dijo Casal que podía llegar a sufrir si no tomaba
la medicación en el orden indicado ¿Sería esto; la amenaza de asfixia, el
corazón como bestia resoplando por la fatiga, el creer ver o escuchar a alguien
por detrás suyo? Resbala y cae sobre la calle nevada. Es sangre eso caliente
que le baja de la nariz y le moja los labios. Ahora sí es una mano la que se
apoya en su hombro. Raspan como ripio arrasado las voces que le dan alcance.
Nadie a sus espaldas pero la mano está. Le aprieta el cuello, le clava las uñas
y le dice cosas. No entiende ese lenguaje, como tampoco entiende por qué no puede recordar la cara de ella. Por
eso hace un alto en la capilla nueva y le deja un ruego escrito al cura: otro
que no es el padre Javier. El recetario de Casal se había mantenido seco en el
bolsillo del abrigo. Tres veces pasó la lengua por la punta del lápiz. Debía
hacerlo porque la cadena de oraciones no podía cortarse durante los siete días
siguientes al sacrificio. El declive de las últimas cuadras lo ayuda a
distanciarse de los que lo persiguen. En la desesperación por escapar vuelve a
tropezar. Pero ahora no hay asfalto debajo de la nieve. Se levanta sucio de
barro y a punto de pedir ayuda a los gritos. Las manos, las voces, el miedo.
Levanta el ladrillo. Toma las llaves. Tiembla de frío. Se desviste junto a la
salamandra. Debajo de la cama, en el cajoncito donde guarda sus pocos valores:
las fotos de los tres jugando con la
Choli, balanceándose en las hamacas de la plaza, chapoteando
en el río. También hay una estampita de comunión, tres o cuatro billetes, un
diente de leche, el boletín de la primaria, una navaja y las pastillas. No
tiembla, se sacude contra la puerta de entrada. Bebe de la petaca y traga tres
a la vez, cuatro, cinco, para detener el espasmo muscular. No la recuerda. Se
golpea con la petaca en la cabeza pero ni siquiera su boca contra la suya, el
cabello, el tono de voz ¿Es la misma que está en la foto? El olvido es el primer bálsamo con el que la culpa pretende engañar al
crimen. Eso sí logra memorizarlo con facilidad porque la seño Elvira lo
ayudó para que pudiera decir el monólogo frente al público. Nevaba como ahora
el día de la patria, porque ellas abrieron la puerta cuando su actuación estaba
por terminar. La seño lo abrazó y lo besó en la frente, y el profe González lo
felicitó. Después él, sin saber porqué, se escondió detrás del piano y lloró
tapándose la boca. Quería a su mamá. Aunque fuera una terca salvaje la quería
con él. Ahora también lloraba, con la petaca en la mano y con la cara manchada
de barro y sangre. Sería por el frío y por la impotencia de no poder
recordarla. Era mejor no forzar la memoria y dejar venir a ese otro que volvía
a invadirlo, que lo hacía a un lado para ocuparse de la parte sucia e
incontrolable del cuerpo y del alma. Así que lo dejó hacer lo que mejor sabía;
como dejó también que los sonidos del mundo acabaran perdiéndose junto con la
luz que ahora entraba por las ventanas. Encandilaban los reflectores que
apuntaban desde afuera. Mariano flotaba bajo el mando del otro, el que lo
conducía desnudo por el interior de la casa. Ya no temblaba ni sentía frío.
Tampoco sus pies hacían contacto con el suelo. Sordo e insensible, el otro lo
llevó hasta la ventana. Le puso la mano a modo de visera para que pudiera
distinguir lo que se mostraba más allá de los vidrios. La de atrás era una F100
y el de adelante un unimog. Le quiso decir al otro que ahora sí la recordaba,
pero no tuvo voz para hacerlo. Negros los ojos y el cabello; largo, larguísimo
sobre su espalda. Laura y su boca contra la suya. A contraluz vio bajar del
camión a cuatro hombres, a un quinto de la camioneta. Este último no tenía
uniforme y llevaba algo en la mano. Ahora recordaba todo. Quiso decirle al otro
que no abriera porque conocía de sobra
al más gordo, al que le daba culatazos a la puerta. El otro no le hizo caso y
le hizo sentir el aire helado, la andanada de nieve contra su piel. Le dijo que
era mejor arrodillarse, así desnudo como estaba. Eso no importaba ahora.
Quedarse con la boca de ella en la suya, con su alma derramándose en la de
Laura y hacer memoria para siempre, eterna memoria, junto a los ojos que
deseaban cerrarse bajo la secreta mirada de su corazón.
24.
Mejor así
Hasta el mes pasado Elvira pudo llevar a Luchito en brazos con
comodidad. Si bien se trataba de un bebé robusto, sus once quilos no eran
obstáculo para que su madre lo cargara cada vez que debía ir de un lado a otro
del pueblo. Pero desde entonces, la espalda de Elvira venía perdiendo
resistencia. El peso y la vivacidad de su hijo la obligaban a realizar alguna
que otra parada en el andar cotidiano. Cuando debía ir de compras o a la
guardería infantil, era natural que hiciera una pausa para recuperar energías.
Pronto, las malas nuevas sobre el desmejoramiento de su salud llegaron hasta
sus padres a través de Raquel, la mujer de Carlos Espeche, quien había resuelto
regresar definitivamente a Buenos Aires para investigar desde allí la
desaparición de su compañero.
A partir de ese momento los reclamos de los padres de Elvira para que su
hija regresara a Buenos Aires se hicieron cada vez más insistentes. Desde allí
la búsqueda de Lucio sería más efectiva, ya que su tío Antonio, que trabajaba
como personal civil de la
Armada, conocía a un capitán de fragata que podría ayudarla.
Pero Elvira no quería saber nada con alejarse de la Patagonia. Estaba
segura que si lograba dar con alguna pista, esta provendría de una fuente
local.
Fue un sábado a la mañana cuando vio al mayor Fontana hamacando a su
hija en la plaza. Era un día radiante de diciembre y ella salía del mercado, exigida
físicamente por la bolsa de comestibles y por el bebé. Era su oportunidad de
sensibilizar a un padre de familia, no a un hombre de armas, que disfrutaba del
fin de semana con su hija. Por su parte, el mayor nunca quiso recibirla. Es
más, las veces que Elvira intentó interceptarlo a la salida o a la entrada del
cuartel, o en el barrio militar, la guardia se lo impidió. Por otro lado Díaz
Galván gozaba de una jubilación privilegiada y estaba más interesado en la cría
de caballos que en los asuntos del ejército. En cuanto al resto de los oficiales,
se trataba de simples subordinados. No valía la pena perder tiempo con ellos.
Si había alguien a quien debía abordar para obtener información precisa, ese
hombre era al mayor Fontana, y este era el momento justo para hacerlo. Le
hablaría con el corazón en la mano, de madre a padre. Le le suplicaría por un
dato, por uno sólo que le permitiera tener noticias sobre Lucio. Hasta sería
capaz de negociar lo que fuera por saber algo de él.
Pero mientras Elvira buscaba una cara conocida para que la ayudara con
la bolsa, Fontana bajaba a su hija de la hamaca y le señalaba la camioneta
estacionada junto al arenero. Pesaban tanto las provisiones y el bebé, que
sería imposible llegar a tiempo hasta el otro lado de la plaza. No iba a poder
con semejante esfuerzo. Su cuerpo no tenía resto para soportar una carrera tan
exigente. Pero de todos modos cruzó la calle a paso veloz, perdiendo el pan por
el camino y haciendo rebotar la cabeza de Luchito contra su hombro. No iba a
llegar. La nena se colgaba del picaporte del vehículo y Fontana seguía buscando
las llaves en los bolsillos del pantalón. Elvira tenía que aprovechar ese
instante si pretendía recuperar a Lucio. Pero las llaves estaban en el bolsillo
trasero. Fontana se le escapaba. También las papas al llegar a la vereda. Mucho
lloraba el bebé. Mucho.
Cuando Mercedes vio que la “compañera” de su profe se dirigía resoplando
hacia ella por el centro de la plaza y con los ojos llenos de lágrimas, creyó
que lo hacía para insultarla o golpearla. Aún tenía fresca aquella imagen de
Elvira fulminándola casi en el mismo lugar donde ahora se cruzaban. “Tomá.
Tenémelo un momentito, por favor, que ya vengo”
El bebé olía a limpio, a perfume y a piel tibia. No era la primera vez
que Mecha tenía una criatura en brazos y que unos dedos tan tiernos le
acariciaban la boca. Ya había tenido esa experiencia, indiferente experiencia,
con Cristinita. Pero sí era la primera vez que se sentía embargada por una
emoción súbita, a la que no podía adjudicarle explicación. Quizás se conmovió
porque se trataba de un varoncito, y nada menos que del hijo del profe
González. Lo sorprendente fue que Luchito dejó de llorar cuando ella comenzó a
hablarle y a besarle la mano. El bebé respondía a su sonrisa y balbuceaba
complacido por los mimos que recibía. Entonces Mecha sintió un escalofrío de
placer que la hizo sentir ligera, inmortal y ajena al mundo. Algo parecido a la
paz o al amor la afectaba gratamente a través de esa vida que fijaba sus ojos
en los suyos. Por un momento se sintió débil, confortablemente débil, y se
entregó al goce inconsciente de esa experiencia maternal que la subyugaba. Y no
quiso saber más de Mariano, que se ocupaba de las verduras caídas de la bolsa,
ni de esa mujer que, más atrás y junto a un arenero, forcejeaba con un hombre
que pretendía subir a una camioneta junto a su hija.
Ahora, con el cabello reseco y descuidado, y poniendo en evidencia el
tramado condenatorio que el paso del tiempo sabe trazar en el rostro de una
mujer, Mercedes, desde el ventanal del departamento de Palermo, observaba a un
hombre que parecía mirarla desde la vereda del jardín botánico. Ese hombre que
meses atrás (sin ella sospecharlo) fijara su atención desde allí mismo en un niño
con una pelota amarilla, experimentaba una encontrada sensación de odio y
compasión que necesitaba proyectar sobre esa mujer para aliviar su dolor.
“Yo te tuve una vez así, como te
tengo ahora contra mi pecho. Eras chiquito y tenías olor a paz y a vida fresca.
Te quise tanto en ese momento que rogué que tu madre no volviera a buscarte
nunca. Que se fuera como se fue tu papi. Era tan bueno tu papi. Todos lo
queríamos. Pero a vos yo te quise más en ese momento. Jamás se me hubiese
ocurrido pensar que años después estarías dentro de mí, volcándote en mi
vientre. Que serías el mismo que tuve en brazos aquella vez y que ahora también
tengo aquí, con los ojitos tan abiertos. Te corté el pelo, ¿viste? Porque todos
los que te miraban te confundían con una pepona. Siglos podría tenerte en
brazos porque no pesás nada. Conmigo podrías dormir todo lo que quisieras
porque no hay perra que ladre ni abuelo que proteste. Tampoco va a estar ella
con sus mocositas para hacerte mal. Yo
voy a estar por siempre con vos. Y Mariano también. Aunque no lo veas, como a
tu papá, siempre va a estar para
protegerte y amarte”
Cuidándose de no perturbar a su hija, la Señora avanzó en puntas de
pie hacia el ventanal y apoyó la bandeja con el desayuno sobre la mesita
ratona. Feldman había recomendado acompañar este período crítico de recuperación
de la manera más discreta posible. Y la Señora entendió que ello implicaba no interferir
en los estados de meditación o de regresión en los que podía caer Mercedes. Sin
embargo le inquietaban más esos momentos de posible alumbramiento, como los denominó
Camila, que los violentos estallidos de ira o llanto. Prefería ver a su hija
descargando bronca y fantasmas, que sumida en una engañosa pasividad que, más
tarde, desembocara en una crisis
depresiva irreversible.
Aunque Feldman creía necesario que Mercedes revistara en su clínica como
paciente ambulatoria, la Señora
se opuso a que su hija compartiera un mismo espacio de recuperación junto a
dementes y psicópatas. Fue por eso que se ofreció a atenderla personalmente
todo el tiempo que fuera necesario. Desde luego que se imponían los controles
periódicos y las sesiones de terapia en consultorio, pero lo que Mercedes
necesitaba por sobre todas las cosas era afecto y privacidad; algo que en la
clínica no encontraría. Y aunque ella ya era una mujer mayor, no estaba tan
vieja como para abandonarla a la indiferencia de una enfermera de mala
muerte. Ella era su madre y sabía muy
bien cómo tratarla y qué cuidados brindarle para que volviera a ser una chica
feliz.
Con las manos tomadas por delante del regazo y amortiguando cada uno de
sus pasos, la Señora
avanzó lentamente hasta detenerse detrás de Mercedes. Quería saber qué decía
esa especie de letanía que su hija sostenía a media voz mientras seguía con la
mirada puesta hacia abajo, hacia el Jardín botánico. Tal vez pudiera reconocer
algún nombre o palabra de las pronunciadas y ayudarla así a articular un
pensamiento restaurador de su conciencia. Pero la letanía llegaba débil a sus
oídos. Aunque se asomó con mucho tacto por sobre el hombro de Mercedes, no
logró entender ninguna de las frases que se perdían contra el ventanal.
Un hombre medianamente alto, joven por la forma definida del cuerpo, se
encontraba allí abajo. A él parecía estar mirando Mercedes con una expresión de
gratitud.
La Señora
no podía distinguir los detalles de la imagen porque había dejado los lentes en
la cocina. Imposible saber si se trataba de un conocido o de una presencia
azarosa. De todos modos esa figura le provocaba una sensación extraña,
incómoda. Como si no fuera la primera vez que alguien se instalara sobre la
vereda del Botánico para espiarlas. De manera que se puso como límite cinco
minutos. Si transcurrido el plazo ese hombre no se retiraba, llamaría a la
policía.
Tomó suavemente de los hombros a su hija como si fuese una pieza única y
frágil, y comenzó a hablarle con ternura de las cosas que harían cuando ella se
recuperara. Pero Mercedes no respondía a ese contacto porque su mente estaba
absorbida por el universo de la memoria y por la configuración de una realidad
que era insensible al tacto, a la vista o al sonido que proviniera de un mundo
meramente material. Sólo ese hombre y el cruce de sus miradas era el eslabón
que pautaba un registro palpable de una dimensión ajena a la que acontecía a
sus espaldas.
La Señora consideró prudente
no insistir con la propuesta y dejar en paz a su hija. Ni siquiera se atrevió a
quitarle esa muñeca horrible. Si lo hacía podría reaccionar mal, como la vez
que intentó despojarla de ella cuando la creyó dormida. Desde entonces respetó
su decisión y, a regañadientes, se ocupó de que la pepona estuviera siempre a
la vista. Hasta buscó en su costurero un botón que hiciera juego para coserle
el ojo a la par.
A la Señora
no le gustaba la pepona. Le repugnaba esa baratija porque le traía recuerdos
dolorosos. Si hubiese sido por ella, la habría quemado el mismo día que expulsó
de su casa a la Neno
y a esos animalitos. Pero esa noche
Roberto le pidió que por lo menos dejara que Mechita conservara un recuerdo de
su amiguita. Fue muy estúpido su marido si creyó que lo hizo por él. Todo lo
contrario. Lo hizo para que su hija terminara de una vez por todas de
revolcarse por el piso como una loca, de patearla y de llorar a los gritos
hasta quedar afónica.
No, un abismo de equivocación el de Roberto ¿Cómo hacerlo por él si ese
juguete de trapo rememoraba hechos anteriores a la existencia del mismo? La
pepona era el remordimiento físico del martirio que ella empezó a sufrir al
poco tiempo de llegar a San Agustín.
El entonces coronel Martínez Lagos lo había entusiasmado al teniente
primero Díaz Galván para que eligiera un destino que satisficiera sus deseos de
servir a la patria y de poner en práctica los conocimientos adquiridos en el
ejército. No le cabía duda de que su hija sería una magnífica esposa y una
adecuada compañera para que él pudiese desarrollar su potencial en la Patagonia.
Hacia finales de los años cincuenta, Campo de Mayo era un reducto
propicio para negociar malversadas alianzas político-militares y para
desarticular cualquier intento de resurrección peronista. De allí que lo que
más le convenía a su subordinado era descartar esa opción, debido a que si se
quedaba en Buenos Aires acabaría corrompiéndose como el resto de sus camaradas.
Un soldado necesitaba medirse día a día con los desafíos que el ejército había
reservado para sus elegidos ¿Por qué resignarse a ser un uniformado de
escritorio cuando el país tenía tanto para ofrecer?
En cuanto a tramitar y hacer efectivo su destino, de eso no debía
preocuparse: su suegro haría los arreglos para que todo resultara como lo
planeado. La Patagonia
sería un buen comienzo para medir su temple y consolidar los lazos del
matrimonio. Ese territorio salvaje y desolado aún requería de soldados de su
hombría para ser domado en toda su extensión. Martínez Lagos hablaba con
conocimiento de causa porque él mismo había transitado esa experiencia. Claro
que después de un tiempo y conforme al ascenso en el escalafón, el teniente
tendría que pensar en un nuevo destino.
La Señora,
a los pocos días de estar viviendo en San Agustín, se alarmó más por el
aburrimiento que reinaba en ese pueblo que por los suspiros que su joven y
apuesto marido provocaba entre la población femenina del lugar. Sabía que el
excesivo consumo de alcohol que se daba entre los hombres destinados a esos
parajes, más la chatura rutinaria a la que los condenaba el medio en el que
vivían, conformaban una fórmula infalible para sucumbir al vicio y a la
promiscuidad. Bajezas que bien sabían disimular tanto civiles como militares.
Pero ella apostó a la integridad de Roberto y resolvió capitalizar esa
adversidad como una prueba de fuego para su pareja.
Espeso el resabio que removía la pepona en la memoria de la Señora. Horas, noches, patrullajes que se
prolongaban durante jornadas completas y que exigían la presencia de su marido
en maniobras de carácter confidencial la sacaban de quicio. De allí que
incomodara tanto el silencio que se produjo entre las esposas de los oficiales
cuando la ella, durante la reunión mensual del círculo de damas, abordó el tema
de la sospechosa sobredemanda de comisiones que tenía la comandancia re las mujerespara con los jóvenes
oficiales. No era lógico que estando a dos pasos de sus hogares sus esposos
tuvieran que pasar más noches en el cuartel que en sus propias camas.
A la señora le costaba ser discreta. Y esa noche, en su debut de
membresía como dama invitada, se puso
en franca evidencia. No fue para nada
oportuno el comentario al que dio lugar. De hecho, todas se quedaron mirando a
Dolores, la mujer del capitán Lamas, que la insultó por lo bajo, dejó la taza de
té en la mesa y se retiró del salón dando un portazo.
Olía a alcohol su marido cuando llegaba de madrugada y se metía en la
cama sin ducharse. Impecable lucía su ropa de combate después de haber cumplido
dos días de maniobras en alta montaña. Amargos recuerdos la forzaban a recrear
las primeras sospechas que surgieron, a partir de versiones que señalaban a
esas dos chiruzas como las causantes de su desgracia. Mocosas impertinentes.
Desvergonzadas que tenían por costumbre merodear por el regimiento y poner los
ojos en hombres que no les pertenecían.
¿Por qué no arrancarle de los brazos esa muñeca inmunda a Mercedes y
terminar con el suplicio? ¿Por qué no haberle revelado antes a su padre quién
era en verdad el oficial Díaz Galván? ¿Por qué no decirle que con un año de
campaña antártica no había solucionado nada, y que el negarle de por vida el
traslado hacia otro destino que no fuera San Agustín tampoco lo amedrentaba?
Los hombres son así de perversos. Se cubren entre ellos y reprochan a
sus mujeres por el fracaso de sus matrimonios “Siempre somos nosotras las
culpables del daño que causan. Por eso se creen bendecidos a perpetuidad con un
perdón que no merecen”
El ojo nuevo, el que le había cosido a la pepona la primera noche que se
quedó a cuidar a Mercedes, develaba una tonalidad azul marino que le hizo
recordar la camisa desgarrada de la chiruza más grande, la que le pudrió la
cabeza a su marido.
Roberto le pronosticó que a esa hora de la tarde el calor sería
insoportable. Que se llevaba dos soldados para que le dieran una mano con el
techo de la casita. Eran pocas las chapas que tenía que clavar. De última, si
la tarea se ponía muy pesada, se daba un chapuzón en el río y pegaba la vuelta.
A ella, entre las náuseas y los mareos, no le iba a hacer bien andar
exponiéndose al sol y a los tábanos. Mejor se quedaba con la Neno que también compartía
sus mismos síntomas. De paso se hacían compañía una a la otra y aliviaban
juntas el agobio de la siesta estival.
Su marido estaba loco si creía que ella compartiría con esa perra un día
tan sofocante. Antes que dejarse acompañar por semejante desperdicio humano
prefería irse por ahí, a la casa de alguna de sus vecinas o a meter los pies en
el río. Mejor hacer eso, remojarse y refrescarse. Aunque daba lo mismo ir
caminando hasta el puente y bajar a la orilla del Huancúl que pedirle al primero
que pasara que la acercara hasta la chacrita que su marido estaba
acondicionando.
Zapata era un muchacho muy servicial y educado. No hizo falta que la
esposa del teniente levantara el brazo para detenerlo. Él, de puro gaucho que
era, estacionó el Bedford en la banquina y se ofreció a llevarla hasta donde
hiciera falta.
“Mucho polvo suelto por el camino, ¿vio? También, ¡con los calorones que
están haciendo! Hasta la tierra parece
querer sacarse todo de encima. Para colmo, ¿cuánto hace que no llueve? Como dos
o tres meses hace, ¿no? Va a ser mejor que cierre la ventanilla, señora, porque
le puede hacer mal respirar tanto polvo”
La señora se alegró de que la tranquera construida por su marido
estuviera abierta. A pesar de que los puntales de álamo eran delgados, ese
armatoste de palos cruzados le resultaba pesado de mover. Aparentemente, los
soldados que estuvieron ayudando a su marido no la cerraron cuando se fueron.
Dedujo que así sería porque sobre el techo no se los veía trabajar (a Roberto tampoco) y por los alrededores de la casa se mostraba
todo tranquilo. Es que el sol todavía estaba demasiado alto como para resistir
más de unos minutos bajo sus rayos. Claro que ella hubiese hecho lo mismo,
darles el día libre a los conscriptos y descansar a la sombra hasta que el
calor aflojara un poco.
La Señora se sobresaltó cuando el gallo que le
habían regalado a Roberto aleteó fuerte y fijó sus garras sobre el manubrio de
una bicicleta de mujer. Como estaba mal apoyada contra el bebedero del corral,
el pardo de cresta caída alcanzó a revolotear antes de que la bicicleta diera
por el suelo. Ahora que la miraba bien, que notaba los detalles del óxido sobre
el cuadro, la Señora se dio cuenta de que se trataba de la
misma bicicleta que hasta hace poco usaba la Neno. Pero desde que
empezó con los mareos, su criada prefirió dejar de pedalear e ir a pie hasta
donde hiciera falta. De manera que desechó la hipótesis de que fuera esa
desvergonzada la que se le había anticipado. El calor la deprimía a la Señora y la dejaba sin capacidad de reacción ante
lo imprevisto. Lo que estaba escuchando, o lo que creía escuchar (quietita bajo
el dintel de la puerta: un contrapunto de gemidos que provenían desde el
interior de la casa y que alternaban en un dueto gutural excitante), le sugería
proceder con cautela, aguantando el corazón en la boca y luchando por despejar
esas imágenes obscenas que las circunstancias ya le estaban dando a entender. Y
no se equivocó. Escuchó bien. Resoplando como un animal estaba su esposo.
Corcoveando sudoroso sobre su hembra. A ella también solía tomarla Roberto de
los tobillos, con firmeza, para dominarla a su antojo y darle duro hasta el
cansancio, tal como lo estaba haciendo ahora con Amancay. Pero la Señora nunca hubiese
permitido que a ella la poseyera así, sobre un colchón tan sucio como el que
tenía arrinconado en esa tapera. Y menos aún que le refregara la acidez de su
sudor en los pechos y que le dijera “mi puta”, “mi yegua calentona”.
El Roberto que ella conocía era fogoso pero no guarango. Además, nunca
lo hizo con tanta vehemencia como para doblarla como si fuera un juguete y que
las rodillas le quedaran junto a la cabeza. No con los cabellos azabache como
la otra, como la relajada que quedó en su casa. Ésta escondía ojos pequeños y
mirada ladina. Se agitaba como una perra alzada, dejándose sacudir por adelante
y por detrás. Con la lengua afuera jadeaba la porquería de Amancay. De una
manga le colgaba la camisa azul marino que no alcanzó a quitarse del todo. Ella
misma estimulaba el festín separándose los muslos para que Roberto, al límite
de la contención, arremetiera con brutalidad el último envión. Bestia y hembra
pugnaban para ver quién daba más. Se lamían las lenguas sin detener el ritmo
del empuje. Gritaban de gozo; primero él, luego ella y después al unísono,
porque se venía el descontrol del macho y el ruego de la hembra. Se venía en la
penetración del animal mayor y en el orgasmo espasmódico de su potranca. Se
venía desbocado y se vino, dejándose ir en el desborde de una eyaculación
explosiva. Ni una gota afuera. Hasta lo último tenía que ser para ella. Que la
llenara de una vez por todas porque quería robarle lo que todo macho era capaz
de hundir en el secreto latente de una mujer sedienta.
No fue necesario llamar a la policía. La vereda del Botánico quedó
desierta y coronada por el gajo pelado de un fresno que la sobrepasaba.
Mercedes se apartó del ventanal con la muñeca en brazos. Cuando advirtió la
presencia de su madre la observó con extrañeza, como si le costara identificar
a esa anciana que entrecerraba los ojos y le regalaba el esbozo de una sonrisa
forzada. Después de unos segundos, que para la Señora resultaron
interminables, su hija le pidió en voz muy baja que la acompañara a la
habitación pero sin hacer ruido porque podía despertarse el nene.
“Mirámelo un poquito que voy al baño. Y si llora, dejalo. Son los
dientitos. Después se vuelve a dormir”
Supo por Dolores que había sido un varoncito y que le habían puesto
Mariano de nombre.
“Yo te lo dije y vos preferiste hacerte la tonta. La súper mujer
soberbia y todopoderosa, como las demás. ¿Qué te creíste? ¿Que con darle una
hija hacías borrón y cuenta nueva? ¿Viste como son las cosas por acá? O agachás
la cabeza y te acostumbrás, o recuperás algo de tu dignidad y te vas. Sí, te
vas. Agarrás a tu hija y te escapás con el primero que se te cruce”
Por lo menos la Neno,
a diferencia de Amancay, tuvo la dignidad de asumir su maternidad y de pelearle
a la vida un lugar para Laura y para ese otro que su amiga le dejó de regalo.
Lástima que esa pelea la salpicara de manera tan injusta y la condenara a no
poder alcanzar nunca una dicha que sólo duró lo que tarda en apagarse una luna
de miel encendida bajo el agua .
Después de llevar a la habitación la bandeja con el desayuno que había
dejado en el living, la Señora
se sentó sobre el borde de la cama y arropó a la pepona como lo hacía con
Mechita cuando se quedaban solas en el cuarto. No le cantó a la muñeca, ni le
cantaría aunque su hija se lo pidiera. Asomando por debajo del borde de las
cobijas, el par de botones azules la interrogaba por ese doloroso pasado que
ella no deseaba evocar en este momento ¿Para qué? ¿Para que la úlcera de la
memoria la injuriara por traicionar a su propia sangre? ¿Para denostarla por la
forma cobarde con que abandonó la lucha cuando tuvo que defender lo suyo?
Esos botones no dudaban en refrescarle sus antecedentes de mujer terca y
orgullosa. Los años, la distancia y el desplazamiento de toda la culpa hacia
Roberto se desintegraban ante la pasividad azul de unos botones que la
inquietaban desde los rezagos de otra vida.
Madre e hija habían sido víctimas de un destino egoísta que nunca les
dio alternativa y que siempre tuvo una mano en el hombro para los otros, no para
ellas que debieron caer una y mil veces en el mismo pantano ingrato que las
hundía hasta el ahogo. De eso estaba segura la Señora, como también lo
estaba al decir que la vida siempre brinda una segunda oportunidad para reparar
lo dañado y para perdonar a quienes abusaron de los débiles.
Por supuesto que colaboraría con Feldman y dispondría de los pocos años
que le quedaban para hacer feliz a Mechita. No dudaba de que su hija se
recuperaría y que, con el tiempo, sabría perdonar a quienes la maltrataron tan
salvajemente. Mientras tanto ella, como correspondía a una buena madre, se
esforzaría por el día a día de su hija. Ese era el único objetivo vital en
estos momentos. Basta de vulnerar el alma con recuerdos oscuros. Era preciso
enterrar esos episodios bochornosos del pasado. No más recuerdos sucios. No más
dolor. A otra cosa con la culpa y con esa caja donde Mercedes guarda las fotos.
La mala y cruda memoria no sirve más que para torturar a inocentes y para
oprimir a las almas desvalidas que aún deben, a pesar de los años, someterse a
un suplicio que nunca debió ser suyo. Por eso, mejor silenciar el alma y
negarse a ver lo que revuelve el rencor. Mejor así, cerca de quien nos ama y
nos necesita. Mejor así. Arrancarle a esta pepona los ojos y hundirla boca abajo hasta que el corazón se
le llene de espanto.