4. PADRES NUESTROS
A Mariano le maravillaba el fuego. Sentía
que el poder de atracción que ejercían las llamas le pertenecía sólo a él. Por
eso cada vez que las labores diarias requerían del encendido de un fuego
accedía gustoso a la tarea. Para él no había pereza a la hora de trabajar con
el hacha o de cargar leña. Sentarse junto a una fogata, recibir el calor en el
cuerpo y dejarse abstraer por el ondular de las llamas, era un ritual que lo
transportaba a una dimensión reconstituyente del espíritu. Definitivamente, Mariano
era una persona antes de las llamas y otra al acontecer de las cenizas. Nunca
justificó los fuegos inútiles ni a quienes los provocaban por simple pasatiempo
o para luego abandonarlos. Tal como ocurría, por ejemplo, con los obreros
viales, quienes hacían lo propio junto al camión municipal para luego cruzar a
la banquina opuesta y completar su trabajo en la calzada. O como la gente del
pueblo, que para la fiesta de San Juan quemaba kilos y kilos de ramas para
tostar papas o incinerar algún que otro muñeco. Eso no era honrar al fuego. Eso
era desperdiciar madera y ofender a la naturaleza. Por consiguiente él, para la
misma fecha, prefería acompañar al Choique a la celebración mapuche de año
nuevo. Allí la atmósfera que se respiraba era compatible con las vibraciones
que lo conmovían. Ver los cuerpos iluminados de quienes protagonizaban la
ceremonia; danzantes apenas cubiertos por atuendos rituales y debatiéndose
rítmicamente bajo la noche más larga del año, lo volvían creyente de toda
aquella fuerza sobrenatural que escapaba a los ojos o al propio entendimiento.
En esas ocasiones se convencía de que el fuego era verdadera energía
purificadora. Si no cómo explicar lo imperturbable de esas almas semidesnudas,
danzando apenas cubiertas por un manto de guanaco ante el desplome de una
nevada o bajo la nocturnidad más gélida del equinoccio de junio. O del estéril
ataque del humo ante decenas de pares de ojos que no dejaban de buscar un punto
en común en lo más profundo de las brasas. Mariano sabía que el fuego tramaba
un lenguaje común con algunos pocos mortales y presentía que una parte de su
espiritualidad se correspondía con ese código.
Para la cena de nochebuena, el padre Javier le encargó cuatro chivos al
Choique.
“Sé que usted lo pasará con el muchacho y con las dos mujeres. Pero le
ruego que acepte la invitación. Este año ha sido muy triste. ¿Cuánta violencia
y cuánta injusticia, verdad?... Por eso mismo sería muy bueno compartir
comunitariamente la noche del veinticuatro y reconfortarnos mutuamente. Dígale
a Neno y a Laurita que se acerquen. Vamos a ser varios en la mesa. Doy por
descontado que a Mariano no hará falta insistirle. Tratándose de disponer los
asadores, quién más para echarle mano al asunto. Y a propósito, recuérdele al
muchacho que tenga listo el pedido para mañana que yo mismo lo pasaré a buscar”
El Choique le había enseñado que a los chanchos sí, que apoyar la punta
del cuchillo en el cogote y hundirlo en una única maniobra era la forma
correcta de sacrificarlos “No sufren nada, ¿ves? No chillan y la carne queda
tiernita” Con los chivos era distinto.
Si bien el animal presentía que algo malo iba a sucederle, no ofrecía tanta
resistencia como el chancho. Desde el
momento en que el Choique se acercaba al pie del cerro y señalaba a los condenados
del día, un clima de inquietud se desataba en el rebaño. Los chivos dejaban de
pastar, alzaban la cabeza y correteaban inquietos de un lado a otro. Lo
llamativo era que una vez atrapados dejaban de balar y de resistirse, no como
los chanchos que dificultaban la captura, tiraban a morder y no dejaban de
sacudirse hasta el puntazo final. Los chivitos no. Ellos Parecían comprender la
inutilidad de la resistencia. Para colmo, apenas una fracción de segundo antes
de ser pasados a cuchillo, buscaban una muestra de conmiseración en los ojos de
su verdugo. Y eso, según el saber popular, era señal de mal augurio. A veces
temblaban. A veces intentaban liberar sus patas del amarre. Y otras veces
ofrecían confiadamente el flanco por donde hundir el cuchillo. Por eso Mariano
prefería dominarlos desde atrás, como montándolos por el lomo para no tener que
exponerse a supersticiones absurdas.
La serenidad en el trato diario que caracterizaba al padre Javier no se
condecía con la forma de comportarse tras el volante del Rastrojero. No Ingresó
a la chacra del Choique por el camino enripiado, por la ruta vieja, como le
llamaban los viejos pobladores a esa huella medio deformada que comunicaba la
zona rural con el pueblo. Lo hizo atravesando el descampado que daba a la parte
trasera de la casa. Junto con él y compartiendo la cabina se veía sobresaltar a
sus dos acompañantes. Aunque el terreno se mostraba parejo, el tipo de suelo
era inadecuado para el tránsito vehicular. Más aún si quien lo conducía no
guardaba el mínimo recaudo por el bienestar mecánico o por los excesos de
velocidad.
Cuando el vehículo detuvo la marcha, la polvareda que avanzó sobre los
recién llegados impidió reconocer a los compañeros del padre Javier.
Finalmente, y una vez que polvo y máquina se distanciaron, Mariano advirtió que
además del cura y de Fabián Lorenzo, uno de los porteros del colegio secundario
de San Agustín, también bajaba de la
camioneta el profesor González.
De
Lorenzo no le extrañó porque su familia era de la zona y solían cada tanto
participar de los asados parroquiales. Pero del profesor González sí porque
para esa fecha, después de clausurado el ciclo lectivo, él y Elvira
acostumbraban pasar las fiestas junto a los suyos en Buenos Aires. En realidad
eran varios los docentes de la región que retornaban a sus lugares de origen
para luego retomar sus cargos en febrero. De manera que le resultaba extraño
asociar la presencia de su ex maestro con el período de vacaciones, con la
navidad, con jornadas calurosas y polvorientas, y sobre todo con una mañana
radiante. Era como si las diferentes temporadas del año determinaran quiénes
debían intervenir socialmente en San Agustín.
En el rescate de la memoria infantil de Mariano, la cual no le
dificultaba evocar desde sus dieciocho años, perduraba la imagen de un Lucio
González desprolijo y barbado, casi oculto bajo varias capas de abrigo. Un
perfil que se condecía más al de un minero que al de un educador. Mariano
recreaba el porte de su maestro como una desgastada instantánea visual. Siempre
enmarcada en un contexto climático desapacible y monocromo. El cielo
condenadamente plomizo, frío, lluvioso o bajo amenaza de nieve, con un San
Agustín cruzado por calles embarradas. Parecía otro hombre el que ahora veía
avanzar hacia él sin el guardapolvo blanco, ya despojado de la barba que lo
acompañó durante años y con una sombra de leve tristeza que se le notaba en los
extremos de la sonrisa. Mucho lo sorprendió el descubrirse más alto y más ancho
que su maestro. No como aquella vez que lo advirtió enorme y desafiante al
interponerse ante el coronel Díaz Galván para protegerlo, mientras él se
escudaba tras sus espaldas para no mirar ni escuchar al padre de la alumna
ofendida. De ese día recordaba la aspereza del abrigo del maestro contra sus
mejillas y el olor a leña que despedían sus ropas. No fue iniciativa suya el
manoseo –que nunca ocurrió- en las
partes de la niña. Ella quería “mostrársela” y lo invitaba a meter la mano. Sí
es cierto que fue hasta el baño de nenas a buscar la pelota y que se asustó cuando ella se bajó los
pantalones y la bombacha. Y no miente cuando reconoce que lo invadió el pánico
al ver a la maestra de tercero irrumpir por una de las puertas laterales. Sí le
dolió que lo tomaran de las patillas, que lo expusieran a la vista de los
chicos que en ese momento disfrutaban del recreo y que lo llevaran a los
tirones hasta la
Dirección. Sí le dolió que de allí en más lo tildaran de
inadaptado. Aunque luego ella le contara a su padre que había sido mentira que
la había tocado y que la maestra de tercero había inventado todo porque quería
que expulsaran a Mariano. No le importó que la acusadora fuera esposa de un
teniente primero y la cosa tuviera una salida castrense. Recordaba muy bien ese
episodio de su infancia, pero más recordaba a quien se expuso para protegerlo.
Nunca nadie había interferido a favor de él. Ni siquiera la Neno ante los cintazos de la Señora o del coronel. En
cambio, ese hombre de barba y con olor a leña sí lo había hecho y estaba seguro
de que no dudaría en repetirlo si las circunstancias lo llevaran a ello
nuevamente.
El sauce que coronaba el patio trasero de la chacra ostentaba una copa
de dimensiones asombrosas. De un lado y bajo la sombra, el cura había
estacionado el Rastrojero. Del otro y próximo a la casa estaban dispuestas
sobre un mesón de tablones las cuatro reses evisceradas y limpias para el
adobe, más una damajuana de vino y media horma de queso de cabra.
“¡Qué increíble lo que creciste en…¿ año, año y medio? ¿Tanto tiempo
pasó desde que nos vimos por última vez? ¿Fue en el aniversario del pueblo o en
la feria de invierno?”
A Mariano no dejaba de sorprenderlo la diferencia de contextura física
que lo aventajaba respecto de Lucio González. De todos modos, apenas se inclinó
para corresponderle el abrazo. Más por temor a creer que el hombre se
avergonzaría que por falta de afecto. Reacción que se repetía cada vez que el
muchacho se encontraba con un viejo conocido del Choique o con algún vecino que
no trataba desde el otoño. En esas ocasiones y al devolver el saludo, Mariano
les notaba en la mirada una pequeña luz de amargura, un acuse de inevitable
ancianidad que los viejos disimulaban con abrazos y con una contenida euforia
por el rencuentro. Y él no quería herir a su maestro arrojándole de golpe
varios años encima. Así estaba bien. Un abrazo breve, un par de palmadas en la
espalda y a otra cosa. Le resultaba incómodo pensar que un encuentro de ese
tipo podía afectar el ánimo de una persona que ya lucía el cabello encanecido.
Pero al maestro nada de ello llegó a afectarlo. Y si en verdad se sintió
intimidado, el efecto fue consumiéndose en sí mismo a medida que los comensales
sucumbían al vino patero, a la conversación y al pan horneado con queso.
Un buen asador sabía mantener el cuero tostado y en su punto justo;
apenas crocante al bocado. Por debajo, como si esa capa crujiente protegiera el
manjar de Nochebuena, abundaba la carne en su mejor espesor:, tierna y jugosa
al paladar.
Durante las tres horas que duró la cocción de los chivos, Mariano y el
Choique, con un cucharón de palo arrayán cada uno, fueron regando metódicamente
la cena con una mezcla de salmuera y hierbas de la zona. Poco duraron las
porciones en el plato y mucho las alabanzas para los cocineros, como también lo
fueron para el padre Javier y para Garrafa, quien aportó la batería de fuegos
artificiales que se activaron a medianoche frente al portón de la capilla.
Aunque para Mariano, buena y completa hubiese sido la fiesta si Laura hubiese
estado allí compartiendo la mesa con él y brindando a medianoche. Por eso él no
quiso ir con los demás a presenciar el encendido de bengalas y cañitas
voladoras. Prefirió quedarse al rescoldo de los asadores, sentado junto al
braserío que aún permanecía activo, chirriando ante cada gota de grasa que se
descolgaba lentamente desde la negrura húmeda de los hierros calientes.
Desde allí, desde el patio trasero de la capilla y resguardado por una
sobremesa abandonada, Mariano podía apreciar las luces que ascendían para luego
estallar en un abanico de chispas plateadas y doradas. De fondo, y luego del
silencio expectante del encendido de la pólvora, se escuchaba la algarabía de
los niños y el aplauso de los mayores ante cada estruendo. Sólo la Neno intentó regresar a la
mesa por una botella de sidra, pero se detuvo al notar el abatimiento del
muchacho junto a los asadores. Lo observó con el mismo gesto de tristeza que
tuvo para con él cuando debió mudarlo al galponcito de la casa. En esa
oportunidad hizo lo que creyó mejor para su hija y para los tres. Y ahora
también creía que había hecho lo que correspondía. Quién era ella para
distanciar a Laura de quien reclamaba su afecto paterno y podía darle lo que
quisiera. Pronto, un par de meses más y San Agustín quedaría en la historia. En
la capital tendrían la oportunidad de comenzar a purificar sus vidas y de
construir un nuevo mundo. Pero Mariano ya no era el de hace cinco años atrás.
Por eso le devolvió a la Neno
una mirada mucho más penetrante y sostenida que la que tuvo para con ella
cuando fue desplazado de la casa. Sin palabras, sólo a través del lenguaje
corporal, como lo hacían entre ellos cuando la discordia se interponía, le dio
a entender cuánto más la odiaba a partir de ahora y cuánto rencor comenzaba a
arder en él. La Neno
entendía el enfado que experimentaba Mariano pero también tenía en claro que
las cosas se habían dado así y que era mejor obrar a favor del destino. Cómo no
comprender que el muchacho se pusiera de pie de esa manera. Que pateara una y
otra vez las brasas y que avanzara hacia ella sólo para hundirle a mayor
profundidad la mirada. Sólo para escupir a sus pies y alejarse por la calle que
daba al río. Cómo no comprenderlo si él también fue su chiquito, su bebé de
pecho. Cómo no sentir pena si ella fue todo para él. Fue su madre y su padre,
su “mami Neno para siempre”. Cómo no perdonarlo en una noche como ésta si para
eso se celebra la navidad, para agradecer lo que se tiene, para compartir amor
con los que se quiere y para perdonar. Incluso a quienes desnudos, con las
manos juntas y al pie de una cama, imploran pasar una navidad con su hija para
rogar su perdón, para abrazarla mucho y besarla toda. Besarla siempre, a solas
en la casa, mientras los reflejos de las bengalas la iluminan de cuerpo entero
y nadie los molesta.
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