Capítulo 2. HORIZONTE INMACULADO
Aníbal
Degot había regresado a la Argentina después de tres décadas de ausencia. A
pesar de estar próximo a cumplir setenta años, mantenía un estado físico envidiable
y una mirada juvenil, chispeante y atenta a los movimientos del entorno. No
aceptó que nos encontráramos en mi departamento. Prefirió hacerlo en un café de
la Avenida de Mayo. Argumentó que “para hablar del tema” necesitaba del
bullicio, del animado desorden que provocaba el ir y venir de la gente, y del
cruce de otras voces para entrar en confianza y revelar lo que yo necesitaba
saber.
“Con tu
viejo fuimos compañeros de facultad, amigos no. Tampoco llegamos a serlo cuando
nos tocó compartir el mismo proyecto de investigación en el CONICET. Eso fue a
mediados de los sesenta, cuando nos habíamos inclinado por la ciencia genética.
Por entonces compartíamos la tutoría de un director de investigación en común y
eso hacía que confraternizáramos a diario. Pero amigos, lo que se dice amigos,
no lo fuimos en ese momento. Recién hacia finales del ’78, en Madrid,
mantuvimos una franca relación de amistad. Lo que pasa es que el exilio
transforma a las personas. Algunos cambian para bien y otros para mal. En ese
sentido, para Gonzalito y para mí fue positivo el destierro”
Degot
era el único referente que podía aportarme datos confiables respecto de lo que
había acontecido con mi padre durante el tiempo que vivió en la Patagonia. Si
bien por intermedio de mi familia pude ordenar la historia de vida de mi padre,
aún quedaba en el vacío más apagado ese capítulo que callaba los años
transcurridos por él en San Agustín. De poco me sirvieron los viajes que
realicé al sur del país para dar con documentación o personas que aportaran
información válida.
En el
’83, cuando se produjo el llenado de la represa hidroeléctrica del valle
del río Huancul, San Agustín desapareció
bajo las aguas y fue refundado a veinte kilómetros de lo que fuera su casco
urbano original. Mi casa natal, el hospital donde atendieron de urgencia a mi
madre y el aula de la escuela donde se conocieron mis viejos, había perdido
presencia física bajo las aguas de un lago artificial. Ni siquiera tuve acceso
a palpar los desechos materiales de lo que constituyó la memoria histórica de
mis padres. Todo ese pequeño mundo fundacional que acompañó mis primeros años
sucumbía bajo un firmamento líquido, donde la única fauna viva era la que
sobrevolaba en coloridos cardúmenes los techos ahogados de las antiguas
construcciones.
Alto
San Agustín fue el nombre con el que las flamantes autoridades democráticas
bautizaron al pueblo. De allí en más, los antiguos agustinenses abandonaron la
idea de radicarse en el nuevo emplazamiento y partieron hacia otros destinos
regionales. De todos modos, el flujo migratorio interno conformó un nuevo
núcleo urbano. De allí que los intentos por entablar contacto con gente que
hubiese conocido a mi padre fueron nulos. En consecuencia, Degot representaba
la única fuente viva que podía recrear la suerte corrida por mi padre en la
Patagonia de los años ’70.
Cartas,
fotografías, telegramas de fin de año, amigos o compañeros que incrementaban
periódicamente la gran colonia de exiliados argentinos en España fueron
aportándole a Degot un nutrido capital informativo que bien me permitía de
ahora en más comenzar a iluminar el último tramo de mi búsqueda.
“Le
decíamos Gonzalito porque aparentaba menos edad de la que en verdad tenía.
Otros preferían llamarlo Lucho, como tu mamá. Era un muchacho buenazo tu viejo,
un tipo simpático, discreto, muy inteligente y con una capacidad de trabajo
inagotable. Bueno, como te venía diciendo, el tema es que nos reencontramos en Madrid, en una tasca cercana
a la iglesia de San Lorenzo. Como tu viejo en ese momento entraba al local y yo
salía, nos atropellamos en la puerta. Y allí fue donde se le cayó uno de los
tres angelitos de cerámica que acababa de comprar…Exactamente, los otros dos
son los que expusieron junto al cuellito blando del cura en esa especie de
capillita paralela a la iglesia de San Agustín…Prohiben exhibición de
imágenes paganas, decía el recorte del diario local que me había enviado
Raquel, la mujer de Carlitos Espeche; otro compañero que también se había
radicado en la Patagonia. En un primer momento tu viejo se lamentó porque le
habían dicho que debía conservar las tres estatuillas si quería que la suerte
lo acompañara. No era un tipo supersticioso, pero le dio mala espina perder en
ese momento el angelito. Después, al rato de contarnos nuestras penurias y
tomarnos unas copas, le quitó importancia al hecho. Lo que me extrañó fue que
estuviera planeando volver al país. Que si todo marchaba como hasta ahora, para
fin de año o para comienzos del setenta y nueve se pegaba la vuelta. Estaba
convencido de que la junta militar comenzaría a desmoronarse de un momento a
otro. Además, venir a enterarse a los cuarenta años que tenía un hijo lo
desesperaba”
“Fijate
vos -me decía tu viejo juntando las
palmas de las manos, como si rezara-, mientras yo miraba aquí, en Madrid,
como un pelotudo la final Argentina-Holanda, mi hijo nacía en el culo del
mundo…Lo supe porque Elvira apareció hace un par de semanas atrás por la casa
de mi vieja con Luchito…Sí, Lucio, como yo…No, ella tampoco sabía que yo había
zafado. Fue una alegría tremenda para mis viejos saber que tenían un
nieto”.
Esperaron que tu viejo viajara a la capital provincial para
levantarlo…Sí, seguramente Fontana, junto a otro milico que ahora no recuerdo
el nombre, tuvo mucho que ver en el operativo. Tu papá había viajado junto a un
grupo de compañeros para retirar materiales escolares: útiles, ejemplares de
Simulcop, manuales, etc. Es que Elvira, tu vieja, todavía no tenía confirmado
el embarazo. Por eso cuando a tu viejo lo largaron más muerto que vivo en Bahía
Blanca no sabía que iba a ser padre. Tomá en cuenta que en esos años eran muy
pocos los que tenían teléfono en San Agustín. Además, como venía la mano,
gracias que pudo salir del país…No, nunca se supo quién intervino. Lo que puedo
asegurarte es que en esa época había que estar en la trampa para intervenir por
la vida de alguien. En definitiva, cuando tu viejo supo que Elvira estaba viva
y que él había sido padre, se puso como loco y empezó a especular con la idea
de volver a San Agustín”
Tal
vez si mi padre estuviese ahora compartiendo este café conmigo, tendría mucho
en común con Anibal Degot; setentón pero vigoroso, firme en su presencia pero
algo tembloroso al alzar el pocillo o al repasarse la cabellera canosa. Mientras
lo escuchaba pude recrear la imagen de una franja de sol entibiando mi mano, la
que intentaba aferrarse al barandal de una camita de patas altas. Luego, la
silueta recortada de un hombre que me alzaba. El trencito azul y rojo que se
arrugaba cuando él apartaba las cortinas, previo al golpe frontal de la luz de
la mañana.
Late
la memoria de una imagen familiar fugaz que duda entre lo real y la
configuración de esa misma realidad, la que, por cierto, resulta ser más
creíble que lo verdaderamente acontecido. Y en seguida mi cuerpo suspendido en
el aire, envuelto en una frazada y acunado por los brazos de un hombre que me
alejaba de la ventana para llevarme al pecho de mi madre.
“En el
‘66 Onganía ordenó limpiar las universidades de todo material ideológicamente
peligroso. Así fue que nos recagaron bien a palos esa noche. Así como te lo
digo. Nos reventaron. Nos dejaron sin nada; sin proyecto de investigación, sin
cargos docentes y, lo peor, con la amargura de sentir que allí no se acababa
nada, sino que era el comienzo de la aniquilación de una época y de toda una
generación que pudo construir muchísimo. Y, bueno, por un tiempo la mayoría de
los muchachos se arreglaron dando clases en colegios secundarios o buscando la
forma de continuar con la tarea científica en el exterior. En ese sentido tuve
mucha suerte, ya que al año siguiente gané una beca en un centro de
investigación en Pittsburg. En cambio tu viejo largó todo a la mierda. No quiso
saber nada más con la genética ni mucho menos con Buenos Aires. Desempolvó el
título de maestro que había obtenido en el Mariano Acosta y se fue a la
Patagonia…Espeche le calentó la cabeza con San Agustín. Le contó de la
tranquilidad del pueblo, de la imponencia del volcán nevado, de los bosques, de
la magia de la estepa, del río que se metía serpenteando por el pueblo y qué se
yo que tantas maravillas más. Lo que no le dijo fue que se calefaccionaban a
leña y a kerosene. Que en invierno nevaba de puta madre. Que en primavera
arrasaba un viento animal y que ese pueblo era apenas el cuerpo urbano de un
regimiento de infantería. Pero tu viejo estaba decidido a todo y no había caso
de hacerlo desistir. Estaba sencillamente harto y quiso comenzar una nueva
vida, fundar un mundo propio. Como si fuese tan fácil dejar de ser uno mismo
para renacer en otro y abrirse a un horizonte inmaculado”.
Con
Degot quedamos en volver a reunirnos el fin de semana en una casa quinta que un
primo suyo tenía en las afueras de Buenos Aires. El motivo era celebrar un
rencuentro con familiares y amigos. Me sorprendió que fuera tan directo en su
invitación. Si bien es cierto que en el exilio cultivó una sólida amistad con
mi padre, a mí acababa de conocerme. No sabía nada de mi trabajo, de mi círculo
de amistades, ni mucho menos de mis preferencias ideológicas o si tenía algún
contacto político que lo comprometiera. Menos aún se preocupó por corroborar mi
identidad, si yo realmente era el hijo de Lucio González o si era un
oportunista que pretendía recabar algún tipo de información. Pero acepté y le
aseguré que estaría atento a su llamado.
Algunos
de los pasajes relatados por Degot coincidían con los datos que me habían
brindado unos pocos ex compañeros del centro de investigación que integraba mi
padre. Pero otros me abrían a la fascinación de quien tiene la oportunidad de
ser testigo de la historia de vida de su propio progenitor. Y más aún ante el
relato de episodios desconocidos por mí con anterioridad. Pero a pesar de la
riqueza de la fuente informativa que representaba Anibal Degot, las preguntas
iban develando nuevos interrogantes, los que hasta ahora no daban respuestas.
¿Por qué mi madre viaja a Buenos Aires, me deja con mis abuelos y regresa a la
Patagonia? ¿En qué circunstancias desaparece mi padre por segunda vez? ¿Quién
es el que le dice que vuelva a San Agustín porque tiene información que
confiarle?¿Qué tiene que ver el crimen de una mujer y sus hijas con mi historia
familiar? ¿Para qué el envío de una nota anónima, junto a un viejo recorte
periodístico policial?: “Por fabor, no deje que estas almas inosentes sufran
en la oscuridá”
Mi
primer viaje a Alto San Agustín lo hice en enero de 2001. Ese verano resultó
inusitadamente tórrido y seco, lo que provocó que el lago acusara el nivel más
bajo de su historia.
“Si te
animás te llevo con la lancha a recorrer el viejo San Agustín desde arriba -me
dijo el recepcionista del Manantiales: una hostería ubicada junto a la rotonda de acceso al nuevo pueblo- ,
cuando el lago está bajo y no hay viento pueden verse en el fondo las casas que
estaban ubicadas en la parte más alta del pueblo. Pero ahora es una cosa de
locos. Hay tan poca agua que parece que fueras volando sobre los techos. Los
barrios, las calles, la escuela, todo se puede ver. Parece magia y, la
verdad…da un poco de impresión porque es como faltarle el respeto a un muerto,
¿no?”
Desde
las ventanas del segundo piso del Manantiales podía contemplar la prolija forma
de damero que mostraba la nueva arquitectura urbana. Y como la hostería estaba
construida sobre una de las tres colinas que bordeaban la entrada a Alto San
Agustín, podía apreciar las calles asfaltadas, un boulevard central
generosamente arbolado y unas pocas edificaciones de dos o tres pisos, las
cuales supuse corresponderían a la municipalidad, al colegio salesiano y al
hospital local. Más allá del límite poblacional se extendía una amplia zona de
chacras que iba desgranándose en lotes a medio sembrar, hasta marcar el inicio
de la chatura esteparia. Y sin demasiado esfuerzo, después del manto verdoso
que ofrecían las plantaciones frutales y de la monotonía desértica, podía
distinguirse la línea azul del lago. Un paisaje que ofrecía tantos contrastes
que no me resultó absurdo compararlo con los exabruptos que guardaba la propia
historia patagónica, como también con la accidentada memoria que cruzaba mi
pasado y que yo buscaba ordenar a partir del lenguaje que esta geografía
ocultaba.
“Pensar
que antes de la represa esto estaba todo al revés -me decía Marcial, el recepcionista de la
hostería al volante de su F 100-. Vos sabías que estabas llegando a San Agustín
porque empezabas a ver alamedas bien enfiladas, chacras en plena producción,
animales pastoreando, acequias, paisanos de a caballo. Ahora parece que vas a
un cementerio. Solamente chimangos y jotes revoloteando al pedo. Por ahí alguna
liebre saltando entre las matas pero no más que eso…No, de los vecinos de
entonces no te puedo decir mucho porque nosotros vivíamos en una casita que
estaba apartada del pueblo, a unos quince kilómetros río abajo…A San Agustín iba
cada tanto con mi viejo a hacer las compras. O cuando había algún
acontecimiento importante....Tampoco te puedo decir mucho porque hice la
primaria en la escuela rural de Cañada Pehuén. Después mi viejo quiso que
siguiera estudiando. Y como tenía a mis tíos en la capital, me mandaron con
ellos para que hiciera el secundario…Sí, claro, hice el comercial, después el
servicio militar y ahí nomás me pegué la vuelta…Y… había muerto mi viejo. Mis
hermanas estaban casadas y la chacrita en decadencia. Así que la aguanté unos
años como criancero y trabajando frutas finas, hasta que el gobierno pagó la
indemnización por el asunto de la represa. Con esa plata, más la que junté por
la venta del tractor y otros cositas más, compré el terrenito y construí la
hostería…En el ochenta y nueve la inauguré. Justo el mismo día que mostraban
por la tele la caída de ese paredón de Alemania, yo terminaba de colgar el
cartel luminoso sobre la ruta. Y es así nomás. Lo que por un lado del mundo se
cae, algo se levanta por el otro”
A los pocos minutos de nuestra partida, el
Alto, como llamaban los nuevos agustinenses a su pueblo, podía verse por el
parabrisas trasero de la camioneta. Aunque de tierra y ripio, la ruta vieja se
mantenía en buen estado. Cada tanto, Marcial me pedía que controlara si el
trailer y la lancha venían bien.
“Es que
con la polvareda que levanta la chata no ves un carajo. Una vez llevé a unos
gringos a pescar al lago y cuando llegamos estaba el trailer vacío. Se ve que
en algún sacudón la lancha se soltó y agarró para cualquier lado. Cuando retomé
el camino para buscarla me encontré a menos de un kilómetro con un paisano
enfurecido y puteándome de arriba abajo. Era de no creer. La lancha estaba
enterita sobre la banquina pero con un caballo muerto en las butacas traseras.
Los gringos se cagaban de risa y se
sacaban fotos con el caballo. Tendrías que haber visto a ese pobre viejo
cómo gritaba y cómo aullaban los perros que lo acompañaban. Los corría a los
gringos con el rebenque en la mano y los maldecía. Pero lo peor vino después en
la comisaría. Daños y perjuicios graves contra ganado, decía la carátula
de la denuncia que tramitó el paisano. Para colmo, cuando el tipo fue a decirle
al comisario que le habían atropellado el caballo con una lancha, los milicos casi
lo echan a patadas en el culo….Tuve que vender la rural Falcón que tenía para
comprarle otro animal y calmarle un poco los ánimos”
Era
cierto lo que le había contado Espeche a mi padre en aquella carta. El volcán
de nieves eternas era imponente. Las laderas boscosas que lo rodeaban
descendían entre suaves ondulaciones hasta sobrepasar el casco urbano. En su
conjunto, la magnificencia del paisaje transmitía una sensación de armonía que
hacía imposible imaginar que por estas latitudes pudiese reinar un clima
impiadoso. Costaba creer que el fuego,
la muerte y el crimen hubiesen dejado su marca en este territorio. La sensación
de paz que me invadía era absoluta. A pesar del entorno estepario que rodeaba
al lago, el espíritu de la belleza se encarnaba en la interpretación del
mensaje que emanaba la naturaleza, no en la particularidad visual de lo que
podía apreciarse.
Marcha
atrás y en una sola maniobra, Marcial introdujo el trailer al lago para
desenganchar y bajar la lancha. Sin pedirle permiso me ubiqué en la butaca del
acompañante y no pude evitar mirar los asientos traseros, donde había caído
muerto el caballo. En la guantera del tablero de mandos había un folleto
turístico promocionando un tour por la ciudad sumergida. Pero me abstuve
de mirar las fotografías subacuáticas de lo que había sido mi pueblo natal.
Quería enfrentar sin atenuantes el primer impacto emocional de los restos
hundidos de San Agustín. En consecuencia, me entregué a la navegación lacustre como
si fuese un turista más de los que acuden a los servicios de pesca que brinda
Manantiales.
A pesar
de que el lago se encontraba totalmente planchado, sin vientos de superficie,
Marcial tenía que hablarme junto al oído cada vez que me dirigía la palabra, ya
que el ruido del motor apagaba las voces.
“¿Ves
esa boya amarilla que tenemos por delante, a unos cincuenta metros de la
orilla? Bueno, marca el lugar donde se encuentra el mástil del regimiento ¿Y
ves más allá la anaranjada, la que está
hacia la derecha? Esa indica el otro mástil, el de la escuelita. Qué suerte la
tuya; caerte de visita con semejante bajante....Sí, seguro. Vas a poder ver lo
que nadie pudo hasta ahora”
La
navegación consistió más en hacer un recorrido paralelo a la costa que internarse
hacia aguas profundas. La supuesta despreocupación que yo había adoptado al
iniciar la jornada cambió abruptamente a un estado de ansiedad indisimulable
cuando Marcial me señaló las boyas. Me inquietaba saber que navegábamos sobre
el camino de acceso al pueblo y ver que los boyados se multiplicaban. Más aún
cuando viró hacia la derecha y apagó el motor para que la deriva de la lancha
nos acercara a la boya anaranjada. Nada
hasta entonces me había resultado tan elocuente para representar la inutilidad
del tiempo como el silencio que dominaba la escena. El sol ardía en su
mediodía. La ausencia de rasgo civilizatorio en derredor exageraba la
inmovilidad del paisaje. Nada de nubes en este continente de cielo patagónico.
Nada de fauna o presencia humana en las proximidades. Casi podía experimentar
la pureza del mundo y el gozoso drama del silencio al sentir el reflujo
sanguíneo que me recorría por dentro. Era la justificada razón del ser que
vibraba en las cosas de la naturaleza. Y era también la energía de la
existencia anunciándose en el pálido murmullo del encierro orgánico. Una
energía que, paradójicamente, podía traducirse en cada uno de los elementos que
componían este cuadro natural, desde el fondo recortado de la cordillera hasta
la pequeña embarcación que nos mantenía a flote.
Marcial
amarró la lancha a la boya y acondicionó un rudimentario visor que me
permitiría observar bajo el agua. El
artefacto consistía en una especie de cajón alargado con fondo de vidrio. De
esa manera, al hundirlo, podía contemplarse la ciudad sumergida sin tener que
recurrir al equipo de buceo.
“Pero
antes pasate la correa por los hombros. No sea cosa que se te escape el aparato
y se me vaya para abajo…No, así no. Tenés que meter la cabeza bien adentro del
cajón, sino el reflejo del sol te encandila”.
Los
primeros segundos de observación fueron de extrañamiento. Ver a pocos
centímetros de la superficie el follaje de un álamo vivo, al mismo tiempo que
un cardumen de truchas atravesaba sus ramas, me espantó. Estuve a punto de
apartarme del visor pero temía pasar por cobarde. Busqué entonces la base del
álamo y de a poco fue apareciendo un segundo árbol más pequeño, la cerca
perimetral, el patio escolar, los dos cuerpos del edificio con sus techos de
zinc y las estructuras de hierro de los juegos infantiles. A pocos metros de la
escuela se emplazaba el colegio secundario Conrado Villegas. Marcial me avisó
que navegaría a máquina lenta para que yo pudiera “recorrer el barrio”.
Era asombroso comprobar cómo se iban adaptando los sentidos al nuevo campo
visual y cómo ganaba en definición el
paisaje que se mostraba desde lo profundo.
A
medida que el pánico inicial perdía intensidad, la ansiedad por ver cada vez
más me superaba. Anduvimos dos cuadras más, doblamos a la derecha y cruzamos el
puente, después la canchita de fútbol, un par de camiones con las puertas
abiertas, el salón comunitario, el cuartel de bomberos y, por último, la plaza
de armas del regimiento. Más allá comenzaba a enturbiarse la visión porque el
fondo del lago ganaba en profundidad. Fue en ese momento que recordé una de las
ilustraciones que Doré había trazado para la Divina commedia. Se trataba
de una edición italiana que mi abuelo atesoraba y que insistía en leerme cada
vez que podía. Por supuesto que ese tedioso momento lo atenuaba interesándome
más por los dibujos que por la letra en sí. En esa lámina se lo veía al Dante
sentado en una barca encallada y a
Virgilio, en tierra, señalando junto a las almas perdidas el rumbo que ningún
mortal sensato desearía visitar jamás.
Yo no
tenía un guía espiritual o una Beatrice, ni mucho menos esperaba llegar
al paraíso para encontrarla. Pero por alguna razón aquel dibujo y esta extraña
imagen del cadáver de San Agustín bajo las aguas venían a confundirse en un
esfuerzo personal por entender el sentido último de la búsqueda. Mejor dicho,
de cualquier búsqueda que nos propusiésemos. Dante lo hacía por el afán de
reencontrarse con quien abrigaba en el alma la esencia viva de su existencia,
motivo por el cual él debía justificar un largo padecimiento terrenal y
solitario. Por lo menos hasta que la materia liberara al espíritu y así
poder ascender hasta su amada. Pero en
mi caso, ¿cuál era el fin último de mi búsqueda? Más que dar con una fecha, un
lugar y el nombre de algún responsable, ¿cuál era mi obsesión personal?. En el
caso de mi madre, la revelación aconteció en forma directa porque mis abuelos
dieron con la verdad mediante las primeras actuaciones sumarias que se llevaron
a cabo después del ‘83. Pero en el caso de mi padre, su no existencia física
configuraba en mi imaginario un sentido de verdad y realidad que se debatía
entre miles de especulaciones ¿Por eso la búsqueda? ¿O por eso la voluntad de
encaminar un trayecto que, quizá, se circunscriba sólo a eso, a permanecer en
movimiento?
El dedo
índice de Virgilio apunta hacia el horizonte, hacia un cielo regodeado de nubes
negras, de clima amenazante y pronóstico desesperanzador. Mientras tanto, Dante
aguarda sentado en la popa de la barca con expresión grave, como quien se deja
llevar bajo entrega voluntaria pero tardíamente arrepentido de la decisión
tomada. Una elocuente imagen sobre el arrebato de la duda que atormenta a un
desesperado.
Cuando
ya no hubo más por ver, mi guía emprendió el regreso. Las boyas perdían volumen
a medida que nos alejábamos del pueblo hundido y mi estado de ánimo comenzaba a
caer en una aguda depresión. Por fuera, en su expresión más acabada de
esplendor natural, el mundo brillaba y se lucía inalcanzable. Por dentro, el
vértigo de la angustia iba demoliendo la poca resistencia que mi entereza
anímica podía sostener en ese momento. Sobre la superficie de ese mundo, otro,
volvían a desarraigarme del universo que por derecho me había pertenecido y que
también por derecho me pertenecía aún. Ya no habitado, ya no vivo en este
instante, pero sí latente en el impulso energético que me motivaba a existir en
este tiempo.
“Te
dije que valía la pena, ¿viste?. Un poco impresionante pero espectacular. Ayudó
mucho el bajo nivel que tiene el lago por estos días…No, nunca leí un libro
entero. Ni siquiera en la escuela. Únicamente el diario y las revistas que
compra la Nati, mi mujer. No sé lo que es La Comedia divina... Si a vos
te sirvió leerlo hacés bien en acordarte. En cambio mi abuelo, que nunca pudo
ir a la escuela, siempre se lamentaba por no haber aprendido a leer. Decía que
los que tuvieron esa suerte corrían con ventaja porque podían ver más allá de
lo que los ojos le mostraban. Y mirá que uno tiene mucho para ver , ¿no? Como
vos, que leíste a ese italiano y ahora podés comparar lo que escribió con esta
experiencia. Qué bueno que puedas aprovechar tanta sabiduría para comprender
mejor las cosas. Eso sí que es bueno”
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