domingo, 2 de septiembre de 2012




Capítulo 2.  HORIZONTE INMACULADO

   Aníbal Degot había regresado a la Argentina después de tres décadas de ausencia. A pesar de estar próximo a cumplir setenta años, mantenía un estado físico envidiable y una mirada juvenil, chispeante y atenta a los movimientos del entorno. No aceptó que nos encontráramos en mi departamento. Prefirió hacerlo en un café de la Avenida de Mayo. Argumentó que “para hablar del tema” necesitaba del bullicio, del animado desorden que provocaba el ir y venir de la gente, y del cruce de otras voces para entrar en confianza y revelar lo que yo necesitaba saber.
  “Con tu viejo fuimos compañeros de facultad, amigos no. Tampoco llegamos a serlo cuando nos tocó compartir el mismo proyecto de investigación en el CONICET. Eso fue a mediados de los sesenta, cuando nos habíamos inclinado por la ciencia genética. Por entonces compartíamos la tutoría de un director de investigación en común y eso hacía que confraternizáramos a diario. Pero amigos, lo que se dice amigos, no lo fuimos en ese momento. Recién hacia finales del ’78, en Madrid, mantuvimos una franca relación de amistad. Lo que pasa es que el exilio transforma a las personas. Algunos cambian para bien y otros para mal. En ese sentido, para Gonzalito y para mí fue positivo el destierro”
   Degot era el único referente que podía aportarme datos confiables respecto de lo que había acontecido con mi padre durante el tiempo que vivió en la Patagonia. Si bien por intermedio de mi familia pude ordenar la historia de vida de mi padre, aún quedaba en el vacío más apagado ese capítulo que callaba los años transcurridos por él en San Agustín. De poco me sirvieron los viajes que realicé al sur del país para dar con documentación o personas que aportaran información válida.
   En el ’83, cuando se produjo el llenado de la represa hidroeléctrica del valle del  río Huancul, San Agustín desapareció bajo las aguas y fue refundado a veinte kilómetros de lo que fuera su casco urbano original. Mi casa natal, el hospital donde atendieron de urgencia a mi madre y el aula de la escuela donde se conocieron mis viejos, había perdido presencia física bajo las aguas de un lago artificial. Ni siquiera tuve acceso a palpar los desechos materiales de lo que constituyó la memoria histórica de mis padres. Todo ese pequeño mundo fundacional que acompañó mis primeros años sucumbía bajo un firmamento líquido, donde la única fauna viva era la que sobrevolaba en coloridos cardúmenes los techos ahogados de las antiguas construcciones.
   Alto San Agustín fue el nombre con el que las flamantes autoridades democráticas bautizaron al pueblo. De allí en más, los antiguos agustinenses abandonaron la idea de radicarse en el nuevo emplazamiento y partieron hacia otros destinos regionales. De todos modos, el flujo migratorio interno conformó un nuevo núcleo urbano. De allí que los intentos por entablar contacto con gente que hubiese conocido a mi padre fueron nulos. En consecuencia, Degot representaba la única fuente viva que podía recrear la suerte corrida por mi padre en la Patagonia de los años ’70.
  Cartas, fotografías, telegramas de fin de año, amigos o compañeros que incrementaban periódicamente la gran colonia de exiliados argentinos en España fueron aportándole a Degot un nutrido capital informativo que bien me permitía de ahora en más comenzar a iluminar el último tramo de mi búsqueda.
     “Le decíamos Gonzalito porque aparentaba menos edad de la que en verdad tenía. Otros preferían llamarlo Lucho, como tu mamá. Era un muchacho buenazo tu viejo, un tipo simpático, discreto, muy inteligente y con una capacidad de trabajo inagotable. Bueno, como te venía diciendo, el tema es que nos  reencontramos en Madrid, en una tasca cercana a la iglesia de San Lorenzo. Como tu viejo en ese momento entraba al local y yo salía, nos atropellamos en la puerta. Y allí fue donde se le cayó uno de los tres angelitos de cerámica que acababa de comprar…Exactamente, los otros dos son los que expusieron junto al cuellito blando del cura en esa especie de capillita paralela a la iglesia de San Agustín…Prohiben exhibición de imágenes paganas, decía el recorte del diario local que me había enviado Raquel, la mujer de Carlitos Espeche; otro compañero que también se había radicado en la Patagonia. En un primer momento tu viejo se lamentó porque le habían dicho que debía conservar las tres estatuillas si quería que la suerte lo acompañara. No era un tipo supersticioso, pero le dio mala espina perder en ese momento el angelito. Después, al rato de contarnos nuestras penurias y tomarnos unas copas, le quitó importancia al hecho. Lo que me extrañó fue que estuviera planeando volver al país. Que si todo marchaba como hasta ahora, para fin de año o para comienzos del setenta y nueve se pegaba la vuelta. Estaba convencido de que la junta militar comenzaría a desmoronarse de un momento a otro. Además, venir a enterarse a los cuarenta años que tenía un hijo lo desesperaba”
  “Fijate vos  -me decía tu viejo juntando las palmas de las manos, como si rezara-, mientras yo miraba aquí, en Madrid, como un pelotudo la final Argentina-Holanda, mi hijo nacía en el culo del mundo…Lo supe porque Elvira apareció hace un par de semanas atrás por la casa de mi vieja con Luchito…Sí, Lucio, como yo…No, ella tampoco sabía que yo había zafado. Fue una alegría tremenda para mis viejos saber que tenían un nieto”.
  Esperaron que tu viejo viajara a la capital provincial para levantarlo…Sí, seguramente Fontana, junto a otro milico que ahora no recuerdo el nombre, tuvo mucho que ver en el operativo. Tu papá había viajado junto a un grupo de compañeros para retirar materiales escolares: útiles, ejemplares de Simulcop, manuales, etc. Es que Elvira, tu vieja, todavía no tenía confirmado el embarazo. Por eso cuando a tu viejo lo largaron más muerto que vivo en Bahía Blanca no sabía que iba a ser padre. Tomá en cuenta que en esos años eran muy pocos los que tenían teléfono en San Agustín. Además, como venía la mano, gracias que pudo salir del país…No, nunca se supo quién intervino. Lo que puedo asegurarte es que en esa época había que estar en la trampa para intervenir por la vida de alguien. En definitiva, cuando tu viejo supo que Elvira estaba viva y que él había sido padre, se puso como loco y empezó a especular con la idea de volver a San Agustín”

    Tal vez si mi padre estuviese ahora compartiendo este café conmigo, tendría mucho en común con Anibal Degot; setentón pero vigoroso, firme en su presencia pero algo tembloroso al alzar el pocillo o al repasarse la cabellera canosa. Mientras lo escuchaba pude recrear la imagen de una franja de sol entibiando mi mano, la que intentaba aferrarse al barandal de una camita de patas altas. Luego, la silueta recortada de un hombre que me alzaba. El trencito azul y rojo que se arrugaba cuando él apartaba las cortinas, previo al golpe frontal de la luz de la mañana.
    Late la memoria de una imagen familiar fugaz que duda entre lo real y la configuración de esa misma realidad, la que, por cierto, resulta ser más creíble que lo verdaderamente acontecido. Y en seguida mi cuerpo suspendido en el aire, envuelto en una frazada y acunado por los brazos de un hombre que me alejaba de la ventana para llevarme al pecho de mi madre.
  “En el ‘66 Onganía ordenó limpiar las universidades de todo material ideológicamente peligroso. Así fue que nos recagaron bien a palos esa noche. Así como te lo digo. Nos reventaron. Nos dejaron sin nada; sin proyecto de investigación, sin cargos docentes y, lo peor, con la amargura de sentir que allí no se acababa nada, sino que era el comienzo de la aniquilación de una época y de toda una generación que pudo construir muchísimo. Y, bueno, por un tiempo la mayoría de los muchachos se arreglaron dando clases en colegios secundarios o buscando la forma de continuar con la tarea científica en el exterior. En ese sentido tuve mucha suerte, ya que al año siguiente gané una beca en un centro de investigación en Pittsburg. En cambio tu viejo largó todo a la mierda. No quiso saber nada más con la genética ni mucho menos con Buenos Aires. Desempolvó el título de maestro que había obtenido en el Mariano Acosta y se fue a la Patagonia…Espeche le calentó la cabeza con San Agustín. Le contó de la tranquilidad del pueblo, de la imponencia del volcán nevado, de los bosques, de la magia de la estepa, del río que se metía serpenteando por el pueblo y qué se yo que tantas maravillas más. Lo que no le dijo fue que se calefaccionaban a leña y a kerosene. Que en invierno nevaba de puta madre. Que en primavera arrasaba un viento animal y que ese pueblo era apenas el cuerpo urbano de un regimiento de infantería. Pero tu viejo estaba decidido a todo y no había caso de hacerlo desistir. Estaba sencillamente harto y quiso comenzar una nueva vida, fundar un mundo propio. Como si fuese tan fácil dejar de ser uno mismo para renacer en otro y abrirse a un horizonte inmaculado”.
   Con Degot quedamos en volver a reunirnos el fin de semana en una casa quinta que un primo suyo tenía en las afueras de Buenos Aires. El motivo era celebrar un rencuentro con familiares y amigos. Me sorprendió que fuera tan directo en su invitación. Si bien es cierto que en el exilio cultivó una sólida amistad con mi padre, a mí acababa de conocerme. No sabía nada de mi trabajo, de mi círculo de amistades, ni mucho menos de mis preferencias ideológicas o si tenía algún contacto político que lo comprometiera. Menos aún se preocupó por corroborar mi identidad, si yo realmente era el hijo de Lucio González o si era un oportunista que pretendía recabar algún tipo de información. Pero acepté y le aseguré que estaría atento a su llamado.

   Algunos de los pasajes relatados por Degot coincidían con los datos que me habían brindado unos pocos ex compañeros del centro de investigación que integraba mi padre. Pero otros me abrían a la fascinación de quien tiene la oportunidad de ser testigo de la historia de vida de su propio progenitor. Y más aún ante el relato de episodios desconocidos por mí con anterioridad. Pero a pesar de la riqueza de la fuente informativa que representaba Anibal Degot, las preguntas iban develando nuevos interrogantes, los que hasta ahora no daban respuestas. ¿Por qué mi madre viaja a Buenos Aires, me deja con mis abuelos y regresa a la Patagonia? ¿En qué circunstancias desaparece mi padre por segunda vez? ¿Quién es el que le dice que vuelva a San Agustín porque tiene información que confiarle?¿Qué tiene que ver el crimen de una mujer y sus hijas con mi historia familiar? ¿Para qué el envío de una nota anónima, junto a un viejo recorte periodístico policial?: “Por fabor, no deje que estas almas inosentes sufran en la oscuridá”
   Mi primer viaje a Alto San Agustín lo hice en enero de 2001. Ese verano resultó inusitadamente tórrido y seco, lo que provocó que el lago acusara el nivel más bajo de su historia.
    “Si te animás te llevo con la lancha a recorrer el viejo San Agustín desde arriba -me dijo el recepcionista del Manantiales: una hostería ubicada junto a  la rotonda de acceso al nuevo pueblo- , cuando el lago está bajo y no hay viento pueden verse en el fondo las casas que estaban ubicadas en la parte más alta del pueblo. Pero ahora es una cosa de locos. Hay tan poca agua que parece que fueras volando sobre los techos. Los barrios, las calles, la escuela, todo se puede ver. Parece magia y, la verdad…da un poco de impresión porque es como faltarle el respeto a un muerto, ¿no?”
  Desde las ventanas del segundo piso del Manantiales podía contemplar la prolija forma de damero que mostraba la nueva arquitectura urbana. Y como la hostería estaba construida sobre una de las tres colinas que bordeaban la entrada a Alto San Agustín, podía apreciar las calles asfaltadas, un boulevard central generosamente arbolado y unas pocas edificaciones de dos o tres pisos, las cuales supuse corresponderían a la municipalidad, al colegio salesiano y al hospital local. Más allá del límite poblacional se extendía una amplia zona de chacras que iba desgranándose en lotes a medio sembrar, hasta marcar el inicio de la chatura esteparia. Y sin demasiado esfuerzo, después del manto verdoso que ofrecían las plantaciones frutales y de la monotonía desértica, podía distinguirse la línea azul del lago. Un paisaje que ofrecía tantos contrastes que no me resultó absurdo compararlo con los exabruptos que guardaba la propia historia patagónica, como también con la accidentada memoria que cruzaba mi pasado y que yo buscaba ordenar a partir del lenguaje que esta geografía ocultaba.
  “Pensar que antes de la represa esto estaba todo al revés  -me decía Marcial, el recepcionista de la hostería al volante de su F 100-. Vos sabías que estabas llegando a San Agustín porque empezabas a ver alamedas bien enfiladas, chacras en plena producción, animales pastoreando, acequias, paisanos de a caballo. Ahora parece que vas a un cementerio. Solamente chimangos y jotes revoloteando al pedo. Por ahí alguna liebre saltando entre las matas pero no más que eso…No, de los vecinos de entonces no te puedo decir mucho porque nosotros vivíamos en una casita que estaba apartada del pueblo, a unos quince kilómetros río abajo…A San Agustín iba cada tanto con mi viejo a hacer las compras. O cuando había algún acontecimiento importante....Tampoco te puedo decir mucho porque hice la primaria en la escuela rural de Cañada Pehuén. Después mi viejo quiso que siguiera estudiando. Y como tenía a mis tíos en la capital, me mandaron con ellos para que hiciera el secundario…Sí, claro, hice el comercial, después el servicio militar y ahí nomás me pegué la vuelta…Y… había muerto mi viejo. Mis hermanas estaban casadas y la chacrita en decadencia. Así que la aguanté unos años como criancero y trabajando frutas finas, hasta que el gobierno pagó la indemnización por el asunto de la represa. Con esa plata, más la que junté por la venta del tractor y otros cositas más, compré el terrenito y construí la hostería…En el ochenta y nueve la inauguré. Justo el mismo día que mostraban por la tele la caída de ese paredón de Alemania, yo terminaba de colgar el cartel luminoso sobre la ruta. Y es así nomás. Lo que por un lado del mundo se cae, algo se levanta por el otro”
   A los pocos minutos de nuestra partida, el Alto, como llamaban los nuevos agustinenses a su pueblo, podía verse por el parabrisas trasero de la camioneta. Aunque de tierra y ripio, la ruta vieja se mantenía en buen estado. Cada tanto, Marcial me pedía que controlara si el trailer y la lancha venían bien.
   “Es que con la polvareda que levanta la chata no ves un carajo. Una vez llevé a unos gringos a pescar al lago y cuando llegamos estaba el trailer vacío. Se ve que en algún sacudón la lancha se soltó y agarró para cualquier lado. Cuando retomé el camino para buscarla me encontré a menos de un kilómetro con un paisano enfurecido y puteándome de arriba abajo. Era de no creer. La lancha estaba enterita sobre la banquina pero con un caballo muerto en las butacas traseras. Los gringos se cagaban de risa y se  sacaban fotos con el caballo. Tendrías que haber visto a ese pobre viejo cómo gritaba y cómo aullaban los perros que lo acompañaban. Los corría a los gringos con el rebenque en la mano y los maldecía. Pero lo peor vino después en la comisaría. Daños y perjuicios graves contra ganado, decía la carátula de la denuncia que tramitó el paisano. Para colmo, cuando el tipo fue a decirle al comisario que le habían atropellado el caballo con una lancha, los milicos casi lo echan a patadas en el culo….Tuve que vender la rural Falcón que tenía para comprarle otro animal y calmarle un poco los ánimos”

    Era cierto lo que le había contado Espeche a mi padre en aquella carta. El volcán de nieves eternas era imponente. Las laderas boscosas que lo rodeaban descendían entre suaves ondulaciones hasta sobrepasar el casco urbano. En su conjunto, la magnificencia del paisaje transmitía una sensación de armonía que hacía imposible imaginar que por estas latitudes pudiese reinar un clima impiadoso.  Costaba creer que el fuego, la muerte y el crimen hubiesen dejado su marca en este territorio. La sensación de paz que me invadía era absoluta. A pesar del entorno estepario que rodeaba al lago, el espíritu de la belleza se encarnaba en la interpretación del mensaje que emanaba la naturaleza, no en la particularidad visual de lo que podía apreciarse.
   Marcha atrás y en una sola maniobra, Marcial introdujo el trailer al lago para desenganchar y bajar la lancha. Sin pedirle permiso me ubiqué en la butaca del acompañante y no pude evitar mirar los asientos traseros, donde había caído muerto el caballo. En la guantera del tablero de mandos había un folleto turístico promocionando un tour por la ciudad sumergida. Pero me abstuve de mirar las fotografías subacuáticas de lo que había sido mi pueblo natal. Quería enfrentar sin atenuantes el primer impacto emocional de los restos hundidos de San Agustín. En consecuencia, me entregué a la navegación lacustre como si fuese un turista más de los que acuden a los servicios de pesca que brinda Manantiales.
   A pesar de que el lago se encontraba totalmente planchado, sin vientos de superficie, Marcial tenía que hablarme junto al oído cada vez que me dirigía la palabra, ya que el ruido del motor apagaba las voces.
    “¿Ves esa boya amarilla que tenemos por delante, a unos cincuenta metros de la orilla? Bueno, marca el lugar donde se encuentra el mástil del regimiento ¿Y ves más allá  la anaranjada, la que está hacia la derecha? Esa indica el otro mástil, el de la escuelita. Qué suerte la tuya; caerte de visita con semejante bajante....Sí, seguro. Vas a poder ver lo que nadie pudo hasta ahora”
  La navegación consistió más en hacer un recorrido paralelo a la costa que internarse hacia aguas profundas. La supuesta despreocupación que yo había adoptado al iniciar la jornada cambió abruptamente a un estado de ansiedad indisimulable cuando Marcial me señaló las boyas. Me inquietaba saber que navegábamos sobre el camino de acceso al pueblo y ver que los boyados se multiplicaban. Más aún cuando viró hacia la derecha y apagó el motor para que la deriva de la lancha nos acercara a la boya anaranjada.  Nada hasta entonces me había resultado tan elocuente para representar la inutilidad del tiempo como el silencio que dominaba la escena. El sol ardía en su mediodía. La ausencia de rasgo civilizatorio en derredor exageraba la inmovilidad del paisaje. Nada de nubes en este continente de cielo patagónico. Nada de fauna o presencia humana en las proximidades. Casi podía experimentar la pureza del mundo y el gozoso drama del silencio al sentir el reflujo sanguíneo que me recorría por dentro. Era la justificada razón del ser que vibraba en las cosas de la naturaleza. Y era también la energía de la existencia anunciándose en el pálido murmullo del encierro orgánico. Una energía que, paradójicamente, podía traducirse en cada uno de los elementos que componían este cuadro natural, desde el fondo recortado de la cordillera hasta la pequeña embarcación que nos mantenía a flote.
   Marcial amarró la lancha a la boya y acondicionó un rudimentario visor que me permitiría observar  bajo el agua. El artefacto consistía en una especie de cajón alargado con fondo de vidrio. De esa manera, al hundirlo, podía contemplarse la ciudad sumergida sin tener que recurrir al equipo de buceo.
   “Pero antes pasate la correa por los hombros. No sea cosa que se te escape el aparato y se me vaya para abajo…No, así no. Tenés que meter la cabeza bien adentro del cajón, sino el reflejo del sol te encandila”.
   Los primeros segundos de observación fueron de extrañamiento. Ver a pocos centímetros de la superficie el follaje de un álamo vivo, al mismo tiempo que un cardumen de truchas atravesaba sus ramas, me espantó. Estuve a punto de apartarme del visor pero temía pasar por cobarde. Busqué entonces la base del álamo y de a poco fue apareciendo un segundo árbol más pequeño, la cerca perimetral, el patio escolar, los dos cuerpos del edificio con sus techos de zinc y las estructuras de hierro de los juegos infantiles. A pocos metros de la escuela se emplazaba el colegio secundario Conrado Villegas. Marcial me avisó que navegaría a máquina lenta para que yo pudiera “recorrer el barrio”. Era asombroso comprobar cómo se iban adaptando los sentidos al nuevo campo visual  y cómo ganaba en definición el paisaje que se mostraba desde lo profundo.
   A medida que el pánico inicial perdía intensidad, la ansiedad por ver cada vez más me superaba. Anduvimos dos cuadras más, doblamos a la derecha y cruzamos el puente, después la canchita de fútbol, un par de camiones con las puertas abiertas, el salón comunitario, el cuartel de bomberos y, por último, la plaza de armas del regimiento. Más allá comenzaba a enturbiarse la visión porque el fondo del lago ganaba en profundidad. Fue en ese momento que recordé una de las ilustraciones que Doré había trazado para la Divina commedia. Se trataba de una edición italiana que mi abuelo atesoraba y que insistía en leerme cada vez que podía. Por supuesto que ese tedioso momento lo atenuaba interesándome más por los dibujos que por la letra en sí. En esa lámina se lo veía al Dante sentado en una  barca encallada y a Virgilio, en tierra, señalando junto a las almas perdidas el rumbo que ningún mortal sensato desearía visitar jamás.
   Yo no tenía un guía espiritual o una Beatrice, ni mucho menos esperaba llegar al paraíso para encontrarla. Pero por alguna razón aquel dibujo y esta extraña imagen del cadáver de San Agustín bajo las aguas venían a confundirse en un esfuerzo personal por entender el sentido último de la búsqueda. Mejor dicho, de cualquier búsqueda que nos propusiésemos. Dante lo hacía por el afán de reencontrarse con quien abrigaba en el alma la esencia viva de su existencia, motivo por el cual él debía justificar un largo padecimiento terrenal y solitario. Por lo menos hasta que la materia liberara al espíritu y así poder  ascender hasta su amada. Pero en mi caso, ¿cuál era el fin último de mi búsqueda? Más que dar con una fecha, un lugar y el nombre de algún responsable, ¿cuál era mi obsesión personal?. En el caso de mi madre, la revelación aconteció en forma directa porque mis abuelos dieron con la verdad mediante las primeras actuaciones sumarias que se llevaron a cabo después del ‘83. Pero en el caso de mi padre, su no existencia física configuraba en mi imaginario un sentido de verdad y realidad que se debatía entre miles de especulaciones ¿Por eso la búsqueda? ¿O por eso la voluntad de encaminar un trayecto que, quizá, se circunscriba sólo a eso, a permanecer en movimiento?
   El dedo índice de Virgilio apunta hacia el horizonte, hacia un cielo regodeado de nubes negras, de clima amenazante y pronóstico desesperanzador. Mientras tanto, Dante aguarda sentado en la popa de la barca con expresión grave, como quien se deja llevar bajo entrega voluntaria pero tardíamente arrepentido de la decisión tomada. Una elocuente imagen sobre el arrebato de la duda que atormenta a un desesperado.
   Cuando ya no hubo más por ver, mi guía emprendió el regreso. Las boyas perdían volumen a medida que nos alejábamos del pueblo hundido y mi estado de ánimo comenzaba a caer en una aguda depresión. Por fuera, en su expresión más acabada de esplendor natural, el mundo brillaba y se lucía inalcanzable. Por dentro, el vértigo de la angustia iba demoliendo la poca resistencia que mi entereza anímica podía sostener en ese momento. Sobre la superficie de ese mundo, otro, volvían a desarraigarme del universo que por derecho me había pertenecido y que también por derecho me pertenecía aún. Ya no habitado, ya no vivo en este instante, pero sí latente en el impulso energético que me motivaba a existir en este tiempo.
   “Te dije que valía la pena, ¿viste?. Un poco impresionante pero espectacular. Ayudó mucho el bajo nivel que tiene el lago por estos días…No, nunca leí un libro entero. Ni siquiera en la escuela. Únicamente el diario y las revistas que compra la Nati, mi mujer. No sé lo que es La Comedia divina... Si a vos te sirvió leerlo hacés bien en acordarte. En cambio mi abuelo, que nunca pudo ir a la escuela, siempre se lamentaba por no haber aprendido a leer. Decía que los que tuvieron esa suerte corrían con ventaja porque podían ver más allá de lo que los ojos le mostraban. Y mirá que uno tiene mucho para ver , ¿no? Como vos, que leíste a ese italiano y ahora podés comparar lo que escribió con esta experiencia. Qué bueno que puedas aprovechar tanta sabiduría para comprender mejor las cosas. Eso sí que es bueno”

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