miércoles, 19 de septiembre de 2012


5. UNIVERSO MENOR
                                                                                  
      Alto Valle, 25 de octubre de 1979
Querido compañero y amigo Anibal:
                                                             Ya sé que no debería comenzar esta carta pidiendo disculpas, pero no pude escribirte antes porque el impacto del rencuentro con Elvira, con mis viejos y con el país fue demasiado fuerte. En la casa quinta de Las Heras (la que nos prestó por un tiempo el vasco Aranguren cuando volví a la Argentina) me sentaba todas las noches con la intención de contarte cómo había sido mi regreso. Pero no había caso. La angustia, la alegría, la tristeza, el miedo que todavía perdura, todo junto me mareaba y no salía una palabra. Pero, bueno, finalmente la cabeza y el corazón parece que quieren ordenarse y me dejan acomodar alguna que otra línea en esta carta. Ahora, lo que jamás podría expresarte con palabras es la emoción que sentí al ver y abrazar a mi hijo. Para que lo vayas conociendo te mando unas fotos. Fijate bien en la copia más grande. Sobre el hombro derecho de Elvira aparecen unas casitas blancas con techo acanalado azul, tipo plan de viviendas. Bueno, la segunda, la que tiene un 3cv estacionado en la puerta es la nuestra. Se la alquilamos a los padres de Breckner, un ex compañero del colegio de San Agustín. Un gauchazo el tipo. Antes de que pasara lo que pasó, insistía para que fuéramos a conocer Alto Valle, a pasar un fin de semana a su casa paterna. Y, la verdad, nunca le dí bola ¡Mirá ahora cómo viene a darse vuelta la cosa, ¿no?! Qué flor de compañero resultó. No tuvo ningún problema en ayudarnos. Ni siquiera me preguntó cómo se me había ocurrido volver a la Patagonia después de lo que había pasado. Lo mismo el hermano de Breckner. Me dio trabajo en la carpintería que tiene en sociedad con su padre. Con eso y con las clases de apoyo particulares que damos en casa, nos vamos acomodando.
   En Buenos Aires no podía quedarme y en Las Heras tampoco. Me estaba volviendo paranoico. La sirenas de los patrulleros, los ecos de los disparos nocturnos, los autos que merodeaban a paso de hombre con las luces apagadas. Y en el campo, el silencio intenso, el aislamiento. Hasta el cielo estrellado me provocaba pánico cuando no había luna y los perros ladraban como desaforados. Vivía encerrado y pendiente de quien tocara a la puerta. La cosa seguía jodida y cada día que pasaba comprometía más a mis viejos. La opción de volver a dar clases era un suicidio. Elvira me contó que al mes siguiente de que me levantaran llegó al colegio una resolución del Consejo Provincial de Educación donde se exponían los motivos por los cuales se me había iniciado sumario y, además, sancionado por abandono de cargo sin causa justificada. La idea no era radicarnos en Alto Valle, pero como era el período de vacaciones de invierno me tiré el lance para ver si encontraba a Breckner en casa de sus viejos y pedirle algún dato de laburo. No se lo anuncié por carta ni le mandé aviso previo. Cualquier localidad de la zona que quedara al sur del río Colorado era buena para empezar. Y hasta ahora, Alto Valle parece estar brindándonos ése refugio que tanto necesitábamos. Los dos queríamos regresara a la Patagonia pero sin meternos en la boca del lobo. Nada de radicarnos en capitales provinciales, desde ya. Por eso acordamos quedarnos de éste lado del río Neuquén, donde no hay regimientos ni batallones cerca y donde las cosas parecen ser un poco más tranquilas. Así que agarramos el Citröen, un equipaje mínimo y rumbeamos para el sur sin avisarle a NADIE. Pero, ¡Ojo!, no fuimos por la ruta 5, por Santa Rosa. Cruzamos La Pampa por el sur de la provincia de Buenos Aires, por donde no transita casi nadie. Allí las rutas están semidestruidas. Algunas son de tierra y los puestos de control policial son menos estrictos. Eso sí, tardamos treinta y dos horas en llegar. El auto venía muy cargado y además nos quedamos dos veces varados por problemas mecánicos. Con todo, tenés que ver lo bien que se la bancó el autito.
   Lo que sí te confieso estar considerando cada vez con mayor interés es en la posibilidad de mandarme hasta San Agustín. Solo, desde ya. Allí hay gente a la que aprecio mucho y a la que necesito volver a ver. El cura Javier, por ejemplo. Elvira me contó que la ayudó mucho cuando me levantaron. Y más todavía cuando accedió volver a Buenos Aires con el bebé. Ella no quería saber nada con irse del pueblo sin saber a dónde me habían llevado. Pero el tipo la aconsejó bien y se preocupó de que llegara sana y salva a casa de sus viejos.
   Lo de Carlitos Espeche fue un golpe durísimo para nosotros y fue también el primer gancho que tiraron los tipos para ir chupando en serie a todos los demás. Elvira podía ser la próxima y no había porqué exponerse a tanto. Por eso, tengo que ir y agradecerle al cura como corresponde. Nobleza obliga.
   Así que ya me ves, Aníbal, otra vez refugiándome en el culo del mundo y volviendo a empezar con más años encima, con una parte del alma medio muerta pero con el espíritu renovado por este hijo que tengo y por la posibilidad de reconstruir el mundo. Al menos el que puedo levantar con la esperanza de saber que el futuro siempre tiene algo bueno para dar. Y San Agustín, después de todo, fue una buena parte de nuestra historia, de la mía con Elvira. Allí nos conocimos y fundamos nuestro pequeño universo con este sol inmenso que tengo a mi lado, paradito en la cuna y tironeando de la cortina. Parece que le gustan los trencitos azules y rojos que están pintados en la tela.
   En la próxima te cuento cómo entré al país y lo que me pasó en Rosario con un farmacéutico que decía conocerme de algún lado. Eso sí, no sé cuándo recibirás esas líneas porque voy a enviártelas por la misma vía que te remito ésta. Todavía no me animo a usar el correo postal. Es por Elvira y el nene. Y por mis viejos también. Tengo miedo de que pinchen la correspondencia.
  Ya vendrán tiempos mejores y vos también podrás compartir lo que se viene con nosotros.  Estoy seguro de ello.
                                                                Va un abrazo grande.  Lucho.

      Según Lucio González (h), la segunda carta ya estaba dañada cuando Degot se la entregó, ordenadas cronológicamente junto a otras tres. A esa segunda correspondencia le faltaba la primera mitad de la primera página y el párrafo final de la última.
    Por lo que pude apreciar, más desde mi lugar de investigadora legal que de posible querellante en la causa, la carta daba la impresión de haber sido sesgada intencionalmente y no por una manipulación descuidada de algún lector ocasional. Si así hubiese sucedido, las otras tres páginas deberían exhibir un corte similar.
    Cuando le pregunté a González (h) si sabía a qué se debía ello, contestó que él, por su parte, le hizo idéntica pregunta a Degot y que éste no supo precisar a partir de qué hecho fortuito aconteció la mutilación de esas páginas, pero que sí estaba seguro de que el escrito había sido fechado en marzo de mil novecientos ochenta, debido a que González, precisamente en uno de los pasajes faltantes del texto, hacía referencia a que ya había transcurrido un año de su regreso a la Patagonia.  Aunque cabe dejar en claro que Degot recibió la carta en el aeropuerto de Barajas, tres meses después de haberla redactado su amigo.

   (…) muy cansado. De alguna manera me pone contento que San Agustín esté más concurrido, como con más vida por la cantidad de gente que circula por las calles. Pero por otro lado me provoca tristeza saber que esta parte del mundo va a quedar en poco tiempo más bajo el agua.
   El campamento de la empresa constructora está apenas a tres kilómetros del pueblo, lo que permite que el personal de franco mantenga un ida y vuelta constante entre un punto y otro. Pero lo que más me sorprende es ver a la mayoría de los agustinenses seguir trabajando la tierra, levantar cercas, reparar galpones y desarrollar sus actividades como si no fuese a pasar nada. Incluso la municipalidad continúa con tareas de extensión de alumbrado público y mejoramiento de calles. Es más, son pocos los que emigraron hacia tierras más altas o que tienen pensado hacerlo en el futuro cercano. Es como si lo que se viene fuera a ocurrir en otro plano de realidad, en otro territorio distante. Tal vez por eso, por la sensación de extrañeza que me provocó la breve visita a San Agustín, es que comencé a trazar las primeras páginas de lo que parece ser una novela que apunta a llamarse Universo menor o Fauna terca. No sé con cuál de los títulos quedarme. Quién hubiera dicho, ¿no?, que un ex investigador de biogenética terminara entusiasmándose con un relato de ficción. Aunque no estoy seguro de que sea ficción lo que estoy haciendo. La cosa es que en el viaje de vuelta registré un par de frases y desde ahí fue cobrando forma lo que escribía. Veremos cómo sigue.                             
  A San Agustín llegué de noche. Me hizo el favor un camionero amigo del padre de Breckner. Tenés que ver la cara que puso el cura Javier cuando me vio. Yo no le había avisado a nadie de mi visita. Bastante imprudente era ya el haber regresado a la región. No dijo una palabra. Se quedó mirándome con resignación, como si en vez de recibirme estuviese despidiéndome para siempre. Y muy lentamente, como si yo fuese algo frágil, me abrazó y me hizo pasar. Me preguntó si alguien me había visto entrar al pueblo. Como tuve la precaución de bajar en el puente y tomar por la picada del río, entré por el patio trasero de la capilla. Apenas ladraron un par de perros, pero nada más. Nadie me vio.
   Después de las preguntas de rigor y de ponerlo al tanto sobre Elvira, el nene y mi exilio, le agradecí lo mucho que había hecho por mi vida y por la de mi mujer. Le debía y me debía esta visita. Más allá de los riesgos que corría, sentí que no podía continuar como si nada hubiese ocurrido. Por lo menos tenía que volver a San Agustín y cumplir como correspondía con quien se había jugado por nosotros. Qué paradoja, ¿no? Un ateo agradeciéndole a un servidor de Dios y resguardándose en un templo católico.
    Me quedé toda la noche escuchando el relato del cura. Por momentos me parecía que en vez de tres años hubiesen pasado treinta. Demasiadas malas noticias para contártelas en una carta. No digo que me haya hecho bien volver al pueblo, pero si te digo que lo necesitaba. Había cosas que cuando las repasaba durante mi exilio no alcanzaba a cerrarlas. Y había gente conocida que, según el relato del cura, había cambiado para mal.
  Una de las historias que más me conmovió fue la de un muchacho que tuve de alumno en la primaria. Mariano Fulque se llama. Nunca supe bien si era hermano o hermanastro de Laura Cides, esa chica de la que alguna vez te hablé en Madrid cuando me pediste el nombre del milico que estaba a cargo del regimiento local. Mariano era un pibe buenazo, tímido, de muy pocas palabras. Jamás peleaba ni discutía. Eso sí, nunca pudo hacer amigos y creo que tampoco se esforzó mucho para lograrlo. De chico vivió por un tiempo junto a Laura y su madre en la casa del milico que ya sabés. Después la Señora (porque así la llamaban todos en el pueblo: la Señora) les dio una patada en el culo a los tres y los hecho a la calle. El marido no era jefe de unidad por entonces, pero era un oficial de peso y contaba con un fuerte padrinazgo por parte de su suegro. Además de esa casa, el tipo tenía una cabañita junto al río, la que les prestó a los recién desalojados para que se arreglaran por un tiempo. Y, sí, ello confirmó las sospechas que todo San Agustín tenía respecto de la paternidad de la nena. O de ambas criaturas. ¡Ojo!, cuando yo llegué por primera vez al pueblo los nenes tenían alrededor de ocho años y ya vivían en la casita del río. El tipo había colocado a la Neno, la madre de los chicos, en la municipalidad, y cada tanto se aparecía por la escuela para preguntar cómo andaba Mercedes, su hija legítima. Era el único militar que se apersonaba en la escuela periódicamente para hacer un seguimiento de su hija. Lo acostumbrado era que se ocuparan las madres de esa tarea. El tipo solía caer un par de minutos antes de la salida al recreo. Intercambiaba con las maestras dos o tres palabras y después, como si nadie lo advirtiera, buscaba a Laurita para darle golosinas o algunas monedas para que se comprara algo en el quiosco. La verdad, se preocupaba más por ella que por su propia hija. Pero mejor vuelvo al relato del cura.
   A los pocos días de mi secuestro apareció colgada del mástil de la plaza la perrita del milico. Cuando el placero municipal la bajó, notaron que presentaba un disparo en el ojo izquierdo. Estaba eviscerada y le habían atado un cartelito de cartón al cogote “Mi duenio es un biejo pajero”. De allí en más, el padre Javier me puso al tanto de una serie de hechos extraños que comenzaron a suceder en el pueblo. Para empezar, a Mariano no se lo volvió a ver por la capilla. Y cuando el cura iba a la chacra del paisano donde vivía el muchacho, éste lo evitaba. Si bien nadie sospechaba ni acusaba a Mariano de la muerte de la perra, él pensaba que alguna relación tenía con esa crueldad. “Intuición -me decía el cura- Los ojos lo venden”
   Esa misma semana el río comenzó a vaciarse sin explicación alguna. Tal vez el fenómeno tuviera que ver con la construcción de la represa o con el efecto de la sequía. Nadie supo explicar la verdadera causa. Durante varios días la municipalidad y el ejército recurrieron a camiones cisterna para transportar agua desde río Blanco. Pero lo asombroso remite a lo que aconteció en el lecho del Huancúl. San Agustín llevaba cuatro días de sequedad absoluta cuando el jefe de bomberos vino a buscar al cura para que viera lo que había descubierto a unos pocos kilómetros río arriba. Adheridas al lecho, como solidificados al fondo de piedra y arena, había tres yelmos abollados, una espada con el pomo labrado en hierro, un cáliz y varios doblones de oro. Excepto las monedas, el resto del hallazgo estaba carcomido por el óxido. El cura jura y perjura que ni siquiera tironeando entre los dos juntos pudieron despegar los objetos que estaban adheridos al suelo. Fue así que decidieron cubrirlos con arena y ramas para que no se creara algún tipo de fiebre del oro en el pueblo. Lo más prudente era volver más tarde con alguien de confianza para tramitar alguna intervención del museo provincial. Pero la cosa no terminaba ahí. Mientras duró la sequía, unos paisanos le contaron al cura que durante la noche se alzaba sobre los metales una bruma espesa y dorada que terminaba encandilando a quien se acercara demasiado. A lo mejor por pánico, o para contrarrestar algún daño espiritual posible, fue que se levantaron varias ermitas junto al camino que bordea ese tramo del río. Pude verlas cuando pasé al día siguiente con el cura rumbo a la casa de Laura. Había una dedicada a la Difunta Correa, otra a San Sebastián, otra a la Virgen de Luján y una al Gauchito Gil.
   El tema es que una semana después de estos hechos llovió muchísimo. Y no sólo el río se fue de madre, sino que la inundación terminó con la evacuación de la parte más baja del pueblo y con la muerte de varios animales. Por lo demás, vos ya sabés como es de inquisidora la creencia popular en este contexto. Unos dicen que el desastre sucedió porque se veneró una figura pagana en el lugar del hallazgo de los cacharros españoles (por lo de la ermita del Gauchito Gil). Otros dicen que es por un daño que alguien le hizo a San Agustín.
   En referencia a este punto en particular fue que me contó el cura sobre las habladurías de la gente respecto de la mala fama que le habían hecho a Laura. Que la chica no sólo curaba el empacho y el mal de ojo, sino que también hacía daños por encargo. Que las entrañas que quemaba después de leerlas no eran de cordero, sino de animales que habían sido adoptados como mascotas. Por eso en el pueblo comenzaron a sospechar de Mariano. Como que algo tenía que ver con la muerte de la perrita y de los encargos que Laura solía hacerle. Pero, bueno, poca bola le doy a esas supercherías. Así que le pedí al cura que nos detuviésemos un ratito en la casa de esta chica. Total, nos quedaba a medio camino de la chacra donde improvisaríamos un asado junto a algunos compañeros que todavía quedaban en San Agustín.
  Como el cura no quiso aceptarme los angelitos de cerámica (¿Te acordás los que compré en Madrid?), porque dijo que podían traerle problemas, resolví obsequiárselos a Laura. Por ahí le daban suerte. El cura me informó que la chica tenía una nena de año y medio, y que estaba en fecha para tener su segundo hijo. Todos sabían quién era el padre de la criatura pero nadie lo revelaba en voz alta. Ni siquiera el cura pudo lograr que ella misma lo blanqueara en la intimidad de la confesión.
   “Una vez entró esa chica al confesionario. Estaba realmente angustiada debido a  su embarazo. Más allá de lo terrible que el pecado de incesto conlleva, yo buscaba su confesión como canal de desahogo para ella misma, por toda la miseria espiritual que estaba atravesando. Pero no quiso hablar del tema. Lo único que dijo fue que ella no merecía ningún perdón. Pero que él  si necesitaba ser perdonado por lo que estaba por hacer”
  Me costó bajar de la camioneta y acercarme a la casa de Laura. Me costó porque sé muy bien quién es el dueño de esa propiedad, de los frutales y de los caballos. Cuando estuve apaleado y hundido en el infierno, una de las voces que me pareció reconocer entre tanta oscuridad y entre (…)

    Al contrario de lo ocurrido con la segunda carta, la número tres estaba intacta y fechada en tiempo y forma: Alto Valle, 20 de junio de 1980. En ella no había alusión a temas vinculados con la causa que se me pedía investigar. Es decir, a terceras personas que pudiesen aportar algún indicio de relación con el hecho de la desaparición de Lucio González.  En la carta, González explicaba los motivos por los cuales no pudo repetir la visita a San Agustín, debido a cuestiones laborales y familiares por un lado, y malas condiciones climáticas por el otro. En ese escrito le comunicaba a Degot que su compromiso con la escritura de la novela acaparaba toda su atención por entonces. Es por ello que le adjuntaba un capítulo de la obra, con el fin de acceder a una devolución crítica.
    Con el objeto de cumplir con la clasificación que se me requería para el oficio, rotulé la carta como Epístola de temática trivial. Valía como documento de desglose cronológico y como texto de fe de última locación de Lucio González, pero no como documento revelador para la causa. En consecuencia, archivé la carta número tres como documentación complementaria y di lugar a la  número cuatro.
   En ella sí, fechada el 2 de febrero de 1981, surgen elementos que deben considerarse determinantes para canalizar la investigación. Allí observará usted que los pasajes relatados por González durante su última visita a San Agustín dejan ver, sin riesgo de advertencia por parte del mismo, una atmósfera de amenaza inminente que conlleva al desenlace por todos temido. De manera que le sugiero detenerse con especial atención en los párrafos encorchetados por quien suscribe, con el objeto de que su indagatoria se focalice en aquellos aspectos que aluden a lo tratado en la reunión del 24 de marzo pmo. pdo..

   (…) ni nadie de San Agustín. La decisión de quedarme un par de días más fue enteramente mía. Por eso estas líneas te las escribo desde la chacra de Choique y te las  hago llegar con uno de los confiables del padre Javier. Él ya sabe a quién tiene que ver en Castelar y cómo es el asunto con el auxiliar de Aerolíneas.
   Elvira no quería saber nada con San Agustín. Para qué volver, si durante la última visita había cumplido con todos, me decía. Ella le sigue teniendo miedo a ese pueblo. Cree que lo que me pasó una vez puede repetirse.
   Hace unos días supe de una mujer que estuvo ausente del pueblo varios años  (es amiga y comadre de la madre de Laura)  y que parece tener algunos datos sobre la suerte corrida por Carlitos Espeche. Amancay Sambueza se llama y trabaja en el hospital regional de la capital provincial. No es que a Carlitos lo hubiesen llevado al hospital en algún momento de su desaparición. Es a ella, junto a tres auxiliares más de cocina, que la designaron para que se hiciera cargo cada quince días del economato del centro de detención que tenía el ejército en la cabecera departamental (…)  Laura había tenido otra nena. Hermosa y de enormes ojos negros. A pesar de que éstos resultaban desproporcionados, esa particularidad magnificaba la belleza de su expresión y hacía imposible dejar de mirarla. Era como si esa niñita tuviese un poder hipnótico sobre quien la observara. Eso sí, Macarena, que tendría algo más de un año, no se parecía en nada a su hermana Cristina. Ésta andaría ya por los tres años de edad, de cabello castaño y ojos claros. Era más bien apática y recelosa de su madre.
  Lo que me interesaba sobremanera era conocer su relación con Amancay. Necesitaba saber si esa mujer se encontraba todavía en San Agustín y cómo podría hacer para contactarme con ella (…) Sólo tres o cuatro veces tuvo que preparar las viandas. Venían los unimog, cargaban las bateas y la llevaban a un lugar que ella no podía reconocer, porque además de mantener las lonas bajas de la caja del camión, la encapuchaban media hora antes de llegar a destino. Descendían en una especie de hangar ciego, sin ventanas y medio oscuro. La última vez que le tocó ir (…) “uno de los castigados me hizo acordar al maestro Carlos. Pero no sé bien… Estaba mal rapado, descalzo y con ropa que parecía usada. Además tenía un ojo muy lastimado, hablaba poco y miraba siempre para el suelo. A lo mejor era él, sí, pero no sé bien. Capaz que sí. Yo me fui hace tanto del pueblo que se me confunden las caras, ¿vió? Pero capaz que sí, que era él” (…)  Díaz Galván,  De la Hoz, Walter, Fontana y Sepúlveda. Seguramente irán apareciendo más nombres a medida que avance la investigación. Ya que hablé con Amancay, sería bueno poder encontrarme con Neno. A ella la traté más en San Agustín y, obviamente, es mucho lo que podría decirme sobre el personaje que me interesa, ya que la relación que mantenían entre ambos nunca terminó.
   A pesar de lo abominable de este triángulo incestuoso, esta pareja de amantes mantenía una continuidad erótica semipresencial. Ellos eran tristes victimas gozosas de una perversidad amada y deseada por ambos. Lástima que no les bastaba a uno con el otro. Tenían que devorarse y devorar a los de su entorno, así como lo hace el universo con ciertas estrellas. Devoran lo que se les aproxima, y lo más dramático es que nunca se sabe si dejan de ser porque se pierden de vista o porque realmente existe una dimensión que los reduce a otra forma. O a lo mejor demasiado terrible para sostenerse frente a nuestros ojos, como el amor que se desborda cuando la humanidad del cuerpo es pobre para contenerlo (…)

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