5. UNIVERSO MENOR
Alto Valle, 25 de octubre de 1979
Querido compañero y amigo Anibal:
Ya sé que no debería comenzar
esta carta pidiendo disculpas, pero no pude escribirte antes porque el impacto
del rencuentro con Elvira, con mis viejos y con el país fue demasiado fuerte.
En la casa quinta de Las Heras (la que nos prestó por un tiempo el vasco
Aranguren cuando volví a la
Argentina ) me sentaba todas las noches con la intención de
contarte cómo había sido mi regreso. Pero no había caso. La angustia, la
alegría, la tristeza, el miedo que todavía perdura, todo junto me mareaba y no
salía una palabra. Pero, bueno, finalmente la cabeza y el corazón parece que quieren ordenarse y me dejan acomodar alguna que otra línea en esta
carta. Ahora, lo que jamás podría expresarte con palabras es la emoción que
sentí al ver y abrazar a mi hijo. Para que lo vayas conociendo te mando unas
fotos. Fijate bien en la copia más grande. Sobre el hombro derecho de Elvira
aparecen unas casitas blancas con techo acanalado azul, tipo plan de viviendas.
Bueno, la segunda, la que tiene un 3cv estacionado en la puerta es la nuestra.
Se la alquilamos a los padres de Breckner, un ex compañero del colegio de San
Agustín. Un gauchazo el tipo. Antes de que pasara lo que pasó, insistía para
que fuéramos a conocer Alto Valle, a pasar un fin de semana a su casa paterna.
Y, la verdad, nunca le dí bola ¡Mirá ahora cómo viene a darse vuelta la cosa,
¿no?! Qué flor de compañero resultó. No tuvo ningún problema en ayudarnos. Ni
siquiera me preguntó cómo se me había ocurrido volver a la Patagonia después de lo
que había pasado. Lo mismo el hermano de Breckner. Me dio trabajo en la
carpintería que tiene en sociedad con su padre. Con eso y con las clases de
apoyo particulares que damos en casa, nos vamos acomodando.
En Buenos Aires no podía quedarme y en Las Heras tampoco. Me estaba
volviendo paranoico. La sirenas de los patrulleros, los ecos de los disparos
nocturnos, los autos que merodeaban a paso de hombre con las luces apagadas. Y
en el campo, el silencio intenso, el aislamiento. Hasta el cielo estrellado me
provocaba pánico cuando no había luna y los perros ladraban como desaforados.
Vivía encerrado y pendiente de quien tocara a la puerta. La cosa seguía jodida
y cada día que pasaba comprometía más a mis viejos. La opción de volver a dar
clases era un suicidio. Elvira me contó que al mes siguiente de que me
levantaran llegó al colegio una resolución del Consejo Provincial de Educación
donde se exponían los motivos por los cuales se me había iniciado sumario y,
además, sancionado por abandono de cargo sin causa justificada. La idea no era
radicarnos en Alto Valle, pero como era el período de vacaciones de invierno me
tiré el lance para ver si encontraba a Breckner en casa de sus viejos y pedirle
algún dato de laburo. No se lo anuncié por carta ni le mandé aviso previo. Cualquier
localidad de la zona que quedara al sur del río Colorado era buena para
empezar. Y hasta ahora, Alto Valle parece estar brindándonos ése refugio que
tanto necesitábamos. Los dos queríamos regresara a la Patagonia pero sin
meternos en la boca del lobo. Nada de radicarnos en capitales provinciales,
desde ya. Por eso acordamos quedarnos de éste lado del río Neuquén, donde no
hay regimientos ni batallones cerca y donde las cosas parecen ser un poco más
tranquilas. Así que agarramos el Citröen, un equipaje mínimo y rumbeamos para
el sur sin avisarle a NADIE. Pero, ¡Ojo!, no fuimos por la ruta 5, por Santa
Rosa. Cruzamos La Pampa
por el sur de la provincia de Buenos Aires, por donde no transita casi nadie.
Allí las rutas están semidestruidas. Algunas son de tierra y los puestos de
control policial son menos estrictos. Eso sí, tardamos treinta y dos horas en
llegar. El auto venía muy cargado y además nos quedamos dos veces varados por
problemas mecánicos. Con todo, tenés que ver lo bien que se la bancó el autito.
Lo que sí te confieso estar considerando cada vez con mayor interés es
en la posibilidad de mandarme hasta San Agustín. Solo, desde ya. Allí hay gente
a la que aprecio mucho y a la que necesito volver a ver. El cura Javier, por
ejemplo. Elvira me contó que la ayudó mucho cuando me levantaron. Y más todavía
cuando accedió volver a Buenos Aires con el bebé. Ella no quería saber nada con
irse del pueblo sin saber a dónde me habían llevado. Pero el tipo la aconsejó
bien y se preocupó de que llegara sana y salva a casa de sus viejos.
Lo de Carlitos Espeche fue un golpe durísimo para nosotros y fue también
el primer gancho que tiraron los tipos para ir chupando en serie a todos los
demás. Elvira podía ser la próxima y no había porqué exponerse a tanto. Por
eso, tengo que ir y agradecerle al cura como corresponde. Nobleza obliga.
Así que ya me ves, Aníbal, otra vez refugiándome en el culo del mundo y
volviendo a empezar con más años encima, con una parte del alma medio muerta
pero con el espíritu renovado por este hijo que tengo y por la posibilidad de
reconstruir el mundo. Al menos el que puedo levantar con la esperanza de saber
que el futuro siempre tiene algo bueno para dar. Y San Agustín, después de
todo, fue una buena parte de nuestra historia, de la mía con Elvira. Allí nos
conocimos y fundamos nuestro pequeño universo con este sol inmenso que tengo a
mi lado, paradito en la cuna y tironeando de la cortina. Parece que le gustan
los trencitos azules y rojos que están pintados en la tela.
En la próxima te cuento cómo entré al país y lo que me pasó en Rosario
con un farmacéutico que decía conocerme de algún lado. Eso sí, no sé cuándo
recibirás esas líneas porque voy a enviártelas por la misma vía que te remito
ésta. Todavía no me animo a usar el correo postal. Es por Elvira y el nene. Y
por mis viejos también. Tengo miedo de que pinchen la correspondencia.
Ya vendrán tiempos mejores y vos también podrás compartir lo que se
viene con nosotros. Estoy seguro de
ello.
Va un abrazo
grande. Lucho.
Según Lucio González (h), la segunda carta ya estaba dañada cuando Degot
se la entregó, ordenadas cronológicamente junto a otras tres. A esa segunda
correspondencia le faltaba la primera mitad de la primera página y el párrafo
final de la última.
Por lo que pude apreciar, más desde mi lugar de investigadora legal que
de posible querellante en la causa, la carta daba la impresión de haber sido
sesgada intencionalmente y no por una manipulación descuidada de algún lector
ocasional. Si así hubiese sucedido, las otras tres páginas deberían exhibir un
corte similar.
Cuando le pregunté a González (h) si sabía a qué se debía ello, contestó
que él, por su parte, le hizo idéntica pregunta a Degot y que éste no supo
precisar a partir de qué hecho fortuito aconteció la mutilación de esas
páginas, pero que sí estaba seguro de que el escrito había sido fechado en
marzo de mil novecientos ochenta, debido a que González, precisamente en uno de
los pasajes faltantes del texto, hacía referencia a que ya había transcurrido
un año de su regreso a la
Patagonia. Aunque cabe
dejar en claro que Degot recibió la carta en el aeropuerto de Barajas, tres
meses después de haberla redactado su amigo.
(…) muy cansado. De alguna manera me pone contento que San Agustín esté
más concurrido, como con más vida por la cantidad de gente que circula por las
calles. Pero por otro lado me provoca tristeza saber que esta parte del mundo
va a quedar en poco tiempo más bajo el agua.
El campamento de la empresa constructora está apenas a tres kilómetros
del pueblo, lo que permite que el personal de franco mantenga un ida y vuelta
constante entre un punto y otro. Pero lo que más me sorprende es ver a la
mayoría de los agustinenses seguir trabajando la tierra, levantar cercas,
reparar galpones y desarrollar sus actividades como si no fuese a pasar nada.
Incluso la municipalidad continúa con tareas de extensión de alumbrado público
y mejoramiento de calles. Es más, son pocos los que emigraron hacia tierras más
altas o que tienen pensado hacerlo en el futuro cercano. Es como si lo que se
viene fuera a ocurrir en otro plano de realidad, en otro territorio distante.
Tal vez por eso, por la sensación de extrañeza que me provocó la breve visita a
San Agustín, es que comencé a trazar las primeras páginas de lo que parece ser
una novela que apunta a llamarse Universo
menor o Fauna terca. No sé con
cuál de los títulos quedarme. Quién hubiera dicho, ¿no?, que un ex investigador
de biogenética terminara entusiasmándose con un relato de ficción. Aunque no
estoy seguro de que sea ficción lo que estoy haciendo. La cosa es que en el
viaje de vuelta registré un par de frases y desde ahí fue cobrando forma lo que
escribía. Veremos cómo sigue.
A San Agustín llegué de noche. Me hizo el favor un camionero amigo del
padre de Breckner. Tenés que ver la cara que puso el cura Javier cuando me vio.
Yo no le había avisado a nadie de mi visita. Bastante imprudente era ya el
haber regresado a la región. No dijo una palabra. Se quedó mirándome con
resignación, como si en vez de recibirme estuviese despidiéndome para siempre.
Y muy lentamente, como si yo fuese algo frágil, me abrazó y me hizo pasar. Me
preguntó si alguien me había visto entrar al pueblo. Como tuve la precaución de
bajar en el puente y tomar por la picada del río, entré por el patio trasero de
la capilla. Apenas ladraron un par de perros, pero nada más. Nadie me vio.
Después de las preguntas de rigor y de ponerlo al tanto sobre Elvira, el
nene y mi exilio, le agradecí lo mucho que había hecho por mi vida y por la de
mi mujer. Le debía y me debía esta visita. Más allá de los riesgos que corría,
sentí que no podía continuar como si nada hubiese ocurrido. Por lo menos tenía
que volver a San Agustín y cumplir como correspondía con quien se había jugado
por nosotros. Qué paradoja, ¿no? Un ateo agradeciéndole a un servidor de Dios y
resguardándose en un templo católico.
Me quedé toda la noche escuchando el relato del cura. Por momentos me
parecía que en vez de tres años hubiesen pasado treinta. Demasiadas malas
noticias para contártelas en una carta. No digo que me haya hecho bien volver
al pueblo, pero si te digo que lo necesitaba. Había cosas que cuando las repasaba
durante mi exilio no alcanzaba a cerrarlas. Y había gente conocida que, según
el relato del cura, había cambiado para mal.
Una de las historias que más me conmovió fue la de un muchacho que tuve de
alumno en la primaria. Mariano Fulque se llama. Nunca supe bien si era hermano
o hermanastro de Laura Cides, esa chica de la que alguna vez te hablé en Madrid
cuando me pediste el nombre del milico que estaba a cargo del regimiento local.
Mariano era un pibe buenazo, tímido, de muy pocas palabras. Jamás peleaba ni
discutía. Eso sí, nunca pudo hacer amigos y creo que tampoco se esforzó mucho
para lograrlo. De chico vivió por un tiempo junto a Laura y su madre en la casa
del milico que ya sabés. Después la
Señora (porque así la llamaban todos en el pueblo: la Señora ) les dio una patada
en el culo a los tres y los hecho a la calle. El marido no era jefe de unidad
por entonces, pero era un oficial de peso y contaba con un fuerte padrinazgo
por parte de su suegro. Además de esa casa, el tipo tenía una cabañita junto al
río, la que les prestó a los recién desalojados para que se arreglaran por un
tiempo. Y, sí, ello confirmó las sospechas que todo San Agustín tenía respecto
de la paternidad de la nena. O de ambas criaturas. ¡Ojo!, cuando yo llegué por
primera vez al pueblo los nenes tenían alrededor de ocho años y ya vivían en la
casita del río. El tipo había colocado a la Neno , la madre de los chicos, en la
municipalidad, y cada tanto se aparecía por la escuela para preguntar cómo
andaba Mercedes, su hija legítima. Era el único militar que se apersonaba en la
escuela periódicamente para hacer un seguimiento de su hija. Lo acostumbrado
era que se ocuparan las madres de esa tarea. El tipo solía caer un par de
minutos antes de la salida al recreo. Intercambiaba con las maestras dos o tres
palabras y después, como si nadie lo advirtiera, buscaba a Laurita para darle
golosinas o algunas monedas para que se comprara algo en el quiosco. La verdad,
se preocupaba más por ella que por su propia hija. Pero mejor vuelvo al relato
del cura.
A los pocos días de mi secuestro apareció colgada del mástil de la plaza
la perrita del milico. Cuando el placero municipal la bajó, notaron que
presentaba un disparo en el ojo izquierdo. Estaba eviscerada y le habían atado
un cartelito de cartón al cogote “Mi
duenio es un biejo pajero”. De allí en más, el padre Javier me puso al
tanto de una serie de hechos extraños que comenzaron a suceder en el pueblo.
Para empezar, a Mariano no se lo volvió a ver por la capilla. Y cuando el cura
iba a la chacra del paisano donde vivía el muchacho, éste lo evitaba. Si bien
nadie sospechaba ni acusaba a Mariano de la muerte de la perra, él pensaba que
alguna relación tenía con esa crueldad. “Intuición -me decía el cura- Los ojos
lo venden”
Esa misma semana el río comenzó a vaciarse sin explicación alguna. Tal
vez el fenómeno tuviera que ver con la construcción de la represa o con el
efecto de la sequía. Nadie supo explicar la verdadera causa. Durante varios
días la municipalidad y el ejército recurrieron a camiones cisterna para
transportar agua desde río Blanco. Pero lo asombroso remite a lo que aconteció
en el lecho del Huancúl. San Agustín llevaba cuatro días de sequedad absoluta
cuando el jefe de bomberos vino a buscar al cura para que viera lo que había
descubierto a unos pocos kilómetros río arriba. Adheridas al lecho, como
solidificados al fondo de piedra y arena, había tres yelmos abollados, una
espada con el pomo labrado en hierro, un cáliz y varios doblones de oro.
Excepto las monedas, el resto del hallazgo estaba carcomido por el óxido. El
cura jura y perjura que ni siquiera tironeando entre los dos juntos pudieron
despegar los objetos que estaban adheridos al suelo. Fue así que decidieron
cubrirlos con arena y ramas para que no se creara algún tipo de fiebre del oro
en el pueblo. Lo más prudente era volver más tarde con alguien de confianza
para tramitar alguna intervención del museo provincial. Pero la cosa no
terminaba ahí. Mientras duró la sequía, unos paisanos le contaron al cura que
durante la noche se alzaba sobre los metales una bruma espesa y dorada que
terminaba encandilando a quien se acercara demasiado. A lo mejor por pánico, o
para contrarrestar algún daño espiritual posible, fue que se levantaron varias
ermitas junto al camino que bordea ese tramo del río. Pude verlas cuando pasé
al día siguiente con el cura rumbo a la casa de Laura. Había una dedicada a la Difunta Correa ,
otra a San Sebastián, otra a la
Virgen de Luján y una al Gauchito Gil.
El tema es que una semana después de estos hechos llovió muchísimo. Y no
sólo el río se fue de madre, sino que la inundación terminó con la evacuación
de la parte más baja del pueblo y con la muerte de varios animales. Por lo
demás, vos ya sabés como es de inquisidora la creencia popular en este
contexto. Unos dicen que el desastre sucedió porque se veneró una figura pagana
en el lugar del hallazgo de los cacharros españoles (por lo de la ermita del
Gauchito Gil). Otros dicen que es por un daño que alguien le hizo a San
Agustín.
En referencia a este punto en particular fue que me contó el cura sobre
las habladurías de la gente respecto de la mala fama que le habían hecho a
Laura. Que la chica no sólo curaba el empacho y el mal de ojo, sino que también
hacía daños por encargo. Que las entrañas que quemaba después de leerlas no
eran de cordero, sino de animales que habían sido adoptados como mascotas. Por
eso en el pueblo comenzaron a sospechar de Mariano. Como que algo tenía que ver
con la muerte de la perrita y de los encargos que Laura solía hacerle. Pero,
bueno, poca bola le doy a esas supercherías. Así que le pedí al cura que nos
detuviésemos un ratito en la casa de esta chica. Total, nos quedaba a medio
camino de la chacra donde improvisaríamos un asado junto a algunos compañeros
que todavía quedaban en San Agustín.
Como el cura no quiso aceptarme los angelitos de cerámica (¿Te acordás
los que compré en Madrid?), porque dijo que podían traerle problemas, resolví
obsequiárselos a Laura. Por ahí le daban suerte. El cura me informó que la chica
tenía una nena de año y medio, y que estaba en fecha para tener su segundo
hijo. Todos sabían quién era el padre de la criatura pero nadie lo revelaba en
voz alta. Ni siquiera el cura pudo lograr que ella misma lo blanqueara en la
intimidad de la confesión.
“Una vez entró esa chica al confesionario. Estaba realmente angustiada
debido a su embarazo. Más allá de lo
terrible que el pecado de incesto conlleva, yo buscaba su confesión como canal
de desahogo para ella misma, por toda la miseria espiritual que estaba
atravesando. Pero no quiso hablar del tema. Lo único que dijo fue que ella no
merecía ningún perdón. Pero que él si
necesitaba ser perdonado por lo que estaba por hacer”
Me costó bajar de la camioneta y acercarme a la casa de Laura. Me costó
porque sé muy bien quién es el dueño de esa propiedad, de los frutales y de los
caballos. Cuando estuve apaleado y hundido en el infierno, una de las voces que
me pareció reconocer entre tanta oscuridad y entre (…)
Al contrario de lo ocurrido con la segunda carta, la número tres estaba
intacta y fechada en tiempo y forma: Alto Valle, 20 de junio de 1980. En ella
no había alusión a temas vinculados con la causa que se me pedía investigar. Es
decir, a terceras personas que pudiesen aportar algún indicio de relación con
el hecho de la desaparición de Lucio González.
En la carta, González explicaba los motivos por los cuales no pudo
repetir la visita a San Agustín, debido a cuestiones laborales y familiares por
un lado, y malas condiciones climáticas por el otro. En ese escrito le
comunicaba a Degot que su compromiso con la escritura de la novela acaparaba
toda su atención por entonces. Es por ello que le adjuntaba un capítulo de la
obra, con el fin de acceder a una devolución crítica.
Con el objeto de cumplir con la clasificación que se me requería para el
oficio, rotulé la carta como Epístola de
temática trivial. Valía como documento de desglose cronológico y como texto
de fe de última locación de Lucio González, pero no como documento revelador
para la causa. En consecuencia, archivé la carta número tres como documentación
complementaria y di lugar a la número
cuatro.
En ella sí, fechada el 2 de febrero de 1981, surgen elementos que deben
considerarse determinantes para canalizar la investigación. Allí observará
usted que los pasajes relatados por González durante su última visita a San
Agustín dejan ver, sin riesgo de advertencia por parte del mismo, una atmósfera
de amenaza inminente que conlleva al desenlace por todos temido. De manera que
le sugiero detenerse con especial atención en los párrafos encorchetados por
quien suscribe, con el objeto de que su indagatoria se focalice en aquellos
aspectos que aluden a lo tratado en la reunión del 24 de marzo pmo. pdo..
(…) ni nadie de San Agustín. La decisión de quedarme un par de días más
fue enteramente mía. Por eso estas líneas te las escribo desde la chacra de
Choique y te las hago llegar con uno de
los confiables del padre Javier. Él ya sabe a quién tiene que ver en Castelar y
cómo es el asunto con el auxiliar de Aerolíneas.
Elvira no quería saber nada con San Agustín. Para qué volver, si durante
la última visita había cumplido con todos, me decía. Ella le sigue teniendo
miedo a ese pueblo. Cree que lo que me pasó una vez puede repetirse.
Hace unos días supe de una mujer que estuvo ausente
del pueblo varios años (es amiga y
comadre de la madre de Laura) y que
parece tener algunos datos sobre la suerte corrida por Carlitos Espeche.
Amancay Sambueza se llama y trabaja en el hospital regional de la capital
provincial. No es que a Carlitos lo hubiesen llevado al hospital en algún
momento de su desaparición. Es a ella, junto a tres auxiliares más de cocina,
que la designaron para que se hiciera cargo cada quince días del economato del
centro de detención que tenía el ejército en la cabecera departamental (…) Laura había tenido otra nena. Hermosa y de
enormes ojos negros. A pesar de que éstos resultaban desproporcionados, esa
particularidad magnificaba la belleza de su expresión y hacía imposible dejar
de mirarla. Era como si esa niñita tuviese un poder hipnótico sobre quien la
observara. Eso sí, Macarena, que tendría algo más de un año, no se parecía en
nada a su hermana Cristina. Ésta andaría ya por los tres años de edad, de
cabello castaño y ojos claros. Era más bien apática y recelosa de su madre.
Lo que me interesaba sobremanera era conocer su relación con Amancay.
Necesitaba saber si esa mujer se encontraba todavía en San Agustín y cómo
podría hacer para contactarme con ella (…) Sólo tres o cuatro veces tuvo que
preparar las viandas. Venían los unimog, cargaban las bateas y la llevaban a un
lugar que ella no podía reconocer, porque además de mantener las lonas bajas de
la caja del camión, la encapuchaban media hora antes de llegar a destino.
Descendían en una especie de hangar ciego, sin ventanas y medio oscuro. La
última vez que le tocó ir (…) “uno de los
castigados me hizo acordar al maestro Carlos. Pero no sé bien… Estaba mal
rapado, descalzo y con ropa que parecía usada. Además tenía un ojo muy
lastimado, hablaba poco y miraba siempre para el suelo. A lo mejor era él, sí,
pero no sé bien. Capaz que sí. Yo me fui hace tanto del pueblo que se me
confunden las caras, ¿vió? Pero capaz
que sí, que era él” (…) Díaz
Galván, De la Hoz , Walter, Fontana y
Sepúlveda. Seguramente irán apareciendo más nombres a medida que avance la
investigación. Ya que hablé con Amancay, sería bueno poder encontrarme con
Neno. A ella la traté más en San Agustín y, obviamente, es mucho lo que podría
decirme sobre el personaje que me interesa, ya que la relación que mantenían
entre ambos nunca terminó.
A pesar de lo abominable de este triángulo incestuoso, esta pareja de
amantes mantenía una continuidad erótica semipresencial. Ellos eran tristes
victimas gozosas de una perversidad amada y deseada por ambos. Lástima que no
les bastaba a uno con el otro. Tenían que devorarse y devorar a los de su
entorno, así como lo hace el universo con ciertas estrellas. Devoran lo que se
les aproxima, y lo más dramático es que nunca se sabe si dejan de ser porque se
pierden de vista o porque realmente existe una dimensión que los reduce a otra
forma. O a lo mejor demasiado terrible para sostenerse frente a nuestros ojos,
como el amor que se desborda cuando la humanidad del cuerpo es pobre para
contenerlo (…)
No hay comentarios:
Publicar un comentario